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De Hierro

DE HIERRO

30 de junio de 1904

Berlín

La majestuosa Mansión Bohn, era una enorme casa de estilo barroco: de patrones sinuosos, y extravagante decoración en ventanas y puertas principales, largas columnas en el exterior y estatuas de querubines discretas en los vertices de las ventanas mas altas. La casa gozaba de todas las comodidades dignas para acoger a la familia real del Reino Unido, palabras dichas en voz de un miembro importante de la aristocracia inglesa que visito Berlín a finales del siglo XIX, mientras Hector Bohn aun vivía. Un jardín principal con un sendero de piedra, con claveles, alcatraces y cedros decorando el verde, y un precioso patio trasero con una fuente de piedra tallada, cipreses, flores abundantes y un cobertizo refundido al fondo para los instrumentos de jardinería. Contiene dos bibliotecas, una más grande que otra, doce habitantes incluyendo el enorme aposento matrimonial, al que Doris decidió renunciar una vez que enviudo y Anton y Helene se rehusaron a ocupar, por lo cual esta inhabitado. Contiene dos comedores, uno familiar y uno para la recepción de fiestas. Junto al familiar estaba la enorme cocina, y en la planta baja de esta, justo abajo, estaba la sala de lavado. La Mansión Bohn disfrutaba de un almacén privado de vinos provenientes de la familia Häusler y mas reliquias familiares. Un enorme salón junto al comedor de fiestas, de tapiz con matices rojizos con un enorme candelabro de araña que pendía del techo. Había también una sala de recepción al que llamaban el Salón Rojo, donde solo miembros de la familia Bohn podían acceder. Sin embargo, para la reunión que Doris Bohn organizó a solas con su nuera, decidió no usar el Salón Rojo y en su lugar se reunió en el recibidor de paredes blancas de la primer planta al que llamaban el Salón Común.

Geraldine Bohn estaba abatida, no paraba de secarse la cara con un pañuelo, carraspear la nariz y dar pequeños espasmos entre su llanto. Se encontraba sentada en uno de los sillones de piel frente a la chimenea.

—Te estas limpiando un ojo seco, Geraldine.—sentenció Doris fumando y viendo atreves de la ventana a metros de su nuera. Admirando el jardín frontal donde sus criados le daban mantenimiento a la verja de acero.

—Son reales.—repuso.— Son de coraje.

—¿Coraje? ¿Coraje, por qué?

—De que sea yo la única que este recibiendo una reprimenda y no su hijo... su hijo preferido.—aseveró volteando a ver a su suegra.—Anton es un encimoso. El se propaso.

—Y tu valor para decir "basta" ¿Dónde queda? ¿Mm? Que pena.—camino a ella sin quitarle la vista de encima.—No estas nada arrepentida.

Geraldine se dispuso a alzar la voz.—Pero si yo...

—He visto el arrepentimiento.—le robo la palabra.—Sé cómo luce y yo en los tuyos no veo más que mentiras. Traicionar a tu esposo con su propio hermano.

—¡Wilhelm aún no es mi esposo!—alegó poniéndose de pie.—¿No es Anton el que esta ya felizmente casado? ¿No es él al que debe jalarle las orejas y no a mí?

—Cierra la boca, Geraldine, o empeoraras las cosas. Niña tonta e impulsiva. Todo lo que hago es lo correcto, nunca fallo y siempre acierto.

Geraldine sonrió. Vio ahí un rayo de esperanza.—Entonces no le dirá, ¿o sí? No dirá nada. Wilhelm cancelaría todos los preparativos, todo mundo lo sabrá y entonces su impecable apellido será susurrado.

—Junto con tu nombre completo, si.—confirmó.—No diré absolutamente nada a Wilhelm. No se enterará por mí.

—Doris...

—Pero si abra un castigo, Geraldine, por faltarle el respeto a Wilhelm, a Helene...

—Esa mojigata.

—¡Y a toda esta casa! ¡Por faltarle el respeto a este recinto! No volverás. Mientras yo viva, mientras corra aire por mis pulmones y circule sangre en venas, tu no volverás. Te quedaras en Graz y solo nos veremos las caras cuándo yo vaya. ¿Estoy siendo clara?

Geraldine asintió intimidada.

