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Capítulo 6: Otro día en el Paraíso

    Las calles de tierra de Nerotzulma estaban anegadas. Llovía, como no había llovido en meses. Garno miró a través de la ventana, y dio un sorbo a su taza de té caliente. Junto con la tempestad, había llegado un frio atroz. Sin embargo, a pesar del clima, el agua y el viento, los enfermos seguían trabajando. Cuando los truenos iluminaban el firmamento, los veía a la distancia, sobre la calle principal, cargando madera y subiendo los tablones cortados mediante cuerdas. Iban muy lento, lo cual era lógico. No se podía trabajar en esas condiciones. Parecía que lo normal y lo racional no tenía cabida en las mentes de aquellos hombres. ¿De quién entonces? Sí incluso, quienes aún no habían sucumbido a la peste, lo habían hecho ante los encantos del demonio. Pues eso era, Garno estaba seguro; un ser del averno. Al principio el creyó también, embelesado por las visiones, que debía servir al mago. Lo había recibido en su preciada taberna, y le había servido comida y bebida. ¡Alojamiento gratis!

Incluso, le permitió acostarse con su hija, Lory. La pobre estaba ahora allí fuera, tiritando de frio bajo la lluvia, trabajando sin descanso. Días atrás Garno se había colado por los callejones, esperando una oportunidad. Cuando su hija estuvo algo alejada del resto, la apartó para hablarle. Ella forcejeó, incluso lo insultó. Parecía no verlo, ni reconocerlo. Tenía los ojos cubiertos por una infección, rebosantes de pus. Estaba flaca, pálida y sucia. Aquella noche, furioso, Garno juró vengarse de Il'Ratesh.

Ahora, con la tormenta azotando las puertas de su hogar, la idea de venganza le resultaba algo ajena e imposible. Estaba tan cansado y débil. No le quedaba nada. Su hija era un cadáver andante, los hombres del mago habían vaciado y destrozado su taberna, y él era un simple viejo que había pactado con el mismísimo mal. Debía sufrir las consecuencias.

Un sonoro golpe en la puerta lo extrajo de sus pensamientos. No quería abrir, pero si resultaban ser otra vez, aquellas ratas serviles quienes esperaban fuera, tirarían la puerta abajo de todos modos.

—¿Quién anda ahí?

—¡Abre Garno, me estoy congelando!

Era la voz de Suyai, amiga de su hija. Garno no la veía desde la llegada del mago. Se levantó de su silla y deslizó la tranca de la puerta. La joven entró, cerró la puerta enseguida y se quitó la capucha. Su capa estaba empapada. Tenía los cabellos negros, largos y ondulados, al igual que su madre, y de su padre, los ojos verdes y la tez muy blanca. Al verla, el viejo se emocionó y las lágrimas surcaron por sus mejillas. La recordaba, de pequeña, jugando con Lory. Ahora era una mujer hermosa, en la flor de la vida. A primera vista, el mal de aquellos días parecía no haber tenido efecto en ella.

—Suyai – sollozó, acariciándole el rostro —¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a verte. Supe que, de alguna forma, te habías librado de la influencia del hechicero.

—Hubiese deseado hacerlo antes. ¿Has... visto a Lory?

Suyai asintió, con los ojos llenos de tristeza, pero enseguida su rostro se tornó serio.

—Lo siento mucho Garno, sabes que te he tenido siempre mucho aprecio, pero no seré suave contigo. Lory está así por tu culpa, y también por sus propias acciones. Nunca debiste dejar a ese hombre entrar a tu hogar. Todo el pueblo está pagando por la debilidad, por los pecados de la gente.

Garno no sabía que decir, la joven tenía razón, y aun así, sus palabras le dolían como espinas. Se echó a llorar como un niño, de rodillas, aferrado a la capa de la joven, implorando perdón. Fue en ese momento que la vio, entre los pliegues, colgando del cinturón de Suyai; uno de los trabajos de su padre. La funda era negra, y el mango plateado, teñido en sangre. Detrás de la capa, la camisa de la joven también estaba teñida de rojo. Con temor subió la vista.

—¿Viniste a matarme?

Suyai lo miró, compasiva, y saco un pequeño espejo de entre sus ropas. Lo acercó al rostro del viejo para que se viera en él. La piel de su rostro estaba reseca, pálida y pegada a sus huesos. Un suave matiz ocre en sus ojos, era indicio de la purulencia que se adueñaba de su cuerpo.

—La peste me ha alcanzado.

—Así es. Te queda poco tiempo Garno. Pero aún puedes hacer algo por los vivos para redimirte.

—¿De qué hablas niña? ¿Acaso esa sangre es tuya?

