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Capítulo 9: Inframundo

Ojo Hermoso avanzaba por lo que él recordaba como "El Paso". Una serie de túneles repletos de tiendas, donde los chatarreros negociaban e intercambiaban toda la basura que juntaban fuera. Tefir lo seguía, mirando los puestos llenos de chatarra. Usando las máscaras y las capas andrajosas, se habían mezclado entre los transeúntes que iban y venían de aquí para allá, ofreciendo sus cosas y regateando frente a las tiendas. Aquellos hombrecillos deformes y malolientes, se establecían en pequeñas carpas mugrientas abarrotadas de basura. Allí mismo, hacían sus negocios, comían y dormían. Era un lugar caluroso y sofocante.

—¡Hierro, buen hierro filoso!—repetía uno, sentado desde su tienda—¡Cambio por buen tulunga o carñudo!

Un chatarrero jorobado, con el rostro lleno de llagas, se hurgaba la nariz mientras paseaba por los puestos. Una mujer obesa y horrenda, ofrecía sus servicios sentada en la entrada de su tienda. Andrajos, llevaba pocos, y sus carnes eran visibles a una legua de distancia. Al verla, el hombrecillo deforme se acercó, intercambió algunas palabras, y se metió en la pequeña carpa con ella.

Cerca, Tefir escuchó a otros que discutían mientras tiraban de un insecto, del tamaño de una cabeza. La criatura chillaba. Era horrenda. Llena de bellos morados, con varios ojos y una especie de trompa flexible.

—Tú darme tu pungolo. Yo más después traer carñudo

—Mi pungolo grande entre pungolos. Dame carñudo ahora. No carñudo, no pungolo.

Tefir, que había comenzado a entender un poco mejor lo que decían aquellos sujetos, se acercó a Ojo y en voz baja le preguntó acerca de los tan nombrados pungolos y carñudos.

—Pu-pu-pungolo – dijo Ojo, señalando al insecto horrible, de muchas patas – los co-co-comen y los crí-crían.

—Repugnante. ¿Y el carñudo?

—Ya ve-ve-verás.

Siguieron avanzando hasta una sala circular, donde varios túneles se conectaban entre sí. En el centro, había un chatarrero parado sobre una mesa y otros debajo que le ofrecían sus cosas. A su lado, en una jaula de hierro, había tres criaturas. Los carñudos, supuso Tefir. Parecían cerdos, pero no lo eran. No podía distinguir la cabeza del animal, de su trasero. Tenían cuatro patas, y al frente y atrás no presentaban protuberancia ni miembro alguno.

—Qué cosa más extraña Ojo.

—Si bu-bu-buscas la ca-cara, está en su pe-pecho.

—¿Abajo, entre las patas?

—Sé co-comen, a los pu-pungolos que reptan por el pi-pi-piso.

—¿Y los chatarreros se los comen a ambos?

—Co-co-comen ca-casi to-todo lo que encu-cu-entran.

—¿Y cómo demonios puede valer semejante animal lo mismo que un pungolo?

—El pu-pu-pungolo, si es fe-fecundado po-pone hu-hu-huevos. Es mu-muy va-valioso.

—Bien. Creo que ya aprendí suficiente sobre la cultura tarmitana. Deberíamos darnos prisa. ¿Qué buscamos?

—No te-te-tengo idea.

—Algo diferente a como estaba antes. Tú dime. No veo por aquí a los soldados que vimos en la superficie.

—Bu-bu-bueno. La lu-luz anti-tigua cu-cu-cuelga por to-todo el lugar.

—¿Y antes no? Bien, ¿y los cubos negros con cristal gris?

—Ta-ta-tampoco.

—Ese viejo tiene uno igual en su tienda. Es cosa antigua. El "júju de las mentes" le dice él. ¿Lo recuerdas?

Ojo asintió, sin entender del todo.

—Bien, mira sobre las columnas. Hay muchos. Desde que entramos a esta zona de comercio que los estoy viendo.

—Ti-tienes razón.

—Tú eres el experto aquí. ¿Para qué quieren tantos Ojo?

—¿A-a-adornar?

Mientras ambos compañeros discutían acerca del objetivo de haber bajado hasta las profundidades, los chatarreros de la zona circundante comenzaron a congregarse. Un sonido, similar al de un cuerno chillón y repetitivo llenaba los túneles y la sala circular.

—¿Qué es eso Ojo?

—Pa-parece que di-di-dieron una a-a-alarma.

Los chatarreros que estaban cerca, hablaban entre sí.

—Es hora – se decían, los unos a los otros, sin quitar la vista de encima de aquellas cajas negras que tenían más cerca.

El sonido se detuvo y los cristales grises comenzaron a emitir un resplandor. Ojo y Tefir estaban perplejos. En cada cubo negro, se repetía la misma imagen. Había allí un hombre extraño, vestido de negro. Portaba el símbolo del trébol negro sobre el campo amarillo en su pecho. Tenía la tez muy pálida, y una tensa sonrisa surcaba su rostro. Palabras de admiración recorrieron todo el recinto. Algunos chatarreros se acercaron a uno de los aparatos antiguos que se encontraba cerca del suelo, sobre un pedestal de roca, y comenzaron a dejar allí sus cosas.

"Mis tulungas para ti", repetían, al tiempo que apilaban todo tipo de chatarra en torno al cubo.

