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Capítulo 22 - A la única persona que nunca superarás es a la que no se rinde

Blaime

Se me escapa una sonrisa mientras camino por el pasillo hacia el exterior, con esta sensación en el cuerpo más potente que cualquier droga, corre por mis venas como una corriente eléctrica sin control. El corazón a mil por hora y un hormigueo en la piel. Porque rozar esos labios es tocar el cielo.

No sé qué me pasa... Por qué no soy capaz de dejar de pensar en ella día y noche, por qué ya no puedo mirarla sin que se me acelere el pulso cuando la tengo cerca, ni que se me erice la piel y mi cuerpo se encienda cada vez que me toca, aunque sólo sea un examen médico. Hasta me siento afortunado de que me hayan herido si es ella quien cura mis heridas...

Es entonces cuando me doy cuenta: estoy sonriendo, por ella... Yo, que me creía inmune a estas sensaciones, a que nadie me pudiera vencer así, haciéndome claudicar con una sonrisa en la cara y sin rechistar.

Solo espero no cruzarme con nadie en estos momentos porque la cara de estúpido que tengo ahora debe ser digna de enmarcar. Y es que ahora que lo pienso, ya no recordaba cuándo fue la última vez que sonreí así por una mujer. Hacía mucho que no sentía nada parecido, es más, creí que no volvería a pasar, que después de todo, había aprendido a dejar las emociones a un lado para funcionar como una máquina, porque para eso me entrenaron.

Pero me equivocaba... Sin duda me equivocaba. Cómo no sonreír por ella si es pura magia, es fantasía, es como un ángel, es la capacidad de superación hecha persona, la humildad, la ternura, el valor, y todas las buenas cualidades que pueda tener un ser humano se reúnen en ella.

Y aunque a veces los miedos y los fantasmas de este infierno la quieran apagar, se las apaña siempre para seguir brillando con su propia luz, capaz de iluminar hasta el rincón más oscuro de la tierra. La prueba de todo ello es Hate, porque si hoy está aquí conmigo, es sin lugar a duda gracias a ella. Yo que no creía en los milagros, presencié uno... Ella es mi fe restaurada en la humanidad. ¿Cómo lo has logrado Sheyla, cómo has conseguido traspasar mi chaleco antibalas y clavárteme justo en el corazón? ¿Cómo lo haces? He de admitirlo... Me vas ganando... Y en la guerra, que es mi terreno...

Pero por muy bonito que sea todo esto, ya va siendo hora de aterrizar para centrarme en mis funciones y buscar a quien me pueda informar de cómo van las maniobras en los límites de la zona desmilitarizada. Porque las hostilidades no cesan ahí fuera y por eso sucedió lo del hospital. El hecho de no haberle podido sacar una confesión completa a ese bastardo me carcome. Ahora más que nunca debo tener los ojos bien abiertos porque ya tengo la certeza de que hay asesinos entre los habitantes de este pueblo esperando el momento de actuar. Y a decir verdad, pasarme el día medio anestesiado en lugar de estar patrullando, me desespera.

Tengo que averiguar cómo va este tema, si sigue en un punto muerto o por el contrario ha habido algún avance en el proceso de paz, porque si no se consigue afianzar un gobierno de coalición entre ambas etnias, y la situación no se estabiliza en un plazo razonable, seguirá corriendo la sangre. Es más, de no cerrarse ahora esta brecha, es posible que el escenario que se nos presente en un futuro no muy lejano sea aún peor del que ya tenemos, porque se están dando todas las condiciones para que se desate una verdadera catástrofe: dos bandos enfrentados, un gobierno dictatorial que se resiste a ceder a la presión internacional para cumplir con un acuerdo de paz que termine con las hostilidades, un odio arraigado durante décadas instaurado entre la población...

