
05. 𝐰𝐞𝐥𝐜𝐨𝐦𝐞 𝐭𝐨 𝐂𝐨𝐮𝐫𝐭
05. Bienvenido a la Corte
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Las ráfagas del viento que corría por el extenso mar, eran como una caricia al hogar que habían dejado atrás.
Tras mucha insistencia por parte del Rey Viserys, y el lamentable estado de la Serpiente Marina, al fin Desembarco del Rey volvía a ver los barcos que habían zarpado hacía años sin fecha de regreso.
En la cubierta del más grande de los tres, los hijos del matrimonio entre la princesa Rhaenyra y el príncipe Daemon, observaban y conversaban mientras admiraban a los dragones que los seguían unos metros sobre el cielo.
—¡Sigue siendo igual de magnífico! —dijo Lucerys a su hermano mayor una vez que pudieron ver la Fortaleza Roja del centro de la capital.
—Claro que iba a ser igual. —replicó Baela, poniendo los ojos en blanco. —No es como si pudiera cambiar algo.
—Solo déjalo ser, Ela. —Rhaena, que se aferraba al brazo de su gemela, mostró poco reproche en su comentario. —Hace mucho que no sale.
Antes de que Lucerys pudiera responderles, ambas se alejaron entre disimuladas risas hasta el borde de la cubierta. Allí, el mayor de los Velayron, veía el cielo con el ceño fruncido, aunque no era mucha novedad para ellas. Jacaerys había mantenido esa expresión durante horas luego de que salieran —con palabras de el mismo— a solo tomar aire.
—¿Buscas algo, Jace? —preguntó la mayor, pasándole una mano por el hombro para atraer su atención.
El príncipe se sacudió con sorpresa y relajó su cara luego de pasarle las manos por el cabello ondulado.
—No... para nada, Ela. —contestó, aunque su tono careció de firmeza. —Solo... olvídalo. Nada importante.
Baela hizo ademán de querer saber más, sin embargo, un ráfaga mucho más violenta arrasó sobre ellos. El viento cambió de dirección bruscamente, revolviendo sus capas y despeinando sus cabellos.
El barco se inclinó levemente hacia un lado, apenas lo suficiente para que los marineros más cercanos se tensaran, acostumbrados a reconocer cuándo era una corriente natural... y cuándo no.
—Eso no fue el viento. —murmuró Rhaena, entrecerrando los ojos hacia el cielo.
Un rugido seco, lejano, pero potente, los hizo voltear casi al unísono.
Una sombra cruzó sobre ellos con velocidad, cubriendo momentáneamente el sol. El dragón surcó el cielo con sus alas extendidas como cuchillas, dejando tras de sí un estela de viento y sal. Las escamas azules de la bestia destellaban con cada rayo que lograba alcanzarla. Durante unos segundos voló justo encima de la embarcación, lo suficiente como para dejar ver con claridad la figura de la jinete sobre su lomo.
La brisa que arrastraba su vuelo trajo consigo un aroma familiar... especias, humo, y un perfume suave, pero poco común, que no pertenecía a ninguna flor del mar.
—¿Es...? —susurró Lucerys, sin atreverse a terminar la pregunta.
Jacaerys no respondió. Su mirada se había tornado con una ligera emoción apenas un instante al verla, pero luego bajó los ojos al suelo de madera, como si no la hubiese visto en absoluto.
El dragón se elevó con un rugido elegante, ascendiendo hasta ocultarse entre las nubes. Pero ni la neblina del cielo ni la distancia podían esconder del todo su presencia. Y solo había una bestia en particular que lograba aquello.
—Había tardado en aparecer. —dijo Baela, sin disimular su irritación en el tono. —Es una dramática de lo peor.
—Eso no lo sabes. —replicó Rhaena con suavidad, como si intentara apagar la chispa antes de que creciera.
Baela cruzó los brazos, deshaciendo el agarre que tenía su hermana sobre su brazo.
—Por favor. Todos dicen que se volvió toda una caprichosa luego de que la echaron de Antigua. Ni siquiera los Blackwood la aguantaron.
—Solo Daemon dice eso. No todo el mundo... —dijo Lucerys, bajando la voz un tono al ver la expresión de su hermano.
Jacaerys seguía en silencio. Fingía no escuchar, pero su mirada, perdida entre las velas del barco, parecía muy lejos de allí. Solo cuando el rugido del dragón se volvió un eco apagado, sus labios se movieron apenas.
—Hasta no ver, no creer.
La respuesta, aunque sencilla, hizo que el grupo se callara por un momento. Baela entrecerró los ojos, como si intentara leer más allá del rostro de su primo. Rhaena volvió a tomar su brazo, esta vez con más fuerza, tal vez por mera costumbre. Lucerys simplemente desvió la mirada al suelo, como si se sintiera culpable por haber traído su nombre al aire.
—Entonces supongo que no pasará mucho tiempo antes de que lo sepas. —dijo Baela finalmente, y esta vez no había burla en su voz, solo algo de resignación.
