9
Salió del mercado con la cesta medio vacía, apretando el asa con más fuerza de la necesaria, como si así pudiera amortiguar las miradas que sentía clavadas en su espalda. Los murmullos la habían acompañado durante toda la jornada, serpenteando a su alrededor como un eco malicioso. Algunos escondían risas burlonas tras sus manos, mientras otros, más directos, le preguntaban sin pudor por la boda con el señor Thurnston. Las palabras se clavaban como pequeñas agujas, cada una abriendo una herida que intentaba ignorar.
Adeline mantenía la cabeza en alto, pero sus pasos eran pesados, como si a cada zancada se hundiera más en un lodazal invisible que la alejaba de la vida que un día conoció. Todo lo que había sido su mundo ahora parecía teñido de desconfianza y juicio. El aire era denso, cargado de un peso que no podía sacudirse.
Al girar una esquina, decidió tomar un atajo. Necesitaba escapar, aunque fuera por un momento, de las miradas inquisitivas y las lenguas afiladas. Las callejuelas estrechas prometían un breve respiro, un refugio lejos de los ojos curiosos. Sin embargo, el alivio fue efímero. Pronto notó que unos pasos resonaban detrás de ella, firmes y constantes. Su respiración se aceleró al compás de su creciente incomodidad.
No quiso mirar atrás. No quería enfrentarse a otra conversación, a otro rostro que se deleitara en su desasosiego. Pero cuanto más avanzaba por aquella callejuela angosta, más cerca sentía esos pasos. Ahora ya no eran solo una molestia; eran una amenaza.
Antes de que pudiera reaccionar, una mano se aferró a su brazo con una fuerza que la obligó a detenerse. El impacto la empujó contra la pared áspera, el frío de la piedra helándole la espalda.
—¡Señor Hardtridge! ¡Suélteme! —exclamó Adeline, intentando recuperar el control de su voz, que temblaba con cada palabra.
Frente a ella, Hardtridge esbozó una sonrisa que no contenía amabilidad alguna, sino algo más oscuro, algo que le heló la sangre. Estaba demasiado cerca, su aliento cálido y agrio impregnando el aire entre ambos.
—Os estaba buscando —dijo con un tono que simulaba familiaridad, aunque su mirada destilaba algo inquietante. Era como si hubiera estado esperando ese momento, alimentándose de su vulnerabilidad.
—¿Qué demonios quiere? —replicó ella, luchando por mantener su voz firme mientras intentaba liberar su brazo de su agarre. Pero su fuerza era implacable, y la presión de sus dedos comenzaba a doler.
— No seáis tan altiva— pronunció cerca de su oído, sujetándola con tal fuerza por la cintura que le arrancó un jadeo de dolor.— ¿Creéis que el monstruo de vuestro prometido vendrá a salvaros ahora? Todos sabemos lo que sois. Sólo una pobre campesina desesperada, capaz de vender su alma por un mendrugo de pan.
— ¡No me toquéis!— replicó con voz temblorosa, intentando apartarle. Pero él la arrinconó aún mas, aplastándola contra la pared, mientras sus manos subían hasta sus pechos.
— ¿Por qué os resistis? Si sois tan buena para entregaros a él, también podéis entregaros a mi. Me lo debéis. — susurró con una sonrisa áspera mientras levantaba su falda.
— ¡Dejadme en paz! — intentó alzar la voz, pero esta quedó atrapada en su garganta y apenas consiguió soltar un susurro ahogado.
— Se te da muy mal hacerte la difícil, cuando todos sabemos lo comprometida que está tu honra.
Sin aliento, lucho por liberarse, pero solo consiguió acentuar más su agarre, aplastándola aun más.
— Esto es lo que quieres ¿Verdad? Y no se te ocurra gritar. — Con fuerza, presionó sus caderas contra las de ella.
— ¡Para, por favor! — rogó con las lágrimas resbalando por sus mejillas. Pero Hardtridge agarró con una fuerza desmedida su barbilla y la obligó a besarle. Su lengua exploró con furia su boca, y con la misma rapidez apartó su cara. Miró hacia abajo, hacia el cinto que parecía negarse a ser desabrochado.
— ¡Apartaos de ella! — La orden llegó por detrás de su espalda. La voz era baja, pero peligrosa como un animal al acecho.
Jeremiah caminó hacia ellos con una expresión que congelaría la sangre de cualquiera. Sus ojos, habían dejado de ser ámbar; ahora eran de un rojo intenso, que se oscurecía a cada paso que daba hacia ellos.
Hardtridge retrocedió un paso, aunque seguía sujetando a Adeline.
— No debería meterse en esto, Señor Thurnston. Ella misma me estaba rogando que lo hiciera. Si no, ¿por qué habría de arrastrarme a este callejón donde nadie pudiera vernos?
Al escuchar eso, Jeremiah lo sujetó por el cuello en un solo movimiento y lo levantó del suelo como si no pesara nada. Hardtridge intentó forcejear, pero la presión contra su garganta era inhumana.
—Os advertí que no os cruzarais en su camino.— gruño Jeremiah,
a pocos centímetros del rostro de Hardtridge que comenzaba a ponerse rojo por la falta de oxígeno.
La gente curiosa comenzó a amontonarse en el callejón alarmada por los gritos
Los ojos de Jeremiah eran ahora de un rojo puro como las llamas incandescentes y las venas de su cuello se hincharon, tensándose con una furia contenida.
