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25. Haciendo las paces

Dedicado a: 
CourSiren -- ReiraUchihaU 
GanymedeBeta -- KaryssOliver 
Meoysees -- aleariesmushion  
Gustavo_Wiliam10 -- MarisCortes7 
DeiraKido -- Bibian1977 
Ahmose_Anx -- DiianaLove6 
nadialuz1622.



Dégel repasó las letras del mensaje. En otro momento, caminaría sobre las nubes, su ego asemejaría un globo a punto de explotar y dedicaría miradas por encima del hombro.

El adjetivo que lo definiría mejor, calzaría con jactancioso.

En contraste, alzó la mirada al frente.

Kardia dormía conectado a unas máquinas encargadas de monitorear sus signos vitales. Cualquier otra persona consideraría abrumador cada sonido en la habitación. Para Dégel, constituía la prueba absoluta de que su esposo peleaba por seguir a su lado.

La punta de la lengua repasó las líneas de su labio inferior. La comisura derecha se convirtió en una mueca desdeñosa. Sí, se burló de sí mismo, de su gran éxito en la vida.

Hoy, el adjetivo que lo describiría mejor, armonizaba con impotente.

El acuariano se desprendió de las gafas, las depositó con parsimonia sobre la superficie de la mesa y colocó las gotas lubricantes. Una por cada ojo. Apretó los párpados y desprendió el líquido excedente con un elegante pañuelo.

El espantoso bloqueo del escritor sonreía de oreja a oreja, en una réplica espantosa de un creepypasta asomado por su hombro.

Masajeó sus sienes, parpadeó comprobando el nivel de absorción ocular y acomodó los anteojos en la faz. Los empujó con el dedo índice por el arco de metal y los calzó en su tabique nasal.

Analizó el avance del capítulo por... Perdió la cuenta de las veces que releyó las tres páginas.

¡Tres miserables hojas resultaron de todo un fin de semana!

Se concentró en ellas, con la música de Mythodea atravesando su canal auditivo. Su criticón instinto hizo hincapié en la reiterada utilización de la palabra "angustia", con su absurdo despliegue de sinónimos, y el ambiente obsceno y saturado de impotencia.

Otra vez esa palabreja.

Ese no era Blue Graad describiendo la interacción entre los agentes Escorpio y Acuario, después de su primer encuentro victorioso con uno de los colectores.

Ese era él, plasmando en un lienzo sus emociones.

Se enfocó en el otro hombre en la habitación. Se puso en pie, avanzó los metros que los separaban y alargó la mano. Sus dedos de pianista acariciaron mechón por mechón de esa cabellera azulada de personalidad indomable, alborotada e hirsuta. Adoró el tacto contra sus falanges.

"Cuánto te amo, Kardia. Te amo tanto, mi amor. Eres la persona por la que daría mi vida, pero... ¡cuántas ganas tengo de congelarte las bolas y darte una buena zarandeada! A ver si así se te quita lo imprudente y charlatán" pensó ofuscado.

Quería gritarle eso y más. En cambio, apretaba las mandíbulas con un malestar generalizado en el estómago, mientras acomodaba con cariño las mantas sobre el enfermo.

Volvió a su postura en el cómodo sillón reclinable, aunque la comodidad era un calificativo que, a estas alturas, permanecía por debajo de las expectativas. El armatoste se le encajaba por todos lados y el dolor le hacía ansiar un relajante muscular.

Le urgía llegar a su enorme cama, con su colchón Hästens y sus almohadas hechas a medida.

La culpa de su malestar corporal era por completo suya. En su oportunidad, desdeñó la oferta de Aldebarán de quedarse con Kardia por la noche. Dégel deseaba pasar tiempo a solas y reunir el valor para encarar el mundo real. Algo que seguía buscando en las entrañas de su espíritu.

Acarició su barba incipiente y reafirmó el motivo por el que odiaba los hospitales. Le refregaban en la conciencia, la verdad de su absoluta soledad.

Su familia estaba conformada por Kardia, Camus y una bella Seraphina que, como los cometas, aparecía de vez en vez y de forma temporal después de su divorcio. Aparte de ellos, carecía de alguien más a quién acudir.

Julián permanecía demasiado lejos para sus estándares. Saori, en el espectro de la realidad rusa, seguía siendo considerada como una pequeña, a pesar de sus veinticuatro años. El único del que podía echar mano era Surt y en el pasado, fue protagonista de esa ridícula pelea con Camus y desde entonces, se conducía como un nórdico en acecho, sin atreverse a penetrar el territorio de su hermano.

"Par de idiotas, echaron por la borda años de entrañable hermandad y todo por un pleito de amantes mal afrontado".

Capturó su labio inferior entre sus dientes y lo atormentó con la presión. Ni en sus peores pesadillas hubiera ideado un escenario de esta envergadura. Camus y Kardia eran su única familia adulta y que fueran hospitalizados en forma consecutiva, lo dejó en completo estado de indefensión.

Cuidar de dos pacientes en estado crítico y hacerse cargo de cuatro niños, fue una realidad aterradora que no le deseaba ni a su peor enemigo.

De estar solo, hubiera sopesado seriamente el acompañar, gustoso y por su propio pie, a los otros en la sala de terapia intensiva, en lugar de encarar una vorágine desquiciante de tal envergadura.

"Nornas, me cobraron el karma en efectivo y de contado. ¿Era tanto lo que les debía para ser tan hijas de puta?"

De no ser por la vuelta de Seraphina y la increíble aparición de Milo, Dégel hubiera enloquecido.

El apoyo de Seraphina fue incondicional, lo cual era obligado en ella, en su papel de madre de Sasha.

Milo en cambio...

"Ese idiota fue una sorpresa absoluta y debo reconocer que sin él, no lo habría logrado".

El rubio encaró la situación con valentía. Se hizo un sitio, a base de obstinación, y compartió la abominable carga caída sobre los hombros de Dégel. Milo decidió por su propio pie, ocuparse de los niños por las noches y cuidar de Camus en el día.

Eso le permitió a Dégel concentrarse en la persona más importante de su vida: su pareja, su compañero, su marido. Su Kardia.

El hombre falto de coherencia que nunca compartió el peso de una enfermedad apoteósica.

"Imbécil, tuvimos tiempo para buscar otras opiniones, estar preparados. Ahora todo es urgente y la expectativa es abrumadora" razonó con un pinchazo en el corazón. "¿Cómo vamos a llevar esto a buen puerto, remedo de insecto?".

En el deseo de limpiar su mente, abrió una pestaña de su explorador y revisó las cámaras de la casa de su hermano. Por única vez, en lo que llevaba de esa jornada. La pantalla le mostró al rubio y a sus sobrinos dormidos a pata suelta en la habitación de Camus.

El primer día que Milo y los niños se fueron juntos, Dégel no dejó de revisar las cámaras cada diez minutos. Siguió todos sus pasos, como un guardián en la oscuridad, listo para atacar y congelar los huevos del rubio, en caso de pasarse de listo.

Sin embargo, Milo demostró un corazón de oro al consolar a todos sus sobrinos, aunado a la paciencia absoluta (porque Dégel habría colgado a Bóreas por el dedo gordo de los pies, tras el ataque con el zapato, la mañana del sábado) y un lado humano al ayudar al indefenso Krest a cambiar su cama mojada, con una ternura muy alejada al odio descomunal demostrado en la celebración de su boda con Kardia.

De sólo recordar el arreglo floral típico de los sepelios entrando por la puerta del salón de eventos en uno de los días más importantes de su vida, deseando la muerte de su recién aceptado marido, se le aceleró la respiración y los puños se crisparon.

Deseó haberle dado un par de golpes extra la mañana de ese domingo, hacía una semana atrás, al encontrarlo agarrado de las greñas con Kardia afuera del penthouse de Camus.

"¿Qué le hiciste, amorcito? ¿Qué le hiciste a ese escorpión para que llegara directo a ti, aguijón por delante?" meditó llevando sus amatistas a su pareja.

Hizo a un lado la mesa de apoyo y se acercó a Kardia. Analizó el rictus tenso, revisó el suero y se mordisqueó la lengua. Presionó un botón.

—Enfermería —se escuchó por el intercomunicador.

—El suero de mi paciente se terminó y siente dolor.

—En unos minutos voy para allá.

Calibró la expresión facial de Kardia y optó por forzar a la trabajadora del sector salud.

—Le recuerdo que mi paciente se encuentra hospitalizado por una falla cardíaca y el doctor Santini dijo que era peligroso que el dolor lo aquejara.

—Sí, lo recuerdo. Le repito que voy para allá.

Puso en duda la palabra de la mujer. Acarició la muñeca de su marido y notó esos ojos indomables acechándolo.

Tranquilo, no duele tanto —afirmó con voz tomada por el sueño.

—Y una mierda, Santini dijo que...

—Ya sé lo que cacareó ese cangrejo de agua dulce, pero ya te digo que...

Dégel lo calló de la mejor manera posible.

Selló sus labios con un beso.

Kardia se derritió como la mantequilla al fuego y alargó una sonrisa perezosa al término de la caricia. La mano con la vía embutida en el dorso, repasó la mejilla del Roux. Éste soltó un suspiro enamorado.

Su amor por este imbécil seguía fuerte y firme, a pesar de los sinsabores y las sorpresas desagradables que se afanaba en asestarle.

     »¿Dégel?

—¿Sí?

—Tu barba creció —apreció acariciando el sitio.

El Roux alargó una pequeña sonrisa.

—Es normal, no me he duchado y acicalado.

—¿Sabes cómo se me para al verte todo desaliñado? —se relamió el labio inferior.

"Hijo de toda tu arácnida madre".

Se alejó un par de pasos. La mano del paciente le buscó.

¿Sólo en eso piensas?

Kardia elevó los hombros y los bajó en un segundo. Su sonrisa era perezosa y plagada de lujuria.

—No, también pienso en ponerte en cuatro en ese sillón. Metértela bien profundo en ese agujero apretadito que tienes y menear el rabo hasta que...

—Buenos días.

"Salvado por la campana, sufre la constipación de los conductos seminales, bicho rastrero".

Kardia chasqueó la lengua enfurruñado. Dégel le devolvió el saludo a la enfermera y le permitió el acceso al paciente. Regresó al reclinable y miró la hora por inercia. Eran las 6:15 de la mañana. En automático, su mente le trajo la imagen del grupo desmayado en la casa de Camus.

¡Era tardísimo!

De seguir en la misma postura, tendría que llamar al teléfono de Milo para despertarlos. Camus no perdonaría al rubio una transgresión a sus instrucciones. ¡El bicho menor corría peligro de congelación!

Abrió la pestaña de las cámaras de seguridad y vislumbró a un Krest subiéndose rápido a la cama de Camus con algo en la mano. Dégel chasqueó la lengua con disgusto. ¿A qué hora se iba a levantar ese idiota? Los niños ya estaban despiertos, tiempo le faltaría al rubio para...

"Alto, alto, alto".

¿Lo está orinando? —casi tosió.

—¿Uh? ¿Quién?

—Bóreas.

La enfermera terminó su labor y salió de ahí, no sin antes recibir el agradecimiento verbal de los dos hombres.

—¿A quién?

—A Milo.

—¡¿Qué?! —se emocionó todo—. ¡Quiero ver! ¡Déjame ver al soldado caído en desgracia! ¡Ese es mi niño guapo! ¡Estoy tan orgulloso de él!

Apretó el botón para llevar la grabación a un punto anterior, puso la computadora sobre la mesa de apoyo destinada a Kardia y la ubicó frente al paciente. Ambos asistieron a la escena.

