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37. Las partes de un todo

El beso terminó entre jadeos que apenas me dejaron pensar con claridad.

—Creo que estoy un poco descentrada esta noche. Perdón. —susurré. Su frente se pegó a la mía.

—Si el perdón es por besarme, no voy a aceptarlo.

Quedé arrinconada entre la estantería y él, sin apenas un solo centímetro entre nuestros pechos agitados. Capturó mis mejillas entre sus dedos y rozó sus labios sobre los míos. Un peligroso acercamiento que cosquilleaba entre nuestras respiraciones. Gemí cuando mordisqueó mi labio inferior y lo succionó. Respondí haciendo exactamente lo que había hecho él. Harald gimió y decidió seguir el juego, pasando su lengua por la comisura de mis labios.

El juego se convirtió en un beso demandante que me pedía que le siguiera, que me exigía que no parara, que me prohibía detenerme.

—Te quiero follar. Ahora —aclaró, impaciente—. ¿Puedo?

—No sé a qué estás esperando.

—A estar seguro de que no vas a disculparte. A saber que lo deseas tanto como yo.

—No voy a disculparme.

Nuestras bocas volvieron a engancharse. Se quitó la chaqueta y la camiseta, que quedaron perdidas en algún lugar del salón. Con la ausencia de su ropa, mi mano se posó sobre su piel cálida. Me acarició los pechos por encima de la tela de la blusa mientras descendía sus caricias y coló sus manos por debajo de la tela. Me arqueé, pues era inevitable responder a él. Un remolino de sensaciones me invadió cuando sus dedos tocaron mi piel mientras su boca no se decidía en besar mi cuello o mis labios. Terminé con su indecisión al reclamar su lengua con la mía.

Me subió la falda, que quedó arrugada en mi cintura. Mi cuerpo ardía por él, anhelaba que me tocara por todas partes, que me hiciera completamente suya esa noche. Pero cuando subió sus caricias hasta enredar los dedos en mis medias, me estremecí. Jugó a acariciar mi piel en ese peligroso borde.

—Voy a tener que quitarte esto —susurró con un tono sensual.

Posé las manos sobre el lugar en el que las suyas agarraban mis medias, deteniendo sus intenciones por el momento.

—No quiero desnudarme —dije—. Solo... solo me quitaré las medias y la ropa interior.

Se separó un poco para mirarme a los ojos y supe que estaba intentando encontrar en ellos el motivo por el que no le dejaba verme desnuda, por el que le pedía un sexo limitado y reprimido.

No sé si lo encontró.

Asintió.

—Te... te lo compensaré yo... —comencé.

—No tienes que compensarme nada. Tienes derecho a poner límites.

Su mano se coló por debajo de mis medias. Aquello me sorprendió. Blake siempre se había negado a continuar si no me desnudaba. Decía que no podía excitarse.

—Pues podemos dejarlo si no... —Ahogué un gemido porque deslizó sus caricias a mi entrepierna. Me mordí el labio inferior—. Podemos parar si no estás a gusto con eso.

—¿De verdad crees que querría parar por eso? —Me acarició por encima de la tela antes de apartarla y encontrarse con mi excitación—. Te deseo, con ropa o sin ella. Nunca dudes de eso.

Un leve gemido, disfrazado de susurro se escapó de mis labios. Eché levemente la cabeza hacia atrás, y se inclinó sobre mí para besarme el cuello. El calor que desprendía su cuerpo me invadió por completo.

Apreté las uñas en la piel de sus hombros. Me fue imposible contener mis gemidos mientras él trazaba círculos en mi clítoris. Despacio, en una tortura que se hizo insoportable cuando decidió introducir un dedo en mí. Acariciaba, entraba y salía. Deslizó su lengua en mi cuello y cerró su boca sobre mi piel, provocando que me temblaran las piernas. Apreté fuerte en sus hombros y él mordisqueó el lugar en el que mi mandíbula y mi cuello se juntaban.

Quería tocarle, quería responder a él, pero estaba arrinconada en esa postura, sometida. Y él parecía estar disfrutando de eso, pues sonrió cuando intenté acariciar su entrepierna, me quedé a medio camino y solté un gruñido indignado.

—Joder.

—Sigue haciendo eso —susurró con un tono seductor.

—¿El qué?

—Maldecir en español. Me excita —mordisqueó el lóbulo de mi oreja.