—Dile a Wilhelm lo que quieras; que rompiste un plato, que discutiste con Helene, o conmigo, ¡que insultaste a Debra, o que simplemente ya no soportas estar aquí y volver otra vez! Lo dejo a tu consideración. Esto pasará. Saldrás de aquí, y pasaras el resto del día con actitud de condenado, comerás en silencio y le respondas de manera fría a Wilhelm, y en la intimidad nocturna de su alcoba el te preguntará "¿Que te sucede?" Y tú le responderás con cualquier doloroso evento que se te ocurra. Wilhelm entonces golpeará mi puerta buscando respuestas y yo corroboraré tu historia, así Wilhelm dirá "Si, si pues yo también odio esta casa. Mañana nos vamos y maldito el día en que pase por nuestras cabezas volver"... se irá. Y luego se irán juntos a Graz. Y no volverán. ¿Fui clara?

Geraldine accedió con el miedo en la garganta. Se fue con la piel erizada y el rostro abatido. Doris se asomó por el pasillo y vio a Helene, con la mirada tímida y una sumisa sonrisa.

Todo ocurrió cómo Doris dijo. Y Geraldine no volvió.

31 de enero de 1928

Graz

Heidi Bohn había decidido pasar su cumpleaños número veintidos, en un club. Invitó solo a su círculo social más cercano, hasta a Eugenia, pero ella decidió perdérsela, no la iba a tolerar.

Heidi estaba siendo el centro de atención, cómo siempre, acabándose jarros de cerveza de un trago, cantando y bailando todas las pistas que la orquesta del club entonaba. La deslumbrante Lisa Kozlova, cansada de reír y bailar con muchachos, decidió ir por él que le interesaba, Erich solo veía cruzado de brazos y sonriente a todos embriagarse y bailar.

—¡Ven, ven!—le llamaba Lisa tirándolo de la mano hacía ella.—¡Sal de ese rincón de los perdedores y ven!

Los amigos que estaban con Lowenstein bromearon y empujaron a Erich para que se animará.

—¡No se los pasos!—gritaba.

—¡Solo haz lo que todos!

Era una canción rápida, daban giros, se acercaban y alejaban. Lisa no soltaba sus manos ni a él por nada. Erich era torpe.

—¡De que te sirven esos enormes pies, Lowenstein!

Lisa carcajeaba. La fiesta siguió, y siguió. Y cuándo la noche acabo, Erich pasó la noche en la habitación de Lisa. La mañana iluminaba el desordenado cuarto de Kozlova. Erich fumaba en la cama, con Lisa abrazandolo por el torso y sus sabanas los cubrían.

Erich le ofreció de su cigarro, ella sonrió y lo tomo.—Sabes cómo hacerme feliz.

Se estiró y lo beso en los labios, luego llevo el cigarro a su boca.

—Eres preciosa.—le dijo Erich, contemplándola.

Lisa se sonrojo y le puso el cigarro en la boca.—No trates de seducirme.

Erich sonrió engreído y llevo sus brazos tras su cabeza.—¿No funciona?

—Ese es mi enojo.—susurró y se trepo sobre su regazo.—Que si... funciona.

Lisa se acercó al cuello de su amado y cuándo el esperaba el beso, Lisa se rio y se bajo, salió de la cama y comenzó a vestirse.

—¿Es enserio?—alegó burlándose.—¡No puedes dejarme así!

—Sí, si puedo. Aunque me duela.—respondió.—Ya es tiempo de que te vayas.

Erich echo fuera las sabanas y usando solo sus calzoncillos tomo a Lisa por el cuello.—Eres perversa, mujer.

Lisa humecto sus labios y lo miró.—Y tú, eres consentido.

Se soltó de sus brazos y se alejo para verlo.—¿Qué esperas? Ya vete.—le arrojó sus pantalones y se rio.—Anda.

Erich ladeo su rostro y Lisa le beso de imprevisto la mejilla para luego salir corriendo de su habitación. Erich se tumbo en la cama de espaldas.

01 de octubre de 1939

Estaba en una situación adversa, simplemente vulnerable, cómo podía defenderse un anciano en silla de ruedas ante una mujer que caminaba y razonaba de manera perfecta y al parecer más que muchos.