—Ah no, es una botella de agua —aclaró con decepción

«¡¿SE PUEDE SABER QUÉ TE PASA AHORA, HECATÓNQUIRO DEL MAL?!» se escuchó por el equipo de sonido.

—¡Milo es un idiota! —soltó Kardia con una carcajada.

Dégel le acompañó con una risita burlona. Las celebraciones llegaron al punto culmen, al instante en que el chorro de agua cayó directo en la cara del rubio.

«¡TE DESPIETO POR MOMILÓN!» bramó el más chiquito de los Roux.

Yo te hubiera colgado de los pulgares ahí mismo, pato del Helheim —renegó Dégel, herido en su sentido del honor.

—Por eso no lo cuidas tú —canturreó Kardia bien atento a los eventos.

Por fortuna para él.

«¡HIJO DE TODA TU PATA MADRE! ¡VEN ACÁ!» gritó un rubio herido en su orgullo.

¡Y bien hijo de su pata madre! —seguía riéndose Kardia.

Krest de tonto irá —susurró Dégel con las mejillas doloridas por la sonrisa.

Obvio.

Conocía a su sobrino, el chiquito era muy capaz de cualquier locura y eso incluía zafarse de cualquier castigo asomado por el horizonte.

«¡NO QUIEDOOOO! ¡MI PAPÁ NO ME HIZO TONTO!»

—¡Ese es un Roux astuto y lo demás, son boberías! —celebró contento.

—Hey, hey, que los Scorpio no lo llevamos mal.

—Milo no es Scorpi...

Sintió una mano colándose por la curva de su trasero.

"¡Hijo de mi alacrana suegra!".

Dégel respingó con el apretón de Kardia en su nalga derecha. Evitó hacer más aspavientos.

—Los Roux les ganamos por paliza —refutó ceñudo, tomando la computadora—. Ya me puedo relajar, están despiertos.

Se alejó, depositó su instrumento de trabajo en su lugar y puso el protector de pantalla. Kardia actuó su puchero más indefenso y estiró las manos. Los dedos se abrían y cerraban en una señal inconfundible para Dégel.

Su marido deseaba su cercanía con fines morbosos. El Roux se lo negó en rotundo.

—Estás pasándote de listo invadiendo la privacidad de mi hermano, ¿no crees?

Dégel ignoró el reproche. Kardia se lo echaba en cara como castigo por no acceder a sus caprichos.

—Me importa poco y nada, hablamos de la seguridad de mis sobrinos. ¿Tú no lo harías? —lo analizó al detalle.

Kardia sopesó sus opciones con una mueca meditabunda. Dégel llevó las manos a la nuca y se estiró cuan largo era, deseando asistir a un spa y recibir un masaje descontracturante lo más pronto posible.

¿Sabes? Antes hubiera dicho que sí, pero después de la aparición de Barão, no.

—Touché ! —concedió cubriéndose un bostezo con la mano—. Es increíble que nunca hubiera conocido a Aldebarán. Es decir, Hasgard es su hermano.

—No lo conociste porque Barão llegó en un momento muy delicado de nuestras vidas. Tú estabas concentrado en una lucha mortal. Me recordó a la del caballero de Acuario de Lost Canvas enfrentando el despertar de Poseidón. Eso motivó, en gran parte, su contratación.

—¿A qué te refieres? —acarició su nuca.

No recordaba esa parte. Ellos no tuvieron crisis tan profundas durante el inicio de su relación.

—Fue un mes antes de nacer Sasha, tú estabas angustiado porque la enfermedad de Seraphina afectaba su salud y el parto en ciernes no ayudaba un ápice a su mejoría. Para colmo, Camus estaba muy ocupado con su familia. Te sentías solo, tuviste pesadillas durante dos meses.

Es cierto...

Ese período en constante estrés regresó con un aroma putrefacto. Fueron días oscuros y para colmo, su editor le exigía la entrega de los últimos capítulos de su novela. Dégel iba de un lado a otro, mientras veía marchitarse a Seraphina.

—De mi lado, mi progenitor agravó su condición cardíaca, al tiempo que descubrí los desfalcos de la empresa. Necesitábamos mudarnos a Inglaterra para concentrarme en esos dos granos de culo y, justo en ese precario bypass, Milo tuvo un estallido exorbitante —soltó un gruñido iracundo.

Dégel recordó ese momento. Lo tenía grabado en la memoria a fuego.

Fue a mitad de la trigésima sexta semana del embarazo de Seraphina —musitó con el pecho congestionado por las emociones—. Ella tuvo una descompensación grave y los médicos ordenaron su hospitalización. Era peligroso que diera a luz en el octavo mes de embarazo y decidieron, por fin, darle la medicación para madurar los pulmones de Sasha.

—Exacto, estuviste tres días con sus noches metido ahí, sin aceptar ayuda. Tal y como sucedió ahora. Sé que es tu forma de procesar los conflictos, pero yo sufrí esa noche del miércoles. Te veía dormitar cada cinco minutos, mientras intentabas cenar conmigo, mi amor.

—Fue cuando me pediste que me fuera a casa.

—Sí, ¿y te acuerdas que apenas llegaste, cuatro horas después te marqué para que regresaras? —rechinó las muelas.

Es correcto —regresó la vista al pasado—. Recuerdo cómo me enojé contigo, te reproché tu falta de compromiso —se restregó las manos, Kardia se las sostuvo con dulzura—. Te hablaron del Centro, ¿verdad?

—Sí, al idiota de Milo se le ocurrió elegir esa puta noche para armar un revuelo marca titán. Tres hombres lo intentaron someter y a los tres los mandó al hospital. El gran hijo de su muy puta madre.

Dégel se acomodó mejor, desconocía esa parte de la historia.

Tú sólo me dijiste que había hecho otra de las suyas, nunca me diste los detalles.

—Sabes que odio justificarme. Esa noche te ataqué y acusé de que fueras tan inconsciente de no ir a casa a dormir y, en menos de cuatro horas, te estaba rogando que volvieras. Hervía de rabia. Sabía que no tenía excusa alguna.

—Perdón, fui yo el que te maltrató al reprocharte algo que estuvo fuera de tu control.

—Basta, dejemos eso por la paz —pidió ceñudo—. Ambos tenemos nuestra parte de la culpa, ¿te parece que lo dejemos así? ¿Empate?

Dégel asintió y le dispensó un beso dulce. Kardia hizo el amago de ir por más. El ruso se alejó rapidito y le guiñó el ojo.

Sigue, ¿qué pasó después?

—Pues hizo eso, los golpeó como un boxeador buscando su primer título mundial —exhaló con desgana—. Sigo sin comprender cómo los calmantes no le hicieron efecto y repartió golpes con saña.

—La adrenalina impidió el efecto de la medicación —se aventuró a proponer.

—Supongo. El punto fue que desembolsé una cantidad exorbitante por los daños y perjuicios, los gastos hospitalarios y firmé acuerdos para evitar que escalaran los delitos ante las autoridades. Para colmo, cuando le dije a Milo que no nadaba en dinero para malgastarlo así, el idiota me salió con que eso me sacaba por ayudarlo sin habérselo pedido.

El ruso alzó una bifurcada ceja y revisó con temor los aparatos. A pesar de la rabia en las palabras, Kardia se mantuvo bajo control.

Cuidado, si esto te hace mal...

—No, es el momento de decirlo. De lo contrario, ¿cuándo tendré los huevos para ello? —su boca se alargó en una mueca amarga—. Barão me estuvo diciendo por años que te contara de la enfermedad y fui un cobarde. No quería encarar la verdad, busqué vivir mi vida al límite sin miedos o tristezas.

—Eres un redomado idiota —le echó en cara con un nudo en la garganta.

—Lo sé, pero soy tu redomado idiota...

Alzó el rostro hacia Dégel.

      »El idiota que te ama con cada pedazo de este traicionero corazón —le sonrió con desesperanza y los ojos llenos de agua.

—¡Cállate, idiota! –-lo regañó y sus razones tenía.

Ver la vulnerabilidad presente en su marido era algo insoportable para él. Se sentó sobre el lecho y lo acomodó entre sus brazos. Kardia se dejó envolver por primera vez en su vida, sorprendiendo a Dégel.

Ni siquiera durante el sepelio de su padre hizo algo parecido.

El punto fue que Milo y yo discutimos por última vez —le relató acurrucado en el hombro del ruso—. El médico me dijo que tenía dos días para sacarlo del Centro y no volverían a aceptarlo. Milo requería atención 24/7, algo que no podía darle. Tú estabas en el hospital cuidando a Seraphina, quien luchaba por su vida y la de la bebé. Yo tenía claras mis prioridades.

Dégel sintió la humedad en su cuello. La saliva se acumuló en su manzana de Adán ante la sapiencia de que Kardia lloraba. Su marido cabezota estaba conmovido hasta las lágrimas.

     »Decidí darle una patada y sacarlo de mi vida de una vez por todas —confesó con la rabia a flor de piel—. Busqué con ahínco y la diosa Athena me concedió el milagro. Encontré a Barão. Lo entrevisté y le dije con quién se toparía. Él me dijo que me despreocupara, él lo tomaría en sus manos. Confié en él. Viste a Barão, sabía que Milo la tendría difícil para desquitarse con él.

—Y sí, un solo golpe de esas manazas y te sienta de culo.

—Eso imaginé y de verdad, lo deseé con cada fibra de mi ser —reconoció con ahínco—. Ese día fuimos al Centro, saqué a Milo y se lo entregué a Barão. Los siguientes meses, sólo me concentré en firmar los cheques de Barão. No volví a saber más de Milo y no quise buscarlo.

—Cuando recién lo encontraste fue así. Cada llamada de Milo la mandabas a buzón.

—Sí, cada carta, cada e-mail, todo lo ignoré al inicio de todo. Sin embargo, lo sepulté el mismo día que se lo entregué a Barão.

—¿Y si tanto odio le tenías, por qué le ayudaste?

Se le escapaba de las manos la comprensión de ese aspecto.

No fue así al inicio.

Una persona interrumpió la plática. Se acercó con las bandejas del desayuno y las dejó con amabilidad. Kardia le dio la espalda, se alejó para tomar los pañuelos desechables y limpiarse la nariz con impaciencia.

Dégel le dio su tiempo y se aseguró de atender a la mujer. Su esposo odiaba ser visto en su etapa sensible y él mejor que nadie lo sabía.

Gracias —le dijo a la mujer.

"Pudiste traerlo más tarde, ahora no va a decir más" le reprochó en sus pensamientos.

Acomodó la mesa movible frente al paciente. Tenía al rubio metido en su hipotálamo, controlando sus funciones corporales. Temía un solo aspecto recalcado por Kardia: el instinto violento de Milo.

El presentimiento de que era un buen hombre persistía. Lo vio con los niños, Écarlate se le entregaba de forma incondicional y ese niño sólo era así con Camus y con él.

Sus interacciones con Kardia dependían del estado de ánimo de los escorpiones. Se decían el sobrino y el tío favorito, hasta que levantaban los aguijones.

¿Milo sería igual?

     »Iughh, comida de hospital.

La mueca de su esposo lo regresó a la realidad.

A él tampoco se le antojaba el té insípido, la avena con cuatro míseras rodajas de banana que más parecía papilla de bebé y la manzana cocida.

Te lo comes todo —demandó sin ceder un ápice.

—Pues sí, tengo hambre —renegó ceñudo.

Kardia empezó la tarea de preparar su té.

—¿Y el azúcar?

—La tienes prohibida —se apresuró a decir.

No recordaba eso, pero si faltaba era porque no debía ingerirla. ¿Cierto?

¡Pero si me están dando fruta! —renegó con ganas.