Asentí, con el aire contenido en los pulmones, cuando se arrodilló frente a mí. Tomó mi pierna derecha, y la apoyó sobre su rodilla flexionada. La veneración de sus ojos provocó que se me escapara el aire contenido. Deslizó sus manos por mi pantorrilla, hasta mi cintura. Se me erizó la piel cuando me deslizó las bragas y medias por las piernas hasta que quedaron en el suelo.

De un ágil y firme movimiento me alzó la pierna derecha sobre su hombro provocando que pusiera la izquierda de puntillas. Ahogué un grito.

Iba a...

Iba a...

Oh, Dios mío.

Su aliento caliente chocó contra la piel sensible de mis muslos, y durante un instante, sentí un escalofrío. Sus cabellos me hicieron cosquillas. Pegué la espalda a la estantería, y las manos a las baldas, cuando la lengua de Hal se deslizó por mi parte más íntima.

Gemí con una estúpida sonrisa de placer plantada en la cara. Él me sujetó con fuerza para que no me cayera, mientras no perdía oportunidad para acariciar mis nalgas y mi vientre. Sus labios succionaron y besaron, y su lengua hizo vibrar todo mi cuerpo. Harald no parecía tener suficiente a pesar de que yo estaba a punto de estallar. Intensificó sus besos y lametones hasta que un gemido gutural salió de sus labios.

El mío vino después.

Mis piernas volvieron a tocar el suelo y él se levantó.

—Era mi turno —dijo.

Sus ojos azules se encontraron con mi sonrojo, pues yo no fui capaz de corresponder su mirada. Estaba demasiado ocupada intentando encontrar la forma de tranquilizar mi respiración. Esos jadeos involuntarios que salían de mis labios eran todo un bochorno.

Apoyó su antebrazo en la librería, sobre mi cabeza. Su pecho subía y bajaba con rapidez. Se inclinó sobre mí reduciendo de nuevo la distancia que nos separaba. Cada centímetro de espacio entre nosotros era un torbellino de calor y frío, un deseo que me imantaba. Quería volver a eliminar la distancia, sumirme en el embrujo de sus labios. No me hizo falta pedirlo.

Me besó de nuevo. Sus manos estaban en todas partes: en mi cuello, en mi cintura, en mi cadera, en mi trasero, subiendo por mi espalda y enredándose en mi cabello.

Lamió mi labio inferior y lo atrapó con los dientes. Succionó, ligeramente, y tiró de él; eso me volvía loca. Así que repliqué, atrapando su labio del mismo modo, hasta que nos enzarzamos en un pequeño reto.

—¿Te gusta esto, sweetheart?

Jadeé con un asentimiento y puse un dedo índice entre mis labios y los suyos. Enarcó las cejas cuando se separó un poco.

—Me estás llamando cariño —le dije.

—¿No puedo?

—No lo sé.

Hundió la cabeza en mi cuello y el calor de su boca se deslizó por mi piel, húmeda y caliente. La voz me tembló cuando encontró otro punto detrás de mi oreja que hizo temblar todo mi cuerpo.

—Harald...

Cerré los ojos y no supe si esa orden era para él, o para mí. Enterré los dedos en el nacimiento del cabello en su nuca.

—¿Sí? —La punta de su nariz acarició mi cuello.

—No somos enamorados.

—Lo sé —me respondió y volvió a mis labios.

Su declaración fue el alivio que necesité para acariciar ese remolino de vello rubio que asomaba bajo su ombligo. Él contuvo el aire y sonrió en mis labios.

—Joder, te voy a poner en el escritorio —me dijo.

Me tomó en volandas y me llevó hasta mi escritorio, que estaba junto a la ventana. En cuanto estuve sentada, sacó un condón del bolsillo de su pantalón. Eso me hizo reír.

—Hoy vengo preparado —coqueteó, haciendo referencia a la primera vez que nos acostamos y no encontré preservativos entre sus cosas.

—¿Suponías que esto iba a pasar?

—No estaba seguro, pero me moría de ganas. Además, no quería decepcionarte otra vez —confesó, y me percaté de que había un ligero rubor en sus mejillas—. Aunque hubiese sido muy divertido verte indignadísima rebuscando entre mis cosas.

Me sacó otra risa. Le desabroché el pantalón y liberé su erección. Él se mordió el labio ante mis caricias, pero no reprimió sus gemidos cuando moví la mano sobre él.

—Joder, Laia —susurró.

Me encantaba tocarle, ver cómo tensaba la mandíbula, cerraba los ojos y susurraba mi nombre. Le puse el preservativo y su mano libre se posó en mi cadera con firmeza, acercándome a él. Necesitaba sentirlo dentro de mí. Durante un instante, pensé en desechar mis palabras. En quitarme la ropa, sentir su piel contra la mía y dejarme llevar. Tal vez me haría olvidar de todo.