Alfred Rümpler tamborileo sus dedos en la mesa y tomo la copa con agua a su alcance, y la bebió con mucha calma.

—Sr. Rümpler.—llamó el hombre de cara rechoncha y blanca.—¿Podemos empezar?

Alfred asintió y se acomodo el saco.—Me deprimes, Carl.—sentenció.—Me... deprimes.

—¿Cómo fuiste capaz de hacernos esto? Arrancarnos la vida de las manos.—demando Kitty Rümpler con tono desdeñoso.—Lo que me enloquece más, es pensar que siempre supe que terminarías dándonos la espalda.

—Los pleitos familiares pueden discutirlos cuándo salgan de esta sala, pero mientras estén aquí me obedecerán y yo ordeno orden.—sentenció a gran voz el mismo hombre.—Alfred Rufus Rümpler, la Sra. Debra Viktoria Bohn-Rümpler, solicita a usted por medio de su sobrino heredero Carl Wilmer Rümpler, la transferencia de los bienes a los cuáles usted tuvo acceso desde un contrato firmado entre usted y Anton Justus Bohn, quién dejo su herencia aún en vida a su presente hija, la Sra. Bohn-Rümpler, esta audiencia es para cerrar dicho contrato, y quitar del poder Rümpler esos recursos de los cuáles usted ya tiene conocimiento.

Kitty respiró hondo.—Maldita perra.

—¡Sra. Rümpler, pedí orden!

Con sus viejos dedos, Kitty alejo la silla de la mesa y se levantó, tomo su bolso y se fue humeando, les dio la espalda a todos y salió cerrando de un portazo.

Alfred ahora estaba completamente solo.

—¿Dónde esta Heinrich? ¿Dónde esta él? También debe estar aquí.

—No tiene obligación alguna. En realidad, eso es trivial.—contestó Debra muy seria.—Y aquí no estamos con trivialidades.

—Solo firme, tío, aún así, pensaba hacerlo cuándo me diera todo.

—Ahora empiezo a dudar si en verdad tienes la capacidad, Carl. Me haces dudar de mi elección y ahora pasa por mi cabeza la terrible idea de acabar con todo y no dejar nada.

—Eso sería contraproducente, Sr. Rümpler.—dijo Debra.—No debemos seguir tratándonos cómo enemigos. Somos familia. Solo estamos... ordenando las cosas.

El robusto hombre sacó varios documentos de su portafolios y los hizo llegar a Debra, quién firmo sin mucho problema. Carl tomo los papeles y los hizo llegar al alcance de Alfred. Alfred tomó aire y saco su bolígrafo.

—Estaba pensando... en otros tiempos. En tiempos mejores.—dijo con los ojos lagrimados.

Se comenzó a escuchar el rasgar de su bolígrafo en la hoja y sobre las líneas sobre su nombre trazo su firma. Luego lanzo su mano y tiró la copa vacía al suelo, luego apretó su muñeca.

Carl se levantó y quiso mover a su tío pero el se lo impidió. Luego el mismo se marcho. Carl le paso los documentos al abogado.

—Bien. Eso es todo. Buen día, Sr. Rümpler... buen día, Sra. Bohn-Rümpler. Felicidades.

14 de febrero de 1941

Cracovia.

Rigobertha no perdió tiempo en explicarle a su hijo y lo mandó a casa de una vecina lo más pronto posible, dejándolo salir por la puerta de atrás. Recibió al invitado en la sala con un café.

—¿Que?, ¿Ya no tomas?—recalcó el invitado y soltó una carcajada.

—La deje, por mi hijo.—respondió.

—¿Por que Wojda?

—Es el apellido de mi esposo, Eleazar Wojda. Él me recibió y me ha tratado como su señora y a él como su hijo en todos estos años. Necesita de un padre que lamentablemente no le escogí bien al principio.—dijo con desdén.—¿O que esperabas, el Nunn? Por favor.

—Yo, puedo arreglar eso.

—¿Que dices?, ah claro, ya que se murió tu mami quieres jugarle al buen papá, ¿pues que crees?, ya no estas en posición de esas tonterías, así que por favor, vete y déjanos en paz.

Hildemart se levanto con tranquilidad, dio vuelta a la mesa del centro y se paro frente a ella e intento tomarle la mejilla y ella lo impidió.