—Por eso, ya tienes suficiente glucosa con la manzana y la banana.

—Putos médicos, ojalá se tragaran ellos esta comida de porquería. A ver si ellos aguantan dos días comiendo así. Esto es tortura, es discriminación. Me odian por guapo...

Los reclamos del enfermo eran música para los oídos de Dégel.

"Y por eso no quería irme, mi amor. Aquí me las cobro todas, bastardito".

Se alejó y levantó la campana de su propia charola. Admiró los crujientes croissants recién horneados, las fetas de jamón y queso dispensadas con esmero. El platito con la lechuga, acompañado de las rebanadas de tomate y aguacate. La generosa cantidad de mantequilla y mermelada de moras en sus respectivos cuencos.

La taza de aromático café y el zumo de naranja recién exprimido eran el toque final.

"Ya puedo escuchar al idiota queriendo verte, querido desayuno" pensó.

¿Qué te tocó hoy a ti?

"Y ahí estás, idiota mío".

Su sonrisa se alargó con deleite. Se vengaría tanto, tanto, tanto, durante tantos días de su marido. Tendría su merecido castigo por haberle ocultado su enfermedad.

—Nada interesante —le dio la espalda a propósito.

Error, eso provocó al mastín.

Aunque, más que error, era una merecida provocación.

¿A ver? —alargó el cuello para tener mayor alcance.

—No —se acomodó para impedir la vista.

—¿Por favor?

Se contuvo las ganas de reírse en su cara. La voz era tan dulce y persuasiva cuando el maldito bichejo quería.

—Que no, come lo tuyo.

—¿Te tocó mantequillita?

"Ahí vas de antojado".

Volteó y se reprendió a sí mismo. Le dio ternura la forma en que relamía sus labios.

—No.

—¡Mentiroso! —le acusó al tiempo que golpeaba la cama con los puños.

¿De qué te sirve ver mi desayuno, Kardia?

—De tortura —gimoteó como su pequeña Sasha.

En ese aspecto, eran idénticos.

—Entonces no lo veas.

—¡Es que quiero hacerlo! Así me imagino comiéndolo —sorbió las babas de puro antojo.

Se acarició la tripa que resonó fuerte en la habitación. Dégel le tuvo compasión.

—Estás mal de la cabeza, ¿sabías?

—No tanto como tú.

—¿Cómo dices? —entornó los párpados.

—Me elegiste —le guiñó un ojo.

Se puso coqueto. Incluso, alargó las manos hacia él abriendo y cerrando las falanges, queriendo atraparlo.

Dégel lo vio cada vez más cerca.

Nunca se enteró el motivo: él se acercaba hipnotizado por ese ademán de su marido, envuelto en su magnetismo sexual.

Como si hubiera tenido opción.

—La tuviste.

—Hay días que te amo más que otros. De olvidarlo, ¡te echaría insecticida!

Suspiró encantado por la mirada brillante y el gesto tierno de los rasgos del griego. Concentró su atención en esos labios generosos, hambrientos, que se encontraron a mitad de camino con los suyos.

Los apreció en el ir y venir de roces, en la opresión de su bajo vientre reaccionando a la insistencia de esa húmeda lengua. En la insistencia contra el cierre de sus labios. Obedeció la orden silenciosa y al estirar las mandíbulas un par de centímetros, Kardia profundizó el beso con un gemido complacido.

Se encontró atrapado entre las palmas griegas, los dedos encontraron sus cabellos y lo empujaron más hacia el núcleo del magneto. Kardia exploró su paladar, haciéndole cosquillas. Jugueteó con su lengua y le invitó a unirse a la contienda.

Dégel completó el camino, sus manos cercaron y apretaron la cintura de su amado, envuelto en la vorágine del placer y la demostración de afecto. Sus lenguas combatieron, humedeciendo sus labios, informando del deseo por seguir más allá.

El ruso sintió la barba crecida de Kardia, gracias a los tres días sin afeitar. Los vellos le rozaron e irritaron la piel. Ni por eso abandonó la boca que le prodigaba la miel más exquisita del Midgard.

Te amo, Dégel Roux —declaró impregnado de anhelo—. Te amo y no te dejaré escapar nunca. A donde vayas, iré.

El griego desperdigó besos por la mejilla adorada, bajando hasta el cuello.

     »Así sea a las profundidades marinas, al Inframundo, al Tártaro mismo, al mundo de los elfos, te perseguiré porque tu camino es el mío.

—Entonces pelea, Kardia —gimió con una mordida en su yugular—. Pelea por mí...

Las piezas dentales se aferraron a la piel. Los labios succionaron la zona con vehemencia. Dégel gimió extasiado, deseando más marcas como esa en otras partes de su anatomía. Los pantalones le quedaban chicos, la cremallera presionaba su hinchazón.

—Eso haré... —relamió la zona ahora violácea—. Por cierto... ¿me das un poco de pan con mantequillita?

—¡Idiota!

Se alejó de golpe, frustrado, ceñudo, jadeando y con una tremenda incomodidad en la bragueta.

Kardia le admiró con sonrisa ladeada y un brillo depredador en lo profundo de las pupilas. Se relamió los rastros de saliva que sus besos dejaron y lo detalló con hambre lasciva, deteniéndose ante la evidencia de la excitación rusa.

Soy tu idiota, eso ya quedó claro...

—No te voy a dar nada de mi desayuno —renegó ofendido.

¡Hizo todo eso por la estúpida mantequillita!

—Lo sé —se rio.

—Más te vale —gruñó indignado y le dio la espalda.

—Sólo pido algo a cambio.

Dégel levantó los ojos al cielo implorando paciencia.

"Dame mucha paciencia, mi señora Athena, porque si me das fuerza, ¡lo mato!".

—No empecemos.

¿Acaso podía actuar diferente con ese escorpión que sólo quería meter mano en todo?

—¿Por favor? —gimoteó como niño desvalido.

—Bien que te acuerdas de la educación a conveniencia, ¿verdad?

Le miró por encima del hombro, sin ocuparse de voltear su cuerpo.

Kardia se recargó en las almohadas, llevó su mano a su tórax y lo acarició con pereza. Dégel lo odió con cada fragmento de su energía. Lo provocaba, lo sometía a un dilema existencial.

     »No vamos a tener sexo.

—Ni por asomo, eso lo sé. Estas maquinitas van a ponerse locas —las señaló con el índice—, y no quiero dar espectáculo sin cobrar entrada.

—Insolente —le reprendió—. Tampoco voy a tocarte.

La decepción del rostro griego fue digna de retratar. Su marido se rascó la nuca, Dégel no necesitaba mirada de rayos X para ver esas neuronas buscando a la velocidad de la luz, una respuesta a su dilema.

—De acuerdo.

El ruso se puso en guardia. Esa rendición olía a trampa. Se cruzó de brazos en automático.

     »Ven aquí...

—¡No me vas a tocar!

—No, ven aquí... —le llamó con el índice.

A regañadientes, hizo lo que le pedían. Su marido se mordisqueó con mucha fuerza el labio inferior. Dégel tragó saliva. Lo conocía demasiado bien.

     »Sácala.

—¿Qué?

—Saca tu verga.

—¡Kardia! —respingó.

Del susto, trastabilló de espaldas, se encontró con el portasueros y por evitarlo, casi termina de culo.

—No te caigas.

—Graciosito —le recriminó sin humor—, es tu culpa.

Se recompuso con gestos tensos.

—Vamos, estoy respetando todas tus normas. Sácala, Dégel —alzó la vista, los ojos azules expresaban su absoluto deseo por él—. Sácala, déjame verla, déjame ver ese rubor en tu rostro. Quiero ver cómo la sobas, cómo se te pone bien dura. Muero de ganas por verte mojado. Fantaseo con ver ese suculento pedazo de carne babeando y tu rostro contorsionado por el placer mientras te corres.

El ruso sacudió la cabeza. La idea era escandalosa, sin tintes de raciocinio y alejada de la prudencia.

Perfecta para enloquecerlo, para llevar una mano a la zona descrita. Titubeó al sentir su virilidad cubierta y a tiempo, recuperó la templanza.

No, Kardia —manifestó y dejó caer la mano.

—Por favor, Dégel —hizo puchero.

—Te dije que no —se alejó de él.

Dégel...

—Que no.

Kardia restregó sus cabellos. Frunció el entrecejo, respirando fuerte y bronco.

—Te doy lo que quieras.

Eso trajo dos palabras a su memoria: "Milo" y "violento". Activó su instinto protector y bajó sus defensas. Frunció las cejas bifurcadas.

—¿Lo que quiera?

Kardia sonrió complacido de saber que logró tentar a su marido. Podía ser un arma de doble filo. Sabría de Milo, pero ¿a qué costo?

Temía por su salud.

—Sí.

A pesar de sus múltiples inquietudes, decidió dar un salto de fe.

—Quiero saber toda la verdad entre Milo y tú —sentenció.

Al mismo tiempo, prestó completo interés a la expresión corporal de Kardia.

De acuerdo.

Los lentes se le ladearon. Dio un par de pasos atrás y sacudió la cabeza. Abrió y cerró la boca en incontables ocasiones. ¿Lo dijo en serio?

Sin embargo, lo veía tranquilo, demasiado tranquilo. Ese escorpión era un enigma aún para él. Capas y capas de misterio lo envolvían después de años de relación.

Se acobardó, acomodó sus lentes sobre el puente de la nariz serio.

Ahora no quiero.

—¡Dégel! No puedes echarte para atrás, eso no es de caballeros —le mostró la lengua.

Idiota.

¡Estaba usando todas sus convicciones en su contra!

Dégel se consideraba un hombre que cumplía con su palabra y este maldito se lo restregaba a conciencia. El sentido del humor ligero de Kardia, lo dotó de esperanza.

—Tu idiota —canturreó su marido.

Se encontró en una encrucijada. Estresado por la reacción de Kardia y presionado por el interés acerca de Milo.

     »Vamos, acepta ya. No te hagas el virgen —presionó con fuerza—. ¡Hace tres días que no la saludo!

—Eres un... —se mordió la lengua. Fue inútil—. Eres un manipulador, tu... estúpido bastardo, malnacido, bicho de porquería, imberbe de cojones —se exaltó de más.

En lugar de afectar a su marido, le vio esbozar una sonrisa de oreja a oreja.

—Esa es señal inequívoca de que estás acorralado —se restregó las manos—. ¡Ay, ya me emocioné todo!

—¡Cállate! —saltó iracundo.

—Vamos, Dégel, diste tu palabra.

Todo por su tóxica curiosidad de saber lo que el escorpión ocultaba. Se metió las manos dentro de los bolsillos del pantalón.

No vas a tocar.

—No, dije que no. Tú lo harás todo y yo a cambio, suelto la sopa.

—¿Me la vas a soltar después de años y años que te lo pedí, te lo rogué incluso? —le restregó en la cara su impotencia—. Así, ¿tan fácil?

El semblante de Kardia se tornó serio. Tomó entre sus manos la avena y se metió una cucharada. La primera. Dégel aguardó. Presionar a un escorpión sólo traería un aguijonazo y después, la muerte.

No, no es fácil. Es lo más complicado que hice en mi vida. Abrir mi corazón a mi marido, mostrarle quién soy en realidad.

La mano rusa atrapó a la griega y la sostuvo con firmeza.

Nada de lo que puedas decir evitará que te ame. Te he visto en las buenas y en las malas, Kardia.

El griego palmeó un pedazo de lugar a su lado. Dégel lo ocupó enseguida. La plática fue innecesaria. Se comunicaban con sus manos, entre roces y jugueteos de uñas contra la piel. Se alentaban con esos pocos movimientos, serenaban sus corazones.