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Tras llegar a la Fortaleza Roja, y una corta visita al rey, la familia se disolvió en varios grupos. Rhaenyra y Daemon se dispusieron a llevar a sus tres hijos —Joffrey, Aegon y Viserys— a sus recámaras privadas mientras analizaban el siguiente paso a seguir para la dirigir el tema de la sucesión a favor del príncipe Lucerys.
Baela y Rhaena, las gemelas dragón, se mantuvieron en el jardín más amplio y privado del castillo. Mientras Baela intentaba atinar sus flechas a los objetivos de heno, Rhaena terminaba de perfeccionar un tejido en uno de sus vestidos favoritos.
Por otro lado, Jacaerys y Lucerys se dirigieron con entusiasmo —más del mayor— a la entrada del castillo, donde parecía haber una horda de personas admirando algo en medio del lugar. Sin embargo, su atención fue dirigida al instante a las armas apiladas sobre una mesa al fondo del patio.
Pero, sin poder ignorar más el ruido tras sus espaldas, ambos se acercaron a la multitud.
Jacaerys fue el primero en abrirse paso entre los presentes, apartando a algunos soldados y escuderos con una mano firme, mientras con la otra se aseguraba de no perder a Lucerys, que apenas alcanzaba a mirar entre hombros ajenos. Al llegar al frente, el príncipe menor se estiró sobre las puntas de los pies con curiosidad creciente.
En medio del círculo, dos hombres peleaban como si de eso dependiera su vida. Uno portaba un mazo cubierto de picos en una mano y un escudo en la otra, cuerpo firme, piel bronceada y golpes medidos. El otro empuñaba una sola hoja, pero parecía ser más rápido y ágil que su oponente.
Luego de unos cuantos segundos, los ojos pardos de los Velaryon se encontraron tras distinguir la silueta del oponente más veloz. La cabellera plateada dorada, los ojos violetas, el cuerpo delgado y el parche en el ojo izquierdo... No podía ser otro que Aemond Targaryen, su tío. El cual los acusaba de ser los responsables de su falta de... vista.
El otro tipo era más que reconocible. Más aún si es la razón de muchas burlas a su padrastro sobre cierta justa pérdida años atrás. Sir Criston Cole: El escudo juramentado de la Reina Verde, o como los chicos Velaryon habían aprendido a decirle, el perro faldero.
No pasó mucho más tiempo antes de que sir Criston terminara sin escudo y con la punta de la espada del príncipe en su cuello. Había sido un movimiento tan desprevenido que nadie pudo verlo venir.
El lugar estalló en aplausos, monedas cambiaron de una mano a otra y la adrenalina que se compartir se disipó.
—Bien hecho, mi príncipe. —dijo sir Criston con una media sonrisa. —Será un gran campeón en los torneos por venir.
Luego de unos segundos, Aemon bajo la espada con desdén.
—No me interesan esos ridículos torneos. —dijo el príncipe, sin molestarse en disimular el veneno en su voz. —Solo sirven para enaltecer el orgullo de los pocos victoriosos y destruir el de los muchos perdedores.
Lucerys tragó saliva como si eso aliviara la tensión que recorrió su cuerpo. Jacaerys mantuvo la mirada en su tío, con el ceño fruncido, aunque manteniendo la compostura. No era difícil interpretar los malo ataques pasivo-agresivos que Aemond les lanzaba. Estaba claro que lo había aprendido del mejor...
Pero entonces, como si el destino hubiese decidido darle aún más peso a su regreso, las puertas principales de la fortaleza se abrieron con un crujido profundo, como si los mismísimos huesos del castillo rechinaran ante lo que estaba por cruzar.
Los presentes giraron al unísono.
Por la entrada cruzaron un poco más de una docena de personas, blandiendo y ondeando el escudo de la Casa Velaryon con el fondo turquesa y el caballito de mar. Al frente de la guardia se encontraba sir Vaemod Velaryon, el único hermano de la Serpiente Marina. Irradiada superioridad en toda la extensión de la palabra, y mucho se apartaron de su camino sin que tuviera que pedirlo.
Pero no era a él a quien todos comenzaban a mirar. No... no era por él que la respiración de Jacaerys se detuvo por un segundo.
Una silueta esbelta, más baja que la del Velaryon, caminaba a su par. Vestía de un bronce que tiraba a ser más dorado. El atuendo se le ajustaba a su figura con precisión letal, una falda que le llegaba por debajo de las rodillas y que imitaba con escamas bordadas en oro lo que otros solían imaginar en bestias aladas. Se veía más que costoso, sin duda, pero con un toque sutil que no pretendía deslumbrar.
Porque lo que lo mantenía inmóvil no era la ropa. Era ella.
Visenya.
El viento le jugaba entre los mechones sueltos del cabello, tan plateado como lo recordaba. Y sus ojos... sus ojos lilas, aunque más profundos ahora, lo devolvieron en el tiempo. A las risas escondidas tras cortinas, a las pequeñas fugas por los jardines, a los dedos manchados de tinta luego de dibujar, a los secretos susurrados con la promesa de no contarlos nunca.