No, no podía hacer eso.

Su lengua se coló entre mis labios y empujó sus caderas contra las mías, contra mi mano que seguía acariciándole. Lo guié donde más lo necesitaba y me penetró hasta que me quedé sin aliento. Hasta que supe que no tendría sentido negarme a él. Hasta que supe, que esa no sería la última vez y que aunque el amor no fuera para mí, tal vez, el sexo con él si lo era.

🍪🍪🍪

—¿Cómo eras en el instituto? —le pregunté—. Seguro que eras el típico popular.

Estábamos cenando el sushi que Harald había traído. El televisor sonaba de fondo con una película qué ambos habíamos dejado de mirar hacía rato, cuando Jemmy se subió a la mesa frente al sofá y nos robó un trozo de salmón. Ese gato no tenía un pelo de tonto.

Harald apoyó el antebrazo en el respaldo del sofá.

—No me consideraría popular, pero la gente sabía quién era o lo intentaba saber. Es difícil pasar desapercibido cuando tienes una copia tuya paseando por los mismos pasillos que tú. Además, hablo por los codos. Durante esa época, incluso más. Hablaba un montón, con quien fuera, de lo que fuera. Siempre me echaban de clase por lo mismo. "Harald Kaas, ¡cállate!". Creo que era lo que más escuchaba por esa época. En todas partes, porque Kresten era muy callado. Así que el que hablaba siempre era yo. Hasta cuando él abría la boca, me regañaban a mí. A él le gustaba ir del rollo chico malo misterioso.

—Los gemelos guapos.

—¿Me acabas de llamar guapo? —Arqueó una ceja y se inclinó hacia mí.

Apoyé la mano en su pecho desnudo, en un gesto más juguetón de lo que pretendía. Él se había puesto su ropa interior, y no parecía tener intenciones de vestirse del todo pronto. Yo seguía vestida y me había tapado con una manta, que me cubría hasta la cabeza. Recordé el día que lo conocí, envuelta en aquella ridícula manta térmica y mojada hasta los huesos. Esperaba tener un mejor aspecto.

—Sí, eres muy guapo, Hal —admití.

Sonrió y aparecieron dos hoyuelos en su rostro. Sus ojos brillaron. Ese hombre sonreía con toda su expresión.

—Tú también eres muy guapa, ¿sabes? Tienes unos ojos enormes y... esas pecas, te quedan muy bien. —Me rozó la nariz con el dedo índice.

—¿Quieres que empecemos una conversación cursi?

Le saqué una carcajada y se separó de mí para agarrar otro uramaki. Cambió de tema.

—¿Y tú? ¿Cómo eras? ¿Callada? ¿La chica de los libros?

—Yo... Aunque no te lo parezca, no era tan solitaria como ahora. No era "la popular", porque en realidad eso tampoco existía del todo en mi instituto. Simplemente, era una más, tenía amigos, salía, me comunicaba con normalidad. No sé, es raro pensar en esa versión de mí. Es... no somos la misma persona. Considero que era más normal que ahora.

Agarré un uramaki también. Estaban deliciosos.

—Sigues siendo normal, Layah.

—Si lo miro con perspectiva, creo que llevaba una máscara —expliqué—. No digo que tuviera el problema que tengo ahora, porque no lo tenía. Si no que... fingía. Las cosas en mi casa no estaban bien y por eso fingía que todo era idílico. No lo sé. Quería ser alguien, salir con chicos guapos, llamar la atención, ir guapa, no sentirme... no sentirme como me sentía cuando estaba en mi casa. ¿Sabes? Era vivir un día y noche constante.

Me escuchó con atención y después habló:

—Es difícil encontrarse a uno mismo cuando ni siquiera sabes quién eres. La adolescencia es así. Estoy seguro de que esa Laia no era falsa. Hay algo de ella en ti. Es decir, creo que quizás te estabas protegiendo y no es malo del todo. Kresten hacía lo mismo. De hecho... a días de hoy también lo hace a veces, aunque se cree que no nos damos cuenta. Es solo... una vía de escape. No tiene por qué ser mentira.

Suspiré.

—Era más simpática. Supongo. Te hubiera caído bien esa Laia.

—A mí me gusta esta Laia, no necesito conocer a otra. Pero si lo hiciera, también me gustaría, porque esa Laia forma parte también de ti.