Júrame que no me verás diferente.

El dolor en su voz guardaba el miedo secreto a ser rechazado.

—Te lo juro, pero no lo necesito —ladeó la cabeza y le miró por el rabillo del ojo—. Eres tú el que requiere seguridad, yo conozco a la perfección el tipo de hombre con el que me casé.

Le dejó tiempo para pensar y mientras tanto, agarró el tazón en sus manos y comió una cucharada de avena. El desagrado cubrió sus facciones.

     »Esto es asqueroso.

—Te lo dije —relamió sus labios—. ¿Ahora me das un poquito de mantequillita? —le rogó con un puchero tierno.

—Ni lo sueñes, es tu castigo por ocultarme esto.

Le ofreció otra cucharada. Kardia la comió con la tranquilidad de aquél que camina rumbo a la silla eléctrica.

     »El punto es que... por más enojado que Camus esté, jamás le dejaría mi llave a un sujeto que podría hacerme daño. Ese día pasaste la prueba. Desde entonces, mi única labor ha sido acompañarte.

—Por eso nunca haces preguntas.

Un poco más de avena, el paciente la aceptó sin rechistar. Dégel le admiró el temple.

Entendí al poco tiempo de conocerte que eres un escorpión escurridizo. Cada vez que el tema no te gusta, te escondes bajo una piedra y debo confesarte que soy adicto a verte en escena. Prefiero callar y esperar a que me lo digas. Además, tú tampoco me preguntas mucho. Sabemos respetar los tiempos del otro.

—Esto de mi enfermedad...

La pausa fue demasiado larga. El ruso aprovechó y dispensó una nueva ración en la boca amada. Repitió la ofrenda. Kardia se las comió sin más.

     »Si no hubiera sido por el accidente, te lo hubiera dicho ayer. Lo había planeado, Seraphina se llevaría a la niña y nos quedaríamos solos el fin de semana. Programé el sábado para disfrutar de unos revolcones épicos, como no hemos tenido en años, y el domingo para confesarme.

El ruso cabeceó lentamente. Le dio la última ración de avena y acomodó el cuenco en su sitio. Kardia fue a por la manzana, con la gula de un niño que deja al final su comida favorita.

Se te arruinó el sexo, mi vida.

—Y que lo digas —renegó partiendo la fruta.

Dispensó un beso en la mejilla morena. Kardia lo apretó contra su costado y le devolvió el doble de besos.

¿Quieres algo más?

—Sí, trae tu desayuno.

—No, porque se te va a antojar.

Lo que menos quería, era ver su sufrimiento.

—Estás comiendo mal —le acusó serio—. Crees que no me doy cuenta, pero lo veo. Si voy a pelear con uñas y dientes contra esto, te necesito a mi lado, gozando de espléndida salud. Además, es mejor que comas mientras desayuno la manzana. Sabes que no cambiaré mi manzana por nada.

Eso animó a Dégel. Acercó su charola y empezó la ingesta de alimentos.

     »Bien, veamos... ¿dónde nos quedamos?

—¿Por qué ayudaste a Milo si tanto lo odiabas?

—No lo odiaba. No al inicio por lo menos. En algún momento, mi progenitor se enteró de su enfermedad, supo que era degenerativa y con lo hijo de puta que era, decidió joderme más. Me encargó encontrar a su único bastardo. Ojo, las palabras son de él, no mías.

—¿Bastardo?

—Lo que escuchas. Por eso estaba en Rusia cuando nos conocimos, seguía una pista falsa. Con el tiempo, encontré a Milo y ya sabes lo que se dice cuando se encuentran dos escorpiones caníbales...

Lo supuso al recordar la interacción entre Écarlate y su marido.

—Chocaron tenazas.

—Eso fue poco para lo que sucedió, nos dimos con ganas.

Dégel frunció el entrecejo. Preparó un croissant con jamón, queso y los acompañamientos.

—¿Por eso tenías la nariz rota cuando volvimos a vernos?

Fue una pregunta sin malicia, tan simple como inocente. La reacción de Kardia despertó el morbo del acuariano. El griego se removió incómodo. Dégel tuvo la prudencia de no burlarse o hacer comentario alguno.

"Te patearon el culo, amor mío" pensó conteniendo la lengua.

Kardia carraspeó grueso.

—Él quedó peor que yo... —se apresuró a aclarar.

Me alegra —dijo por decir.

"No sólo te patearon, barrieron el piso contigo y pisotearon tu orgullo de macho que se respeta".

Entendió la intensidad de las emociones entre los medios hermanos. Kardia llevaba mal que le vencieran en algo.

El primer encuentro con Milo despertó diversas emociones en mí. Al paso del tiempo se intensificaron, pero en ese momento inicial, sólo chocamos y nos mandamos al Tártaro. Regresé con mi progenitor, le di el informé de Milo y le dije que no quería saber de él. Todo pasó. Me reencontré contigo, decidimos tener una relación... La vida siguió.

Kardia pausó, el ruso se ocupó de sus asuntos culinarios. Los ojos del escorpión brillaron con el fuego de los volcanes.

     »Hasta que un buen día, mi progenitor me anunció que debía ir por Milo en carácter de urgente y llevarlo a Inglaterra. Estábamos a un mes de casarnos y por más que me opuse, me sentenció con que si no lo hacía, se desharía de todas las pertenencias de mi madre que continuaban en su casa.

Recordaba eso, la llegada intempestiva de su prometido, la noticia de que tenía un medio hermano y debía irse ya. Ese día, Kardia parecía un alacrán acorralado.

Fuiste por él.

—Sí, el motivo de la urgencia era que Milo se había metido con personas indeseables. Se encontraba en un hospital de mala muerte, con heridas de consideración y una sentencia de muerte sobre su cabeza. El investigador que lo seguía, renunció en el acto al saber con quiénes se codeaba. Mi progenitor lo hacía porque quería verlo, quizá para deshacerse de culpas.

—¿Personas indeseables?

—Una banda criminal de renombre en Grecia —respondió en automático—. Algo hizo Milo y le recetaron una paliza. Lo creyeron muerto, por eso se salvó.

—¿Y entonces?

Kardia se tomó un momento para comerse un bocado de manzana. Dégel se obligó a terminar el croissant y dar un trago al vaso de zumo.

—Me removió algo en el pecho verlo ahí, tirado en el camastro de mala muerte, a punto de morir. Decidí llevarlo por mi propia mano, no porque mi progenitor me lo ordenara.

     »Me sentí un Titán y decidí darle una nueva vida. Conseguí gente, saqué el pasaporte de Milo, me encargué de que un Juez lo declarara incapaz basado en su adicción y lo llevé a Inglaterra en contra de su voluntad. Milo estaba en el periodo de abstinencia, así que decía incoherencias. Al llegar a tierras inglesas, lo llevé a casa de mi progenitor y éste, por supuesto, entró a verlo.

—Pensé que nunca lo había conocido.

—Sí que lo conoció —se carcajeó con ánimo—. Ese día el viejo se topó con la horma de su zapato.

     »Lo que yo jamás me atreví a hacer, se lo hizo Milo: le rompió el hocico a puñetazos.

     »El viejo ni las manitas pudo meter y eso que fue un boxeador renombrado en sus buenos tiempos. Tenía un gancho de cuidado y a Milo no le hizo ni cosquillas. Milo lo inhabilitó al primer intento.

Se le abrieron las compuertas de los ojos de par en par. Sabía del carácter violento de su suegro por algunas pequeñas frases. Sin embargo, saber que Milo lo puso en su lugar y por más experiencia a cuestas, su suegro ni siquiera pudo defenderse, decía mucho de la aptitud del rubio en la pelea.

—¿Y qué hiciste?

—¿Yo? —sonrió con sadismo—. Lo que debía hacer: disfrutar del espectáculo.

Los anteojos abandonaron su rostro. Dégel se acarició los párpados cerrados controlando sus ganas de darle un par de pellizcos. Kardia notó el gesto y se apresuró a aclarar:

     »Ese no era mi pleito. Fueron los guardias de mi progenitor los que alejaron a Milo. En cambio, mi tarea fue meter a Milo al Centro especializado para que superara su adicción a las drogas, fue mi obra buena del día.

—Eso quería preguntar. ¿Drogas? —se extrañó—. Pensé que estaba en el Centro por alcoholismo.

—Era parte del pool —bebió con desgana el té desabrido—. Marihuana, cocaína, éxtasis, alcohol, cigarrillo. Milo no le hacía gestos a nada, se metía lo que encontraba.

Dégel se puso en guardia y por inercia, se acarició el cuello con pesadumbre.

     »Despreocúpate, desde que Barão está con él, Milo abandonó las drogas por completo. De vez en vez toma alcohol, pero nunca se emborracha y el último cigarrillo que fumó, data de hace cuatro años.

—¿Estás seguro? —tragó saliva asustado—. Mis sobrinos conviven con él.

—Confío en Barão, pondría las manos al fuego por él. Además, vi los avances de Milo con mis propios ojos.

Se removió incómodo. El griego le acarició el hombro.

     »Sin embargo, no fue tan fácil sacarlo de ese hoyo. Estuvo dos largos años en el Centro y recayó dos veces de forma brutal. La primera, cuando fue a Grecia porque su madre tuvo un accidente automovilístico, a un año de haberlo metido en el Centro.

Algo recordaba, la mujer había muerto.

     »Allá, en la libertad, Milo recayó de inmediato. Mi progenitor volvió a joderme y fui por él otra vez. En ese tiempo, empaticé con él. Yo también había perdido a mi madre en un evento inesperado y procuré acercarme. Fue un absoluto fiasco.

—¿Por qué?

—Milo no respondía mis mensajes, mucho menos mis llamadas o cartas. Fue una etapa en la que me ignoró por completo. Sentí que se vengó del primer año, en que él me buscaba y yo no respondía a sus llamadas de atención porque muchas veces eran desvaríos.

     »Un día, me enojé de tanto buscar y encontrarme con la puerta cerrada. Así que lo mandé a la mierda.

Dégel se mordió la lengua. Por lo que escuchaba, Kardia y Milo repitieron el modus operandi: uno buscaba y el otro, lo ignoraba. Para cuando el destinatario de la atención quería hacer las paces, el que buscó la comunicación al inicio se cerraba. Era un loop infantil y tóxico, plagado de la terquedad y el orgullo desmedido.

¿Y la segunda vez?

—Antes del segundo estallido, Milo entraba y salía del Centro.

     »Consumía, quizá para soportar la ansiedad, el luto de su madre, qué sé yo. Yo iba, lo ponía en orden y lo metía al Centro. Salía mejor, recaía, yo iba con él, lo reprendía y lo metía al Centro. Era una constante y sin aspavientos.

     »Se convirtió en un loop agotador. Iba a Inglaterra una vez por mes, volvía a París a estar contigo y con Seraphina embarazada. Me ocupaba de mi progenitor y su enfermedad, de la empresa y los desfalcos, se me agotaba la paciencia.

Dégel se sintió responsable por no darse cuenta de la ansiedad generalizada de Kardia. En su momento, creyó que era a causa de la enfermedad de su padre y la empresa, jamás supo de su estira y afloja con Milo.

De cualquier manera, para ser honestos, Kardia se lo callaba. Dégel estaba a oscuras en el asunto.

     »Y entonces, sucedió la internación de Seraphina, estoy seguro que ese estallido en el Centro pasó porque se sintió abandonado. Supongo que lo hizo porque no le hacía mucho caso. Sin embargo, fue la gota que derramó el vaso. Se me agotó la paciencia.

—¿Crees que eso fue?

