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Capítulo 7

Si este cap llega a los 20 comentarios, en unas horas les subo el próximo 😉

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AÑO 135 D.C


|• D E S E M B A R C O  D E L  R E Y•|
F O R T A L E Z A  R O J A
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Viserra, Joffrey y Celaya llegaron a la Fortaleza Roja justo cuando el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras. La brisa de la tarde aún flotaba en el aire cuando los portones del castillo se abrieron para darles paso.

Sin perder tiempo, Viserra llevó a Celaya a sus aposentos. Antes de recorrer el castillo, dejaron las pocas pertenencias de la joven en la habitación contigua a la de la princesa. El mobiliario de madera oscura contrastaba con los tapices carmesí y dorado que adornaban las paredes, reflejando la riqueza del lugar. Celaya apenas tuvo tiempo de observar los detalles antes de que Viserra la tomara del brazo con entusiasmo para llevarla a conocer su nuevo hogar.

Recorrieron los pasillos iluminados por antorchas, atravesaron galerías donde las vidrieras reflejaban los últimos destellos del sol y descendieron escalinatas de piedra desgastadas por los años. Viserra le mostró la Fortaleza con energía inagotable, su rostro resplandeciente de emoción.

Cada vez que pasaban junto a lores, damas o sirvientes, estos se detenían para hacerle una reverencia. No importaba si era un consejero de importancia o una doncella con un cesto de telas en brazos, todos inclinaban la cabeza con respeto al verla. Y la princesa, con naturalidad, les devolvía el gesto con una sonrisa radiante.

Celaya observaba todo con atención, sus ojos registrando cada detalle. Pronto comprendió que su nueva señora era profundamente querida en la corte. Las miradas que recibía no eran solo de respeto, sino de aprecio sincero. Había algo en su forma de hablar, en la ligereza con la que se movía y en la calidez de su sonrisa que hacía imposible no sentirse atraído por su presencia.

No era solo la hija de un rey fallecido, ni una princesa rodeada de lujos. Viserra poseía una dulzura innata que parecía tocar a quienes la rodeaban, incluso a los sirvientes que la observaban con discreta admiración.

Celaya sintió que la suerte le había sonreído al ponerla bajo el amparo de una ama tan amable y generosa. Agradeció en silencio a los Siete, aliviada de haber sido enviada al servicio de una dama cuya calidez contrastaba con la frialdad de piedra que dominaba la Fortaleza Roja.

—Mañana te presentaré ante mi madre, la reina Alicent, y ante mi cuñada y mejor amiga, Lady Floris —dijo Viserra con una sonrisa mientras caminaban por los pasillos de la Fortaleza Roja.

Celaya asintió con respeto, aunque no pudo evitar sentir un leve nerviosismo. La reina viuda tenía fama de ser una mujer estricta y firme, y aunque aún no conocía a Lady Floris, sabía que era esposa de un príncipe Targaryen y debía ser una dama de gran importancia.

—Será un honor, mi señora —respondió con una leve inclinación de cabeza.

Viserra la miró con amabilidad, notando su tensión.

—No tienes por qué preocuparte. Mi madre puede parecer severa, pero es agradable, y Floris... bueno, Floris es la persona más amable y cariñosa que podrías conocer. Es como una hermana para mí, y estoy segura de que te agradará —aseguró con calidez.

Las palabras de la princesa aliviaron un poco la inquietud de Celaya. Si Lady Floris era tan dulce como Viserra decía, entonces quizás no tenía tanto de qué preocuparse

—Te presentaría ante mi hermana, la reina consorte, pero ella últimamente está... indispuesta —dijo Viserra con un tono medido, eligiendo sus palabras con cuidado.

Celaya inclinó levemente la cabeza en señal de respeto antes de responder:

—Tuve el grato honor de conocer a su majestad cuando solo era una princesa en Rocadragón, mi señora.

Viserra arqueó ligeramente las cejas, mostrando interés.

—¿Ah, sí? ¿Llegaste a conocerla?

—Sí, aunque solo de vista. La princesa Helaena era reservada, pero siempre mostró amabilidad con quienes la servían —respondió Celaya con cautela.

La princesa asintió lentamente, como si evaluara sus palabras. Después, con su característica sonrisa, dejó el tema atrás y continuó guiando a Celaya por los pasillos de la Fortaleza Roja.