—No lo entiendes... no solo soy un Nunn, soy...

—Eres-un-estúpido si crees que harás de mi hijo algo que pudiste haber echo hace mucho. Lárgate de una buena vez.

—¿Él te hizo eso?—señalo un muy mal golpe cubierto.

Rigobertha se toco el rostro.—Mi culpa. Debo prestar más atención.

—No eres la mujer que conocí, Berth. Te ha corrompido. ¿Qué clase de ejemplo le dará a mi hijo un salvaje como él?

—¡Mi, hijo! ¡Nuestro hijo, el lo cría y mantiene. Tu no!—grito desesperada.—Quiero que te vayas, vete por dónde llegaste, Ludwig y yo estamos muy bien sin ti. Te llore mucho, y por mucho tiempo, Hildemart, y el lo sabe, es un joven grande y créeme que si pudiera te rompería el hocico, él y Eleazar, no llegarías ni vivo al hospital para contarlo.

—No tienes idea de lo que dices.

—Ya vete.—demandó desviando la mirada.

Hildemart se negaba a discutir más. Saco un paquete de billetes y lo puso sobre la mesa, Rigoberta los tomo y los aventó a la puerta tras que el hombre saliera. Desesperada tomo su cabello y con los ojos enloquecidos cayó al sillón sentada.

15 de febrero de 1941

Nada cambiaba en la rutina del matrimonio Bohn-Rümpler en un día aparentemente normal. Por las mañanas, exactamente a las 7:30 de la mañana, Carl Rümpler dejaba la cama, entraba al baño para asearse, y después de unos diez minutos salía cómo nuevo del baño y se dirigía su despacho para revisar su agenda. A las 7:45 de la mañana, Debra Bohn-Rümpler salía de la cama y tardaba mas o menos treinta minutos en el baño. Salía relajada más no bien arreglada para desayunar.

Acostumbraban desayunar en el pequeño comedor junto a la cocina. En total silencio. El desayuno de aquel día era huevo hervido, salchichas igual hervidas sin aceite y una mezcla de judías en caldillo. Además de un té y café para ambos.

—Nos reuniremos en la tarde con el Sr. Todt, ¿lo recuerdas?—rompió Carl el singular silencio.—El loco de las autopistas.

Debra seguía comiendo, sin decir nada, cómo siempre.

Carl resoplo.—Anoche llame a tu padre. Dijo... que tu madre estaba mejor y... hasta pregunto por ti.

Debra se quedó quieta, dejando el tenedor incrustado sobre un pedazo de salchicha, espero unos segundos y la metió a su boca.

—Le dije que dormías. Solo se rio y... colgó. Debra, yo...

Uno de los mayordomos de la casa Bohn entro al comedor. El matrimonio lo vio confundido, parecía agotado y preocupado también.

—Mírate.—exclamó Carl.—¿Estas bien?

—¿Qué haces aquí?—preguntó Debra viendo a un sirviente de su padre en su casa.

El mayordomo se acercó a Debra y manteniendo su distancia se inclino.

—Lamento decirle esto, Sra. Bohn-Rümpler, pero.. es que, su madre a muerto.

Cómo un golpe en seco en el estómago, cómo si le hubieran robado el aire, Debra tragó y expandió sus ojos. Gesticulo sorpresa y desdén.

El mayordomo se alejo y le dio una reverencia en respeto con la mano en el pecho.—Su hermana, la Sra. Lowenstein, ya fue informada. El funeral será esta noche en la Mansión Bohn, asi lo decidió la Sra. Clerc. Lo siento mucho.

El mayordomo se retiró dando una formal media vuelta. Carl se limpió la boca y fue tras él. Debra se quedó sin apetito y aplastada en su silla doblando el tenedor de plata con ambas manos.

Cuándo el reloj timbro marcando la 1:00 de la tarde, los retratos de Helene Minnete Bohn se cubrieron con una tela delgada negra. Debra y Carl llegaron juntos, se negaban a tomarse de la mano y siquiera chocar sus hombros. Entraron al salón y para su sorpresa no había muchos invitados, muy pocos. El invidente viudo, Anton Bohn, estaba de pie junto al ataúd. Con una de sus manos sobre la madera y apoyándose sobre su bastón con la otra.