—¡¿Cómo sabría lo que pensaba Milo en ese entonces?! —sacudió la cabeza con disgusto—. Entendí que no podía estar atento a él. Yo tenía mi vida. Así que se lo entregué a Barão, como lo hace un familiar de un paciente con Alzheimer, resignado por su estado de salud y sin esperar más. De suceder el milagro, sería bienvenido y si no, yo ya lo había enterrado.

     »Sasha nació, al poco tiempo falleció mi progenitor, el testamento se abrió y Milo renunció a sus derechos sobre él. No me sorprendió, el viejo jamás quiso reconocerlo como su hijo. En el testamento sólo decía: "dejo como legado al señor Milo Antares...".

—Tu padre era un señor muy suyo —susurró con mucha sutileza.

—¿Muy suyo? ¡Era un redomado hijo de puta! —blasfemó.

Al primer toque de la máquina, Kardia serenó sus ánimos de la forma en que sabía: agarró a Dégel y le dispensó un beso duro y temperamental. El ruso se lo correspondió con dulzura, acariciando las mejillas de su amado. Poco a poco, la caricia se volvió tierna y amable. Kardia soltó lo que le hacía daño y suspiró contra el hombro de Dégel.

No me asustes.

—Lo lamento, me exalté, pero ya está.

—Dejemos el tema —le rogó.

No, por favor, quiero decirte todo. ¿Por favor?

—De acuerdo —besó la coronilla de su marido con dulzura.

Kardia se ancló a la cintura del ruso y cerró los ojos.

Mi progenitor murió y la empresa entró en picada. Tuve que meter las manos para evitar que me jalara con ella al Inframundo. Fue cuando me enteré de que Milo necesitaba un préstamo. El funcionario bancario era amigo mío y me lo contó como broma. La broma se la hice yo cuando le pedí que se lo diera y a cambio, daría la garantía hipotecaria.

—Ya me imagino su cara.

—Gracias, Dégel.

Le dedicó una larga mirada, su ceja bifurcada se arqueó curiosa.

Me ayudaste con eso, me diste acciones de la empresa de tus padres para ofrecer como garantía.

—No fue nada. Eras tú, mi amor. Sabía que arreglarías lo de tu empresa, era cuestión de tiempo y en ese momento, te urgía un apoyo. Ese era yo.

—Eres maravilloso.

—Lo sé, lo tengo muy claro.

Kardia rio y atrapó la nuca del ruso. Dégel se encontró de nuevo con esos labios y se derritió con la caricia pasional y erótica que le puso firme.

Muy firme.

     »Basta, que no es el momento.

—¿Por qué no, Dégel? —hizo puchero.

Porque tienes que terminar de contarme.

—Bueno, pero cuando termine...

—En la ducha, Kardia. No voy a ponerme en riesgo de ser encontrado por algún médico.

El escorpión rodó los ojos dentro de sus cuencas. Encogió los hombros y se refugió de nuevo en el hombro del ruso.

Bueno, el punto fue que Milo pidió el préstamo y oh, sorpresa. Ocho meses después, el cabronazo devolvió todo.

—La farmacéutica resultó ser una panacea.

—Me hubiera gustado invertir —confesó con pesar—. Está siempre en alza, es una verdadera empresa unicornio.

—¿Milo es el CEO, no?

—No tengo idea. Lo que sí sé, es que estar con Barão le dio el impulso que necesitaba. Dejó las drogas, el cigarrillo, se metió a estudiar a Cambridge, no sé con qué puto dinero porque a mí nunca me pidió un centavo.

¿Es tu orgullo pisoteado el que habla?

Kardia sacudió la cabeza. Los enhebrados mechones se movieron. Dégel hizo a un lado el resto de su desayuno, fue a su bolso y sacó el peine.

Ay, estoy diciendo la verdad —se apresuró a aclarar—. ¡No me peines como castigo!

—No lo hago, pero tu cabello es un lío. Al lavarlo, se enredará más.

Con desgana, el griego permitió que Dégel le cepillara.

Al menos pon la cortina, así no entran y me ven caído en desgracia.

El ruso sonrió complacido, hizo lo solicitado y empezó la labor.

     »Ay...

—¡Qué exagerado eres, apenas empecé!

—Es que veo el peine y me duele todo.

—Anda, sigue con el relato.

—Pues eso, Milo mejoró horrores y yo sólo firmé los cheques de Barão el primer año. Después, me los devolvió diciendo que ya Milo le pagaba sus honorarios.

—Ya veo... —mantuvo el silencio.

Kardia se dio cuenta y respetó sus pensamientos. Dégel se ocupó de peinar con suavidad.

Dispara.

—Pensaba en... ¿por qué tú y Milo son tan testarudos?

—¿Cómo dices?

Tocaron a la puerta.

Permiso, recojo las charolas.

—De acuerdo —respondió Dégel.

Con prudencia, ocultó el peine. Kardia se lo agradeció con una sonrisa comedida. La mujer retiró los utensilios y salió.

     »Ahora sí, retomemos la plática. Milo y tú.

La puerta se cerró. Dégel prosiguió en su tarea de cepillado. Kardia lo toleró.

¿Qué tiene?

—No entiendo por qué el ir y venir entre ustedes. Vamos, yo he tenido mis choques con Camus y han sido del tamaño de una era glaciar. El último fue cuando internó a Sophie. Sin embargo, si uno busca, el otro escucha. No se aferra a su orgullo y cierra las orejas.

—Ahhh... es complicado.

—¿Cuestión de alacranes? Milo es uno, ¿no?

—Sí, lo soy...

Dégel respingó, el peine salió disparado por los aires y volteó hacia la voz oculta detrás de la cortina. La descorrió y se encontró con Milo cargando un bolso.

¿Cuánto llevas aquí? —increpó con tono ácido.

—Entré cuando salía la mucama con las charolas —señaló con el pulgar la puerta.

El ruso volteó con Kardia, éste mantuvo la calma y reafirmó su estado con el funcionamiento silencioso de las máquinas.

     »No lo niego, me causó curiosidad ver qué hablaban de mí, pero la conciencia primó y me obligó a anunciarles mi presencia.

—¡Qué considerado! —ironizó Dégel.

Siéntate —le pidió Kardia—, ¿lo resolvemos de una vez?

—No.

—¿Por qué no?

Milo hizo una mueca.

—No seré responsable de que algo falle y luego me echen la culpa.

—Eso no sucederá.

Una mano agitó los pelos rubios con desesperación.

—Te van a intervenir del corazón, un solo disgusto y te vas directo a quirófano de urgencia, sin escalas, ni preparación. No seré responsable de eso.

—Y por eso mismo debemos resolverlo ahora. No entraré al quirófano a enfrentar al Juez del Inframundo y permitiré que me eche en cara mi deseo de quedarme, sólo porque quiero resolver mis entuertos —negó con la cabeza.

—¿Cómo dices? —increpó Milo sin agresividad, con pura incomprensión.

Kardia se acomodó en el pequeño lecho, palmeó el lugar a su diestra e invitó a Dégel a tomar el sitio. El ruso dudó un momento y terminó por obedecer. Se percibía como un intruso.

Estoy hablando de ti con Dégel. Estoy confesando todos mis pecados, en la intención de limpiar mis faltas y remordimientos de conciencia.

     »Quiero entrar a ese quirófano y encarar la batalla de mi vida sin pesos en los pies. Quiero demostrar que he pagado mis deudas y por eso mismo, tengo derecho a seguir viviendo.

Milo se rio socarrón, metió las manos en los bolsillos de sus jeans y le dedicó una mirada altanera.

—¿Acaso te crees Constantine? Dudo que Lucifer aparezca y, al saber que te convertiste en mártir, te cure para impedirte ir a la Ciudad de Plata.

Kardia esbozó una sonrisa torcida. A Dégel le extrañó que el rubio supiera de esa película y reconoció que en realidad, no sabía nada de él.

—En mi caso, será el Juez del Guiverno el encargado de comprobar que no debo nada. Entonces, pondrá en duda mis actos de buena voluntad conociendo mi carácter. Será él quien me cure, creyendo que me pone una trampa, y me dará una patada de regreso.

     »Me obligará a vivir para demostrarle mis méritos para pertenecer al grupo de los justos. Sin saber que el vivir junto a Dégel, es para mí, disfrutar de los mismísimos Campos Elíseos.

El rubio meditó la situación unos minutos. Colocó su bolso en el perchero y puso una de las sillas frente a la cama de Kardia, recargada en la pared.

Hablemos, no puedo negarle la última voluntad a un espartano que está por ir a las Puertas Calientes.

—Entonces yo me voy —se incorporó el ruso.

Kardia sujetó el brazo del ruso, éste volteó a mirarlo con dudas en sus amatistas.

—Tú te quedas, yo no tengo nada qué ocultar. Milo, me gustaría que entiendas algo. Le oculté a mi marido mi enfermedad, lo que sucedió contigo. Considero prudente que Dégel me conozca como soy, sin máscaras ni sombras y al mismo tiempo, sepa lo que nos atañe a ambos.

—De acuerdo, de cualquier forma, prefiero que lo oiga y lo presencie, a que le cuentes algo basado en tu perspectiva.

—No me siento muy a gusto en medio de ambos —confesó con resquemor.

Los dos escorpiones alargaron sus bocas en una mueca sarcástica muy parecida. A Dégel se le resecó la garganta al reconocer la fuerza de los genes.

Piensa así —le propuso Milo con voz serena—. De estar acá, controlarás que Kardia no se exceda y se arriesgue.

De acuerdo —respondió por educación.

La tensión se incrementó. Dégel rogó porque Kardia se mantuviera a salvo. Éste notó la inquietud de su marido.

—No me iré cuando estoy a punto de desatar todos mis nudos —le besó la mejilla con dulzura—, y mucho menos cuando sé que este cabrón quiere cogerte.

El salto que dio con esa expectativa, le hizo llegar al Alfheim, el mundo de los elfos para los nórdicos.

—¡¿QUÉ?!

Las risas de Milo llenaron el lugar. Se recargó en la silla y colocó las manos en la nuca. La camiseta roja se levantó mostrando los marcados abdominales.

Dégel ni le prestó atención a la orografía masculina dotada de la capacidad de poner a Camus de cabeza.

Así que me escuchabas —le guiñó un ojo aguamarino.

—No estoy seguro de cuándo lo escuché, pero algo sobre Dégel y vergazos en tu voz, me sigue persiguiendo en mis sueños.

—¡Ni loco me dejaré tocar por este rubio desabrido!

—Óyeme, más respeto por el rubio desabrido —respondió el otro en el acto—. Además, no querría tu trasero limón ni porque me lo regalaran. Iugh —puso mueca de asco.

Dégel no sabía si sentirse ofendido o aliviado. La consternación se apoderó de él. El rechazo se convirtió en insulto, incrédulo de saber que alguien simple y llanamente, lo consideraba repelente.

—¿Limón? —se interesó Kardia.

—Por agrio y ácido —respondió al instante—. Además, sólo alguna araña se atreve a tocarlo.

El ruso deseó congelarlo ahí mismo.

Hey, el limón está acá presente y no quiere que lo toques —asestó con frialdad, acomodando con altivez sus lentes sobre el puente de su nariz—, mételo en tu mente.

—Ya te dije, ni quién quiera tocarte —se estremeció de espanto—. Una araña tiene la suficiente valentía para eso. Si lo dije, fue para que Kardia reaccionara, no porque te me antojaste.

El Roux se sentía humillado ante el desprecio total en el rostro del otro. ¡Era su ego maltratado el que se enojaba!

—Eso es cierto —lo apretó Kardia con cariño—. Existe un arácnido que te toca, amor mío y seré yo y sólo yo, Dégel.