El hombre vestido de negro, comenzó a hablar. Desde cada cubo, y en cada rincón de los túneles, sus palabras resonaban.

—¡Hermanos y hermanas Tarmitanos, los días de la sombra están cercanos a su fin! El dios de acero ha hablado, y nos desea, a nosotros, sus hijos, conquistando la superficie. Nuestro poderoso ejército, ha resultado victorioso en Galashir. El príncipe ha traicionado a su propia sangre y a su pueblo pues ha visto la verdad en mis ojos, la única verdad. Qué el hierro no deje de caer sobre nuestros hornos, y que la bendición de nuestro dios no deje de manifestarse en la simiente de los oldobrónes. Las próximas generaciones se acostumbraran a la luz solar y así nuestro reino se expandirá, resurgiendo al fin de las cenizas. Cosecharemos sobre la tierra fértil de los hombres que han perdido el rumbo de le evolución, y nos entregaremos a los designios de Temsek, pues él es el guardián del conocimiento perdido, amo y señor de la noche eterna. ¡Por él y para él, inmortales seremos!

Hubo vítores generalizados entre los chatarreros, pero aquel hombre aún no había terminado su discurso. Su rostro se tornó serio.

—He visto, a través de los Ojos de nuestro dios. Me ha advertido. Hay hombres aquí, ocultos en la sombra.

Tefir le hizo señas a Ojo, en dirección al túnel más distante. Allí, un oldobrón acompañado de varios guerreros, como los que habían divisado en la superficie, se abrían paso entre la multitud.

—Creo que vienen hacia acá Ojo.

—Estos asquerosos espías, –continúo el hombre de negro —sucios ladrones de poca monta, recorren nuestra calles con total impunidad.

—N-n-no hay fo-forma de que se-sepan que so-so-somos no-nosotros.

En el cristal gris, el hombre sacó de entre sus prendas un reloj de bolsillo, similar al de Ojo.

—Ellos creen que pueden pasar desapercibidos, pero nuestro señor está por encima de sus tretas. Uno de estos insolentes lleva una reliquia antigua, igual a esta. Una pequeña máquina creada para contar el tiempo.

Tefir y Ojo se quedaron tiesos. Aquello no era posible.

Aquel sujeto tomó el reloj entre sus manos y comenzó a pronunciar unas palabras incomprensibles. Con temor, Ojo Hermoso extrajo el reloj, cuyas manecillas, desenfrenadas, no paraban de girar. Lo tenía oculto a la vista de quienes estaban cerca, no obstante, la alarma de la pequeña máquina comenzó a sonar. Los chatarreros, sorprendidos, se giraron en dirección al sonido. Uno de ellos, que estaba cerca, agarró la mano de Ojo y tiró de ella, por fuera de la capa. El reloj tintineaba, ante la vista incrédula de los allí presentes.

"Muerte a los intrusos". La frase del hombre vestido de negro se repitió en cada júju de las mentes, y luego, su imagen se perdió. Cada chatarrero, enardecido, repetía sin parar la misma frase, "muerte a los intrusos".

Varias manos comenzaron a aferrarse a Ojo, que luchaba por liberarse. El oldobrón y sus guerreros no estaban muy lejos.

—No te preocupes, a donde sea que te lleven, yo te sacaré de allí – le dijo Tefir, a sus espaldas, dando unos pasos atrás.

—¡De-de-desgraciado! ¡Esta co-co-conmigo, él está co-conmigo!

Tefir fue apresado por dos chatarreros que estaban junto a él. Pero se liberó propinándole un codazo en el rostro a uno, y un rodillazo en el estomagó al otro. Antes de que más chatarreros pudieran abalanzarse encima de él, sacó de entre sus ropas una pequeña bola grisácea y la lanzó con fuerza al suelo. Una densa nube de humo comenzó a llenar el ala izquierda de la sala circular, y una parte del túnel contiguo. Ojo aprovecho la confusión para luchar contra los chatarreros que lo rodeaban, pero eran cinco, quizá seis, y lo tenía muy difícil. Tefir llegó en su ayuda, empujando a dos de los chatarreros. Al verse un tanto más libre, su compañero comenzó a blandir su garfio a diestra y siniestra, lacerando los brazos de sus opresores. Apenas podían ver debido a la bomba de humo, así que se guiaban mediante sus otros sentidos y el instinto.

—Soy yo, Tefir. Detenté, me vas a sacar las tripas imbécil.

—Sa-sa-salgamos de aquí.

Tefir volvió a lanzar otra bomba de humo al suelo. Ojo, que temía que el túnel estuviese avasallado de chatarreros y el avanzar les resultara imposible, sacó una bomba totalmente diferente, y la lanzó con fuerza hacia delante.

Tefir, que se había percatado del lanzamiento lo increpó.

—¿Acaso te has vuelto loco? Acabo de lanzar una...

Un fuerte estallido interrumpió a Tefir. Se oían gritos al frente. Un chatarrero en llamas pasó corriendo y dando alaridos, a través del humo. En el caos, se habían vuelto a mezclar con quienes corrían de un lado a otro, y no podían ver bien. Ojo había dejado atrás su reloj, tirado en el suelo. Pasaron por la zona de impacto. Había olor a carne quemada.

—Lanzaste una bomba. Maldito loco.

Tuvieron que correr por sobre los cadáveres que ocupaban aquel tramo del túnel. Las tiendas ardían y el fuego se propagaba. Era eso, correr, o ser atropellados por la avalancha de chatarreros que deseaban huir del fuego y el humo.