Ojalá me equivoque y esta percepción que tengo tan solo responda a que soy pesimista y siempre me sitúo en el peor de los escenarios. Pero desde luego, la historia me da la razón. Estambul, Ucrania, Camboya... En todos esos lugares hubo un denominador común: el odio. Y en todos ellos se cobraron miles de víctimas. Es por eso que debemos contenerlo ahora que aún estamos a tiempo. O eso quiero creer, que estamos a tiempo...

Salgo al exterior con la intención de buscar a Jerome para que me informe, porque seguro que él sí ha ido a patrullar, podrá decirme algo sobre ese tema. Necesito estar preparado. Pero el cabrón parece tener mejores planes que contarme cómo van las maniobras. Lo veo salir de la cantina charlando animadamente con una chica del pueblo, supongo que la misma de la que me habló aquella noche de confesiones en la loma con la botella de whisky escocés, cuando me soltó aquello de formar una familia y lo de las seis vacas que tiene en Senegal. Me pregunto si habrá reunido ya las 4 que supuestamente le faltaban para ofrecerlas a la familia de su futura mujer. En cualquier caso, parece feliz junto a esa chica, y me alegro por él, es un gran hombre que se merece todo lo bueno que le pase. Solo espero que tenga más sentido común del que tuve yo.

Lo veo alejarse, paseando por los caminos del pueblo despreocupadamente junto a esa chica, charlando y riendo como dos colegiales enamorados. Y por un instante, hasta siento cierta envidia al presenciar el momento tan especial que están viviendo. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo con esa tranquilidad. Pero me temo que para mi las cosas no son tan sencillas y menos aquí...

Con esa estúpida idea en la cabeza, decido ir en busca de Tesfaye o a Sacraine por si ellos supieran algo del tema de la demarcación, de las negociaciones o de si ha habido algún incidente que deba conocer. Pero cuando estoy a punto de dirigirme hacia el cuartel y buscar a alguien que pueda informarme de cómo ha ido la jornada fuera de estos lindes, una voz me detiene.

—Sargento Sanders— Y de golpe, la realidad: Al girarme me encuentro a Madeleine, sentada sobre un banco de madera situado en el patio lateral del hospital, con el pelo suelto, una camisa blanca impoluta y fumándose un cigarro con la elegancia que solo una dama inglesa es capaz de emanar. Me observa desde su posición esperando a que responda a sus palabras. Joder, tenía que ser ella, justo ahora... Valoro la posibilidad de intentar una evasiva, hacer como que no la he oído y seguir con mi plan, pero enseguida descarto la idea porque sería demasiado evidente, ya ha visto que reaccioné a su llamada. No me queda más remedio que responder. Nunca fue mi estilo huir como una rata y no voy a empezar ahora.

—Todavía soy cabo mayor— Replico corrigiendo sus palabras a medida que me acerco, mientras ella suelta una bocanada de humo, indiferente a mi comentario.

—Es cuestión de tiempo— Objeta con aire misterioso. Su mirada felina me contempla como el complemento perfecto de una sonrisa enigmática. Y es que cuando me mira de esa forma tengo la impresión de que sabe algo que yo no sé. Porque siempre va dos pasos por delante de mí, factor que me desconcierta. No me gusta la falta de información ni los acertijos indescifrables, prefiero las certezas. Pero sé que aunque intente indagar, no me dirá nada. Ya lo he intentado antes con el mismo resultado siempre. Nada. Nunca dice nada, tiene la maravillosa habilidad de retorcer el lenguaje hasta tal punto que al final, me quedo como estaba. Le encanta hacerse la interesante, jugar con la ventaja táctica, como si conociera de antemano lo que va a pasar, haciendo gala de su privilegiada posición al estar casada con un diplomático, del que me figuro, saca la información. Si es que la tiene, si no es simplemente un juego suyo. Pero desde luego, si esto fuera la Alemania nazi, ella sería la mejor de las espías, sin duda. Y una cosa he de admitir, el halo de misterio que la rodea la hace aún más irresistible.

Siendo consciente de que, aunque trate de averiguar si sabe algo sobre mi ascenso, acabaré en el mismo punto en el que me encuentro ahora, opto por sacar un tema de conversación más mundano en lugar de frustrarme intentando averiguar una información que no me va a proporcionar.

