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3

Hagamos una pausa y volvamos el reloj un par de días antes, más específicamente, volvamos al viernes.

Caleb había pasado una muy mala noche pensando, una y otra vez, en su conversación con Nathaniel y lo que éste le había dicho con la mayor de todas las malicias.

Él sabía que era mala idea seguir su consejo, caer de nuevo en su juego, en su experimento "amoritivo", pero él tenía toda la razón.

A estas alturas el riesgo era, en verdad, ninguno: ya todos sabían lo que tenían que saber, ya todos estaban al tanto de lo que habían estado ocultando el príncipe y él. Ya solo quedaba darle una conclusión al juego previo y empezar el partido de grandes ligas.

–¿Y si me rechaza? –preguntó Caleb al aire deambulando a ciegas, de un lado a otro, oculto dentro del, todavía vacío, salón de clase.

–¿Y si no? –contra pregunta la idea vistiendo, de nuevo, el rostro y la voz de Nathaniel; –¿Lo vas a dejar ir por una simple y cobarde falta de confianza? ¡Vamos, amigo mío! ¡Puedes hacerlo mejor!

Estaba nervioso.

Las directas palabras de aquel Nathaniel imaginario eran, como siempre, un balazo justo en el corazón, un disparo que le mataba toda capacidad de razonamiento y toda necesidad de retractarse. Dos pájaros de un tiro.

Escucharlo era, por dar un ejemplo, como saltar en bungie, pero sin bungie. ¿Se entiende?

La idea sabía cómo y cuándo abrir la compuerta del avión en movimiento y empujarlo sin paracaídas para, luego, verlo caer en picada y sin frenos.

Y justo eso había empezado a maquinar aquella idea, aquel maléfico Nathaniel imaginario que solo está en su cabeza y que, en las peores situaciones, viene a hacer de las suyas solo para atormentarlo.

Pero él insistía en que la cosa, o el efecto de la cosa, la fulana idea, tenía ese rostro simplemente porque quería culparlo a él y solo a él de su estado emocional.

Aquel imaginario debería ser él mismo.

Aquella voz debería ser la suya.

Aquella figura que surgía de su tan insistente y malintencionada imaginación debería ser un reflejo de sí mismo y no una burda copia de su mejor amigo.

–Entonces ¿lo harás? –le pregunta el falso Nathaniel, sonriéndole mientras lo guía hasta la puerta; –¿Conquistaremos ese frágil imperio?

–Definitivamente –respondió Caleb con una sonrisa más calmada y la mirada menos intranquila.

–¡Eso quería escuchar!¡Será mejor que...!

–Pero lo haré a mi manera –dijo súbitamente interrumpiendo al invasivo fantasma; –Así que te aconsejo sentarte a mirar nada más. Éste no es asunto tuyo.

Y salió por la puerta a manera de teatro, sabiendo que el fantasma no se quedaría ahí, pero esperaba que el mensaje fuese recibido, no solo por la idea, sino también por él mismo y así librarse, de cierta manera, de un peso terciario que llevaba sobre los hombros desde hace rato.

Entonces se enfrentaría al mundo real una vez más e intentaría mantener sus propias palabras, siempre, al margen de sus labios: "lo haré a mi manera".

Porque pretendía hacerlo de esa forma que todavía no sabía cuál debía ser, pero se envalentonaba lo suficiente simplemente al desviar la mirada hacia el lado opuesto del patio y toparse con la sonrisa del príncipe, con sus gestos y con ecos residuales de su melódica voz.

La cara de enamorado no se la quitaría ni el agua fría, o al menos eso pensó Nathaniel al verlo tan increíblemente distinto aquella mañana: más animado, más despreocupado, dispuesto, inclusive, a debatirse a golpes con el patán del otro curso que, una vez más, lo llamaba maricón.

–¿Quieres aprovechar que estoy de buen humor? –le preguntó Caleb esbozando una sonrisa mientras extendía los brazos a modo de réplica; –Porque el día está como para partirte la puta cara de una jodida vez, Lawrence. ¡Y no sabes las ganas que tengo!

La reacción tan serena pero engañosa de Caleb lo confundió de tal manera que prefirió disculparse y dejarlo en paz el resto del día.

Nathaniel soltó una de esas carcajadas estruendosas que solo él sabe generar con esa voz de demente que tiene. A Caleb le hizo también bastante gracia, no solo la reacción de Lawrence luego de ser intimidado, sino también la extraña risa de su mejor amigo.

Jeremy no pudo evitar volver la mirada hacia ellos que no dejaban de hacer escándalo a tan tempranas horas de la mañana y se estremeció de golpe.

¿Qué tenía de distinto Caleb aquella mañana?

¿Acaso se había hecho algo en el cabello?

¿Por qué era tan distinto aquel bullicioso rufián al muchacho que se le presentó a hurtadillas en casa la semana pasada?

De nuevo se estremeció: un recuerdo que no debía recordar, una imagen que debía seguir forzando a vivir en un olvido reglamentario. Su rostro se tintó de tantos rojos como girasoles tiene a sus espaldas y la corte no pudo no reírse a todo pulmón de aquel suceso.