Suyai recordó los acontecimientos recientes. Ayudó al anciano a levantarse del suelo y lo acompaño hasta su silla. Explicó, que desde hacía ya varios días, luego de la llegada del mago, ella y un grupo numeroso de personas se habían estado ocultando bajo los túneles subterráneos. Su madre había muerto por la peste, y a su padre, se lo habían llevado los hombres fieles a Il' Ratesh. Los primeros días, se las ingeniaron para salir durante la noche, con el fin de hurtar agua y comida, pero varios fueron atrapados y asesinados. El viejo Purcas decidió escapar en su carreta junto a un pequeño grupo, pero de eso hacía ya un buen tiempo. No supo más nada acerca de él.

—El viejo Pur estaba convencido de que todo el pueblo caería en la ruina. Quiso huir desde el primer día que escuchó a las personas relatar los presagios del mago. Sin embargo, la mayoría de quienes nos ocultábamos, no deseábamos abandonar nuestro hogar. Éramos los más débiles Garno. Ancianos, mujeres y niños.

—¿Qué sucedió entonces?

—Como dije, nos ocultamos en los antiguos túneles. Con el pasar de los días, uno a uno, fueron cayendo por la fiebre. Hice todo lo que pude por salvarlos, lo juro. Esta mañana, al despertar, los vi levantados, incluso a los que creía muertos. Se estaban atacando entre ellos, sumidos en la locura. Tuve suerte, me podrían haber matado mientras dormía.

—Lo que importa, es que pudiste escapar de allí, a salvo.

—No lo entiendes, Garno –la voz de Suyai surgió trémula, y sus puños se contraían en señal de furia –tuve que matarlos, a todos ellos. Incluso a los pequeños.

Al decir esto, Suyai extrajo la espada de su funda. Garno vio el arma maravillado y aterrado a la vez, la hoja aún estaba manchada con la sangre de aquellas personas. Pensaba que Marduk se dedicaba a hacer tan solo clavos, martillos y ollas. Pero esto... jamás creyó ver algo como esto. A pesar de estar cubierta de sangre, aquella arma le pareció una reliquia antigua, sacada de una piedra, como en las leyendas.

—Hiciste lo que debías, para defenderte y sobrevivir. No te aflijas. ¿Me permites?

Extendió ambas manos hacía la joven, la cual le entrego la espada. El viejo sintió su peso, y se preguntó cómo había sido capaz Suyai de blandirla con eficacia.

—La limpiaré por ti.

Mientras el anciano frotaba la hoja con un trapo húmedo, la joven, algo más calmada, volvió a hablar.

—Al salir de allí, estaba sola y asustada. No sabía qué hacer. Así que vine aquí, pues sabía, que los hombres de Il'Ratesh habían destruido tu taberna, y ellos toman las cosas de esa forma de quienes no quieren darlas voluntariamente. También tuviste suerte de no morir.

—¿Y qué es lo que quieres de mí? No sé cómo pueda ayudarte.

—Quiero saber que fue de mi padre, y si está vivo, rescatarlo. Los habitantes de las planicies, hemos creído siempre que el mundo estaba muerto. Que más allá de nuestro hogar solo nos aguardaba, al norte, el infinito desierto, y al sur, el abismo. Míranos ahora, Garno. Descubrimos el mundo exterior de la peor manera. Él vino a nosotros, trayendo consigo peste y destrucción, y es un rey en sus tierras. No conozco sus razones, pero me temo, que si es esto lo que habita al norte, no ha de quedar mucho norte por ver.

—¿Qué piensas hacer entonces niña, vivir sola en las planicies?

— Primero, mi padre. Luego me iré al sur. Lo he decidido. No tengo medios para cruzar el desierto. Pero hace tiempo ya, he ideado un método para bajar por el abismo. Solo necesito que me ayudes con la primera parte. ¿Lo harás?

Garno sabía que su destino era morir en Nerotzulma, pero no quería que el tormento de no haber hecho nada bien, fuera lo único que lo acompañara a la tumba. Miró a Suyai a los ojos con convicción y le dijo:

—Por supuesto.

Le devolvió la espada, ahora impecable.

—Tan solo dime que hacer.

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Desde el balcón techado del ayuntamiento, el alcalde Osto oteaba la plaza central. La lluvia caía de lado, y con tal fuerza, que se estaba mojando de todos modos. Era un hombre bajito y gordo, con una tupida barba negra. Se había cubierto con una densa capa de piel, pues el viento gélido penetraba hasta los huesos. Tenía una muy buena razón para estar mirando desde el balcón, a pesar del clima inclemente. Abajo, los últimos vestigios enfermizos y descerebrados de la población seguían trabajando sin descanso. No podía creerlo, y por eso seguía observando. Era algo contra natura.