Era la única razón por la que había tenido un atisbo de esperanza en ser bien recibidos y aceptar ignorar cualquier insulto hacia él o sus hermanos.
Estaba tan embobado que ni siquiera escuchó las protestas de Lucerys sobre regresar al castillo. Ya ni siquiera le prestaba atención a Aemond. Todo de él estaba enfocado en su tía.
La multitud comenzó a susurrar de inmediato, como si Visenya cargara con un aura que obligaba a hablar en voz baja. Algunos se inclinaban apenas, otros la señalaban con discreción. Pero ella no parecía notarlo, o tal vez simplemente no le importaba. Mantenía la barbilla erguida, los pasos medidos y el rostro con fingida alegría.
Jacaerys tragó saliva, pero no se movió. No podía. La última vez que la vio, ella le sacaba unos centímetros, y no se atrevieron a despedirse. Ahora, aunque más baja que él, su presencia parecía llenar todo el patio.
—¡Jace! —Lucerys le jaló la manga con fuerza, por tercera vez. —. ¿Vamos?
Pero Jacaerys no respondió. Dio un paso al frente, casi sin darse cuenta. No sabía qué pensaba hacer. ¿Llamarla? ¿Acercarse? ¿Esperar a que ella lo notara?
Visenya seguía hablando con Vaemond, sin mirar a su alrededor, hasta que algo pareció atraer su atención. No fue el murmullo general, ni los guardias que se hacían a un lado a su paso. Fue una mirada, una sola, que conocía demasiado bien.
Sus ojos lilas se alzaron, cruzaron el espacio como si nada se interpusiera, y lo encontraron.
Jacaerys sintió un vuelco en el pecho.
Visenya lo miró apenas por un segundo... y luego desvió la vista. Como si él no estuviera allí.
Como si nunca hubiera estado.
Y sin detener el paso, se perdió dentro del castillo junto a los caballeros que la escoltaban.
Lucerys lo miró de reojo, incómodo. Él también la había reconocido, aunque no con la misma intensidad.
—¿Esa fue... Visenya? —preguntó en voz baja.
Jacaerys asintió lentamente, con la mandíbula apretada, sintiendo una punzada extraña en el pecho que no supo cómo nombrar. No era decepción. No del todo. Era algo más... como si su recuerdo se hubiera quedado anclado en una niña, y lo que acababa de ver fuera alguien completamente diferente.
Y aún así, dentro de sí, algo se rehusaba a creerlo.
"Solo estaba distraída", pensó. "No me vio. O no quiso... porque había demasiados ojos. Seguro fue eso."
—Vamos. —murmuró al fin, dándole una palmada en el hombro a Lucerys.
Y aunque su hermano lo siguió sin más, Jacaerys no dejó de mirar por el rabillo del ojo las puertas por donde ella había desaparecido.
Porque algo en su interior se resistía ferozmente a aceptar que esa mirada, ese gesto... hubieran sido reales.
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Visenya
Él maldito bastardo se había atrevido a venir.
Se había atrevido a mirarme con esos malditos ojos de cachorro abandonado que alguna vez —hace vidas, quizá— me habían parecido lo más tierno del reino.
No supe qué me enfureció más: que aún supiera exactamente cómo encontrarme entre una multitud o que, con una sola mirada, se atreviera a pretender que nada había pasado. Que no existieron las traiciones, los silencios cobardes o las promesas vacías.
No, Jacaerys Velaryon no tenía derecho a mirarme así. No después de lo que sucedió en esa noche.
Después de todo lo que tuve que pasar por su culpa.
Me quité los guantes mientras sir Reinor me habría la puerta. El aire helado me caló en la piel desnuda, mucho más sensible que cualquier otra parte de mi cuerpo. Otra cosa que agradecerle a lord Strong...
—¿Dónde estabas?
Me petrifiqué en el umbral de la entrada, golpeando mi espalda con la madera oscura. No había otra persona en este lugar que pudiera ponerme alerta con unas simples palabras.
Carajo.
—Visenya, te hice una pregunta. —repitió mi madre.
Mordí mi labio inferior y me maldije a mi misma por haber sucumbido ante mis emociones.
Estar más de cinco minutos con Vaemond Velaryon me habían quemado el cerebro y, en vez de ir a contarle a mi madre cómo fue todo —como habíamos acordado—, preferí ir al jardín abandonado detrás del castillo. Lo había convertido en mi escondite luego de que volví a la capital, donde mantenía recuerdos hermosos con mis sobrinos y unos no tan buenos que prefería enterrar por completo.
—Lo siento, madre. Se me fue el tiempo y pensé que ya estarías dormida. —respondí, sin una buena excusa.
Ella no dijo nada durante un instante. Solo me miró, como si pudiera leer entre mis costillas cada palabra que no dije. Como si el silencio fuera suficiente para oler la mentira, como sangre en el agua.
—Tu abuelo no puede dormir. Yo tampoco. Y tú vagando por el castillo como una niña sin deber. —Su voz era baja, firme, pero cansada. La clase de cansancio que no viene con los años, sino con la decepción.