El amor volvía a escaparse de él sin su consentimiento y sus amigos volvían a ser testigos del verdadero poder que tiene Jeremy apostado en su desmesurada y frágil belleza.

Y las chicas suspiran ante su expresión de vergüenza, así como los chicos disimulan no sentirse incómodos con el suceso.

–¿Qué ocurrió, príncipe? –preguntó Louis rebotando su balón de básquet; –¿Acaso no lo habías visto?

–Lo ha ignorado tanto que, seguramente, ni se acordaba de él –dijo Hera volviendo la mirada hacia Caleb; –Pero hoy está jodidamente radiante ¿Se hizo algo?

–Y yo creyendo que eran cosas mías –añadió Tamara imitando a Hera; –Está precioso. Claro, no más que Jeremy, pero... ¡Ay, ustedes me entienden!

Lucien se mantuvo en silencio todo el rato. Ni bien la sombra de Gabriel apareció de entre un pequeño grupo de recién llegados, Lucien desapareció y no fue visto hasta después del sonido de la campana.

Tamara y Hera, entre risas, no dejaban de insistir en que aquel par terminarían siendo algo en menos de una semana, así como Samuel, Louis y Ralphie apostaban por un rechazo irreversible.

Jeremy guardaba silencio esperando lo olvidaran, a él y a su enrojecida existencia, cosa que no sucedió.

–¿Y lo de ustedes para cuándo? –preguntó Samuel con tono un tanto serio.

Tamara lo llamó entrometido.

–¿Lo de nosotros? ¿Qué cosas dices, Sam? –disparó Jeremy a modo de evasiva. Los demás rieron.

–¡Por favor, Jeremy! No me obligues a...

–¡No, no, no! –reaccionó instintivamente poniéndose de pie. Su rostro estaba más y más enrojecido.

–¡Entonces no trates de hacerte el tonto! –refunfuñó Samuel apartando la mirada. Caleb, casualmente, la volvía hacia él; –Se nota que lo suyo va enserio. ¿Qué ocurre entonces?

La corte se le quedó mirando mientras guardaban silencio. Las palabras de Samuel pesaban. La verdad que él podía modelar con su voz era, sin duda, anestésica y, para bien o para mal, directa, muy directa.

Jeremy no pudo mirar a otro lado. Solo alcanzó a buscar, nuevamente, la figura increíblemente radiante de Caleb Murphy que, de a poco, había conseguido hacerse con parte de su, antes, destruida gloria.

Bajó la mirada y sacó del bolsillo del pantalón aquel diminuto girasol que le había dado previo al primer beso. Lo acariciaría una vez más, tal y como lo venía haciendo desde que lo recibió de manos del muchacho de cabellos nocturnos, el de mirada oceánica.

–¿Por qué, Jeremy? –preguntó Hera con cierta vergüenza; –¿Por qué todavía le dices que no?

–Me encanta, lo admito –dice con la mirada todavía fija sobre la diminuta flor.

–¿Pero? –pregunta Tamara intentando sacarle las palabras de la boca.

–¡No lo sé! –responde llevándose las manos a la cara; –¡Me asusta el hecho de tener algo con otro tipo! ¡No lo asimilo! ¡No sé qué hacer!

–Pues, podrías dejar de pensar en tonterías y decirle que sí, que sí. ¡Que sí! –replica Samuel despeinándolo con enérgico frenesí.

Así la mañana se desvanecería a velocidad de crucero. Las clases volarían, también, a la velocidad del sonido y las jóvenes almas, inquietas y siempre enérgicas revolotearían con sonrisas en el rostro encaminándose a disfrutar un nuevo fin de semana, excepto la corte.

Ellos permanecieron anclados a la banca de Caleb, en compañía de Nathaniel, mientras él y Jeremy, bajo el viejo árbol, parecían estar, simplemente, mirándose en silencio.

Nathaniel, con solo verlos, se impacientaba en desmedida y no paraba de decir que los tarados y el tiempo parecen no llevarse del todo bien porque los tarados, siempre, hacen las cosas a una velocidad casi atemporal.

–¿Crees que esta vez le dirá que sí? –le preguntó a Samuel intentando obtener información adicional. Samuel intentó no reírse en su cara.

–A esos dos hay que empujarlos al centro de una pista de baile otra vez –dijo volviendo la mirada hacia ellos una vez más; –Solo así harán lo correcto por cosa de presión y obligación.

Y Nathaniel aplaudió aquella manera de explicar algo que él había estado viendo desde que sembró las semillas que sembró, desde que regó las flores que de ellas crecieron para, luego, tenerlas ante sus ojos, todavía esperando que terminen de florecer.

Porque el amor suele palidecer, a veces, ante sus propias y absurdas intenciones. Como cuando te quedas sin palabras a la sombra de un beso negado, aun cuando los labios, tan cercanos, se buscaron mutuamente y no conciliaron una decisión final ante el otro.

Así, tal cual, vislumbró Nathaniel a Caleb y aJeremy. Así, en la espera, los contemplaba porque, todavía, no se atrevían apresionar el único botón que tenía una luz parpadeando, un botón que decía, únicamente, el nombre del otro.

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