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Darius Bloodspar lo estaba observando de nuevo.
Incluso tumbado en la cama entrecerrados con fuerza, Vanitas podía distinguir con asco su sombra en el muro del calabozo. No dijo nada, como siempre, solo retiró la apelmazada manta que cubría su cuerpo y la dobló sobre el estrecho camastro. Se removió inquieto, odiaba esos detalles por parte del primer soldado al mando de él. Quien una vez, casi logra asesinarlo.
Pero eso fue cuándo era mucho más pequeño.
Sintió desconcertado, como Darius deslizó los dedos entre su pelo, tratando de desenredar los nudos que se le habían formado en la nuca, y a continuación, como cada día, se arrodilló para encender el fuego, moviendo las ramas atrás y adelante, repitiendo el proceso varias veces, hasta que la madera prendió. Cuando la leña comenzó a arder, Darius salió de su calabozo.
Vanitas miró por encima de su hombro con expresión ardida y asustada; era la primera vez que ese soldado se atrevía a tocarle, aunque fuese sólo por un mechón de su melena oscura. Su corazón aleteo nervioso, porque no sabía que podría significar.
De todas maneras, no tardó en extender sus manos hacia el calor, agradeciéndolo muy en el fondo; después de todo, allí encerrado estaba obligado a sucumbir a un helado fresco todas las noches y eso ayudaba, aunque fuera un poco.
Darius lo visitaba todas las mañanas y nunca se quedaba mucho tiempo, simple y llanamente hacía su trabajo, que era encenderle el fuego. Pero hoy, había sido diferente.
Vanitas se preguntaba que le pasaba para ese actuar tan extraño. A sus dieciocho años y encerrado en el mismo calabozo desde que era pequeño, jamás había experimentado algo parecido. Lo aterraba la idea de qué algo estuviera apunto de cambiar.
Nunca significaba nada bueno que los hombres de su padrastro, Donatienn de Sade, se acercasen demasiado.
Se puso encima un harapiento traje que era, en pocas palabras, su ropa casual. Se arremangó las mangas, se ató cómodamente los pantalones de lino y calzó unos pobres zapatos desgastados de planta desechada. Darius había sido quien le había entregado aquellas mudas hacía dos semanas, le resultaba aceptable a Vanitas, después de todo odiaba estar en la bata mugrienta de dormir que escaseaba de ningún color. Por lo menos esta se dividía en dos colores sutiles: un camisón azulado y oscuro, y pantalones blancos. Iba mucho con él; lástima que estuvieran desvencijadas y viejas.
Los zapatos habían sido un regalo secreto de Darius, lo supo cuándo antes de irse hacia dos semanas, los sacó de su brillante armadura para tirárselos a los pies. Sirvió mucho para cubrir sus pies magullados y sucios.
Vanitas observó con delicadeza la ventana de la celda cubierta con gruesos barrotes. Habían pasado diez inviernos. En cierto momento, había dejado de contar los días que pasaba allí dentro para prestar atención únicamente a los cambios de estación. Ahora nevaba.
Podía ver las copas de los árboles que conocía de memoria, cubiertos de un precioso manto blanco. En los meses más cálidos, les brotaban hojas de un intenso color verde que lo cubría todo y mantenían el mismo aspecto hasta el apogeo del verano. A Vanitas no le gustaba el frío, pero sí esos colores tan hermosos y delicados. Le recordaban a sí mismo.
Su piel pálida, también escasa de color, hacía que muchos días colocase sus manos finas sobre la visión de la ventana, con la esperanza de ver algo de sí mismo en las afueras. Eso hacía el invierno, lo hacía sentir menos solo.
Sin embargo, Vanitas se preguntó si este año algo cambiaría. Si tendría la suerte de que su padrastro, Donatienn, finalmente viniese a acabar con su encierro. Llevaba esperando la muerte desde hacía años, implorando desde lo más fondo de su ser que él viniese a darle una respuesta.
Ya no le importaba el inhóspito aspecto de la celda, de los asquerosa que resultaba. Los muros, siempre fríos y húmedos, olían a moho y solo entraba luz una vez al día, durante algo más de una hora, cuando el sol ascendía sobre los árboles. Muchas veces tosía, por culpa de la humedad. A veces.