Luego del recorrido, Viserra regresó a sus aposentos, donde las criadas la asistieron con esmero en su aseo antes de vestirla con un vestido de un profundo verde azulado. La tela, fina y delicada, se ceñía a su figura con naturalidad, marcando la curva de su cintura y realzando la generosidad de sus pechos sin caer en la ostentación. El escote, cuidadosamente diseñado, añadía un aire de refinada feminidad, mientras que un collar de dragón plateado descansaba sobre su cuello, brillando tenuemente con cada movimiento.

Su cabello, de un rubio plateado puro, fue trenzado con precisión en una diadema que cruzaba su cabeza de un lado al otro, dejando que el resto de su melena cayera en ondas sedosas por su espalda. Pequeños broches de plata adornaban la trenza, capturando la luz de las velas con un resplandor sutil.

Cuando estuvo lista, se contempló en el espejo con una expresión serena, examinando cada detalle de su reflejo. Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa satisfecha antes de alisar la falda con un leve movimiento de las manos. Con la misma elegancia con la que se conducía en la corte, abandonó la habitación, lista para dirigirse a los aposentos de su madre y compartir la cena como cada noche.

Sin embargo, al abrir la puerta, encontró a su abuelo esperándola en el pasillo. Otto Hightower permanecía erguido, con las manos tras la espalda y una expresión inescrutable en su rostro. Viserra sintió una presión sutil en el pecho, el vestigio de un disgusto que conocía bien, pero lo disimuló con la misma destreza con la que ocultaba sus pensamientos en la corte.

—Querida nieta, ¿a dónde te diriges tan bella? —preguntó con voz calmada, aunque sus ojos la observaban con el mismo juicio de siempre.

Viserra sostuvo su mirada con compostura antes de responder, con un tono tan ligero como firme:

—Voy con mi madre. Ella debe estar esperándome para la cena.

Otto inclinó apenas la cabeza, observándola con la paciencia calculada de un hombre que siempre esperaba ser obedecido.

—Yo la acompañaré hoy —declaró con voz firme, sin dejar espacio a réplica—. Tú debes ir a otro lugar.

Viserra frunció el ceño apenas un instante antes de recuperar su expresión serena. Sabía que su abuelo nunca decía nada sin un propósito claro.

—¿A qué otro lugar debería ir? —preguntó con suavidad, aunque su mirada reflejaba una cautela apenas disimulada.

Otto esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos.

—A los aposentos de Su Majestad, por supuesto.

El estómago de Viserra se tensó, pero su rostro no delató su incomodidad. No era la primera vez que Otto sugería algo similar.

—El rey debe estar ocupado con asuntos importantes —respondió con una dulzura impecable—. No sería apropiado que lo interrumpiera a estas horas.

Otto dejó escapar un suspiro apenas audible, como si estuviera decepcionado de que su nieta no entendiera algo tan simple.

—Sabes bien que tú no le molestas —afirmó, con esa calma que siempre usaba cuando quería doblegar la voluntad de alguien—. Él te aprecia y tú tienes que aprovechar ese afecto al máximo.

Viserra sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su abuelo era un hombre astuto, demasiado para decir algo sin intención. Había una razón detrás de sus palabras, pero no lograba verla con claridad.

—La reina Helaena está para él —insistió con suavidad—. Ella es su esposa, su apoyo más cercano.

Otto inclinó la cabeza, como si evaluara su respuesta con un dejo de lástima.

—La reina —repitió, con una nota de desdén apenas perceptible— está demasiado ocupada en su tristeza. Tan sumida en su propio tormento que ni siquiera puede darle a su esposo lo que necesita.

Su mirada se tornó aún más severa.

—No puede ser lo suficientemente mujer para darle hijos al rey.

Viserra parpadeó, sintiendo la frialdad de aquellas palabras como un golpe seco en el pecho.

—Eso no significa que yo... —comenzó, pero Otto la interrumpió con la misma tranquilidad implacable.

—Eso significa que el rey necesita a alguien que lo mantenga cerca de su familia, que lo consuele, que le recuerde dónde están sus verdaderos aliados.

El aire en el pasillo se volvió más denso. Viserra sintió la opresión en su pecho, un peso que no podía ignorar.

