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˗ˏˋ✩ (3) Carrusel ✩ˎˊ˗

Mini maratón
por falta de
actualización (3)

Capitulo 11


La música continúa, una tortura sonora sin fin. Cada nota es una aguja clavada en la ya frágil calma de los jugadores. El ritmo implacable, sin pausa ni respiro, se convierte en un reflejo de la ansiedad que crece exponencialmente en sus corazones. La incertidumbre es insoportable; la ignorancia sobre cuándo se detendrá la plataforma y qué número se anunciará, se transforma en un peso aplastante. El tiempo se estira, se deforma, se convierte en una entidad maligna que se burla de su desesperación.

Cada segundo se siente como una eternidad, un suplicio que se prolonga indefinidamente. Los jugadores, presa del pánico, parecen querer detener el tiempo, congelar ese instante de terror para ganar un respiro, un momento de paz, aunque sea fugaz, antes de que el destino los alcance. Sus respiraciones se vuelven entrecortadas, superficiales, un reflejo de la angustia que los oprime, mientras la música implacable sigue su curso, marcando el ritmo de su agonía. El deseo de un instante de quietud, de un pequeño respiro, se convierte en una necesidad desesperada, una plegaria muda en el corazón de cada uno.

Y de pronto, la plataforma se detiene con un tirón brusco, lanzando a los jugadores contra las paredes. Antes de que puedan recuperar el equilibrio, la voz retumba, fría e implacable:

—Diez...—El reloj comienza su cuenta regresiva: 30... 29... 28... El tic-tac del temporizador resuena como el latido de una bomba a punto de estallar, cada segundo un martillo golpeando sus corazones. El caos se desata.

—¡Me faltan ocho! —Los gritos desgarrados cortan el aire, una mezcla de pánico y desesperación.

—¡Me faltan dos! —Otros claman, sus voces quebradas por el terror.

Gyeong-seok, aferrando las manos de Hyun-ju y Young-mi, lucha contra la marea humana, buscando desesperadamente a las cinco personas que les faltan para completar el grupo. Un golpe en la espalda lo hace girar. Es el jugador 456, sus ojos oscuros y llenos de una calma aterradora.

—¿Cuántos son? — Pregunta, su voz cortante como un cuchillo.

—Somos cinco.

—Entonces estamos completos. —El jugador 390 anuncia, su voz apenas un susurro sobre el rugido del pánico.

—¡Tenemos que irnos, se nos acaba el tiempo Gi-hun! —La voz de 001 es un grito ahogado, un susurro desesperado perdido en el torbellino de la locura.

—¡Corran! —Geum-ji arrastra a su hijo hacia una de las puertas, sus ojos desorbitados reflejan el terror que la consume.

—¡A la puerta 044! —Gi-hun grita, su voz quebrada por el esfuerzo, por el miedo. —¡Corran!

—¡Young-mi! —El grito desesperado de Gyeong-seok se pierde en el tumulto. Aferra con fuerza el brazo de Young-mi, arrastrándola hacia la puerta indicada, mientras el tiempo se agota, implacable e inexorable.

Todo es un torbellino de cuerpos en movimiento, un mar de gritos y desesperación. El terror es palpable, un ente que se alimenta del miedo y la incertidumbre. La vida pende de un hilo, la posibilidad de la muerte inminente por no encontrar a las diez personas o no llegar a la habitación antes de que el temporizador llegue a cero. Y en ese instante, cuando todos logran entrar a la habitación, el cero resuena como un disparo, un final abrupto que marca el fin de la cuenta regresiva, pero no el fin del juego.

La puerta se cierra con un golpe metálico que sella su destino. Los gritos que llegan desde el exterior son desgarradores, una sinfonía de terror y desesperación.

—¡Espera! ¡Espera!— Las súplicas se entremezclan, un coro de voces rotas por el miedo a la muerte inminente.

—¡No disparen, por favor! —Las palabras, llenas de un terror desesperado, se pierden en el eco de los disparos.

Los soldados, impasibles, ejecutan su tarea con una fría eficiencia. No hay piedad, no hay vacilación. Las ráfagas de disparos son una sentencia de muerte, un final brutal para aquellos que no lograron encontrar un equipo. Los ruegos, las plegarias desesperadas, son inútiles.

—¡Por favor, no me mates! — La voz, llena de un terror agónico, es silenciada por el disparo.

—¡No, señor! ¡Señor, por favor! —Otro grito, otro disparo, otro cuerpo que cae, sumándose a la creciente montaña de víctimas.

Gi-hun, aferrado a la puerta, observa a través de una pequeña ventanilla la escena de horror que se desarrolla ante sus ojos. El impacto es brutal. La visión de un jugador asesinado a sangre fría, a pocos metros de él, lo sacude hasta los huesos. El miedo se apodera de él, frío y paralizante, mientras el eco de los disparos y los gritos desgarrados resuenan en sus oídos, un recordatorio brutal de la fragilidad de la vida y la implacable crueldad del juego. La imagen se graba a fuego en su mente, un sello indeleble de la brutal realidad que lo rodea.