— ¡Jeremiah, por favor!—exclamó Adeline con lágrimas en los ojos. — Por favor, para. No merece la pena.— pidió acercándose a él, tocándole el brazo con la mano temblorosa.
Por un momento, Jeremiah no reaccionó. Sus ojos seguían clavados en Hardtridge, que poco a poco parecía perder la conciencia. Pero al sentir la calidez de la mano de Adeline su expresión cambió ligeramente. Sus ojos vacilaron, y con un gruñido de frustración, soltó a Hardtridge que cayó al suelo con un ruido sordo.
Hardtridge se retorció en el suelo, jadeando y tosiendo mientras retrocedía a rastras.
—No quiero volver a veros cerca de ella —advirtió Jeremiah con voz fría—. Si os atrevéis siquiera a mirarla, os juro que no podréis huir.
Para entonces, una multitud ya se había congregado en la entrada del callejón, susurrando con inquietud mientras trataban de descifrar la escena. Desde su posición, lo único que podían ver era a Hardtridge en el suelo, a Jeremiah erguido como una sombra amenazante con los ojos aún destellando furia, y a Adeline, visiblemente alterada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó una mujer, asomándose para intentar encontrar un hueco entre los curiosos.
—¡Es Thurnston! —exclamó alguien más, con un evidente temblor en la voz—. Ha intentado matar al señor Hardtridge.
—Si no le llega a parar Adeline, no sé qué habría pasado —dijo otro, sin molestarse en bajar la voz—. Ese hombre no ha traído más que problemas desde que llegó.
Los murmullos crecieron rápidamente, y el relato comenzó a deformarse como una bola de nieve. Nadie parecía recordar o haber visto el ataque inicial de Hardtridge a Adeline. Todo lo que importaba era que el "monstruo" Thurnston había desatado su furia.
—¡Es un animal! ¡No debería estar aquí! —gritó alguien, seguido por un coro de asentimientos.
Hardtridge, aún en el suelo, empezó a levantarse con dificultad. Se llevó una mano al cuello, fingiendo que apenas podía respirar, lo que solo alimentó más el rechazo hacia Jeremiah.
—Seguro que ha sido por celos. Adeline ya estaba comprometida con Hardtridge antes de que apareciera ese tal Thurnston —comentó un hombre con tono de suficiencia.
—Siempre lo supe —añadió una mujer desde la parte trasera de la multitud—. Esa muerta de hambre no es más que una cazafortunas. Primero con Hardtridge y ahora con ese... demonio. No tiene escrúpulos.
—¿Y quién puede culparla? —murmuró otra mujer con una risa ácida—. Thurnston, además de ser más apuesto, tiene más dinero.
La multitud reaccionó con risitas nerviosas, pero la tensión no disminuyó.
—Hardtridge será un bruto, pero al menos es un hombre decente —dijo una anciana con voz grave—. Nadie en su sano juicio se casaría con alguien como Thurnston. Ese hombre está maldito.
—Dicen que mató a su propia madre desde el vientre —murmuró otra voz, cargada de superstición—. ¿Qué no hará con ella?
—¡Pobre muchacha! —suspiró una mujer, llevándose las manos al pecho—. Si fuera yo, me alejaría de él antes de que sea demasiado tarde.
Adeline, paralizada por el torrente de acusaciones y murmullos, sintió que su garganta se cerraba. Buscó con la mirada algún rostro amable, alguien que no la juzgara, pero no encontró a nadie. Solo vio desprecio, sospecha y condena.
Jeremiah, que hasta entonces había permanecido inmóvil, se acercó a ella. Sus ojos, antes llenos de furia, ahora parecían apagarse, volviendo a un ámbar sombrío. Bajó la mirada un momento, como si estuviera culpándose a sí mismo por todo lo que acababa de ocurrir.
—Adeline —dijo con un tono bajo, firme, pero cargado de peso—. Permitidme llevaros a casa.
Ella negó con la cabeza, tratando de mantener una dignidad que sentía resquebrajarse.
—No es necesario. Estoy bien —murmuró, aunque las lágrimas seguían cayendo y sus piernas temblaban.
Jeremiah no insistió. En cambio, se volvió hacia la multitud, cuyos murmullos cesaron al instante al sentir su mirada. No necesitó decir nada; su mera presencia, cargada de autoridad, hizo retroceder a varios pasos a los más cercanos.
—Traed el carruaje —ordenó con voz clara, sin apartar los ojos de los aldeanos.
Un cochero, que había estado esperando al borde del mercado, se apresuró a cumplir su orden. Jeremiah volvió a mirar a Adeline, su expresión endurecida nuevamente.
—No caminaréis sola hasta casa.
Adeline vaciló, pero entendió que no tenía opción. Subió al carruaje en silencio, sintiendo las miradas de todos los presentes clavadas en su espalda.
Cuando el carruaje comenzó a avanzar, ella miró hacia atrás. Jeremiah seguía allí, inmóvil, de pie frente a la multitud que continuaba murmurando y señalándolo con desprecio. A pesar de ello, él permanecía impasible, como si cargara ese odio sobre sus hombros con resignación.
La imagen de Jeremiah, solo frente a un mar de hostilidad, quedó grabada en su mente mientras el carruaje la alejaba lentamente del mercado
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