—¿Esa es tu manera de defenderme? —protestó con el orgullo maltratado.

Su esposo le plantó un beso en el cuello. El ruso se alejó con malestar. Kardia le tomó la mano e hizo presión. Dégel terminó contra el pecho del griego y cerró los ojos escuchando el rítmico sonido de ese corazón convaleciente.

Vamos a lo que nos interesa —retomó la palabra el rubio—, ¿por qué me buscaste y luego me diste una patada en el culo? Nunca entendí eso.

El tema sacó chispas. La voz de Milo reflejaba su frustración y era contagiosa la protesta.

Yo jamás superé la noticia de tener un medio hermano —musitó resignado—. La única razón por la cual te busqué, era que el hijo de puta de mi progenitor estaba por morirse y conocerte, se convirtió en su último deseo.

—¿Qué te motivó a hacerlo? —se interesó Milo—. Total, yo era un error de tu padre, bien pudiste mostrarle la verga y decirle: "búscalo tú, viejo".

—No era tan fácil. En ese momento, mi progenitor me chantajeaba con las pertenencias de mi madre que seguían en su casa. Objetos que, en su mayoría, no eran de gran valor, excepto por uno de ellos.

Los ojos de Scorpio se llenaron de imágenes del pasado. La nostalgia impregnó el tono de su voz.

      »Mamá nunca fue una mujer ambiciosa, llegó un momento donde se quedó sin ilusiones o sueños. Por eso, su único deseo se convirtió en mi karma. Esa última voluntad era simple. Tanto, que caía en el absurdo. Así que me esforcé tanto en hacerlo realidad en cuanto pude.

Los otros dos respetaron la pausa, en el entendimiento de que Kardia buscaba las palabras para continuar.

     »Ella deseaba que su primera nieta tuviera una pulsera de rosas lilas que compró por impulso y decía, sería lo único bueno que le heredaría.

—¿Acaso no es la pulsera de Sasha? —intervino Dégel haciendo memoria—. ¿La que llevó a la subasta y casi te da el patatús cuando supiste que la iba a vender a Julián, para pagarle el millón de euros que pujó por Camus?

—Me alegra que te acuerdes de ello —le sonrió complacido—. Sí, es esa pulsera.

El ruso maldijo a su marido. Ni él conocía la importancia de ese objeto.

El día que Sasha nació, Kardia apareció con la joya hecha a medida y se la colocó a la niña en cuanto los médicos lo autorizaron.

Ahora entendía la lágrima solitaria que le vio a su marido derramar, al ver a su hija adornada con las delicadas rosas lilas con centros de diamante, finamente engarzadas sobre la trenza de tres oros y la terquedad de su marido al adaptar la joya al tamaño de la muñeca infantil, con el paso de los años.

Se anotó la tarea de hablar con Sasha al respecto para que la cuidara en la medida de sus posibilidades.

—Y la tenía el viejo —calculó Milo pensativo.

Sí, la tenía en su poder, como todas las joyas de mamá que podrían importarme menos. La fortuna de los Scorpio provino de los Lesath, la familia de mi madre. Ella, al ser hija única educada en un entorno machista, soportó una vida infernal con el hijo de puta de mi progenitor. Desde insultos, vejaciones, hasta engaños.

     »Ese bastardo no sabía mantener la verga dentro del pantalón. Sus reglas estaban supeditadas a la obediencia absoluta. De lo contrario, reaccionaba con golpes para imponer su orden y después del estallido, embrutecerse con el alcohol.

Levantó los orbes de zafiro y los fijó en Milo.

     »Y llegó un momento, en que te consideré una calca de él.

—Gracias por la etiqueta de bastardo hijo de puta —ironizó el rubio con asco.

—Lo conociste. Ambos eran rubios y tenían el mismo maldito carácter. Para variar, tú no escuchabas más allá de lo que te convenía. En el momento en que te llevaban la contra, estallabas con violencia. Eras adicto a las drogas, al alcohol, al cigarrillo.. y no sabías mantener la verga dentro del pantalón...

—Entiendo, como me consideraste idéntico a él, me trasladaste la bronca que tenías con tu padre —asentó con tranquilidad—. Me convertí en tu saco de golpes, el objetivo a donde dirigías las emociones negativas que te tragabas con tu padre.

Kardia se dio un tiempo para meditar las palabras de Milo. Frunció el entrecejo y parpadeó golpeado por la nueva concepción.

—Sí —contestó soltando un aire contenido—. Sí, así fue —reconoció con tristeza.

Dégel admiró la soberbia forma en que Milo tradujo a la perfección el proceso psicológico que para Kardia e incluso, para él, era incomprensible. Su forma de ver al rubio estaba cambiando y lo alejaba de la idea premeditada de que era un idiota sin cerebro.

     »Yo no podía hacerle nada a mi progenitor. Mi madre una vez me dijo que no podía echarle la culpa al perro por morder, si eso fue lo único que aprendió en su vida. Me rogó que lo perdonara, pero no quise hacerlo y fue peor que eso, no pude encontrar la fórmula para ello.

     »Lo único que hice para seguir las enseñanzas de mi madre y librarme del karma, fue cuidar de él en su enfermedad, como nunca lo hizo conmigo y cumplir su última voluntad. Esa fue buscarte y darte una vida "de bien" —dibujó las comillas en el aire.

Milo guardó silencio. Kardia lo respetó.

Me suena lógico y sustenta mi hipótesis —acordó el rubio—. Barão me enseñó que, cuando estás imposibilitado para soltar la rabia que tienes en contra de aquél que te hizo daño, la trasladas a la persona más parecida a éste. Y en tu caso, la única persona que se parecía a tu padre, era yo.

—Supongo que fue eso. Sabes que llegaste en el momento menos oportuno y eras un idiota redomado. Hacías sólo lo que te convenía.

—Eso piensas tú —aclaró Milo—. Hablamos desde tu perspectiva.

Dégel analizó la absoluta tranquilidad del rubio. Distaba de lo que Kardia le dibujó esta mañana y presenció aquél domingo en que Milo atacaba a su esposo.

"No, Dégel. Ese día no asististe a un ataque, sino a una confrontación" meditó con sustento. "No hubo intención de dañar y destruir por parte de Milo, sino enfrentar cara a cara a Kardia, en igualdad de circunstancias".

Este hombre sentado ante él, se acercaba más al que cuidó a sus sobrinos. Mantenía sus emociones contenidas y respetaba al otro.

Sin esperarlo, Dégel también sintió respeto por Milo.

—De acuerdo —dijo Kardia tras una pausa—, desde mi perspectiva llegaste un mes antes de mi boda con Dégel. Metido en un lío de mil putas, con el síndrome de abstinencia que te ponía tan violento. No te dabas cuenta de cuántos desvaríos decías en diez minutos. Ibas de un extremo al otro. Pedías, rogabas y si yo no accionaba, estallabas y venían los golpes.

—Reconozco que ese lapso de tiempo es una imagen claroscura y distorsionada en mi memoria —encogió los hombros—. El mismo síndrome de abstinencia me hacía ir de un extremo al otro.

—Me hablabas de una mujer, pero el investigador que Scorpio te puso, desdijo tus palabras. Él aseguró que en los dos meses que te siguió la pista, no había mujer alguna que estuviera a tu lado. Más allá de las que se te acercaban en las peleas clandestinas.

—Entiendo —resopló y restregó sus mejillas con las manos preso de la excitabilidad.

—Por eso empecé la dinámica de negarme a intercambiar un par de palabras contigo y mucho menos, escuchar tus llamadas de angustia. ¿Para qué? Si cada que te prestaba atención, nos íbamos a los golpes.

     »Los psicólogos que te atendían, me informaron de tu realidad trastocada. No lo niego, la salida más fácil para mí fue concentrarme en darte lo que requerías: atención médica y psiquiátrica, el resto fue un: "arréglate como puedas".

Dégel sonrió con tristeza y mantuvo el silencio. Kardia por fin exteriorizaba ese cáncer que lo carcomía desde hacía años y por un lado, se alegró por ello. La acción básica de su marido consistía en tragarse todo y mantenerlo en absoluto silencio. Los secretos eran pan de cada día en su relación y Dégel tuvo que aprender a respetarlos.

Hoy, se dio el gusto de asistir al mejor concierto y las letras de las melodías se impregnaron de catarsis y liberación.

De acuerdo —exhaló Milo—, ahora entiendo el estira y afloja de tu parte. Primero me ignoraste, luego acudiste a mí con tanto empeño que me aturdiste. Y al final, vuelta a la patada en el culo.

—Te busqué cuando tu madre falleció. ¿Quién mejor que yo para entender la pérdida de una madre? La mía se fue por un cáncer generalizado. Entiendo lo que es presenciar cómo se apaga su vida. En cambio, tu orgullo te impidió aceptar mi ayuda.

—¿Así que mi rechazo fue para ti por mi orgullo? —susurró Milo herido—. Es decir, gracias por interesarte en mí, pero ¿por qué aceptaría tu mano justo en el momento en que ni yo mismo sabía cómo consolarme y la mera pronunciación del nombre de mi madre me carcomía las entrañas?

Dégel escuchó el preciso momento en que Kardia tragó saliva. También el ruso lo imitó.

No sabía eso...

—No. No lo sabías. Nunca lo preguntaste.

Milo se levantó con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta de piel. Dégel obedeció el impulso de colocarse frente a Kardia para protegerlo. Esa acción generó una sonrisa amarga en el rubio.

     »Mi madre me enseñó a respetar a los enfermos. Nunca tocaría a Kardia y mucho menos, abusaría de él en este estado de vulnerabilidad, limón desabrido.

—L-lo siento.

El rubio encogió los hombros y mantuvo la postura, sus labios mostraban una mueca amarga como la hiel.

—Kardia, me doy cuenta que entre tú y yo hicimos, de todos estos siete malditos años, una titanomaquia. Una guerra basada en la suposición, jamás en la comunicación.

Exhaló con desgana y agitó los rubios cabellos con la diestra.

     »Voy a caminar aprovechando el espacio. Les aviso para que no piensen que busco algo más —miró con elocuencia a Dégel, éste se sonrojó de pies a cabeza—. Durante la terapia, descubrí que necesito el movimiento cuando algo me afecta demasiado.

Milo se desprendió de la chaqueta, la dejó sobre la silla con descuido mientras buscaba las palabras.

     »Entonces, contrataste un investigador privado.

—Contraté a varios, incluso fui a Rusia persiguiendo una pista falsa, hasta que te encontré.

—Bien, el investigador privado no podía saber de Clío porque esa fue mi culpa. Mi total y absoluta culpa —musitó acomodando el reclinable contra la pared.

¿Clío era la mujer que embarazaste?

Dégel se sobresaltó ante esa revelación. ¿Milo tenía un hijo?

¿Camus lo sabría?

—Sí, era mi novia. Teníamos planes de casarnos, no era una mujer cualquiera. A diferencia de tu padre, yo sé mantener la verga en los pantalones —sonrió con amargura.

—No recuerdo eso —reprochó Kardia sin pensar—. Tú siempre tenías una mujer contigo. Incluso después de que salías del Centro, estabas con prostitutas.

Milo soltó una carcajada cínica. Mordisqueó su labio y le dedicó una dura mirada.

Sí, lo reconozco. Soy un hombre con una líbido impresionante.

"Ha de ser de familia" pensó Dégel en referencia a Kardia.

     »Sin embargo, mi madre me enseñó a respetarme. No hablamos de respetar a las mujeres o a los hombres, no. Me enseñó a respetarme a mí —se golpeó el pecho con la palma—. ¿Quién soy si mi único objetivo es conocer todas las camas del mundo?

