Capítulo 91
A medida que pasaban las horas, y con el correr del entrenamiento, mis ropas se tornaron un aspecto astroso; mis muslos habían quedado al descubierto tras la prueba de un ataque inasequible que se había cobrado la mitad de mi pantalón, mientras que mi camisa estaba tan empapada de sangre y sudor que necesitaba una asepsia urgente. No obstante, a Jacob y Emma esto no pareció importarles (al menos, ninguno se burló de mí en voz baja), no desviando nunca el foco de su atención a la vez que elucubraban una hazaña cada vez menos factible que la anterior. Ambos escribían complacidos en sus planillas mis progresos, visando las tareas de su lista, con la satisfacción de un maestro cuando encuentra a un alumno predilecto.
—Eres muy bueno en esto —reconoció Emma, con una sonrisa—, ¿cómo aprendiste tantas cosas?
—La realidad virtual es tan útil como la de carne y hueso —me limité a responder.
La segunda fase de mi entrenamiento consistiría en asestar golpes en diversos sitios para fortalecer mis reflejos y aprender algunas maniobras interesantes. Mis mentores decidieron otorgarme un interludio de diez minutos en donde me trajeron dos bananas para comer, no sin antes haberme explicado con lujo de detalles todos y cada uno de los ejercicios que realizaría con sus respectivas técnicas. Durante mi descanso, cada uno de ellos asió sus dispositivos y enviaron a su jefe el detalle de su misión. Se mostraban inquietos mientras esperaban su respuesta, temiendo ser reprendidos. Sus conversaciones se limitaban a expresar con sus miradas sus miedos. El tiempo acabó y mi práctica se reanudó. Emma actualizaba cada dos segundos su pantalla, mas no conseguía su propósito. Jacob mostrose también aspaventoso, por lo que me obligué a no dar ningún paso en falso ni a pronunciar ninguna astrancada que pudiera enervarlos más.
Emma fue la primera en abandonar el estado de somnolencia y me hizo comenzar las prácticas. Los puños y patadas contra una bolsa de boxeo me resultaron extenuantes, por lo que al acabar las veinte sesiones de un minuto y medio cada una sentí que caería desplomado allí, sobre aquel sitio tan burdo, siendo que antes mi mayor acercamiento a los escombros era por la televisión. Jacob, en tono bufo, se recostó a mi lado con las piernas estiradas, simulando cansancio, para después quedar parado sobre su cabeza, en una maniobra que me sorprendió.
—Levántate, eres un flojo —me ordenó él, aún en aquella incómoda posición.
El entrenamiento se reanudó y de mis ropas ya no quedaban más que harapos y mi energía se había agotado de tanto bufar de extenuación y dolor. Aunque parezca un bulo, el ejercicio físico abarcó más de tres horas, por lo que me vi obligado a hacer un uso comedido de la energía que me quedaba, puesto a que ellos no se dignaron a darme ni un segundo de respiro. Los colosales desafíos dejaron fuertes contusiones en mi piel, mientras que las grandes cicatrices que me atormentaban de arriba a abajo no cesaban de molestarme. Por fin, escuché aquello que quería oír desde hacía mucho tiempo.
—Por ahora hemos terminado —anunció Jacob, con indiferencia—. Te llamaremos más tarde en caso de que te necesitemos. Disfruta de tu comida y aprovecha para dormir, que mañana tendrás tu primera misión oficial.
—¿Y cuál será? —los interrogué, seguro que tanto entrenamiento no habría de ser una escoria.
—Te pasaremos el archivo en instantes. Por ahora, juguetea con tu teléfono un rato —concluyó, terminante, Emma, a la vez que me arrojaba un extraño aparato en las manos a tal velocidad que acabó hecho trizas en el piso—. Espero que esto no se repita mañana —me amenazó ella, al tiempo que me entregaba en mano un dispositivo idéntico al anterior.
Recibí el aparato, cabizbajo, demostrando que estaba cotrito por mi falla. Emma me miraba con contrición; de seguro ella sería la encargada de cubrir los costos de mi contumacia con su salario. Sus palabras fueron como la costalada que nunca me dio, pero que tampoco acabó jamás de dolerme. Me repuse de golpe, después de todo, no era más que un dispositivo tecnológico que podría enajenarse no sin mucho dinero, pero eran la consecuencia de sus malos tratos. Prendí aquella especie de teléfono celular, que adquirió una rara vibración. La pantalla tornose roja y un cartel tintineante apareciose de la nada. En este, la ubicación de mi nueva misión se mostraba con claridad, acompañada de un nuevo mapa. Me sorprendió que, después de tanto tiempo, no hubiera adivinado por qué me querían como afiliado a su régimen.
Aún restaban más de cinco horas para la Revolución del Miércoles (tal como habían comenzado a llamarla los medios de comunicación) cuando decidimos salir a la calle. Vistos de esa manera, después de habernos vaciado la mitad del escaparate de maquillaje de una tienda de belleza, parecíamos seres de otro mundo, inmortales, invencibles. La muchedumbre que nos veía pasar se asombraba ante nuestra presencia; algunos de ellos corrieron desesperados por las calles, corriendo la voz de que verdaderos alienígenas habían descendido al planeta y amenazaban con destruirlos.
—No encuentres explicaciones imposibles a tus problemas, la solución siempre suele ser menos apocalíptica de lo que piensas —lo condené a un pequeño que ya había dado la voz por toda la cuadra.