—La-la-lanza otra – dijo Ojo

Tefir accedió, aunque dudó por un segundo, si su colega se refería a una bomba de humo o una incendiaria. Optó por utilizar la del primer tipo.

La bomba generó más caos en el túnel. Ojo tomó a Tefir del brazo y lo condujo hacía la derecha. Con esfuerzo, salieron de entre el tumulto que avanzaba a trompicones y se ocultaron tras las tiendas que aún estaban de pie. Tefir asomó, y vio al oldobrón por encima de la pared de humo, y a los fornidos guerreros que lo acompañaban, atravesando el túnel e inspeccionando las carpas.

—Nos buscan Ojo.

—Po-po-por aquí.

Ojo había encontrado la boca de un tubo de hierro, estrecho.

—¡Carajo! ¿No tienes una mejor idea?

—No se-se-seas ma-ma-marica.

No tenían opción. Ambos se introdujeron por aquel canal, y avanzaron cuerpo a tierra. No había suficiente lugar como para girarse.

Continuaron así, hasta que los gritos provenientes del túnel dejaron de oírse. Ya no podían ver nada.

—¿A dónde crees que conduce esto Ojo? ¿Arriba o abajo?

—Po-por el aire que co-co-corre, hacia el exte-te-terior.

—Fantástico. Ya quiero salir de este loquero. Tenemos suficiente información. Los tarmitanos tienen un ejército y planean conquistar el mundo. ¿A que suena increíble no? ¿Ojo?

—A-a-aquí hay una ba-ba-bajada.

—Bueno, intenta extenderte un poco, para ver si al frente nuestro camino continua. No debimos perder ese tubo de luz.

—To-toma mis pi-piernas.

Tefir buscó en la oscuridad y sostuvo con fuerza a su compañero por los tobillos. A medida que Ojo avanzaba, Tefir también lo hacía, sin soltarlo. Ambos eran buenos para las acrobacias, pero esto era demasiado. Tefir se encontraba ya, sosteniendo casi todo el peso de Ojo.

—Cre-cre-creo que hay o-o-otro pasaje al frente.

—Alcánzalo, ya casi no puedo sostenerte. ¡Sostente de algo Ojo!

De pronto, su compañero dio un quejido y resbaló. Tefir, que tenía los brazos muy tensionados por el esfuerzo y la mitad del cuerpo colgando sobre el vació, lo siguió detrás. Cayeron a lo largo del canal, golpeándose entre ellos y contra las paredes de hierro. Algo duro los recibió; una tabla de madera. Pasaron juntos a través de ella, haciéndola añicos. Una gran nube de polvo se levantó. Habían caído sobre una pila de papeles y libros viejos, desparramados en el piso.

—¡Awiiiiiijgh! ¡Monstros! ¡Largó! ¡Fuera, fuera!

Un enano, con los ojos grandes y brillosos, los azotaba con una vara. Iba vestido con una almohada, atada a su cuerpo por medio de una soga, y una olla de acero, a modo de yelmo. Sus pintas eran de risa, pero su vara no.

Tefir y Ojo, adoloridos por la caída, gritaban cuando el enano los golpeaba con ella. De hecho, aquella cosa les daba una descarga en cada impacto.

—¡Mio cozas! ¡Dompen mio papel, desgrasados! – decía aquel extraño ser, con voz chillona.

Ojo ubicó al agresor, y cuando lo tuvo lo bastante cerca, le propinó una patada, justo en el pecho. El enano salió despedido y se estroló contra un mueble viejo lleno de viales y tubos de ensayo.

Ambos se quitaron las máscaras para poder respirar mejor. Los cabellos de Tefir estaban completamente erizados.

El lugar era un cuarto repleto de pequeños muebles, papeles, libros, cajas y muchos artefactos que no habían visto jamás en su vida. Estaba iluminado con velas dentro de tubos de cristal, dispuestas aquí y allá. Como todo chatarrero, este debía ser un acumulador de basura sin remedio. Ojo se puso de pie y se dio la cabeza contra el techo. Maldiciendo, se agachó, y avanzó hasta el mueble donde el enano había caído.

—Ma-ma-maldita cri- criatura. ¡Te vo-voy a de-de-despellejar viva! – le dijo. Y acto seguido, tomó la vara que se había caído al suelo y comenzó a darle un escarmiento con ella. El enano se tapaba el rostro y gritaba, implorando piedad. Pero, o la descarga eléctrica no salía, o el enano era inmune a ella.

—Esta co-co-cosa no fu-funciona.

Tefir se acercó, divertido, a ver como su compañero se desquitaba.

—Dame, déjame ver. Tiene un gatillo aquí vez, quizá si lo aprietas así y...

El enano pegó un salto ante el azote de Tefir, que le había encontrado el truco a aquella cosa.

—¿Qué tal ahora enano ridículo? ¿Te gusta?

—No ma, no ma. Pod favod – lloriqueó de rodillas.

Tefir se detuvo. Aunque Ojo hermoso parecía decido a despachar al infeliz.

—Quizá podamos sacarle algo de información.

—Ci-ci-cierto.

—¿Qué sabes sobre este dios Temsek y el sacerdote negro? ¡Habla!

El enano parecía sumamente confundido.

Tefir lo amenazó nuevamente con la vara.

—¡Habla o te doy de nuevo!

—Noi ze naaa, naaa. Perjuro.