Dos semanas y media, sí, tan sólo dos semanas y media, habían bastado para dejar al pueblo en ruinas. No quedaba ni un tercio de los habitantes de Nerotzulma. En parte por la reyertas que se habían dado entre los seguidores del nuevo orden y los rebeldes. Bien, quizá llamarlo reyerta era demasiado, Osto pensaba que "masacre" era más adecuado. Los rebeldes, no habían tenido oportunidad alguna. Pero a la porción más grande, se la había llevado la peste. Y la terrible enfermedad no había discriminado por bandos. Otros escaparon, en pequeños grupos. Aunque debían ser los menos, pues, no había a donde ir y era imposible vivir en la planicie sin los suministros del pueblo. De los que se ocultaron en los antiguos pasajes subterráneos, no volvieron a tener noticias. Y por último estaban aquellos que cambiaban, y oh por dios, que miedo había sentido al verlos. El mago los había mandado a encerrar en el gran almacén, trabajo pago con la vida de varios fieles. ¿Cómo era posible, que el hombre se transformara en una bestia tan repugnante y descomunal?

Osto pertenecía a un selecto grupo de hombres, que bajo el influjo mágico de la luz del talismán sagrado, no habían sido afectados por la peste. Hasta aquel día. Esa misma noche, el juez Falin había sido el primero en perder la protección del mago. Le había dado una fiebre tremenda y estaba delirando. Parecía que pronto estaría muerto, o trabajando en la plaza junto a los demás. ¿Quizá había dudado? ¿Había insultado a Il'Ratesh en forma alguna? Osto tenía grandes dudas acerca de esto, pues si de desconfianza y reproches se trataba, él era el primero en encabezar la lista. Era un cobarde al cual solo le importaba sobrevivir, y al ver el poder que el mago ejercía sobre las personas, no dudó un segundo en posicionarse a su lado. Le había sido útil en muchas formas, proveyéndole información, riquezas, mujeres, y hombres fuertes y maleables. Pero con el correr de los días, comenzó a cuestionar los intereses de aquel peculiar líder, más que nada debido a las consecuencias de su poder. De nada servía gobernar sobre un pueblo estéril. ¿Acaso todas aquellas promesas de evolución y prosperidad eran para otra casta de hombres? ¿Y qué diablos era eso de volar? Los apestados no paraban de repetirlo. La torre de madera, y tantos muertos, para verlo tan sólo flotar en el aire, parecía absurdo. Quería preguntar, pero no tenía el coraje. Temía ofender al mago, que últimamente parecía nervioso y de mal talante. El joven Lartis, fue ejemplo de los límites de su paciencia. Había sido un muchacho obediente hasta que su madre enfermó, y ese mismo día le pidió al mago de rodillas que la sanara. Il'Ratesh le dijo que no sería posible, y entonces Lartis protestó. No montó en cólera, no, tan solo emitió una queja mientras lloraba como un niño. Pero esto pareció ofender mucho al mago, y ante la vista de los allí presentes, lo calcinó con su luz, dejándolo repleto de quemaduras. El chico agonizó toda la noche y luego murió.

Así estaba, el alcalde Osto, sumido en sus pensamientos, cuando una voz desde el interior lo llamó. Al oírlo, cerró sus ojos y respiró profundo en señal de fastidio.

—Mi buen Osto, se está empapando allí. ¿Algo acaso lo preocupa?

Osto se giró, mostrando una sonrisa de oreja a oreja.

—No mi señor, tan sólo estaba interesado en la construcción de la torre.

Allí estaba el rey mago. Si bien, aún se movía ágil, parecía cada día más viejo y desnutrido. Estaba aún vestido con esas finas sedas azules, al igual que cuando llegó al pueblo. Así, a simple vista, no parecía tan terrible, pero en sus ojos refulgía un brillo, que desnudaba a todo aquel que se le pusiera delante. Tenía un poder inimaginable, y ante su presencia, Osto se sentía como una patética hormiga.

—¿Quiere darme las noticias del día?

—¡Por supuesto señor! – Osto espabiló y se puso firme.

—¿Y bien?

—Hemos reforzado todas las paredes y las puertas del almacén. Uno de los engendros escapó, y tuvimos que... eliminarlo. Un hombre murió.

El mago no dijo nada, solo lo miró expectante con una ceja levantada y la comisura de los labios fruncida. Osto estaba tan nervioso, que no podía parar de sudar. Se aclaró la garganta y continuó:

—Un grupo descendió a los túneles antiguos, no encontraron nada de valor. Tampoco hay noticias de los rebeldes, creemos que, quizá, hayan escapado de Nerotzulma.

—Quiero una exploración completa de los túneles. Que se pongan a cavar si es necesario, y que el señor Talbo dibuje un mapa. Lo que sea que encuentren ahí, lo traen ante mí. Principalmente si es alguna pieza de metal. ¿Nos entendemos alcalde?