—¿Qué haces aquí?— Inquiero neutral, por cortesía, pero en realidad lo que haga aquí es algo que poco me importa. Se apoya en la pared que tiene detrás, dándole una profunda calada al cigarro que sostiene con una mano, mientras con la otra sujeta un objeto que no llego a ver desde mi posición.

—Respirar...— Suspira melancólica, exhalando otra bocanada de humo que sale de sus labios de forma sinuosa.

—¿Un mal día?— Suelta una carcajada fingida antes de volver a clavar esa felina mirada en mí para replicar. No sé para qué pregunto...

—Un día fatídico...— Se lamenta con aire derrotado, la mirada perdida, una sonrisa apagada en los labios. A juzgar por la expresión de su rostro y por cómo se expresa, no hace falta ser un genio para deducir que ha tenido un día de mierda. Tratando de ser amable, me atrevo a preguntar.

—¿Qué ocurre?— Me lo puedo figurar, algún paciente fallecido, complicaciones en el quirófano, ese tipo de cosas que al final del día hacen que quieras ocultarte en un agujero... Pero por si se tratara de otro tipo de cuestiones, prefiero que sea ella la que me lo confirme. Se toma su tiempo antes de contestar.

—Hoy he perdido a tres pacientes... Tres...— Otra calada al cigarro. Otra bocanada de humo al aire antes de continuar— Yo hago todo lo que puedo, pero el de arriba— Señala al cielo con la mano con la que sujeta el cigarro —Se empeña en llevárselos...— Definitivamente hoy ha tenido un día de mierda. Trato de dar consuelo a sus lamentos aunque esa no sea mi mejor habilidad.

—El destino de otros no siempre está en nuestras manos, ya lo sabes... Pero hay que seguir en la lucha, así es nuestro trabajo...— Alego. Y me queda hasta poético. Pero si algo es cierto es que no todo depende de nosotros en esta vida. Este tipo de misiones te demuestran que tienes que estar preparado para la derrota, y que si al final del día ganas, es porque, además de hacer tu trabajo bien, la suerte ha estado de tu lado, nada más. Mi respuesta no parece reconfortarla en absoluto, ya que me dedica una sonrisa benévola antes de replicar con sarcasmo.

—Tú siempre tan pragmático...— Deja escapar otro suspiro, apura las últimas caladas del cigarro y lo lanza al suelo para ponerse en pie y solicitar —¿Nos vamos de aquí?— No espera respuesta, me toma de la muñeca y empieza andar. Es entonces cuando veo mi oportunidad de escabullirme para ir en busca de la información que necesito.

—Tengo que ir al cuartel a— No me deja seguir hablando. Poniendo su dedo índice en mis labios me hace callar.

—El mundo no se va a desmoronar porque te ausentes un rato, sargento Sanders. Ven— ¿Acaso tengo otra opción?

Dirige nuestros pasos lejos del hospital por un sendero hacia el corazón de la selva. Ella va delante, sabiendo hacia dónde me guía, yo me limito a seguirla, en medio de la oscuridad. Apenas puedo ver por donde piso, menos mal que lo primero que hicimos al llegar aquí fue asegurarnos de que la zona era libre de artefactos explosivos, porque si no esto sería como jugar a la ruleta rusa. Pero eso poco parece preocuparle a Madeleine, una apasionada del riesgo, lo oscuro y lo prohibido.

Mientras caminamos, trata de mantener una conversación que apenas me molesto en atender, porque estoy más preocupado en permanecer alerta que en escuchar lo que diga ella.