Algo que siempre le molestaba era lo frío que se le ponía la nariz. Seguramente la única parte de su cuerpo que recibía algo de calor, no estaba seguro, no podía ver su reflejo. No tenía en donde y tampoco lo haría si pudiera, ya que seguramente solo encontraría a un chico calado en los huesos.
Su mente volaba muchas veces hacia el pasado, en el día que había encontrado a su madre asesinada sobre la cama de matrimonio y en cómo lo habían arrastrado a la plaza de palacio como si fuera cualquier cosa. En, lo cerca que había estado de morir.
Aparte de eso, no tenía mucho que recordar. Nunca había tenido amigos y los pocos sirvientes de su edad que había visto en el pasado, siempre le rehuían. Su madre era la única amistad en su vida y perderla, pensando en lo cerca que había estado de poder tener una familia nuevamente tras la muerte de su padre, le dolió mucho. Su cabeza a veces imaginaba tener a alguien dentro, a algún amigo.
Quizás si no hubiera sido tan reservado de pequeño o tan callado, a lo mejor podría haberse hecho amigos. Cuando su padre vivía, siempre solían tener reuniones ligeras con gobernantes de otros reinos, pero nunca hacía ningún intento por interactuar más de la cuenta.
De todas maneras, abrazando sus hombros ligeramente, salió de sus imaginaciones y deseos internos, de repente, con un golpe sordo de las afueras. Algo diferente, otro cambio en su rutina.
Resonó en el pasillo el eco de unos pasos, que a los sensibles oídos de Vanitas parecieron estruendosos truenos. Molestos, demasiado ruidosos.
—¡Dejadme marchar, maldito! ¡Asqueroso hediondo! ¡Cabeza de sebo! —gritó un muchacho, y su voz se propagó por el corredor de piedra a toda velocidad—. ¡Soltadme!
Vanitas no supo qué hacer, no sabía cómo reaccionar. Dudó por varios segundos, pero finalmente se levantó, se aproximó a la puerta y apretó la cara contra los barrotes herrumbrosos, tratando de conseguir una mejor perspectiva o algo.
Rara vez conducían a otros prisioneros a la torre norte. En los años que llevaba allí oculto, escondido del mundo, solo había visto a tres y todos a la espera de ser ejecutados. Uno de ellos, un hombre de edad adulta que había sido sorprendido robando alimentos en un carromato de provisiones de Donatienn. Es cierto que solo permaneció allí unas horas antes de la ejecución, ya que además le habían golpeado con tanta violencia que le costaba hablar.
No hubieron muchos más ese, algunos pocos pero que tampoco duraron mucho.
Del pasillo surgió un soldado que tiraba del muchacho. No era Darius, por suerte. No lo conocía tampoco. De todas maneras, el chico que traía agarrándolo con fuerza de un brazo, no sería mucho mayor que él. Tenía los ojos agudos y dorados. Su rostro era pálido y tenía un curioso lunar bajo su labio inferior, en la barbilla. El joven estrechaba sus pies contra el asfalto, queriendo soltar, pero el hombre adulto y revestido de armadura era mucho más grande.
Vanitas sabía que no tendría oportunidad con ese cuerpo tan delgado, y similar al suyo.
Tenía una melena castaña, algo larga y que cubría sus hombros. Trataba de escapar, pero era inútil. Además, tenía una herida sangrante sobre una de las cejas. No era muy grande, pero estaba ahí. Brillante y tan real. Un color en esa tremenda oscuridad fría.
El soldado abrió una celda, la de enfrente con unas llaves de seguridad. El chico intentó golpearle bajo la armadura, en esos puntos flacos que se dejaban libre para flexionar los músculos; pero no fue muy rápido. El hombre le pegó en una mejilla y sin decir nada, lo empujó dentro de la celda con una patada en el estómago. Después cerró la puerta y a continuación, sonó el chasquido del candado.
Vanitas podía escuchar las ligeras arcadas del chico, que por seguro andaba vomitando.