—Nada inapropiado, por supuesto —continuó Otto con una sonrisa suave, manipuladora—. Solo una visita inocente. ¿No es eso lo que una tía cariñosa haría por su amado sobrino?

Cada palabra estaba tejida con intención, y Viserra lo sabía. Pero también sabía que no tenía opción.

Otto dio un paso hacia ella, su tono volviéndose más frío.

—No me falles, Viserra —advirtió—. Ya te he enviado antes con él y lo harás de nuevo.

Era la segunda vez. La primera, lo había visto como un simple gesto de cortesía, pero ahora... ahora todo se sentía distinto.

—Está bien—susurró, sintiendo la opresión de esas palabras incluso antes de pronunciarlas.

Otto esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos.

—Buena niña.

Viserra se obligó a moverse, cada paso sintiéndose más pesado que el anterior.

Y, como su abuelo había ordenado, Viserra se dirigió a los aposentos del rey. Sus pasos resonaban en los pasillos con un ritmo contenido, cada uno acompañado por el peso de la obligación impuesta sobre sus hombros. Al llegar, pidió a los guardias que anunciaran su visita y esperó, reprimiendo el impulso de marcharse.

Antes de entrar, se prometió mentalmente que le contaría todo a su madre. No podía seguir permitiendo que su abuelo la enviara con el rey como si fuera un simple pedazo de carne.

Cuando las puertas se abrieron y cruzó el umbral, el interior de la habitación estaba iluminado por la luz tenue de las velas. Su mirada se posó en el rey justo en el momento en que él se colocaba una túnica, cubriendo su torso con movimientos pausados. Por un instante, antes de que la tela ocultara su piel, Viserra alcanzó a ver la firmeza de su abdomen y la línea de su clavícula bajo la luz parpadeante.

El calor subió a su rostro de inmediato, y la vergüenza la obligó a bajar la mirada al suelo. Un sonrojo evidente coloreó sus mejillas mientras inclinaba la cabeza en una reverencia.

—Majestad —murmuró con voz suave, procurando no delatar la incomodidad que la asfixiaba.

Se sintió torpe, fuera de lugar, y por un instante odió a su abuelo por ponerla en aquella situación.

—Tía, qué bueno que estés aquí —dijo el rey mientras terminaba de ajustarse la túnica sobre su cuerpo. Su tono era cálido, genuino, como si su presencia le resultara verdaderamente grata—. Por favor, ven y toma asiento.

Viserra obedeció en silencio, con movimientos medidos y cierta timidez en su postura. Se acomodó con delicadeza en la silla que él le indicó, manteniendo la espalda recta y las manos reposando sobre su regazo. Jacaerys repitió la acción, sentándose frente a ella con una expresión relajada, aunque en su mirada se reflejaba la curiosidad.

—Escuché que tú y Joffrey volaron a Rocadragón y pasaron la noche allí —comentó con interés, inclinándose apenas hacia adelante.

Viserra asintió con suavidad, aunque por dentro aún sentía la incomodidad de estar en esa habitación. La visita no había sido idea suya, sino una imposición. Pero Jacaerys no lo sabía. Para él, ella estaba ahí porque había querido verlo.

—Así es, majestad —respondió Viserra con voz suave, manteniendo la compostura.

Jacaerys suspiró con una leve sonrisa y negó con la cabeza.

—Por favor, ya te he dicho que dejemos las formalidades cuando estemos a solas. Solo soy Jace.

La princesa bajó ligeramente la mirada, sintiéndose de pronto un poco más incómoda. Había crecido llamándolo "Jace" cuando eran niños, pero ahora que era el rey, ahora que su abuelo la había obligado a estar allí, la familiaridad de su nombre le resultaba extraña. Aun así, no deseaba desairarlo.

—Como gustes... Jace —dijo finalmente, con un amago de sonrisa que no alcanzó del todo sus ojos.

___Cómo están mis hermanos, Aegon y Viserys? ¿Y mi amada hermana Visenya? ¿Y mi padrastro?

—Todos están bien —respondió Viserra con una sonrisa tenue—. Visenya, como siempre, es curiosa y encantadora. Aegon y Viserys siguen siendo unos príncipes maravillosos, y Daemon... bueno, él es él.

Jacaerys dejó escapar una breve risa ante sus palabras y apoyó un brazo sobre el reposabrazos de su asiento, relajando ligeramente la postura.