—¿Qué es de ti? Creo que desde el incidente no te he vuelto a ver, ¿has estado de guardia?— Indaga. Y con lo del incidente me figuro que se referirá al asalto al hospital. Tengo que hacer un esfuerzo para recordar que estuvo allí, que incluso me habló, pero en aquel momento tenía la adrenalina tan disparada que ni siquiera puedo recordar quienes fueron los compañeros que respondieron a mi llamada de auxilio. Los únicos recuerdos claros que conservo de ese momento son los de sentir el cuerpo de Sheyla sobre el mío mientras a nuestro alrededor llovían casquillos del calibre 5,56, para después verla entre los brazos de ese maldito médico francés, el imbécil de Dumont. Condenado engreído. De no haber llorado Hate aquella noche cuando Sheyla me estaba examinando, le hubiera partido la cara con gusto. Estoy tan obcecado en esa idea, que hasta ignoro la pregunta que me acaba de hacer Madeline, a la que no se le pasa desapercibido mi silencio —¿Hola...?— Pasa su mano por delante de mis ojos provocando un parpadeo —¿Estás aquí?

—Si si...— Respondo en un acto reflejo. Pero lo cierto es que no. Hasta hace un segundo no estaba aquí, en mitad de la selva con ella, estaba dedicando toda mi energía en odiar a ese maldito imbécil. La carcajada de Madeleine suena a mi lado, apartándome de esos pensamientos.

—No, no estabas, tu mente siempre está en otra parte...— Replica con sarcasmo, igual que una esposa insatisfecha reclamando más atención. Esto ya me lo conozco, que si nunca estás, que si estás ausente... Y es verdad, hoy más que nunca, no estoy... Detiene su avance en un claro de la selva donde la tenue luz de la luna me permite ver lo que tengo a mi alrededor, mientras ella continúa con su diatriba —Si no es en Montreal es en Kigali y si no... Solo tú lo sabes...

Finaliza el sermón acercándose a mí, hasta pegar su cuerpo contra el mío para rodear mi cuello con sus manos, y es entonces cuando descubro qué es el objeto que llevaba en la mano todo este tiempo: una botella de whisky de la misma marca que la que le dio a Jerome cuando volvió de Tanzania. Inconscientemente, sitúo mis manos sobre sus caderas a la vez que intento dar respuesta a esa regañina disfrazada de sátira, mientras me contempla como solo ella sabe hacer, con una sensual mirada ante la que cualquier hombre sucumbiría sin objetar.

—No es verdad, estoy aquí...— Murmuro en un lamentable intento por demostrarle que tiene toda mi atención, que solo tengo ojos para ella. Pero lo cierto es que no es así... Hoy no. Hoy mis pensamientos están en otra parte, con otra persona...

Una sonrisa torcida se dibuja en sus voluptuosos labios antes de darle un trago a la botella de whisky que sujeta con una mano mientras la otra permanece posada sobre mi nuca. Y cuando considera que ha bebido lo suficiente, me la ofrece.

—¿Quieres?— Claro que quiero. No lo dudo ni un segundo, tomo la botella y le doy un generoso trago que baja calentando mi garganta como brasas, deseando que el alcohol haga su efecto lo más rápido posible y amortigüe los pensamientos que en este momento golpean mi cabeza como un martillo neumático. Porque me figuro que no me ha traído hasta aquí únicamente para hablar de lo mal que le ha ido el día. Conociéndola querrá algo más para lograr acallar esas voces que retumban en su cabeza, sensación que solo conocemos los que cada día luchamos por salvar vidas y que fracasamos en el intento...

Pero no sé si hoy podré, si responderé como espera. Tan solo sé que cada vez estoy más atrapado en este cuestionable pacto de beneficio mutuo, algo que hasta no hace mucho me resultaba excitante y hasta divertido. Sexo sin sentimientos, sin formalismos. Dos adultos con las cosas claras y ganas de desahogarse. Ella sabe que por mi parte no hay amor, yo sé que ella pertenece a otro por ley, que hace esto por despecho, en respuesta a la promiscuidad de su marido y como forma de demostrarse a sí misma que todavía puede excitar a un hombre. Y joder que sí, doy fe de que puede. Ella mejor que nadie sabe cómo hacerme enloquecer de placer a unos niveles que no había conocido antes. Supongo que la experiencia es un grado, la materia la domina... Pero como en todo acuerdo tácito hay fisuras, lagunas, cabos sueltos que no contemplan la posibilidad de que las circunstancias cambien para una de las partes, y condiciones. Condiciones que hasta hoy no me parecían tan difíciles de cumplir. Porque ha cambiado el escenario, las circunstancias... He cambiado yo.