El soldado sin nombre se alejó por el pasillo de piedra y el ruido de sus pisadas se fue debilitando a medida que descendía por la escalera. No recibió una mirada por su parte y Vanitas esperó a que el silencio lo invadiera todo antes de atreverse a hablar.
—¿Hola...? ¿Estáis ahí? —dijo, sopesando sus palabras. Incluso se sorprendió del sonido de su propia voz; se aclaró la garganta y volvió a hablar con más fuerza—. ¿Qué habéis hecho para estar aquí? ¿Cómo os llamáis? —preguntó, inclinándose hacia un lado e intentando ver con más claridad al muchacho, que aparecía delante de los barrotes.
Se movía con temblores y secaba sus labios con el dorso de sus manos, aparte de eso y de la herida que parecía cerrar en su ceja, parecía estar entero. Unos instantes después, el chico tras mirarlo debidamente, apretó el rostro contra los barrotes y se limpió los restos de saliva de su barbilla.
—Soy Louis —respondió en voz baja, para cerrar sus ojos con temblores—. Soy un prisionero desde que era pequeño del rey Donatienn, pero... parece que acabo de ser trasladado. No sé muy bien la razón, pero antes estaba instalado en los calabozos del lado sur. Era uno de los pocos que quedaban.
Vanitas se acomodó la ropa raída y trató de acomodar la larga melena que le llagaba hasta por debajo de la cintura. Lo llevaba suelto, ya que Darius no había tenido la ligera idea de darle algo para sostenerlo. Pero claramente podía imaginar que su aspecto estaría igual que del otro. Era algo que seguro tenían en común los prisioneros. Se preguntó para qué le servirían prisioneros como de este tipo a Donatienn, que claramente no parecía ser alguien importante.
Vanitas tampoco sabía porqué lo había dejado con vida aquel día.
—¿Por qué os atraparon? ¿Desde qué edad?
Ahora Louis sacudió la cabeza, aparentemente mucho más hablador que antes. Clavó la mirada dorada en su rostro y los ojos se abrumaron por el odio y seguramente, el resentimiento.
—Desde los siete años..., Pero no había hecho nada —respondió con voz baja—. Casi todos los muchachos y, alguna que otra muchacha de mi aldea, fueron capturados. A mí me atraparon cuando intentaba escapar con... mis hermanos —pareció dudar de la palabra, como si no fuese eso lo que exactamente trataba de decir—, cuando intentábamos llegar la castillo del duque Hammond. Estaba...
Ese nombre lo trasladó nuevamente hacia su pasado. A Vanitas también lo desconcertó el hecho de que básicamente estaban allí encerrados casi desde la misma época, pero sacudiendo la cabeza, pensó en aquel hombre. En aquel hombre que era una cercana amistad de su madre, pero cuándo lo atraparon, no recuerda haberlo visto en algún momento del asedio.
—¿El duque Hammond? ¿Sigue con vida? —exclamó Vanitas con voz temblorosa.
El chico sacudió la cabeza, sin embargo, para negar inmediatamente.
—No —contestó Louis—. Murió hace un par de años. Según lo que me han contado algunos prisioneros nuevos, su aldea en Carmathan se ha convertido en un refugio de los enemigos de Donatienn, ahora dirigido por su hijo Roland.
Mi memoria viajó entonces hacia un chico algo mayor que yo, de cabellos rubios y unos ojos grandes y verdes, brillantes. Se preguntó si se trataría de él y sintió un nudo en la garganta. Y aunque la noticia de la muerte de Hammond era un hueso duro de roer, se aliviaba de saber que su hijo era quién tomaba ahora el mando. Se había convencido por completo de que todas las amistades de su madre habían muerto, pero esto significaba algo mucho más.
—¿Sabéis algo más? ¿Si ahora Roland lucha en nombre de Isabella Windsor, de mi madre, tal y como seguro hacia su padre? ¿O si ha dejado de hacerlo? —preguntó, con la esperanza de que no la hubieran olvidado, no a ella.