Me sacó una sonrisa, que hablaba más de melancolía que de felicidad. Esa Laia... ¿De verdad había sido de mentira? Y sí... quizás me estaba juzgando a mí misma con unos parámetros injustos. Quizás debía dejar de compararme o juzgarme con quien fui y empezar a ver quien era en ese momento. Harald me veía, a él le gustaba quién era yo. ¿Por qué a mí no? ¿Por qué no podía verme a mí misma tal cual era en ese momento? ¿Por qué no dejaba de concebirme como la sombra de algo que vivió en el pasado?

—Ey, ¿qué piensas? —preguntó Hal ante mi silencio.

—En que a mí no me gusta esta versión de mí y me gustaría que me gustara.

Sweetie... —Me acarició el brazo, con suavidad.

La forma apenada y molesta con la que me miraba hizo que me diera un traspié el corazón.

—Ya sé que suena horrible —le dije—. Me he dado cuenta de que duele decirlo en voz alta tan pronto como lo he dicho.

—Laia, no eres una versión.

—¿Y qué soy? ¿Una parte? A veces siento que hay muchas partes de mí misma dentro de mí. Es raro, ¿no? No me mires así, parece que me estás analizando.

—No te estoy analizando —susurró—. Solo... creo que las personas somos un todo que a veces se emborrona.

Yo me sentía hecha a trozos, como un rompecabezas. Uno del que se habían perdido muchas piezas y era imposible completar. ¿Cómo iba a ser un todo?

—¿Como la lente sucia de una cámara?

Sus ojos azules, que no se habían despegado de mi rostro, se cerraron unos segundos, en los que se dedicó a asentir.

—Es una forma de verlo.

El calor de su pierna rozando la mía me provocó un cosquilleo.

—Creo que te debo rebatir —me aventuré, y me incorporé, apoyando también el brazo en el respaldo.

—Deslumbrame.

—Si tomo tu teoría de que no soy una versión ni una parte, ¿Qué es mi yo del pasado? Porque no somos la misma persona.

—Tú eras de las que decía que filosofía era tu materia favorita, ¿verdad?

—Mira quién fue a hablar...

Harald estaba a punto de decir algo cuando mi teléfono sonó. Se me detuvo el corazón cuando leí el nombre en pantalla.

"Mamá".

Le di la vuelta al teléfono, que se me cayó al suelo debido al temblor de mis dedos.

Harald desvió la mirada hacia la pantalla y frunció el ceño. Me agaché para agarrar el aparato y Hal puso su mano sobre la mía cuando notó mi temblor.

—Estás pálida —observó.

Mi pulso tamborileaba tan fuerte que me fue difícil entender sus palabras.

—Tengo que contestar —susurré—. No puedo contestar. No quiero contestar.

—Entonces no contestes.

—Tengo que hacerlo.

—¿Por qué?

—Mi padre murió ayer —confesé.

Harald retiró la mano y abrió los ojos, lo justo para que el círculo de su pupila no quedara escondido en sus pestañas.

—¿Cómo...? Lo siento mucho, Laia... ¿Por qué no me...?

—No me importa que se haya muerto. No te preocupes. De hecho... me siento aliviada.

Dejó los palillos sobre la mesa, y me observó, con una atención demoledora.

—¿Por qué? —preguntó.

Suspiré. No quería hablar de eso, pero supuse que ya había llegado el momento. No quería mentir a Hal y en ese momento sentí la urgencia de hablar sobre ello. De sacar de mi pecho ese pasado que había estado reteniendo.

—Hace seis años mi padre intentó matarme. Ha muerto de cáncer. En la cárcel.

El chico apretó los puños. Todo su rostro se desencajó y aunque intentó reprimir su expresión, no pudo esconder su sorpresa y horror.

—Laia, joder. Claro que no tienes que ir si no quieres. Solo faltaría.

Se pasó la mano por el cabello, como si no supiera muy bien qué decir, y al mismo tiempo, como si quisiera retener una rabia intensa.

—No voy a ir —dije.

La llamada de mamá se quedó en perdida, pero pronto volvió a marcar.

Ella siempre lo hacía. Marcaba y marcaba durante horas si era necesario, hasta que descolgara el teléfono. Podía hacer más de cien perdidas seguidas, sin pestañear.

—¿Es tu madre? —me preguntó Hal.

—Era.

—¿Qué quieres decir?

—No considero madre a la mujer que lo apoyaba y defendía. Quiere que vaya al funeral. No voy a ir. No quiero ir.

—Nadie puede obligarte a ir, y pobre de ellos que lo intenten porque se las verán conmigo.

Por absurdo que fuera, su declaración me hizo sentir más protegida. 



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