—Daemon siempre será Daemon —comentó con diversión—. No me lo imagino de otra manera.

Viserra inclinó levemente la cabeza, como si sopesara sus palabras antes de responder.

—No lo harás. Sigue siendo el mismo de siempre, aunque... quizás con un poco más de paciencia cuando se trata de Visenya.

El rey arqueó una ceja, claramente intrigado.

—¿Más paciencia? Eso sí que es nuevo.

—No tanto —replicó la princesa con suavidad—. Solo con Visenya. Con los demás sigue siendo igual de duro.

Jacaerys sonrió ante la idea de su padrastro mostrando indulgencia con su hermana menor.

—Y dime, ¿Ella sigue tan inquieta como siempre?

Viserra dejó escapar una pequeña risa antes de asentir.

—Más que nunca. No deja de hacer preguntas sobre todo lo que la rodea, y últimamente ha encontrado una nueva fascinación.

Jacaerys inclinó ligeramente la cabeza, esperando su respuesta.

—¿Cuál?

—Daemon le está enseñando a usar la espada.

El rey no pudo evitar soltar una risa baja, sacudiendo la cabeza con expresión de puro orgullo.

—Por supuesto que lo está haciendo —murmuró—. Daemon nunca cambiará. Para él, no hay diferencia entre hijo o hija, todos deben aprender a defenderse a como dé lugar.

Viserra sonrió, recordando la imagen de Daemon con su pequeña sobrina, su paciencia inusual al enseñarle cada movimiento, y la chispa de emoción en los ojos de Visenya mientras sostenía la espada con ambas manos.

—Él quería que Rhaena aprendiera igual que Baela —continuó Jacaerys, con la mirada perdida en el recuerdo—, pero ella nunca tuvo el mismo interés.

—No, nunca lo tuvo —coincidió Viserra con un tono suave—. Rhaena siempre fue sofisticada y sencilla, nunca le interesó la idea de ser una guerrera.

Jacaerys asintió con una leve sonrisa, como si pudiera verla en su mente con la misma claridad que Viserra.

—Es distinta a Baela en muchos sentidos, a pesar de que son gemelas.

—Totalmente distinta —confirmó Viserra—. Baela siempre tuvo un espíritu desafiante, era feroz incluso desde niña, mientras que Rhaena... Rhaena poseía una elegancia natural, una serenidad que la hacía destacar de una manera completamente diferente.

Jacaerys dejó escapar un suspiro ligero, pero su sonrisa no desapareció.

—Ambas son fuertes a su manera.

—Así es —concordó Viserra—. Pero si Rhaena nunca quiso empuñar una espada, Visenya, en cambio, está encantada. La emoción en su rostro era inconfundible, parecía haber encontrado algo que realmente la hacía feliz.

El orgullo en la mirada de Jacaerys se intensificó, como si la sola idea de su hermana pequeña entrenando con Daemon fuera suficiente para llenarlo de satisfacción.

—Entonces que siga aprendiendo —declaró con convicción—. Es una Targaryen, después de todo.

Viserra asintió sonriendo.

Un breve silencio se apoderó de la sala.

Jacaerys contempló a su tía con detenimiento, recorriendo cada uno de sus rasgos con la mirada, como si la viera realmente por primera vez. Su largo cabello rubio plateado caía en suaves ondas hasta su cintura, reflejando la luz con un brillo casi etéreo. Sus ojos, de un tono violeta claro, tenían un brillo sereno e inconfundible, enmarcados por pestañas delicadas que proyectaban sombras sutiles sobre sus mejillas sonrosadas. Su nariz pequeña, sus labios rojizos y perfectamente definidos... Todo en ella evocaba una belleza singular, una que no podía pasar desapercibida.

Era hermosa en todos los sentidos.

Y se parecía tanto a su esposa.

El pensamiento lo golpeó con inesperada fuerza. Helaena. Su amada reina, su compañera silenciosa, su única esposa. Viserra compartía con ella esa misma gracia etérea, la misma dulzura en los rasgos, la misma aura que parecía ajena a las sombras del mundo. Por un instante, Jacaerys sintió una punzada en el pecho, un eco de emociones que no supo nombrar.

Pero Viserra no era Helaena.

Y, sin embargo, al mirarla, no pudo evitar pensar en ella.