Louis lo miró de arriba y abajo, observando su pelo enmarañado y largo; también la suciedad que cubría sus rodillas. Vanitas trató de cubrirse con las manos algunos de los agujeros que tenía en la parte baja de los pantalones.
—Vos sois... ¿el hijo de la fallecida reina? —preguntó el muchacho, abriendo mucho los ojos—. ¿El príncipe Vanitas? —se había quedado boquiabierto. Estaba totalmente desconcertado ante la idea de esa sorpresiva revelación.
Vanitas sintió que se ruborizaba, pero asintió con la cabeza, con los ojos llorosos. Pensó en el duque como él lo recordaba, cenando junto a su madre y riendo exageradamente por sus bromas colmadas de sarcasmo. Recordó de pronto cómo en una cena, donde nunca se apartaba del lado de su madre, había levantado al niño mayor Roland sobre sus hombros. Fuertes.
Recordó como lo había mirado, con una sonrisa grande y amable.
Vanitas sintió tristeza de no haberse despedido de él y se preguntó si tendría la oportunidad de conocer como se debía a su hijo, si alguna vez tenía la ocasión de disculparse o hablar del gran hombre que fue su padre. Soñaba en morir, también en la idea de escapar, pero ahora mismo, ninguna de las cosas se mantenían estables en su cabeza.
Louis sacudió la cabeza y colocó una mano sobre su ceja cortada, haciendo una mueca. Al lado de su mejilla, ya se había formado un voluptuoso moratón.
—La noche que Donatienn se hizo con el trono, nos comunicaron que todos los habitantes del castillo habían sido ejecutados. Luego, comenzaron las persecuciones..., ¿Cómo os salvasteis? —quiso saber.
Vanitas deshizo la pregunta de porqué Donatienn buscaría atrapar a simples pueblerinos y no quiso recordar esa noche; el hedor de la sangre, los gritos, el ambiente ennegrecido del patio de piedra; Darius arrestándolo por la larga y estrecha escalera hasta los calabozos.
—Digamos que por alguna razón, al rey le sirvo más con vida. —Recordó esos ojos dispares mirándolo brevemente con clemencia, perdonando su vida.
Louis se aferró a los barrotes metálicos, con rabia, para luego mirar el frío y húmedo suelo de piedra. Parecía perdido en sus pensamientos, recuerdos antiguos.
Vanitas se atrevió a preguntar.
—¿Habéis escuchado más noticias de Roland? ¿O de su gente?
—No desde hace un tiempo, pero Vanitas, la gente sigue luchando allí afuera..., Estoy seguro de que más temprano que tarde, alguien vendrá a rescatarnos y a lo mejor, así, pueda volver a ver a mis hermanos y vos, vuestra libertad —dictó, Louis, inclinándose hacia delante para verlo mejor.
Esa realidad causó que rompiera a llorar, no fueron más que algunas gruesas y escasas lágrimas que enjuagó con rapidez. La esperanza brilló en su corazón, dándose cuenta de que en realidad nunca quiso rendirse ni ofrecerse mucho menos a la muerte. No a Donatienn. No a Darius.
Apreciaba la vida y ansiaba ser libre.
Se sintió renovado nuevamente y que una luz brillaba en su corazón, ardida de ilusión. De que este cambio, de que este nuevo día, fuese algo bueno para él.
—¿Estáis bien, príncipe? —preguntó Louis, limpiando de la misma forma las pocas lágrimas que rodaban por sus maltratadas mejillas. Se habían emocionado los dos.
—Lo estoy —respondió Vanitas, con una leve sonrisa dibujada en sus labios—. Nunca me había sentido tan feliz.
🍎🕊
ELSYY AL HABLA (!)
muchas gracias por su apoyo.
como ya hemos hablado, esta historia es colaborativa con mi bestie. al final, hemos decidido que la edición de arriba, tanto como el separador sean diferentes para ambas. con estos, podréis reconocer cuando escribo yo, y como mi bestie diferentes, cuando escriba ella.
los queremos mucho y esperamos que os guste la nueva actualización, finalmente comienza esta nueva historia de vanitas y de noé.
nos veremos pronto, mis manzanitas!
🍎🏹
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