—Los jugadores eliminados son: jugador 013, jugador 043, jugador 049, jugador 054, jugador 051...

La voz anuncia los números con una frialdad que hiela la sangre, cada nombre una sentencia de muerte. La sangre derramada mancha el suelo, un testimonio silencioso de la brutalidad del juego. A pesar de que los soldados ya han retirado los cadáveres, las manchas oscuras en el suelo, como cicatrices en el alma del lugar, son un recordatorio macabro de lo que acaba de ocurrir.

El miedo, antes latente, ahora se apodera de los jugadores con una fuerza abrumadora. La estrategia, antes fundamental, se desvanece ante la necesidad imperiosa de la rapidez y la capacidad de formar alianzas en segundos. La supervivencia ya no depende solo del intelecto, sino también de la velocidad y la capacidad de conectar con otros en medio del caos.

Pero en medio de ese mar de terror, el jugador 230, con su cabello púrpura vibrante, sigue siendo una anomalía. Junto al jugador 124, se balancea al ritmo de la música que aún persiste, una canción siniestra que se burla de la muerte. Sus movimientos son extraños, casi frenéticos, como si estuvieran bajo la influencia de alguna sustancia, su alegría una máscara que esconde un estado mental perturbador. Su risa, entrecortada y ligeramente histérica, resuena en el aire, un contraste grotesco con el terror que paraliza a los demás jugadores.

Son dos figuras grotescas, dos puntos de color discordante en un escenario de muerte, su euforia una burla a la realidad de la situación, un espectáculo inquietante que aumenta la tensión y el miedo de los demás jugadores, quienes se preguntan si su aparente despreocupación es una señal de locura o de una estrategia insondable. Su comportamiento, una mezcla de euforia y despreocupación en medio del horror, solo intensifica el miedo y la incertidumbre que reina en el ambiente.

La plataforma comienza a tambalearse, un movimiento errático que presagia la inminente detención. Gyeong-seok, intentando controlar la respiración agitada y calmar el torbellino de pensamientos que lo asaltan, observa a su alrededor con ojos escrutadores. Busca rostros, busca cuerpos, busca a quienes pueda arrastrar consigo hacia la salvación. Sabe que es la única forma de sobrevivir, la única forma de protegerla a ella. Hyun-ju, a su lado, está presa del terror, sus ojos reflejan un miedo profundo, pero su mano se aferra con fuerza a la de Young-mi. Ambos, Gyeong-seok y Hyun-ju, parecen poseídos por un instinto protector, un instinto paternal que los impulsa a proteger a Young-mi hasta el final.

Y la plataforma se detiene con un golpe seco.

—Cuatro... —La voz anuncia el número, un eco frío en el silencio que precede al caos. En ese instante, Gyeong-seok, con una decisión repentina, se separa de Hyun-ju y Young-mi. La mirada de Hyun-ju refleja la confusión y el pánico; intenta alcanzarlo, pero Young-mi la detiene con firmeza, sujetándola con un agarre que le impide moverse.

—Estará bien,— susurra Young-mi, su voz apenas audible por encima del creciente murmullo de pánico.

Con un gesto decidido, arrastra a Hyun-ju hacia una de las puertas, sus ojos fijos en la meta, su determinación inquebrantable a pesar del miedo que las envuelve. La mirada de Hyun-ju, llena de angustia y preocupación por Gyeong-seok, se pierde en la distancia, mientras Young-mi la conduce con firmeza hacia la seguridad, dejando atrás la incertidumbre y el peligro que representa la separación de Gyeong-seok.

Gyeong-seok sujeta con fuerza a una mujer paralizada por el miedo, incapaz de moverse.

—¡Faltan dos personas!

Su grito es una mezcla de desesperación y urgencia. En un instante, como si la suerte le hubiera sonreído, dos hombres lo toman por los hombros y lo arrastran hacia una puerta, empujándolo con brusquedad hacia la seguridad. Una sonrisa aliviada se dibuja en su rostro, efímera como un espejismo en el desierto de la muerte, un suspiro de alivio en medio del terror.

Hyun-ju, aferrada a la ventanilla, observa la escena con una mezcla de angustia y desesperación. Busca su rostro en la multitud enloquecida, una multitud que se convierte en un mar de brazos y piernas en movimiento, una masa humana enloquecida por el miedo. Desea, con una fuerza desgarradora, no verlo, no presenciar su muerte, pero la esperanza se desvanece en medio del caos.

La voz retumba, fría e implacable:

—Tres, dos, uno...

El cronómetro llega a cero, y el silencio que lo sigue es aún más aterrador. En ese instante, la multitud estalla en un coro de súplicas desesperadas.

—¡Por favor, no! ¡No me mates!

—¡Ten piedad!

—¡Tengo familia!