Pese al percance, el resto del camino transcurrió en paz. Un grupo de curiosos se colocaron cerca de nosotros y los más sinvergüenzas se nos acercaban a hacernos preguntas. Algunos de ellos gesticulaban de más, tratando de explicarnos que ellos eran de la Tierra y que les gustaría conocer nuestra nave espacial. Sin dudas, una actuación tan patética y una exageración tan magnánima se merecía una respuesta a su altura, tal como no tardó Estella en darles.
—No se preocupen, el lenguaje de los estúpidos es universal.
Una vez que dejamos atrás las calles más alejadas e ingresamos en la avenida, fuimos recibidos por algunas fanáticas que también habían respetado los atuendos. Thiago y Matteo hacían que las muchachas no dejaran de suspirar, lo que me hizo sentir incómoda, sobre todo desde que Thiago y yo comenzamos a salir. Sin embargo, el momento embarazoso acabó pronto, cuando una segunda veintena de muchachos se nos acercó, con sus caras plateadas y sus enormes pancartas. De esta manera, los revolucionarios fueron avanzando detrás de nosotros, a la retaguardia, comenzando a cantar aquellas canciones que habríamos de entonar horas más tarde. Algunos rebeldes se nos acercaban corriendo, pensando estar retrasados, cuando en realidad de la hora pactada faltaba demasiado. Cacerolas, tambores, parlantes y coros chillaban reclamando por mis derechos, nuestros derechos, que acabó en una procesión de más de dos kilómetros que despertó a todos los vecinos. Algunos de ellos, los más simpáticos, nos atacaron con cubetas de agua fría y caliente; los más molestos contraatacaban con toda una artillería verdulera.
—No malgaste agua, no malgaste fruta, no malgaste tiempo vieja hija de... No malgaste agua...—recitábamos cada vez que alguna de las señoras nos daban una dosis de su medicina.
Por fin, tras una hora de caminata, arribamos al Congreso. Allí, el operativo policial era más que elaborado. Más de tres centenas de hombres estaban dispuestos detrás del enrejado del Parlamento, con sus armas y escudos, mostrándose amenazantes. La estrategia de Garret acobardó a unos pocos (que decidieron retirarse a sus casas por temor a una carnicería), mas envalentonó a la gran mayoría. La prensa ya había comenzado a pasear sus drones por encima de nuestras cabezas y los reporteros, extrañados, revisaban sus relojes. Algunos de ellos no titubearon demasiado y comenzaron con su ronda de entrevistas. Mientras tanto, aproveché la situación para subirme a una tarima improvisada que unos seguidores habían armado a espaldas a la Legislatura y saludar a todos los valientes que allí se encontraban.
—Queridos amigos, clones y defensores de los mismos, sean todos muy bienvenidos. Es el momento de hacernos escuchar, de reventar los ventanales del Congreso con nuestros gritos, de sacudir los sillones del poder y reacomodar las ideas de quienes los ocupan. Este lugar debe de teñirse de plateado y rojo, símbolos de la paz, la igualdad y la justicia, nadie debe perturbar nuestros derechos ni interponerse en nuestros intentos por conquistarlos. Estamos aquí reunidos por una causa justa, y nadie va a detener a esta ola...
De pronto, una bala atravesó la hoja de la que yo había estado leyendo, al tiempo que muchas otras causaban innumerables bajas en el público. Pese a los riesgos que esto conllevaba, me volteé hacia las puertas del Congreso, temiendo a que la policía hubiera iniciado un proceso de desalojamiento a la fuerza. No obstante, descubrí que estaba equivocada.
Enseguida, mi sistema localizó al foco emisor de aquel ataque. Desde la ventana de un edificio que hacía sombra al Congreso, un francotirador jugaba a causar bajas civiles, convirtiendo aquello en un verdadero espectáculo rojo al que los medios referirían luego como el Miércoles Rojo. La policía no tardó en responder, mas el atacante desapareció tan pronto como pudo, al tiempo que una lluvia de plomo azotaba a toda la edificación, destruyendo departamentos y provocando la muerte de vidas inocentes. El jefe de policía dio la orden de alto y, tan prudente como era, envió a sus mejores agentes a buscar al asesino, a la vez que se arrepentía por haber tardado tanto en detener a sus subordinados.
Los estragos causados por la policía sólo constituían un treinta por ciento de las mil setecientas vidas que el ataque se llevó. Muchos de los sobrevivientes murieron a los pocos días, mientras que quienes se habían apresurado por salir acabaron aplastados por Correcaminos más veloces que ellos. Todos los presentes estábamos estupefactos y todos mis amigos se volvieron hacia mí para preguntarme qué era lo que debíamos hacer.
—Levanten a la gente de aquí y ayúdenme a identificarlos. Es lo menos que puedo hacer por ellos —les ordené, entre lágrimas.
Cuando recogía los cadáveres mis músculos se tensaban más por el remordimiento que por la propia carga. Mi cuerpo acabó ensangrentado de pies a cabeza, mas aquello ya no me importó. Lo único que deseaba era vengar la muerte de aquellos mártires que dieron su vida por mi causa. Además, mi sistema había realizado una excelente captura del rostro del asesino, por lo que devolverle el favor no me sería tan difícil.
Aún no podía comprender cómo David había sido capaz de hacer algo que yo nunca hubiera imaginado que él aprobaría. Pero la realidad me inclinaba a reconocer, que de los dos, la única errada era yo.
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