Jacaerys desvió la mirada por un instante, reprimiendo el suspiro que amenazaba con escapar de sus labios. Siempre había querido tener hijos con Helaena. Lo había soñado desde que se casaron, especialmente una hija, una pequeña con sus ojos violetas y su dulce sonrisa, que fuera la viva imagen de su esposa. Se imaginaba sosteniéndola en sus brazos, viéndola crecer con la gracia serena de su madre, enseñándole sobre dragones, la historia de su linaje, asegurándose de que el mundo la venerara como a la princesa que sería.

Pero aquel sueño se había desmoronado con una sola sentencia de los maestres.

Infértil.

Esa palabra lo había cambiado todo.

Su amada esposa, su dulce Helaena, estaba devastada. La noticia la había sumido en un profundo pesar, la mantenía encerrada en sus habitaciones, aislada en su dolor, rehuyendo la luz del sol como si temiera que la viera rota. Jacaerys había intentado consolarla, asegurándole que nada de eso importaba, que ella seguía siendo su reina, su amor más preciado. Pero en su mirada vacía, en su voz cada vez más apagada, entendía que sus palabras no eran suficientes.

Su esposa había perdido algo que jamás había tenido, y con ello, parte de su espíritu se había desvanecido.

Y ahora... el Consejo lo presionaba.

El tema de los herederos se había vuelto ineludible, una sombra constante sobre su reinado. No querían que nombrara a uno de sus hermanos como sucesor; exigían un heredero nacido de su sangre, un hijo legítimo que asegurara la continuidad de su dinastía. Todos los días, en la Cámara del Consejo, los mismos argumentos se repetían una y otra vez, con voces firmes y miradas calculadoras.

"Un rey necesita un heredero, Majestad."

"Los Siete Reinos no aceptarán a un hermano como sucesor cuando puede engendrar a su propio hijo."

"Debe considerar tomar otra esposa."

Al principio, Jacaerys se había negado a escuchar. Estaba casado con Helaena, la amaba, y no tenía intención de deshonrar su matrimonio. Pero la insistencia del Consejo no menguaba. Cada día traían nuevos nombres, jóvenes doncellas de linajes nobles, todas aptas para convertirse en la madre de sus hijos.

Y entre ellas...

Viserra Targaryen.

Su joven tía.

Jacaerys sintió un nudo formarse en su estómago. Era una idea que lo inquietaba más de lo que quería admitir. Sabía que el Consejo no la había propuesto sin motivo: era hermosa, con la gracia propia de su linaje, y, más importante aún, una Targaryen. No habría dudas sobre la legitimidad de cualquier hijo nacido de ella. Además, su linaje mantenía el equilibrio entre las dos facciones que alguna vez dividieron a su familia.

Pero... ¿Viserra?

Jacaerys la contempló en silencio, observando cada uno de sus rasgos. Su largo cabello rubio plateado, sus ojos violetas claros, su piel de porcelana. Volvía y lo decía: se parecía demasiado a Helaena...

Apretó los labios. No. No podía siquiera considerar la idea.

Jacaerys parpadeó, alejando los pensamientos que lo inquietaban. Se sintió incómodo consigo mismo por siquiera haberlos permitido cruzar su mente.

Alzó la mirada y notó que Viserra ya no estaba sentada frente a él. En algún momento, mientras él se perdía en sus pensamientos, ella se había levantado y se encontraba junto a su estante de libros, sosteniendo uno entre sus manos con aire pensativo.

Por un instante, simplemente la observó. La forma en que la luz de las velas iluminaba su cabello plateado, el modo en que su vestido se ceñía con delicadeza a su esbelta figura, la concentración en su rostro mientras deslizaba los dedos sobre la tapa del libro.

Jacaerys se puso de pie casi sin pensarlo y se acercó a ella.

A medida que la distancia entre ambos se acortaba, un sutil aroma llegó a él. Su perfume.

Un delicado y dulce aroma a rosas penetró sus sentidos, envolviéndolo en una fragancia embriagadora que le resultó inesperadamente placentera.

Le gustó.

Le gustó mucho.

Tanto que, por un momento, deseó permanecer allí, lo suficientemente cerca como para seguir deleitándose con aquel aroma. Como si su sola presencia trajera consigo la calidez de una brisa primaveral, suave y embriagadora.