Los gritos desgarrados, llenos de un terror visceral, se mezclan con el sonido de los disparos, una sinfonía de muerte que corta el aire, sellando el destino de aquellos que no lograron encontrar un lugar seguro. La ráfaga de disparos es un final brutal, un punto final a las súplicas desesperadas, un recordatorio cruel de la realidad implacable del juego. El eco de los disparos y los gritos agonizantes resonará por siempre en la mente de Hyun-ju, un eco de muerte que la perseguirá por el resto de sus días.

Las puertas se abren, revelando un escenario dantesco: el suelo, una vez más limpio de cadáveres, está manchado con ríos de sangre, un testimonio silencioso de la carnicería recién ocurrida. Gyeong-seok emerge, aliviado, moviendo los brazos con descuido, el peso de la tensión recién pasada aún presente en su cuerpo.

De pronto, siente una mirada sobre él, una sensación fría que le recorre la espalda. Confuso, se gira y encuentra los ojos del guardia rojo, el triángulo de su máscara apenas visible bajo la luz tenue. El guardia arruga el entrecejo, su mirada fija en Gyeong-seok, un gesto que sugiere un reconocimiento inquietante, pero que se desvanece rápidamente. El guardia no hace nada, simplemente sigue su camino, dejando a Gyeong-seok sumido en una confusión que no logra descifrar. Con el corazón aún latiendo con fuerza, Gyeong-seok continúa su búsqueda, buscando a Hyun-ju y Young-mi entre la multitud.

Hyun-ju sale, aún sujetando la mano de Young-mi. La mirada de Young-mi se cruza con la de Seon-nyeo, la chamana. El desprecio de Seon-nyeo es palpable, una mirada de burla, de superioridad, que se clava en Young-mi como una daga. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecen desearle algún mal, una maldición silenciosa que se cierne sobre la niña. Es una mirada que transmite la culpa, la implícita acusación de casi haberla llevado a la muerte por no haberla escogido a ella. El desprecio es evidente, pero detrás de él se esconde algo más, una oscuridad que se intuye en la profundidad de sus ojos, una sombra que sugiere un poder oculto, una fuerza sobrenatural que la envuelve.

Finalmente, Hyun-ju encuentra a Gyeong-seok. Creerlo muerto había sido un golpe devastador, un dolor que la había acompañado durante cada instante de terror. Ahora, verlo vivo, a salvo, es una oleada de alivio tan intensa que la deja sin aliento. El abrazo que se produce es un torbellino de emociones contenidas, un torrente de alivio que inunda sus sentidos. No es un abrazo calculado, sino una reacción visceral, un instinto de supervivencia que los une en un solo cuerpo. Sus manos se aferran con una fuerza desesperada, como si el simple acto de tocarse pudiera asegurar la realidad de este reencuentro.

Sus cuerpos se estremecen ante el contacto, la tensión acumulada se disipa en un suspiro colectivo. Los latidos de sus corazones, acelerados por el miedo y la tensión, ahora laten al unísono, un ritmo compartido que celebra su supervivencia. La tensión muscular, la rigidez del cuerpo, se disuelve en la suavidad del abrazo, un abrazo que busca consuelo y seguridad. Es un abrazo que no necesita palabras, un lenguaje universal de amor y alivio.

Sus miradas se encuentran, dos pozos profundos donde se refleja la tormenta emocional que han vivido. En sus ojos, se ve el terror superado, el miedo que se desvanece, el alivio que los inunda. Hay un brillo húmedo, una mezcla de lágrimas contenidas y de una alegría inmensa. Es una mirada que transmite más que palabras, una mirada que habla de un amor que ha resistido la prueba más dura, un amor que ha florecido en medio de la muerte. El abrazo se prolonga, un momento suspendido en el tiempo, un instante de perfecta armonía en medio del caos, un silencio que habla más que cualquier palabra. Es un abrazo que sella su unión, un testimonio de su amor, un faro de esperanza en la oscuridad. Es un abrazo que alimenta el alma y renueva la fe en la vida.

—Lo ven, estamos bien. Saldremos vivos de aquí, —dice Young-mi, su voz llena de una alegría infantil que contagia. Un rayo de sol en medio de la tormenta. Su pequeña mano se une al abrazo, sellando la promesa de su supervivencia. Gyeong-seok y Hyun-ju ríen, un sonido liberador que rompe la tensión acumulada. El abrazo se estrecha, incluyendo ahora a Young-mi en su círculo de amor y alivio, un refugio contra el miedo y la incertidumbre. Es una risa llena de lágrimas contenidas, de un alivio profundo y una felicidad inmensa.

—Jugadores, por favor, suban otra vez a la plataforma central. —pide la voz y sin más la música vuelve a sonar




***NOTA DE LA AUTORA; He aquí el final del maratón...se que son pocos pero Bah, ya actualizo.

Falta poco...Unnie 😭🤧.

Okey, nos vemos luego, chao ✌️❤️.

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