Tragué saliva.
—¿Hablaste con sir Vaemond? —preguntó entonces, como si no tuviera sentido evitar la pregunta más importante.
Asentí apenas, sin mirarla.
—¿Y?
Me atreví a tomar más terreno y me acerqué a su costado mientras me quitaba los zapatos.
—Está de su lado. Hará lo que sea necesario con tal de obtener lo que ni siquiera le pertenece. Pretende jugar la carta de la legitimidad de los niños Velaryon. —escupí con amargura, todavía con el sabor de ese encuentro ardiéndome en la boca.
Nunca me había gustado la manera en la que mi abuelo y mi madre hacían las cosas, pero jamás podría negarme a sus peticiones. Y luego de prometerme un nuevo lindo collar —el cual ni siquiera quería en primer lugar— tuve que ir a besarle las botas al muy idiota de Vaemond Velaryon.
—Bien... es lo mejor para todos. —dijo soltándome una sonrisa que trataba de tranquilizarme. —Lo hiciste bien, mi niña.
Un cumplido realmente innecesario, pero que llenaba a mi corazón.
Le devolví la sonrisa y me senté a su lado, con las piernas sobre el sillón.
Habíamos terminado de hablar de reina a princesa. Ahora solo éramos mamá e hija disfrutando del calor de la chimenea, tal y como lo hacíamos cada noche donde ni ella ni yo podíamos conciliar el sueño.
Dejé caer mi cabeza en su hombro y ella me pasó su mano por la rodilla. No teníamos mucha diferencia de altura, pero podíamos acoplarnos una a la otra. Siempre habíamos sido buenas en eso, en ser solo nosotras dos.
Hubiera preferido esto a cualquier cosa en la vida. Estar con mamá era mil veces mejor que un vestido nuevo o una nueva tiara. Y, si no fuera por todo lo que pasaría en unas horas, estaríamos así para siempre.
—¿Por qué aceptaste esto, madre? —pregunté mientras ambas veíamos el crepitar del fuego.
Mamá soltó un suspiro y dejó caer su cabeza sobre la mía.
—Tu abuelo dice que es la mejor opción que tenemos. —Parecía dudosa, pero no fui por ese camino.
—La Serpiente Marina reconoció a Lucerys como su nieto. No hay porque poner al segundón de su hermano como su heredero.
—Él tiene sus razones.
Y esas razones probablemente incluían desprestigiar a Rhaenyra frente a toda la Corte, y quitarle a su mejor defensa: la Casa Velaryon.
Eso no era de mi incumbencia —nada, realmente—. Pero, si Rhaenyra se quedaba sin su mejor aliado, quién sabe cuántas cabezas no caerían. Repito, ese no es mi problema.
—Es mejor que descanses, mi niña. —dijo Alicent, deshaciendo nuestro extraño abrazo. —Mañana será un día muy largo.
—Si. Tú igual, madre.
Depósito un beso en mi frente y volvió a ponerse sus zapatillas.
Se fue sin decir mucho más, llevando consigo una vela por la oscuridad del pasillo. Me hubiera gustado que se quedara a dormir como cuando era una niña y tenía un pesadilla, y corría a sus brazos para que me protegiera, pero ya conocía lo horrible que era el mundo como para pensar que ella podría cuidarme de todo. Solo me tenía a mi y a nadie más.
Me puse de pie, cuidando de lo hacer ruido, y toqué lentamente con mis nudillos la puerta de mi recámara.
Un golpe tras otro. Un código.
Enseguida me alejé y me quedé frente a ella con los brazos cruzados por la espalda. Me tambaleaba de un lado a otro esperando la respuesta del otro lado, y la obtuve más rápido de lo que pensé.
—¿Si, princesa?
La puerta se entreabrió y Reinor asomo ligeramente la cabeza. El cabello le llegaba hasta los hombros y su insípida barba me tentaba a dejarlo pasar más adentro, pero la promesa con mi madre me tenía las manos atadas.
—Por la mañana, de la orden que me tengan mi caballo listo para ir a Pozo Dragón. —dije. —Quiero volver a tiempo después de mi vuelo con Stormfyre.
—Como diga, princesa. —respondió haciendo una inclinación. —Todo estará preparado a primera hora.
Di unos cuantos saltitos hasta llegar junto a él.
—Déjate de formalidades, Reinor. Mi madre ya debe estar en sus aposentos.
Él sonrió, un gesto pequeño pero genuino, y abrió la puerta un poco más, dejándome verlo por completo. Llevaba la armadura de la Guardia Real que le quedaba espectacular, y portaba la espalda que yo le había regalado. Tal vez en ese momento me había pasado de la raya, pero a él nunca pareció incomodarle.
Reinor alzó una ceja, divertido, como si mis palabras le hubieran dado permiso para respirar con libertad. Sin prestarle mucha atención, él cerró la puerta con suavidad tras de sí y se apoyó contra ella, cruzándose de brazos mientras me miraba con esa expresión de quien conoce cada una de mis caras, incluso las que yo intento ocultar.