     »Soy un hombre que no se ama a sí mismo, que no se respeta y por eso, necesita del amor de otros para sentirse que es alguien en la vida.

—Touché !

Fue un impulso y apenas escuchó la frase, se cubrió la boca con la mano.

Tal cual, limón. Tal cual... —le dedicó una sonrisa neutra—. Sí, estuve con escorts después de mi estancia en el Centro y aun en estos años. Lo reconozco. Me gusta el sexo y en ocasiones, necesito una caricia. Por eso los contrataba y no a cualquiera, sólo a los que me mostraban un historial médico sano. Y he tenido cuatro en estos años. Regulares, no ocasionales. A un par les pagué la exclusividad.

—¿Y por qué prefieres escorts y no una relación?

—Porque después de Clío no podía ofrecerla, limón. No estaba preparado para ella y los escorts saben a qué atenerse conmigo. No se hacen ideas erróneas o trazan castillos en el aire.

—¿Hombres?

—La curiosidad mató al limón —le advirtió.

Puede ser, pero me interesa saberlo.

Milo no se dignó a responder. Dégel comprendió que ese no sería tema de conversación. Se dedicó a preguntar por lo que sí diría.

     »¿Qué pasó con Clío?

Deseaba saber más sobre la mujer embarazada, aquella que llegó al corazón del otro escorpión.

—Clío fue mi tercera novia. No lo niego, tuve affairs, pero eran fijos. Un par antes de Clío y ambos supieron que sólo quería diversión sin compromiso. Eran fijos y consecutivos, duraron lo que ambos decidimos.

      »No me gustan las relaciones en simultáneo porque a mí sí me dolió saber que mi madre confió en un imbécil que le juró ser soltero y al final, resultó casado. Por ese motivo, por ese dolor, me prometí que ninguna de mis parejas sufriría una infidelidad de mi parte.

—¿Y entonces por qué Clío fue tu culpa? —interrumpió Dégel.

—Porque me metí donde no debía —declaró sin excusas—. Clío era la... "pareja" —dibujó las comillas con los dedos—, de uno de mis jefes.

—¿No dijiste que no le harías a otros lo que le hicieron a tu madre? —reprochó Kardia venenoso.

Milo metió las manos en los bolsillos de sus jeans y dejó caer la cabeza.

Ya te dije que Clío fue mi mayor culpa. Al conocerla, pisoteé todos mis esquemas, hice trizas mis estructuras y rompí mis juramentos.

Su sonrisa se permeó de nostalgia y tristeza.

     »Y si por azar de las Destinos, volviera a repetir mi vida y me encontrara en la misma senda de Clío, la volvería a elegir sin dudar.

—Eres igual de infiel que ese hijo de puta —acusó Kardia.

Sí, por eso hoy, no me molesta pagar la bronca que sentías con tu padre —lubricó los labios con su lengua—. Ya comprendí tus motivos y los acepto.

Cambió su peso de pie, con la vista perdida en el horizonte.

     »En cuanto a Clío, no me voy a excusar, ni voy a darte razones para que me comprendas. Lo único que razoné, fue la importancia de Clío en mi vida. En ese momento, nadie en fue capaz de hacerme sentir tan bien como ella.

     »Dudo que algún día, alcances a entender lo que significó para mí conocerla. Con el paso del tiempo y el trato, supe que ella y sólo ella, era la persona que deseaba a mi lado. Detesté el hecho de que estaba prohibida y al mismo tiempo, me vi imposibilitado de rechazarla.

     »Me sentí irremediablemente atraído a su vera y pronto, albergué la ilusión de despertar a su lado cada día y dormirme con sus brazos alrededor mío.

No había duda para Dégel, ese rubio expresaba amor con cada frase, uno tan apasionado que le erizaba la piel.

Tragó saliva y de reojo, observó a Kardia. Éste parecía golpeado. El ruso desvió la atención a las máquinas y se alivió de ver que todo seguía en orden. Entendía el punto, Kardia también supo en San Petersburgo que él estaba casado con Seraphina, el mismo Dégel se encargó de hacérselo saber, y aún así, no le importó seducirlo.

De cierta forma, Kardia le obsequió a Seraphina el mismo tratamiento que su padre le dispensó a la señora Scorpio.

Era culpable de la misma falta que le reprochaba a Milo y se daba cuenta de ello en este precioso momento.

     »En ese período de mi vida, Clío era el ser perfecto para mí y no dudé en ir por ella. Además, llegó cuando más la necesité. Apareció meses después de que tú llegaras a la universidad y me dijeras que tu padre quería conocerme, que el bastardo causante del daño de mi madre, tenía nombre y apellido.

Soltó una risa amarga y dolida.

Nunca entendí cómo viraste tanto tu vida en sólo noventa días —susurró Kardia con una vista diferente de su hermano—. Estudiabas Contabilidad y después, te metiste en líos gordos.

Milo se dedicó a recoger la poca basura desperdigada. El ruso recordó su necesidad de movimiento.

—La realidad me superó —reconoció con pesar—. No supe manejar el hecho de que ese cabrón tuviera los huevos para querer conocerme. Ni siquiera pude decirle a mamá la verdad de mi afectación. No podía concentrarme en los estudios, deseaba golpear tanto a alguien y por azares de la vida, un amigo me llevó a hacer algo divertido, según él, y a las horas, terminé protagonizando una pelea clandestina.

—¿Participabas en peleas ilegales?

—Sí, limón. En ese momento, golpear a alguien fue catarsis pura. Tenía el pretexto perfecto para causar dolor en otro, sin contenciones o frenos. La adrenalina me duraba lo suficiente para soportar la realidad. Hacía ejercicio, dormía por las noches y el dinero me servía para drogarme.

Dégel chasqueó la lengua con disgusto.

Y así cuidas de mis sobrinos.

Se arrepintió de sus palabras al ver la respuesta acongojada del rubio.

—No lo niego, en su oportunidad lo hablé con Barão. Tus sobrinos fueron una de las razones por las que pensé alejarme de Camus —sonrió de nuevo con esa mueca dolida, quebrada.

El ruso comprendió cuánto le afectaba. Era un hombre sin piel, con las emociones en carne viva. Se recriminó el seguir lastimándolo y se prometió no hacerlo más.

Y sin embargo, viniste cuando Écarlate te llamó.

—¿Cómo desoír el llamado herido de un niño? —sacudió la cabeza—. Después hablaremos de eso, centrémonos en resolver este lío.

—De acuerdo.

—Después de las primeras tres peleas, apareció en mi vida un sujeto y con él, mi vida volvió a dar un giro tremendo. Él me ofreció meterme en las ligas mayores y yo acepté. Además, la paga era buena.

—¿Quién era ese? —se interesó Kardia.

Daimon, la pareja de Clío —caminó en círculos como un animal enjaulado—. Primero trabajé con él en las peleas callejeras y cuando descubrió mi interés en los autos, me ofreció ir con él a un taller mecánico. Me enganchó con la propuesta de estar en un sitio donde el trabajo físico te hacía dormir por las noches.

     »Después supe que a él le interesaba que dejara las drogas, siempre en pos de mantener en excelentes condiciones a su campeón.

—¿Y te fuiste allá?

—Sí, me presenté en el taller y joder, tenía razón —sonrió como si recordara buenos momentos—. Daimon me ponía a trabajar como burro. Apenas me veía tomándome un respiro, lo tenía ladrando por ayuda. Dentro de lo que cabe, era un buen tipo.

—¿Por qué dentro de lo que cabe?

—Pues... estaba metido en líos gordos. Su hermano y él hacían cosas ilegales.

—¿Cuáles?

—¿Qué te importa? —atacó sin prudencia al convaleciente—. No te metas en donde no te quiero. Te diré lo que necesites, no más —le señaló con el índice—. Respeta mis silencios como yo respeté los tuyos.

Kardia se enfurruñó, odiaba quedarse con dudas. Dégel en cambio, percibió un aura distinta en el rubio y entendió que el tema no era prudente. Colocó una mano sobre la de su esposo y negó con la cabeza. El Scorpio chasqueó la lengua, pero obedeció.

     »Mi relación con Clío fue clandestina. Nadie en el taller lo supo, ni siquiera Daimon.

—Entonces la golpiza que te dieron fue porque te descubrieron —volvió Kardia al ataque.

—Te pido atentamente que guardes silencio. La historia la cuento yo, deja de suponer y escucha lo que te digo —asentó rudo.

—Hijo de...

—Tu padre.

-–¿Qué?

—Soy hijo de tu puto padre. Recuerdo que el domingo quedamos de no insultar a las madres, así que hagamos justicia en el único puto de nuestra familia: tu padre.

—El tuyo.

—Da igual.

"Son tan parecidos, dejaran de ser hermanos" meditó Dégel acomodando sus gafas sobre la nariz.

—Sigue.

—Todo iba bien hasta marzo, Daimon tuvo que partir no sé a dónde. Dejó el taller y las peleas en control de otro tipo y ese nombre no lo voy a decir. No aquí, al menos. Clío y yo sabíamos que sería peligroso vernos. Ella temía que nos descubrieran porque en el ambiente en que estábamos, nos matarían a los dos.

El sobresalto alcanzó a los otros dos. Milo no se dio cuenta, sumido en sus recuerdos.

     »Fueron meses espantosos para mí. El nuevo jefe me presionaba demasiado. Nos veíamos sólo cuando ella iba a recoger el dinero de las peleas o bien, cuando hacía algún mandado en el taller. Hablábamos con discreción, siempre preocupados porque alguien nos escuchara.

—Qué estresante.

—Sí, limón. Muy estresante —su rictus se plagó de esa emoción—. Llegó un día en el que me negué a pelear. No fue por cabezota, mi madre estaba enferma y yo quería cuidarla. Lysander lo tomó a mal...

El ruso notó el desliz del rubio y se grabó a fuego el nombre. Un apretón en su mano, le hizo saber que Kardia también se percató de ello.

     »...Mandó a sus hombres y me llevaron a rastras. Me puso un par de golpes y me echó en cara mis faltas en el trabajo.

     »En su paranoia, creyó que mi rechazo a las drogas era porque estaba pensando en largarme. Así que me volvió a enganchar. Me tuvo dos semanas metido en un cuartucho con un imbécil que me suministraba drogas aún en contra de mi voluntad.

—¿Las habías dejado?

—Por supuesto, Kardia, ¿qué te piensas que soy? —gruñó ofuscado—. Mi droga era Clío. No necesitaba evadirme de la realidad cuando la tenía a ella. Cada viaje significaba perderme una de sus sonrisas, besos o abrazos. No era tan estúpido. Además, con ella estaba superando lo de tu padre y estaba sopesando la idea de volver a la universidad.

—Querías el paquete completo —concluyó Dégel.

Sí, quería el paquete completo —exhaló con nostalgia desgarradora—. Ella apareció después, porque el jefe quería que peleara y ella lo manipuló. Aseguró que Daimon le dijo cómo motivarme, así que nos dejaron solos. De cierta forma lo hizo. Me dijo que estaba embarazada y tenía miedo de este tipo.

Se interrumpió con un gruñido. Apretó las manos en los bolsillos y las venas de su cuello resaltaron.

     »Acepté pelear. El jefe quería enfrentarme con un matón de otra banda y la pelea tuvo un alcance mayor por el hecho de que yo seguía invicto después de tanto tiempo. Esa noche, saqué todos mis ahorros y aposté en mi contra.

—¿Por qué apostaste en tu contra?

—Porque todos iban a apostar por él —le dijo Kardia—. Iba invicto, dieron por sentado que pelearía con uñas y dientes para mantenerse invicto por cuestión de orgullo.