—Creo que se refiere a que lo jura.

—Si vi-vi-vive aquí a-a-algo de-debe sa-sa-saber.

Ojo se acercó hasta el enano y le puso el garfio en la garganta.

— Ma-ma-más te va-vale de-de-decirnos algo.

—¿Cómo es que los chatarreros tienen luz antigua? ¿Cómo hicieron funcionar al gusano de metal? – agregó Tefir.

—¡Nai ze! Uñu no vivid con los feoz y zucioz. No mei maten, pod favod.

—Por lo que dice, no vive con los tarmitanos.

—¡Noi! ¡Nunca! Feoz y zucioz.

Dicha la frase, el enano cambió su semblante asustadizo, por uno repleto de curiosidad.

—¿Noi zois tarmitanoz, noi?

—¡No! –contestó Tefir, ofendido – venimos de la superficie.

El enano, maravillado, miraba el dedo de Tefir apuntando hacia arriba.

—No-no cre-creo, que te-te-te entienda.

En respuesta a eso, el enano se giró. Al hacerlo, Tefir y Ojo vieron que no llevaba almohada detrás. Ni prenda alguna.

—¡Ughh! ¡Repugnante!

—A-a-asqueroso.

El culo peludo del enano no tardó en desaparecer entre las pilas de basura.

Volvió, con lo que parecía ser una obra de arte antigua. Lo llevaba por sobre la cabeza, con sus cortos brazos. El enano mostraba una sonrisa, repleta de esperanza. Le faltaban unos cuantos dientes y escupía al hablar.

—¡Afoira! ¡Ir afoira!

Tefir tomó el cuadro. Sobre el lienzo había pintado un rio que se perdía entre los árboles. En el cielo brillaba el sol, que se ocultaba en el horizonte, tras montañas.
— Que pintura de porquería. Las he visto mejores.

—Ni-ni me lo di-digas.

—¡Afoira! Uñu quiede salid afoira.

Ojo y Tefir cruzaron miradas de confusión y echaron a reír.

—Así que... ¿Uñu? – el enano asintió contento – nosotros también queremos salir. Él es Ojo Hermoso, y yo soy Tefir. Qué tal si nos dices donde estamos ahora.

Uñu, se acomodó la olla y la almohada, e infló su pecho.

—Ezta moriada qi ven, ez la cueva de Uñu. Uñu vivid zolo. Ando pod la zombra, y lois feos y zuzios tarmitanoz noi me ven. Uñu leis doba sus cozas. ¿Querí cadñudo? Yo tenei. ¿Querí goivo de pungolo? Uñu tambien tenei.

—No te vendría mal tener una segunda almohada – le dijo Tefir.

—Me guzta el aide – repuso Uñu.

Ojó notó que el cuarto no tenía ventanas, ni puerta.

—¿Co-co-cómo sa-sa-sales de a-aquí?

—Pois pod laz ventilaz. Menoz eza, qi uzteides dompiedon.

—Es decir, que tú te andas escabullendo entre los tarmitanos cuando no te ven, les robas toda clase de cosas, incluso su alimento, pero no sabes nada de lo que pasa arriba. ¿Acaso nos tomas por tontos?

—Boino. Uñu algo sabei, noi mucho, pedo algo. Uñu saibe doinde eztan lais coisas, y coimo llegad.

—E-e-estamos pe-perdiendo el ti-ti-tiempo con este i-i-idiota.

—Dame un momento Ojo. Quizá sea algo corto de entendederas, pero nosotros no estamos haciendo las preguntas adecuadas.

Uñu los miró ofendido ante la mención de su estupidez.

—¿Podrías decirnos de donde vinieron esos guerreros de armadura negra? ¿Y desde cuando están aquí?

—De doinde sí. De cuanto noi. ¡Uñu teine un tesoiro del dioz de metal! Ya verain.

Para disgusto de Ojo y Tefir, el enano volvió a darles la espalda. Se fue por unos segundos, y volvió con un cilindro de cristal entre sus manos.

—Caisi me cachan eisa veiz.

—Déjame ver eso.

—Pe-pe-pero, ¿a-a-acaso es e-eso un fe-feto?

Tefir tomó el preciado tesoro del enano entre sus manos. El tubo de vidrio estaba lleno de líquido, de color azulado. En su interior flotaba un embrión humano.

— ¿Qué significa esto?

— ¿Eiso? Hijo godo con paitas de metal.

— ¿O-o-oldobrónes?

— Me dijiste que los oldobrónes fecundaban hembras, y que estas parían a los tarmitanos. ¿Qué está sucediendo Ojo?

Ojo hermoso encogió los hombros en señal de ignorancia.