—Siempre tan mandona, princesa. —murmuró, acercándose un poco más.
—Y tú siempre tan obediente. —respondí en voz baja, desafiándolo con la mirada.
Él soltó una risa por lo bajo y su mano buscó la mía sin mucha ceremonia. La sostuvo con calma, pero sus dedos temblaban ligeramente. Sabía que él también sentía el peso de lo que vendría al amanecer, aunque no lo dijera.
—¿Seguro que no quieres que te acompañe al vuelo? —preguntó, ahora más cerca, tanto que podía sentir el calor de su piel y oler el cuero de su armadura mezclado con la menta que solía llevar consigo. —. Podría fingir que es por seguridad.
—Podrías. —respondí con una sonrisa ladina. —Pero no quiero compartir a Stormfyre. Ya bastante tengo con compartirte a ti.
Eso lo tomó por sorpresa. Lo vi en la forma en que sus ojos se suavizaron, y cómo su pulgar acarició el dorso de mi mano con un gesto casi reverente.
Me incliné un poco, apenas un paso hacia él, hasta que su aliento chocó con el mío. Entonces lo besé.
No fue un beso hambriento ni desesperado. Fue simple, callado, sincero. Un roce de labios que hablaba más de consuelo que de deseo, más de cariño que de lujuria. Un beso que se da cuando las palabras no alcanzan y los silencios pesan demasiado.
Cuando me separé, él aún tenía los ojos cerrados, como si quisiera retener el momento un poco más.
—Deberías dormir, princesa. —dijo con voz ronca.
—Tú también, sir Reinor. —le respondí, sin dejar de mirar sus labios.
Lo solté despacio y él volví hacia mi puerta. Yo me di la vuelta y fui a mi ropero. No había pasado ni un segundo cuando volví a escuchar su voz.
—¿Visenya?
Me giré apenas.
—¿Si?
—Siempre de tú lado.
Una palabra clave. Una especie de frase especial entre nosotros. Algo que cualquiera podría confundir con un juramento de un escudo a la mujer que está encadenado.
Pero no lo era.
No del todo.
"Siempre de tu lado" era la promesa no dicha de que, sin importar a qué bando sirviéramos, ni qué nombre llevara la guerra en los libros del futuro, él estaría ahí. No como caballero. No como súbdito. Como hombre. Como el único que alguna vez me miró sin exigirme nada a cambio.
—Lo sé. —respondí, apretando suavemente el dobladillo de mi falda. —Siempre lo estás.
Él asintió. No dijo más. No lo necesitaba. Reinor era de silencios que hablaban más que mil versos, y de miradas que decían "resiste un poco más".
Volví a meterme entre las sombras de mi habitación. Arrojé el vestido de montar a un lado, dejé los guantes en el tocador y, tras un largo suspiro, me senté en el borde de la cama.
Mañana sería el anuncio oficial. La Corte reunida, los ojos clavados en mí, y las palabras de mi abuelo sellando el destino que yo no elegí, y que nadie esperaba. Una carta bajo la manga.
Nadie esperaría que me usaran como moneda de cambio...
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La mañana había dado paso al sol cuando la Fortaleza Roja albergó una sesión solemne. En la sala del Trono, los Velaryon, la casa Targaryen y los representantes del Consejo aguardaban la apertura de la corte. La cuestión a debatir: la sucesión del trono de Driftmark.
—Debemos comenzar, mi reina. —apresuró la Mano del Rey, Otto Hightower, de pie junto a su hija y rodeado por la mayoría de sus nietos.
—Esperemos unos instantes más. —respondió Alicent con un destello de esperanza en la voz. —Está por llegar.
Y como si el destino respondiera a su paciencia, las puertas se abrieron. Los caballeros las empujaron ceremoniosamente, y una voz anunció con firmeza:
—¡La princesa Visenya Targaryen!
La joven apareció sin pompa ni intención de impresionar. Llevaba aún las ropas de vuelo, el cabello recogido en una trenza suelta y deshecha, y el rostro encendido por la brisa del amanecer. Tras ella, caminaba su leal caballero juramentado, sir Reinor Stark.
—Qué hermosa mañana, ¿no lo creen, familia? —saludó despreocupada, cruzando el salón en dirección su madre.
—¿De dónde vienes, Visenya? —preguntó Alicent con severidad, recorriéndola de pies a cabeza con la mirada. —. Sir Reinor, puede retirarse.
El caballero se inclinó sin decir palabra y se ubicó discretamente en una esquina.
—De mi vuelo matutino. —respondió la princesa, restándole importancia. —Cabalgué hasta la colina, volé unas horas y regresé igual. Corrí cada pasillo. ¿Acaso esperabas que llegara reluciente?
La reina, con apenas una mirada, expresó su desaprobación.
—Está bien, Nia. —dijo al fin, con un suspiro. —Quédate junto a Aegon.