El pensamiento lo tomó por sorpresa, pero no dio un paso atrás.

Jacaerys la observó en silencio mientras ella pasaba las yemas de los dedos sobre la portada del libro, como si la textura del cuero viejo le trajera recuerdos lejanos.

—Este libro cuenta la historia de Aegon el Conquistador y sus hermanas-esposas cuando tomaron Poniente —comentó Viserra con voz suave, girándose apenas para mirarlo.

Jacaerys asintió, manteniendo la vista fija en ella.

—Así es —confirmó, sin apartarse demasiado.

Viserra bajó la mirada hacia el libro entre sus manos y esbozó una sonrisa tenue.

—Me gusta mucho su historia —confesó—. Solía leer este libro cuando mi padre estaba vivo. Me gustaba venir y leérselo.

Su voz se tornó más baja al mencionar a Viserys, como si cada palabra evocara la imagen de su padre con tal claridad que doliera.

Jacaerys sintió un nudo en el pecho. Sabía lo que significaba para ella aquel recuerdo.

—¿Él te escuchaba? —preguntó con suavidad.

—Siempre —susurró Viserra, sosteniendo el libro con más fuerza—. A veces cerraba los ojos y simplemente me dejaba leer. Otras veces... me contaba cosas que no estaban en el libro. Cosas que solo él sabía.

Jacaerys la miró con ternura.

—Debió ser muy especial para él.

Viserra sonrió con melancolía.

—Me gustaría pensar que sí.

El rey asintió lentamente, sin apartar la vista de su joven tía.

—Estoy seguro de que lo era —dijo con voz baja, casi como si fuera un pensamiento en voz alta.

Viserra mantuvo su mirada sobre el libro por un momento más antes de cerrarlo con delicadeza.

—Mi padre siempre hablaba de Aegon y sus hermanas —continuó—. Decía que juntos fueron imparables, que su unión fue lo que los hizo fuertes.

Jacaerys esbozó una pequeña sonrisa.

—Y tenía razón. No solo conquistaron Poniente, sino que sentaron las bases de todo lo que somos ahora.

Viserra asintió, girándose apenas para mirarlo mejor.

—¿Tú también lo lees?

Jacaerys soltó una breve risa.

—Varias veces —admitió—. Mi madre también me lo leía cuando era niño. Decía que era importante conocer nuestra historia... y aprender de ella.

El silencio entre ambos se llenó de una extraña calidez, una cercanía que no parecía incómoda. Solo dos Targaryen compartiendo recuerdos de sus padres, de un tiempo más simple.

___ Creo que ya llegó la hora de irme, majestad— rompió el silencio la princesa.

Jacaerys parpadeó, como si sus pensamientos se vieran interrumpidos de golpe. La calidez del momento se disipó levemente con las palabras de su tía.

—No tienes que llamarme así cuando estamos a solas, Viserra —recordó con una sonrisa suave, aunque sus ojos reflejaban una sombra de resignación.

—Lo sé... —susurró ella, inclinando apenas la cabeza—. Pero creo que es lo mejor.

El rey la observó por un instante, como si tratara de descifrar lo que realmente quería decir con esas palabras. Luego asintió lentamente.

—Si así lo deseas...

Viserra sostuvo el libro contra su pecho antes de dejarlo en su lugar en el estante.

—Gracias por recibirme, majestad —dijo con suavidad, aunque esta vez su voz sonó un poco más distante.

Jacaerys no insistió más. Caminó con ella hasta la puerta y, cuando estuvieron cerca, el aroma de rosas volvió a envolverlo. Sin darse cuenta, respiró profundamente, como si quisiera atraparlo en su memoria, como si ese perfume dulce y delicado pudiera quedarse con él por más tiempo.

—Cuando quieras venir, eres bienvenida —dijo con sinceridad—. No necesitas permiso para visitar a tu sobrino.

Viserra le dedicó una pequeña sonrisa antes de hacer una ligera reverencia.

—Descansa bien, Jacaerys.

Y con ello, se retiró.

El rey se quedó en la puerta por unos segundos más, observando cómo se alejaba, con una expresión que ocultaba más de lo que dejaba ver. Luego, cerró los ojos y exhaló despacio, permitiéndose un último respiro del perfume que ella había dejado tras de sí.


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¡AAAAAHHH, SE VIENEEEEEEEE !

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