Tefir se tomó un momento para pensar, sentado entre una pila de pequeñas cajas de madera. Su compañero, curioso, se dedicó a revisar las pertenencias que aquel enano había acumulado a lo largo del tiempo. Uñu lo seguía de acá para allá, y atento a lo que hacía el hombre del garfio, no dejaba de repetir, "cazi tan feo y zuzio coimo los tadmitanoz". Entre toda aquella basura, Ojo encontró cosas interesantes. Un par de tabletas verdes, como las que el viejo les había dado antes de emprender la misión, y unos cuantos libros antiguos. Era incapaz de leerlos, pero algunos tenían imágenes. Uno de ellos, sin lugar a dudas, era un libro con recetas de cocina. Había otro, que en su lomo tenía unas letras enormes en negro, y otras en color rojo. Tras las letras, dos personajes muy particulares se batían en duelo, en medio del desierto. Uno era un hombrecito vestido de blanco, el cual portaba una espada. El otro blandía una hoz, vestía de negro y llevaba una capucha roja. Su rostro era muy extraño, parecía el pico de un pájaro. En su interior no había más que letras, pero el dibujo del lomo le llamó mucho la atención. Cuando Uñu se distrajo, Ojo se guardó las tabletas verdes. Habían estado allí más tiempo del acordado y ya no tenía su reloj, por lo cual, le parecía prudente que él y Tefir volvieran a tomar una cada uno. Había tantas cosas en aquel lugar, que Ojo supuso que Uñu había estado robando por muchos años. Seguramente, debido a su enanismo, había sido abandonado o maltratado, y por ello vivía recluido. Ya habría tiempo de preguntarle, pues, estaba seguro de que Tefir pensaba pactar con el enano y llevarlo a la superficie.

Ojo se acercó a su compañero, dándole la espalda a Uñu, y le entregó una de las tabletas. Tefir abrió los ojos, sorprendido y sin pensárselo dos veces, la masticó.

—¿Q-q-qué pi-pi-piensas?

—Aún nos quedan cosas por saber. Y este hombrecillo puede ayudarnos con eso. Pero no será fácil, pues ahora nos están buscando. No puedo dejar de preguntarme como es que supieron de nosotros, y de tu reloj.

—Ta-ta-tan solo qui-quiero sa-sa-salir de aquí.

—Ya tienes algo en común con Uñu entonces.

—E-e-eres tú, qui-qui-quien co-co-corre ma-más peligro.

—Me siento bien Ojo. Y mira, hemos tenido suerte, encontraste otras tabletas. ¿Qué dices entonces? ¿Quieres intentarlo?

Ante el consentimiento de su socio, Tefir llamó a Uñu. El enano estaba muy interesado y ansioso.

—Uñu, haremos un trato. Tú nos llevarás al lugar de donde robaste esto. Y a cambio, nosotros te llevaremos afuera. ¿Qué te parece?

El enano los miró desconfiado.

—Moi peligroiso. Uñu nonca encontrar coimo sailir.

—Pero mi amigo Ojo sí. Hace mucho tiempo atrás escapó de este lugar, y se fue a vivir a la tierra donde brilla el sol sobre los ríos y montañas. Él puede indicarnos como salir de este lugar.

Ojo le regaló una sonrisa al enano, que aún lo miraba desconfiado.

—Uzteides zois loicos, pedo Uñu lois va a ayudad. ¡Y loigo me llevan afoira!

Tefir y Uñu estrecharon manos.

—Entonces tenemos un acuerdo. ¿Crees que Ojo y yo podamos caber por las ventilas que usaste para llegar allí?

Uñu meditó un momento. Luego, corrió unas cajas de madera que estaban contra la pared. Allí en el suelo, había una de estas "ventilas".

—Eista ser. Noi muy coimodo pada uzteides.

Uñu decía verdad, el lugar parecía aún más estrecho que aquel por el que habían llegado hasta allí.

—Déjame intentarlo.

Tefir se metió de cabeza por el conducto. Segundos después, salió, en la misma posición, sacando primero los pies.

—Es pequeño, pero estaremos bien.

—Si t-t-tú lo di-dices.

—Aunque a ciegas.

Uñu al oír esto, salió otra vez corriendo. Cuando volvió, llevaba en su mano un tubo de luz blanquecina.

—Uñu deilante guía. Uzteides deitras. Teingo lú mágica.

—¡E-e-eso es nu-nu-nuestro, ma-maldita ra-rata la-la-ladrona!

—Ya déjalo Ojo. Nosotros lo perdimos, y Uñu lo encontró. Es lo que nosotros los ladrones solemos hacer, ¿recuerdas? Lo que sí, Uñu, antes de partir, una cosa más. Vamos a buscar con que vestirte, pues no tengo pensado meterme en ese túnel para tener tu culo frente a mi todo el tiempo.

Uñu se palpó el trasero, y sonrió avergonzado.

Instantes después, los tres avanzaban por el conducto. Uñu llevaba dos almohadas, una delante, otra detrás, y en su mano izquierda el artefacto lumínico les permitía ver al frente. Mientras el enano gateaba, Ojo y Tefir avanzaban cuerpo a tierra detrás de él.

—Lo de la segunda almohada fue buena idea, ¿cierto Ojo? – preguntó Tefir, sonriendo.

Su compañero, que estaba justo detrás del enano, gruñó enfadado. "De todas formas se le ven las pelotas" pensó.

El trayecto fue largo y tedioso. Giraron en tantas intersecciones, y cambiaron tantas veces de dirección, que ni Ojo ni Tefir podían recordar el camino de regreso. Siempre bajando, aquel lugar al cual se dirigían debía estar muy por debajo de "El Paso". Ojo estaba sudando la gota gorda.

—Ca-ca-cada vez hace ma-ma-más ca-calor.

—Ni me lo digas Ojo. Me estoy sofocando.

—Caizi lleigamoz. Aguantad.

—No creo que podamos seguir por ahí Uñu.

—¡Oi, oi! Eiso noivo. Noi taba ahí antez.

Al frente, gruesos barrotes de hierro impedían salir del conducto.

—¡Ceidaron la ventila!