Visenya obedeció, colocándose junto a su hermano mayor, y dejando atrás a Aemond. Al hacerlo, notó una mirada persistente sobre ella: Jacaerys Velaryon. Su sobrino no apartaba los ojos, estudiándola como si cada hebra de su cabello tuviera un significado oculto. Ella se soltó la trenza con fingida indiferencia. Él, simplemente, la observó aún más fascinado.
El silencio se rompió con la voz de la Mano, que subió los escalones del Trono de Hierro.
—Aunque es nuestra esperanza que Lord Corlys Velaryon sobreviva, nos reunimos hoy para enfrentar la amarga tarea de tratar su sucesión. —anunció Otto desde el trono del rey. —Hablo con la voz de su majestad, en este y en todos los asuntos.
Durante unos segundos, todos se quedaron a la espera del primer llamado.
—Sir Vaemond Velaryon. —llamó entonces, dando inicio a las peticiones.
Vaemond, hermano menor de la Serpiente Marina, dio un paso al frente con solemnidad.
—Mi reina, mi lord. —dijo, dirigiendo una reverencia a ambos. —Nuestra sangre viene de Valyria. Mientras la Casa Targaryen dominó los cielos, nosotros dominamos los mares...
Comenzó con su discurso planeado con antelación. Haciendo hincapié en las costumbres, la sangre y la herencia.
El hombre de mediana edad había perdido a su esposa, y madre de sus hijas, hace algunas lunas. No tenía herederos varones a los cuales pasar su título ni mucho menos una prometida con la cual tenerlos. Pero, como se dice por ahí: para asuntos desesperados, medidas desesperadas.
—Humildemente, me propongo como sucesor de mi hermano. El señor de Driftmark y señor de las mareas. Y con ello, me atrevo a ofrecer una alianza: contraer matrimonio con la hija menor de su majestad, la princesa Visenya.
La sorpresa recorrió el salón. Todas las miradas se posaron sobre la joven, que se limitó a sonreír cortésmente en dirección al hombre frente a ella. Vaemond sonrió, complacido con la reacción.
—Para reforzar el linaje Valyrio y las alianzas de nuestras casas.
—-Gracias, sir Vaemond. Princesa Rhaenyra, ahora puede hablar por su hijo, Lucerys Velaryon.
La heredera del rey avanzó al centro, el peso del momento sobre sus hombros.
—Si voy a seguir con esta farsa con una repuesta, empezaré por recordarle a la corte que hace casi veinte años, en este mismo salón...
Las puertas se abrieron de nuevo, deteniendo a la princesa.
—¡El Rey Viserys Targaryen, primero con el nombre, rey de los Ándalos y de los Rhoynar y los primero hombres, señor de los Siete Reinos y protector de la tierra!
La corte entera giró la cabeza con asombro. El rey avanzaba con lentitud, tambaleante, pero decidido. Otto descendió del trono, sorprendido. La reina también se quedó pasmada, incapaz de ocultar su incredulidad.
—Hoy... me sentaré en el trono. —declaró el rey, luego de que llegó al lugar junto a su Mano, en un susurro que hasta el viento se pudo tragar.
—Majestad. —Otto asintió y pasó a retirarse, tomando lugar al lado de su hija.
Antes de poder si quiera subir unos pocos escalones, la corona del rey cayó al suelo. Su calvicie era notoria, y el poco esfuerzo por levantarla, no alarmó a nadie.
Su estado era peor que la de un mendigo. Lo único que lo cubría eran las ropas costosas y los collares heredados de los antiguos reyes. Cualquiera podría confundirlo si así quisieran, a excepción por su escaso cabello plata, que albergaba recuerdos de su larga melena de juventud.
El príncipe Daemon se adelantó por su cuenta. Subió los pocos escalones, recogió la corona y sin apoyo de nadie, guió a su hermano hasta el asiento echo de espadas. Sin decir una sola palabra, colocó la corona en su lugar y volvió a bajar los escalones en silencio.
No habían hablado en años. No luego de todo el desastre producido por cierta mujer a la que ambos le guardaban cariño en el fondo de su corazón.
—Debo, admitir mi confusión... —comenzó el rey, ahora desde la comodidad de su trono. —No entiendo por qué peticiones son escuchadas sobre una sucesión acordada.
Los presentes se miraron entre sí, buscando algo o alguien que le diera una respuesta decente. Pero Viserys no dio tiempo a muchas especulaciones:
—La única presente que podría ofrecer algún conocimiento sobre los deseos de lord Corlys, es la princesa Rhaenys.
La mayor dio un paso sin titubear.
—Así es, majestad. Siempre ha sido deseo de mi esposo que Driftmark sea heredado de nuestro hijo a su legítimo hijo, en este caso, el príncipe Lucerys Velaryon. Su mente nunca a cambiado como tampoco mi apoyo hacia él.
Los ojos se fueron directo al joven de cabellera más revoltosa, que asintió y sonrió en dirección a su abuela paterna.
—De hecho, la princesa Rhaenyra recién me informó de su idea de casar a su hijo Luke con la nieta de lord Corlys, Rhaena. Una propuesta con la que estoy efusivamente de acuerdo.