—Sí, mi señor.

—Continué.

—El juez Falin ha caído enfermo – dijo Osto, con total indiferencia. No quería que la noticia tuviese el más mínimo indicio de queja.

—¿Enfermó de...? ¿Cárgajo, almorranas, lepra?

Osto evitó mirar a Il'Ratesh.

—Oh, ya veo – el mago dio una carcajada, y le dio golpecitos a su talismán con el dedo – se refiere a mi preciada purga.

—Así parece, mi señor.

—¿Y no quieres saber a qué se debe? Yo siento que está usted lleno de dudas alcalde, pregunte. No es de mala fé, yo lo sé. Admiro su instinto de supervivencia, por eso lo elegí. Para generar un vínculo de confianza, yo le contaré a usted un secreto. Venga.

Osto se acercó al mago, esté lo tomó por los hombros y le susurró al oído.

—Falin era muy fiel. Voy a matarlo, para que aquellos que están teniendo dudas o temores no lo hagan más. Pues, ¿qué pensarán los que titubean, cuando vean a Falin, el fervoroso servidor, sumergido en la locura y defecándose encima?

Osto temblaba, tenía ganas de vomitar. Cuando el mago alejo su rostro junto fuerzas para hablar. Por suerte, pudo vencer el nudo en su garganta.

—Se lo pensaran dos veces mi señor.

—¿Entonces?

—¿Mi señor?

—Pregunta.

Por dentro, aterrado, Osto quería escapar de aquella situación. Pero tenía la sensación de que, al no ser sincero, el mago lo mataría allí mismo.

—Bueno... quisiera saber, pues lo he oído de los esclavos, y me ha causado mucha curiosidad. ¿Cuál es el propósito de la torre de madera junto al gran cráneo?

—¿Qué dicen los esclavos alcalde?

—Que ansían verlo a usted volar señor. Surcar los cielos.

—Y así será. Si vas a hacer algo grandioso, quieres que todos tus súbditos lo vean. ¿No es así?

Osto no podía creerlo. Temía que el mago leyera su mente, pero en ese momento no podía evitar considerarlo un maldito desquiciado.

—Por supuesto señor, eso sería lo ideal.

—Y como sabemos, el punto más alto de toda Nerotzulma es...

—El gran cráneo de Hierro, mi señor.

—Así es. Por eso voy a subir hasta allí, y luego todos podrán ver como ocurre el milagro.

—¿Y luego mi señor?

—¡Ah! Te has vuelto codicioso. Luego...— Il'Ratesh se acercó al balcón, mientras rascaba su frente, pensativo – luego veremos que sucede.

Un potente relámpago iluminó la noche, y la luz del rayo, dibujó el contorno del gigantesco cráneo de hierro dispuesto en el centro de la plaza. La torre de madera junto a él, ya casi alcanzaba la cima. Osto también se acercó. Todos los enfermos habían dejado de trabajar y miraban en dirección al balcón.

A Il'Ratesh, le llamó la atención uno de los apestados, que estaba a muy poca distancia del balcón, y le pareció más atento de lo normal. Pero, al verlo cerca de otros cuatro que deambulaban por ahí, lo desestimó y otra cosa se le vino en mente.

—Casi lo olvidaba. ¿Ha comenzado el herrero a hacer las armas que pedí? – preguntó.

—No señor, se niega. Hemos intentado convencerlo por diversos medios pero, es un hombre muy porfiado. Quizá si usted...

—¡No proponga alcalde! Le he permitido preguntar, y ahora está proponiendo.

Osto se atragantó con lo que estaba por decir.

—Le pido disculpas, mi señor, por mi insolencia.

—Quiero que ese hombre trabaje para mí. Necesito esas armas. Si usted no puede lidiar con este asunto, buscaré a otro que lo haga. ¿Lo ha entendido?

Osto asintió.

—Hemos terminado. Puede irse.

Los cantos habían cesado. Osto encaró hacía la puerta, desesperado por salir.

—Alcalde.

—¿Si señor? –Osto no se giró.

—No vuelva a sudar como un cerdo ante mí, es repugnante.

El alcalde de Nerotzulma salió del cuarto a paso rápido, sin responder, y en cuanto encontró donde, vomitó todo lo que había cenado.

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Garno había puesto todo de sí, incluso se había ensuciado para mezclarse entre los enfermos. Estaba ardiendo por la fiebre. Por unos segundos, sus ojos y los del mago se encontraron y sintió gran temor. Estaba muy cerca del balcón del ayuntamiento y pudo ver al alcalde también. Los dioses le habían sido propicios. Aún con la lluvia, había podido oír algunas cosas de importancia. El anciano, que lo había perdido todo en su ignorancia, recuperó al menos una sonrisa. No se presentaría ante Suyai con las manos vacías.

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