—Ha-ha-hazme lu-lugar e-enano.

Ojo se situó al frente, aplastando a Uñu al pasar.

—Da-da-dame luz – dijo Ojo, mientras sacaba de entre sus cosas un pequeño vial. En su interior había un líquido amarillo.

—Si vas a usar el ácido ten cuidado de no derramar de más. Esa cosa es un peligro.

Con cautela, Ojo derramó algunas gotas del vial sobre cada barrote. Al instante, el hierro comenzó a burbujear y las barras se consumieron por acción del ácido. A la salida del conducto, había un enorme canal de ventilación que continuaba hacia arriba y hacia abajo, hasta donde alcanzaba la vista. Muchos otros conductos daban al interior de aquel foso circular. También estaban sellados mediante barrotes de hierro.

—Según Uñu, debería haber una escalera a tu izquierda. ¿Puedes verla Ojo?

Ojo se asomó al foso y la vio. Una escalera conformada por barras de hierro, unidas a la pared.

—Bajeimos pod ahí – indicó Uñu.

Descendieron un largo tramo, utilizando la escalera. Tefir estaba seguro de que si seguían bajando, se encontrarían con el núcleo de la tierra. Había escuchado teorías muy extrañas acerca de ello. Sin embargo, al dejar la última barra de metal, Ojo puso sus pies sobre el agua. Uñu y Tefir lo siguieron. El fondo del foso era un acueducto, pero estaba inundado. Parecía muy antiguo.

—Sigainme – dijo Uñu, y luego de respirar hondo, con la luz en alto se sumergió en el agua.

Ojo y Tefir, algo desconfiados, se pusieron las máscaras de oxígeno y lo siguieron. El agua era límpida, e incluso parecía bebible. Avanzaron por el acueducto y siguiendo al enano, se desviaron por una tubería adyacente, la cual los condujo hacia lo que parecía ser una gran piscina. Sobre el agua se reflejaba una brillante luz. Los tres emergieron.

—Uñu ze queida aquí. Tenei cuidao.

Ojo Y Tefir salieron del agua.

—Préstame la luz Uñu.

El enano le lanzó el artefacto a Tefir, y éste lo uso para iluminar la zona circundante. Se encontraban en una sala descomunal, la cual estaba en penumbras. Pequeñas luces azules adornaban todo el espacio frente a ellos.

—¿Ves algo Ojo?

—Pa-pa-parece se-seguro.

Se acercaron con precaución para ver mejor. El matiz azul provenía de los miles y miles de tubos de cristal, dispuestos a lo largo y a lo ancho del lugar. Los había de muy diversos tamaños. En el interior de aquellos tubos, flotaban hombre y mujeres de distintas edades. Incluso los había pequeños, con embriones dentro, como el que había tomado Uñu. Sobre sus cabezas, muy en lo alto, había pasarelas vidriadas que cruzaban toda el área de lado a lado.

—Ba-ba-baja la lu-lu-luz, a-a-alguien po-po-podría ve-vernos de-desde a-a-arriba.

Tefir apagó el tubo, y lo escondió bajo su capa. Caminaron entre las largas filas de tubos, observando a los sujetos que flotaban, dormidos o quizá muertos.

—Estos hombres no son chatarreros Ojo, lo cual explica de donde ha salido el ejército tarmitano. Los han estado incubando en estas máquinas. Y mira, son todos iguales. Los niños y las niñas, también los adultos.

—Co-co-como ge-gemelos.

—Cuidado, alguien viene.

La gran sala en penumbras se llenó de luz, cuando una inmensa puerta de hierro se abrió, dando paso a dos oldobrónes y varios soldados.

El chirriar de las patas mecánicas resonó por todo el lugar. Aquellos gordos sedentarios, protegidos por sus burbujas, comenzaron a inspeccionar los tubos.

—De aquí, hasta aquí – dijo uno.

—Esta hilera está terminada. Sáquenlos.

Los soldados comenzaron a extraer a los hombres y a las mujeres que ya habían alcanzado la adultez. Presionaban los botones de una extraña consola, conectada a los tubos mediante cables, y estos se abrían, dejando caer el líquido en pequeñas canaletas cavadas en el suelo. El líquido iba a parar a la piscina por la cual Ojo y Tefir habían llegado. Los oldobrónes, despedían cables desde la parte inferior de sus cabinas, atrapando a los sujetos y elevándolos por los aires. Aprovecharon aquel momento para salir del lugar. Ocultándose tras los tubos y las consolas, se acercaron hasta la gran puerta, y cuando les pareció oportuno, pasaron corriendo sin que los tarmitanos los notaran.

Salieron a un amplio corredor. Sobre sus cabezas, había planchas de metal, soportando el peso de una gran variedad de cables de diferentes colores.

— Trepemos allí Ojo. Si alguien viene por aquí, no tendremos como ocultarnos.