El rey pareció más que complació —a diferencia de muchos— y dio el asunto por terminado.
—Bueno, el asunto está resuelto. De nuevo... —De su boca salieron algunos suspiros, conteniendo la respiración. —Por lo tanto, reafirmo al príncipe Lucerys de la casa Velaryon como heredero de Driftmark, el trono de Driftwood y próximo señor de las mareas...
Las reacciones fueran medidas en gran parte. No hubo aplausos, pero casi nadie pareció inconforme con el resultado. Al menos, hasta que dejaron de contenerse.
—Usted rompió la ley y siglos de tradición al instaurar a su hija como heredera. —soltó Vaemond en medio de la del salón. —Y ahora se atreve a decirme quien se merece a heredar el nombre Velaryon. No, no voy a permitirlo.
—¿Permitirlo? —replicó el rey. —. No olvide con quién habla, Vaemond.
—¡El no es un verdadero Velaryon! —dijo apuntando directamente al recién nombrado heredero. —. Y ciertamente, no un sobrino mío.
—Ya ha dicho suficiente. —intervino Rhaenyra.
—Creo que debe retirarse, sir Vaemond. —dijo la Mano, más como una orden que una recomendación.
Otto dio una simple mirada a los caballeros que se movieron rápidamente desde los costados hasta el centro del lugar. No había peor mirada que la de la Mano cuando se trataba de órdenes.
—Les hice un favor al proponer un matrimonio con su nieta. —continuó Vaemond, señalando de vuelta a Visenya. El desprecio salía de su boca como la misma saliva.
—¿Disculpe? —replicó Visenya, sin quedarse callada. —. Creo que se equivoca. Aquí la que tiene el título de princesa soy yo. En cambio, usted es un simple segundo hijo que no tendrá nada a menos que lo robe.
La reina soltó una reprimenda a su hija, volviendo a ponerla en su lugar junto a sus otros vástagos. Lo que más odiaba Alicent era el que hablaran de su familia y era justo lo que estaba pasando...
—Por favor, niñita. Aquí y en el sur están al tanto tú historial. No por nada te llaman La princesa ramera.
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Jacaerys
Los ojos de Nia se cristalizaron como si estuviera conteniendo el mismo Río de Aguasnegras ahí dentro.
El idiota de Vaemond la había insultado como si de un animal se tratara. Sin ninguna compasión ni discreción.
Apreté los puños sin darme cuenta, luchando contra el impulso de cruzar el salón y arrancarle la lengua con mis propias manos. No por honor. No por política. Sino porque nadie —nadie— le hablaba así a Visenya.
Ella alzó el rostro, altiva. El temblor apenas perceptible en su mandíbula era la única señal de que sus emociones amenazaban con desbordarse. Pero no lloró.
La Visenya con la que creí hubiera corrido a los brazos de su madre o hermanos mayores, buscando protección en ellos. Pero ella había cambiando, para bien o para mal, podía ver que no iba a doblegarse. Volteo los ojos en dirección a su madre, en un movimiento casi imperceptible para quienes no estuvieran poniéndole atención —algo que yo estaba haciendo desde que llegó junto a su caballero—.
Estaba buscando algo, de eso estaba seguro. ¿Un apoyo? Probablemente. Pero Alicent no era a quien buscaba.
Seguí a sus pupilas hasta por encima del trono y obtuve mi respuesta: estaba buscando al rey, a su padre.
Tenía recuerdos muy vagos con su majestad. La mayoría, muy buenos y amorosos, donde me llevaba de paseo o me invitaba a sus reuniones. Nos quería a mis hermanos y a mí como a sus propios hijos. Aunque con ellos era otra historia aparte, a palabras de mi madre.
Aegon y Aemond se estaban conteniendo, para sorpresa de todos. Por lo que vi ayer, Aemond podría acabar de una tajada al idiota de Vaemond. Pero algo lo detenía, o bueno, alguien. Helaena estaba en medio de ambos, tomándolos de los brazos como si su vida dependiera de ello. Estaban dispuestos a defender el honor de su hermana —lo que me alegraba— pero Aemond era como un perro manso cuando de Helaena se trataba, y Aegon se dejaba guiar muy fácilmente.
—Lucerys es mi nieto legítimo. Y usted no es más que un segundo hijo de Driftmark. —Hablo de nuevo el rey. No parecía del todo furioso, pero tampoco estaba del todo contento.
Ni siquiera le dio vueltas a la situación con Visenya. Solo la dejó la pasar, como si lo que hubiera dicho no fuera más que la verdad. Lo cual era una vil mentira.
Volví a ver a Visenya entre su familia. Aunque todos parecían solo molestos con el poco tacto del rey, ella no estaba nada sorprendida. Había bajado la mirada y ahora se dedicaba a prestarle atención a sus dedos envueltos en los guantes de cuero. Se rascaba con esfuerzo y necesidad. Eso no estaba bien en lo absoluto...