Y mientras yo le doy vueltas a todo esto, ella comienza con su particular juego de seducción. Siento como sus manos, ahora libres de la botella que sujeto, van descendiendo desde mis hombros hasta el límite de mi pantalón, colándose por debajo de la camiseta para acariciar la piel de mi abdomen, provocando que mis músculos se contraigan con cada caricia, mientras su boca comienza a recorrer sutilmente mi cuello con besos lentos, suaves, consiguiendo nublar mi mente y encender mi cuerpo en décimas de segundo. La condenada me conoce bien, sabe qué teclas tocar para despertar a la bestia. Incluso en los días más tediosos, cuando la tensión y el estrés se acumulan en forma de cifras espeluznantes, se las ingenia para lograr apartar toda esa tensión y que nada importe, que solo cuente el darnos placer. La idea de que en cualquier momento podamos morir hace que queramos disfrutar de la vida de una forma más intensa.

Para cuando llega a mi clavícula yo ya he perdido el norte, mi respiración se descontrola, y la presión en mi pantalón me indica que ahora habla mi cuerpo. Me ciega la excitación, está consiguiendo anularme, mi instinto clama a gritos claudicar, rendirse a la tentación para hacerla mía, aquí, ahora... Y no dudaría en tumbarla en el suelo, arrancarle la ropa y dar rienda suelta a mis bajos instintos de no ser porque ahora mismo en mi cabeza tan solo hay espacio para Sheyla, para su carita de ángel, para su hermosa sonrisa, para el sabor de sus labios, el olor de su pelo, el sonido de su voz...

Y sin saber cómo, vuelvo a estar entre la espada y la pared, entre la razón y el corazón, el instinto y el deber de cumplir con lo que se espera de mí, mientras las cálidas manos de Madeleine van recorriendo mi cuerpo con devoción, ajena a la lucha interna que mantengo en esta guerra de sentimientos encontrados.

Otro trago a la botella de whisky tratando de acallar mi conciencia que grita y me llama traidor, sintiendo como sus caricias van descendiendo a cotas más íntimas. Desabrocha mi pantalón, abriéndose paso entre la ropa interior hasta alcanzar lo que tanto ansía, consiguiendo provocar que por un momento me falte el aire ante el primer contacto íntimo y placentero. La excitación ya me nubla el juicio y pierdo de vista el mundo cuando comienza a mover su mano con movimientos rítmicos por la parte más sensible de mi anatomía.

—Te echaba de menos...— Susurra en mi oído con deseo, erizándome el pelo de la nuca al sentir su cálido aliento en mi piel.

—¿N-no estamos un poco lejos del pueblo?— Jadeo casi en trance, en un inútil intento por mantenerme firme, en guardia, pero lo cierto es que ya me cuesta pensar con claridad. Ahora podrían pegarme un tiro en la sien y no me quejaría porque me ciega el placer al sentir como su mano sube y baja por mi dura excitación, nublando mi mente ante su destreza.

—Mejor así, nadie podrá interrumpirnos aquí— Vuelve a susurrar en mi oído, seductora, confesando su coartada perfecta sin disminuir el ritmo de su mano, ni perder de vista cada una de mis reacciones, mirándome a los ojos con una expresión de lujuria irresistible y una sonrisa triunfante en los labios al ser consciente de que ahora tiene pleno control sobre mi. Me tiene donde quería, a punto de claudicar.

Dios... estoy al límite. Me tiemblan las piernas, me arde la piel, mi corazón a punto de estallar, y lo que no es el corazón también... Puedo oír mi propia respiración acelerada en medio de este silencio que nos rodea. Estoy a punto de rendirme...

⭐⭐⭐

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