—¡Ni siquiera te importaba!—vocifero Antonia desde su silla con los ojos rojos.—¡Te olvidaste de ellos!

—¡Ya basta, Antonia!—alegó Eugenia.—En nombre de todo lo bueno, no puedes siquiera vernos sin reclamarnos algo.

Antonia se levanto pedante de su silla y avanzo a Debra.—Pero ni creas que recuperaras la casa, esta a mi nombre, ¡es mía!

Julian Clerc, el esposo de Antonia, con su traje marrón y bigote con puntas se acercó a su mujer y la abrazo por los hombros para tratar calmarla.

Debra asintió viendo la autentica locura de su hermana.—Si Antonia, es tuya. Nunca fue mía, o de Eugenia... nos corrieron, y todo quedo claro desde ahí.

—¡Hablan como si yo también me hubiera ido!—alzo Anton Bohn su ronca voz.—¡Sigo aquí, hijas mías!

—Papá...—susurró Antonia con tristeza.—Lo siento... es que, esta mujer...

—¡Esa mujer es tu hermana!—repuso Anton.

—Por lástima lo es.—reconoció volviendo a Debra y le lanzo una despectiva mirada.

—Debra...—le llamó su padre.—Ven hija.

Debra tomo aire y comenzó a dar pasos. Barrio el salón con la mirada mientras lo hacía. Sus tíos, Wilhelm y Geraldine estaban sentados en las sillas acomodadas de manera ordenada tras el cajón. Estaba Eugenia y su esposo Erich bebiendo café al otro lado del salón. Había socios de la familia regados por el área, hablando en voz baja y fingiendo no haber escuchado el escándalo de Antonia y Debra.

Debra se detuvo junto a su padre y le tomo la mano. Pero no bajo la mirada. Se esforzó por solo enfocar el rostro arrugado de su padre y no el serenamente dormido de su madre.

—No me arrepiento ni un segundo de mi elección...—confesó con toda certeza.—Ni uno solo. Tu madre ha sido lo mejor que he adquirido... y se ha ido.—el corazón de Debra comenzó a palpitar con fuerza, mientras Anton comenzaba a arañar la madera.—Me ha dejado... me dejo solo...—entonces comenzó a llorar. Se arqueo y recargo su frente en el ataúd. Debra lo siguió con la mirada y entonces atisbo en el cadaver de su madre, Helene. Un golpe de realidad la hizo gemir y abrazo a su padre por los hombros mientras apretaba sus labios para no llorar.

Anton beso el cajón y paso su mano por el cristal que separaba a Helene de sus caricias. Se irguió y le busco el rostro a Debra con las manos y le beso la mejilla.

—Eres de hierro.—susurró Anton.—Como todas ellas.

Anton empuño su bastón y Antonia junto a Julian, su esposo; fueron a ayudar a su padre y llevarlo a su silla.

Debra se alejo lentamente y se atravesó en el camino con Eugenia y su esposo, que ya charlaban con Carl.

Eugenia abrazó a su hermana conmovida por todos los sentimientos acumulados y Debra no pudo corresponder al gesto con su corazón en mano.

—Una pena, cuñada, lo siento tanto.—se disculpó Erich arrugando la frente.

Eugenia se alejo enjuagando sus lagrimas.

—Llegaron rápido.—evadió Debra a su cuñado y se dirigió a su hermana.

—Ni siquiera sentí el viaje.—respondió.—No nos detuvimos por nada. No pude siquiera relajarme. Necesitaba verles...

Debra asintió.—Ya lo creo.

—¿Te quedaras?

Debra miro a Carl y él no entendió el porque.

—Tenemos una reunión en la tarde. Podemos esperar hasta entonces aquí.

Eugenia aceptó, con que se quedara un par de horas más ya era ganancia.—Bien. ¿Quieres beber algo?

—¿Hay algo más fuerte que solo café?

—Iré a ver.

Eugenia se fue y Erich la siguió luego de levantarle las cejas a Debra como si fueran los mejores cuñados. Carl se acercó a su esposa.

—¿Nada?

—Guarda silencio.—ordenó.

Carl se fue también para hablar con Anton y Debra se quedo sola dándole la espalda a todo el salón. Y en esa intimidad dejo escabullir la lagrima que le ardía en el ojo y no soportaba guardar más.

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