Ojo sacó una soga, unida a un gancho y la lanzó hasta las planchas que colgaban a unos treinta pies sobre sus cabezas. Se aseguró de que estuviera bien aferrada y trepó rápidamente. Tefir lo siguió. Terminaron de enrollar la soga en el preciso momento en que los soldados y los oldobrónes salían del gran recinto. Debido a la altura de los oldobrónes, el dúo pudo observar en detalle el interior de sus burbujas. Los hombres allí acostados, reposaban sobre un camastro repleto de almohadones blancos. Iban desnudos. Eran tan obesos, que si no fuera por aquellas máquinas, no tendrían forma de trasladarse por cuenta propia. Había unas pequeñas tablas de metal al alcance de sus dedos. Con ellas, debían controlar el movimiento de la maquinaria bípeda, como así también los cables con los cuales habían tomado a los nuevos soldados. Cada oldobrón llevaba consigo cinco individuos. Cuando el grupo estuvo lejos, Ojo y Tefir avanzaron agazapados, caminando entre los cables. Las paredes eran sumamente lisas, y no parecían hechas por manos humanas. Las puertas de metal poseían manijas de un material algo extraño, era duro, pero no era hierro. La construcción de aquel lugar no se asemejaba a nada que hubiesen visto antes. Ojo jamás había pisado los niveles inferiores de Tarmitar, pero si había oído de los chatarreros, que los oldobrónes vivían en las ruinas restauradas de un recinto subterráneo construido por los antiguos hombres. Las diferencias entre este lugar y los túneles de comercio eran abismales, lo mismo respecto de su deterioro.

El sonido y la luz provenientes de un cuarto no muy lejano, les llamó la atención, así que descendieron en sigilo, y se arrimaron a las puertas. No era posible entrar en aquel lugar, pues estaba atiborrado de chatarreros trabajando, supervisados por soldados y oldobrónes. Por lo que alcanzaban a ver, se trataba de una forja. Grandes hornos eran transportados mediante vigas de metal, y las piezas manufacturadas avanzaban sobre cintas, donde cada chatarrero les imprimía un trabajo en particular.

—Son las armaduras de los soldados.

—Sa-salgamos a-a-antes de que ve-venga a-alguien.

Se dieron la vuelta y se alejaron de allí, desviándose por otro corredor.

Dos soldados tarmitanos se encontraban patrullando el lugar. Aquel pasillo daba a un balcón muy grande, desde el cual se podía observar una caverna. Ojo sacó su cerbatana y le hizo señas a Tefir para que atacara. Cuando Tefir estuvo lo suficientemente cerca, Ojo disparó el dardo. Al ver a su compañero caer contra el barandal, el soldado se giró, buscando la procedencia del disparo. Se encontró de golpe con Tefir, el cual le hundió una daga en el cuello. Con ambos guardias muertos, tenían vía libre para investigar aquel sitio. No obstante, Ojo tenía una sensación desagradable que no podía explicar. Tefir también parecía nervioso. Se disponían a ocultar los cadáveres, cuando algo les llamó la atención. A una buena distancia de donde ellos estaban, una plataforma circular de metal, vidriada, descendía hacía el fondo de la caverna.

—Ojo, rápido, dame el catalejo.

Tefir observó en detalle. En el centro de la plataforma, viajaba aquel sacerdote vestido de negro que habían visto a través de los cubos.

—Es él. El desgraciado que sabía de nosotros y de tu reloj. Y va solo, sin escolta alguno.

—S-s-si lo pi-pinchamos, qui-qui-quizá nos de re-respuestas.

—A por él.

—¿Pe-pero lo-lo-los ca-ca-cadáveres?

—Los esconderemos entre las rocas debajo.

Dicho esto, tomó a uno de los guardias y le empujó a través del barandal, haciéndolo caer en la caverna. Ojo imitó a su compañero, empujando al otro.

El primero impactó, doblándose de forma extraña. Pero el segundo se partió en dos, impregnando las rocas de sangre.

—¡Ups! Si tenemos suerte, a nadie se le ocurrirá mirar justo debajo del balcón, ¿no crees?

Con mucha prisa, descendieron utilizando la soga. Ojo seguía insistiendo en intentar ocultar a los dos muertos, pero a Tefir le resultaba imperioso atrapar al sacerdote. Además, el que había reventado les daría un trabajo enorme.

El suelo de roca era brilloso y presentaba diversos matices. Había estalagmitas y estalactitas de gran tamaño. Mientras Tefir sacaba el catalejo y observaba el trayecto de la plataforma mecánica, Ojo se acercó a una columna de piedra y extrajo un trozo de mineral adherido a ella. Era un cristal un tanto transparente en ciertas partes, y blanco en otras.

—Creo que va a bajar a unas tres leguas de donde estamos, nos convendría apurarnos. No vamos a poder atraparlo al salir.

—Mi-mira e-esto.

Tefir observó el mineral.

—Es muy bonito. ¿Me estabas escuchando?

—Pa-pa-parece se-ser cu-cu-cuarzo, sí n-n-no me e-e-equivoco.

—¡La clase de mineralogía para después!

Ambos salieron corriendo entre las rocas y las estalagmitas. A lo lejos, el sacerdote descendió de la plataforma y caminó en dirección a unas gigantescas máquinas que se encontraban allí donde la vasta caverna se volvía más estrecha. Aquellos antiguos artefactos eran enormes. Todos poseían ruedas, y paneles de control. Los había dos, con unos enormes taladros hundidos en la roca. Otro, poseía una rueda enorme, que se alzaba por encima del suelo. La rueda tenía, lo que parecían ser consecutivos baldes de hierro con púas en sus bordes, los cuales estaban repletos de tierra y mineral. El sacerdote pasó entre las máquinas y se internó en un túnel oscuro. Ojo y Tefir, guardando una distancia prudente, lo siguieron a tientas. No podían apurar el paso, ya que el más mínimo sonido hacía eco a lo largo del túnel. Una pequeña fuente de luz se vislumbraba al final, una salida.