—Usted puede llevar su casa, como le plazca, pero no decidirá el futuro de la mía. —exclamó Vaemond, encarando al rey. —Mi casa sobrevivió la perdición, y mil tribulaciones posteriores ¡Y por todos los dioses! No veré que termine por culpa de este...
Sus ojos se posaron en Luke, y aunque su boca se había detenido, estaba claro que es lo que quería decir: bastardo.
El sobrenombre que nos había seguido toda la vida salía siempre a relucir en los peores momentos. Mamá lo controlaba muy bien, y Daemon... bueno, él no usaba maneras muy pacíficas que digamos.
—Dígalo... —murmuró Daemon mientras tomaba lugar frente a nosotros. Pude oír como preparaba su espada, y esta vez, mamá no intentó detenerlo.
Nada podía acabar bien cuando Daemon estaba enojado.
Vaemond pareció pensar la respuesta. Como si midiera cuanto medía el costo. Lastima que no había una opción al final de todo esto: la muerte.
—Sus hijos ¡son bastardos! —escupió junto a todo el veneno que guardo durante años, sin inmutarse un poco. —. Y ella es una golfa... —ahora sus ojos estaban fijos en mi madre. —...algo que comparte con su queridísima hermana menor.
El mundo no se detuvo esta vez. Se rompió.
No sé si me puse de pie o si mi cuerpo actuó antes de que pudiera pensarlo. Solo sentí el fuego. Como si mis venas se hubieran llenado de rabia, no de sangre. Ese hombre acababa de escupir sobre lo que yo más amaba en esta vida.
Mi madre.
Rhaenyra Targaryen no era perfecta. Había tomado decisiones difíciles, había mentido, ocultado, resistido... pero jamás había sido una golfa. Y que alguien lo dijera en voz alta, frente a la corte, frente a mi abuelo, frente a mí...
Me dolió.
Más que cualquier cosa.
Y entonces nombró a Visenya.
No fue solo una ofensa a mi sangre. Fue un intento de deshumanizar a las dos mujeres más importantes de mi vida. De reducirlas a nada más que carne usada.
Mis puños estaban cerrados, y me costaba respirar. No por miedo. Por furia. La sentía subir por la garganta como bilis, caliente y corrosiva. Podía matar a Vaemond ahí mismo con mis propias manos, sin necesidad de una arma, sin necesidad de permiso.
Mi madre, desde su lugar, se mantuvo erguida. Majestuosa. Pero sus ojos brillaban con ese fuego contenido que solo yo sabía reconocer.
Visenya... Visenya apenas reaccionó. O mejor dicho, no quiso reaccionar.
Aegon se interpuso entre ella y el cadáver que aún respiraba a segundos de morir. Alicent cubrió a Helaena, Aemond no parpadeó, y Otto... parecía estar esperando precisamente este desastre.
Pero en ese instante, lo único que podía ver era el rostro de mi madre en mi mente, la forma en que sonreía cuando creía que nadie la miraba, cuando hablaba de su madre, de sus sueños de niña, de su derecho. Todo eso, toda esa dignidad, ese honor, esa lucha constante... insultada por un hombre que no era ni una décima parte de lo que ella había tenido que ser.
—Yo... —el rey se alzó. —...Tomaré su lengua por esto.
No fue necesario.
El silbido del acero partió el aire, tan claro como un grito.
Y luego, la cabeza de Vaemond Velaryon cayó. Dividida. Muerta.
Pero el daño ya estaba hecho. Las palabras seguían flotando en el salón como espectros, repitiéndose en mi mente: golfa... hermana menor... bastardo.
No podía quitármelas de encima.
Daemon habló, como siempre, con hielo y veneno:
—Puede quedarse con su lengua.
Y aunque parte de mí se sintió satisfecho, otra parte... no lo estaba. Porque las palabras dichas no se mueren con quien las pronunció. Se clavan. En la carne. En la sangre. En la memoria.
Miré a Visenya.
Quieta. Fría. Dura como el acero. Pero sus dedos aún se rascaban a través del cuero. Y entonces lo supe: por dentro, ella también sangraba.
Y yo... no pude protegerla.
Ni a ella.
Ni a mi madre.
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Tanto tiempo sin pasarme por aquí.
Quiero decir que tuve que rehacer este capítulo muchaaas veces. Pero quedé satisfecha al final.
Por si no leen mi otro fanfic (en el que si actualizo) suelo mezclar diferentes narraciones durante los capítulos. ¿Les parece bien? A mi me gusta, pero si ustedes no están conformes, puedo volver a lo de antes.
Bueno, ahora lo importante, ¿qué les pareció? Creo que ahora está todo más claro y se nota mucho la personalidad que van a tener cada uno. Déjenme sus comentarios aquí, me encanta leerlos <3
(Les aviso que tengo una segunda cuenta donde estaré publicando mis historias originales: jocewritter ,por si gustan ir a apoyarme por ahí)
Si les gustó pueden dejar su voto o algún comentario para que más personas conozcan el fanfic y yo sepa que les está gustando. Se los agradecería bastante <3
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