No había señales del sacerdote. Al salir del túnel, Ojo y Tefir se encontraron ante una caverna de proporciones inimaginables, en cuyo centro se alzaba una colosal pirámide de roca. Aquél monumento increíble, poseía anchos escalones de piedra, los cuales ascendían hasta una suerte de templo ubicado en la cima. Sobre el templo reposaba un formidable cristal, en apariencia, de cuarzo. No obstante, su brillo no era capaz de suprimir las sombras de aquel prodigioso recinto, cuya hechura debería tener un origen sobrehumano. Una diminuta figura subía a través de los escalones. El sacerdote se dirigía a su santuario.

¿Qué habían hallado los tarmitanos, tras años y años de hurgar en lo profundo de la tierra?

Ojo y Tefir prosiguieron. Antes de llegar a la base de la pirámide, notaron en el suelo un dibujo extraño. Parecía bordear toda la estructura, como si de un cerco se tratara. Ojo notó también, más allá del dibujo, grandes hoyos calcinados sobre el suelo. El sacerdote ya había alcanzado la cima e ingresado al interior del templo. Concienzudo, Ojo tomó una roca y la lanzó cerca de la base de la pirámide. Apenas la piedra tocó el suelo, un fino rayo de luz proveniente del cristal impactó allí donde había caído. La zona de impacto estaba al rojo vivo.

—¿Qué clase de magia es esta? – pregunto Tefir.

Ojo pensativo, sacó varios de los cristales de cuarzo que había extraído en la caverna anterior.

—No sé en qué estás pensando, pero si cruzamos esa línea seremos hombres muertos.

Ojo, sin prestar atención a lo que decía su compañero, eligió de entre los cristales el más grande y lo lanzó. El rayo de luz no destruyó el cristal de cuarzo, pero hizo que este flotara a unos cinco pies del suelo, reflectando haces más pequeños en todas direcciones. Se ocultaron detrás de las rocas para evitar ser alcanzados por los mortales rayos. Ojo, que se asomó por unos segundos, lanzó otra piedra. No hubo rayo alguno en respuesta. El haz proveniente del cristal en la cima del templo, aún seguía elevando al fragmento de cuarzo más pequeño.

—¡Co-co-corre!

Los dos ladrones cruzaron el círculo a toda velocidad, subiendo por los escalones. De pronto, el pequeño cristal de cuarzo estalló en pedazos y los haces de luz desaparecieron. Para suerte de ambos, aquel mecanismo de defensa no parecía funcionar sobre la superficie del monumento.

Ojo comenzó a reir entre dientes, mientras Tefir revisaba su propia capa, la cual tenía dos grandes agujeros. Se había salvado por poco.

—Tú, y tus ideas suicidas.

—¡S-s-soy un ge-ge-genio!

Al llegar ante la entrada del templo, se habían quedado sin aliento.

Dos efigies custodiaban el ingreso. Estaban talladas en una piedra verdosa y tenían cuerpo de hombre. Sin embargo, sus cabezas eran las de horribles reptiles. Ante la duda, Ojo les lanzó una roca, pero nada sucedió. Con cuidado de no activar posibles trampas, se metieron dentro. Como el lugar estaba inmerso en la oscuridad, Tefir extrajo el tubo de luz y lo sacudió. Se hallaban en un pasillo, en cuyas paredes había dibujos y símbolos, los cuales parecían contar una historia acerca de una civilización antigua, quizá, anterior a la edad oscura. Por sus vestimentas, y su arquitectura, no tenían nada que ver con los llamados "antiguos hombres".

Una voz proveniente, de una al frente, les llamó la atención. Espiaron el interior. El sacerdote vestido de negro estaba allí, parado frente a un altar. Sobre el altar, había un gigantesco sarcófago, con diversos grabados trabajados en un metal desconocido, de un peculiar color cetrino.

El sacerdote entonaba un cántico ceremonial, en una lengua extraña. Cuando se detuvo, habló en la lengua común.

—Los intrusos escaparon. No hemos podido encontrarlos. Le ruego, me permita ver nuevamente a través de su sabiduría.

Una risa endemoniada, invadió todo el santuario. Tanto Ojo, como Tefir, sintieron un terror inexplicable. La risa, era una conjunción de voces, como si varios hombres y mujeres estuvieran allí presentes, invisibles a la vista. La tapa del sarcófago, comenzó a deslizarse lentamente, liberando una densa nube de polvo, hasta caer de lado. De pronto, una larga cola escamada azotó el aire, y una figura alta asomó por fuera del féretro. Desplegó unas alas membranosas, y de un salto, bajó del altar.

Era un ser esmirriado, pero de gran altura. Al verlo, Tefir presionó con fuerza el brazo de Ojo. Ambos tenían el ferviente impulso de salir corriendo de ese lugar. La criatura tenía forma humanoide y su rostro era masculino, con ciertos rasgos felinos, incluida una larga melena leonina. Portaba un disco dorado, que sobresalía por detrás de su cabeza. No era posible definir su sexo, pues llevaba el torso desnudo, mostrando un par de senos. De la cintura para abajo, vestía una toga con adornos de oro. Sus largas piernas terminaban en pezuñas, similares a las de un carnero. Al igual que su cola, el resto de su piel era escamada, exceptuando la del rostro.

—No te aflijas Rilnim – dijo, y su voz sonó,como si fueran muchas.

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