—Y perdiste...

—Sí, perdí. Permití la entrada del gancho al hígado, me sacó el aire y él aprovechó para rematarme. Perdí la pelea, gané una millonada, pero...

—Tu jefe se enojó.

—No sólo eso, la pelea era cuestión de honor. Mi jefe apostó algo más con otro cabecilla y yo no lo supe hasta que todo pasó. Esa noche perdí lo invicto y mi jefe perdió una sección absoluta de ganancias inimaginables. En su rabia, fui el objeto de su venganza.

—Por eso te encontré casi muerto en el hospital.

Milo encogió los hombros y sus ojos aguamarinos volvieron al horizonte.

Yo no importé, pero esa noche era la noche en que Clío y yo nos escaparíamos. La cité, le juré que llegaría y nunca cumplí mi promesa —bajó la cabeza.

El cabello ocultó su rostro. Milo optó por dar media vuelta y fingió estar muy interesado en el mapa del plan de evacuación del hospital.

Los esposos intercambiaron miradas comprendiendo lo sucedido.

Y yo llegué y te saqué de ahí sin dejarte explicar nada.

—Sí —carraspeó con voz rota—, te dije sobre mi novia. Si no te di nombres, fue por el temor de que alguien nos escuchara y ella pagara las consecuencias. Ese día te fuiste y un par de días después volviste. Sí, pero me llevaste contigo a Inglaterra sin dejarme opinar.

La tensión de esas espaldas era visible a través del delgado textil de la camiseta. Milo soportaba una carga de proporciones inconmensurables.

     »Gracias por el sedante, por cierto. Fue un gran toque...

Dégel sintió el frío en las puntas de sus dedos. Entendió la forma en que Kardia lo sacó de ahí sin que se opusiera. Como un cadáver, un ser sin voluntad...

"Mi amor, eres todo un gran hijo de tu put...o padre! pensó apretando las mandíbulas.

De esa forma, empatizó con Milo y comprendió por qué Kardia no quería tocar el tema.

—Lo siento...

Kardia lo dijo como extirpado con un sacacorchos. A duras penas, con todos los huevos que pudo reunir en ese momento.

No fue fácil para él disculparse.

No fue fácil expresarlo en voz alta.

No hubo respuesta.

El rubio se pasó el brazo por el rostro y levantó el rostro aun de espaldas a ellos.

Me llevaste con tu padre —prosiguió como si la disculpa le importara poco y nada—, le pedí que por favor me regresara, que tenía a alguien y él dijo que putas como mi madre, había cientos en Inglaterra.

Su risa fue despectiva.

     »Recuerdo que aún estaba mareado por el sedante y aún así, fue tanta la rabia que me despertó con ese comentario misógino, que sentí su jeta en mi puño cuando le hice tragarse sus palabras a putazos.

     »Nadie insulta a mi madre en mi cara y se queda tan tranquilo. Además, también insultó a Clío. No recuerdo qué pasó, creo que los guardias me quitaron y me desmayaron. Después, desperté en el Centro.

Sí, eso pasó.

—¡Cómo odiaba ese puto lugar! —rio, su risa era amarga como la hiel—. Los médicos eran imbéciles, los enfermeros abusaban de su fuerza y cada que te hablaba, me ignorabas. Fuiste un hijo de tu puto padre.

Kardia bajó la cabeza apenado.

     »Me enteré de tu boda y le pedí a tu padre que me diera dinero para mandarte un regalo —su risa llenó el lugar.

Hijo de tu... —gruñó Dégel.

¿Les gustó el arreglo?

Esta vez los miró de frente. Alrededor de los ojos de Milo había una coloración rojiza. Sin embargo, sonreía de oreja a oreja.

¡También era mi boda!

—Lo siento, limón, ¿para qué te casas con este imbécil?

—Idiota.

—Ah, esa es la palabra favorita de tu familia. Tu hermano me la dice a cada rato —sonrió exultante.

¿Era tanto tu odio hacia mi esposo?

—Eso y faltaba más... Cuando pude escaparme del Centro y fui a casa, un año después, era demasiado tarde. Mi madre estaba en coma, tuve que pedir su desconexión. Nunca más pude hablar con ella después de abandonar Atenas, gracias a tu maridito.

Dégel tragó saliva otra vez. Había perdido la cuenta de las veces que lo hizo. Milo les sonreía con rabia entremezclada con el dolor lacerante.

     »Para cuando fui a buscar a Clío, me dijeron que la policía había metido mano. Todos habían escapado y no sabía a dónde había ido a parar mi pequeña Clío.

     »Ni siquiera supe si mi bebé había nacido y todo gracias a ti, Kardia —lo señaló con el índice.

Lo acusó con toda la violencia emocional que guardó estos años y la vomitó sobre Kardia sin frenos.

La máquina sonó con violencia. Dégel volteó con Kardia. El rubio también se acercó.

     »Hey, hey, no te me mueras —le ordenó molesto—. Tranquilo, todavía no te perdono, escorpión estúpido. No te puedes morir aún, imbécil. Tu encuentro con el Juez todavía sigue en números rojos, no te va a devolver si te largas ahora.

Kardia aspiró fuerte y tomó su tiempo para recuperarse.

El ruso sintió las lágrimas desprenderse de sus ojos al ver el esfuerzo sobrehumano que hacía su marido. Le puso una mano sobre el pecho y lo acarició suavemente.

De alguna forma, trasladó parte de su vida a Kardia. Le entregó la fuerza del aire helado para apagar las llamas de su corazón.

¿Todo bien por acá?

Tres cabezas voltearon hacia Manigoldo. El médico lucía unas bolsas bajo los ojos, señal inequívoca de que estuvo de guardia toda la noche.

Se acercó y los familiares le hicieron espacio. Revisó a Kardia escrupuloso. Milo y Dégel se alejaron.

Creo que sería mejor dejar el tema para otro día, ¿no te parece?

—Sí, limón, concuerdo contigo. Ya fue mucho forzar su maquinaria.

—¡Y en el Tártaro los titanes quieren libertad! —se hizo notar Kardia.

—Terco lo hizo su madre —se resignó Dégel.

¿De qué hablamos por acá? —intervino Manigoldo.

—De que mi hermano decidió poner todo en orden antes de su operación, doc.

—Ah, pues entonces le dispensaré una medicación para mantener su corazón estable, así pueden terminar sus asuntos. Les pido que sean breves y hagan las paces pronto. ¿Está bien?

Milo le dedicó una mirada elocuente a Kardia. Éste se la devolvió con terquedad absoluta.

     »Dije rápido, Kardia o te meto a quirófano ahora mismo.

—De acuerdo —gruñó con amargura en la voz.

Bien, voy por el medicamento.

La salida de Manigoldo trajo un ambiente trémulo. Ninguno quería hablar para no afectar a Kardia.

Vamos, no me voy a morir, ya lo dije. Así que termina la plática. Allá recaíste en las drogas.

—Sí, mi realidad se convirtió en un Centro que odiaba, un dizque hermano que me ignoraba y un idiota que se sentía mi padre, al que quería matar cada que aparecía ante mis ojos.

     »¿Qué me dejaste? Nada, mi casa había desaparecido porque las personas que me importaban se marcharon. Estaba solo en el mundo. Por eso, intenté evadirme de la realidad y tú volviste para joderme.

—No fue así, no era lo que quería —aseguró con vehemencia—. Me enteré de la muerte de tu madre y quise brindarte un hombro.

—Imbécil, me lo brindaste cuando más perdido estaba. Nunca lo vi, pensé que me jodías para mantenerme alejado de las drogas.

—¿Yo qué iba a saber de eso? Para mí, lanzabas el aguijón cada vez que me acercaba.

—No importa, lo que interesa es que me dejaste a Barão. Eso me ayudó muchísimo.

—Fue tras tu última crisis.

—Sí, mis crisis siempre estaban relacionadas con Clío y su desaparición. Esa noche soñé con Clío. La vi embarazada, con la pancita de unos siete u ocho meses, caminaba hacia un maldito callejón —sonrió con amargura y se mesó los cabellos con desesperación—. Tenía prisa, estaba llorosa y alguien le gritó. Ella volteó y vi cómo le disparaban al vientre. Enloquecí...

Dégel apretó los párpados. Comprendió lo que dijo Milo al inicio. La guerra entre ellos estuvo plagada de silencios y hoyos. Nunca hablaron bien, ni se escucharon. Ahora se reprochaban la falta de acompañamiento. De saber lo que Milo sufría, Kardia hubiera estado a su lado.

¿Milo habría hecho lo mismo con Kardia?

Recordó la forma en que el rubio se tomó el asunto de la operación de Kardia en el consultorio de Manigoldo, aquella mañana cuando se enteraron de su condición. Sin pedírselo, Milo se puso la camiseta del equipo y los ayudó en todo.

No era un hombre egoísta el que hablaba, sino uno lastimado en lo más profundo de su ser.

     »Ahí apareció Barão y joder, qué tipo —sonrió el rubio con alivio y añoranza—. Me devolvió en poco tiempo el alma al cuerpo. Me planteó objetivos y no me dio tiempo para retroceder. Es un puto toro de Pamplona en su trabajo.

     »La diferencia radica en que no puedo quitarme, tengo dos paredes altísimas a los lados. Debo correr más rápido para llegar a la meta, antes de que el toro me la meta por el culo.

—¡Esa estuvo buena! —celebró Manigoldo de regreso—. Lamento haber escuchado, pero me gustó saber de ese toro. ¿Me lo presentas luego?

—Ni en tus sueños más húmedos, cabrón —se negó en rotundo el rubio.

—Oh, ya me hacía ilusiones de jugarla en el equipo defensivo —puso carita triste—. A ver, Kardia, voltéate para ponerte la inyección.

El paciente sacudió la cabeza rapidito.

—¡Y en el Tártaro los Titanes quieren libertad!

Kardia, necesitas la medicación —insistió el médico.

—Pónmela en el suero, ¿no que eres tan bueno en tu trabajo?

—¿De verdad le tienes miedo a una agujita? —se la enseñó con diversión malsana.

—A huevo, en mi casa todos los escorpiones le tenemos miedo a las agujas.

Serás puto.

—¿Qué dijiste, Milo? —saltó enojado.

—A mí sí me mandaste a un sitio donde las jeringas eran la solución, pero tú no aceptas una para el medicamento —sacudió sus rubios cabellos—. Te jodes, puto. Te la pone él o te la pongo yo.

—No te atreverías.

—Eso, provócame —sonrió con sadismo—. Me cobraré todo lo que me hiciste con esa sola inyección. ¡No te levantarás en días!

Kardia meditó un momento, al siguiente, le mostraba el trasero al médico. Manigoldo realizó rápido la maniobra y sonrió a Milo.

Gracias por la ayuda.

—Cuando quiera vengo y me vengo con él.

—¿El "vengo" es de vengarse o de correrse?

—No se lo diré, doctorcito —sonrió con malicia.

—Por cierto —intervino Dégel—. Dos cosas, la primera, ¿puede bañarse?

—Sí, claro, ya puede meterse a bañar.

—Bien, porque lo han bañado con esponja.

—Sí, pero ahora sí puede ir a la ducha. Sería recomendable que alguien lo sostenga por si hay alguna descompensación. Avisen a la enfermera para que le cierre el catéter.

—Y la otra... ¿sexo?

La risa de Manigoldo se escuchó hasta la recepción. El médico se agarró el estómago de tanto reír. Milo pareció disfrutar del espectáculo.

No, por supuesto que no.

—Ah, ni una masturbada.

—Dégel —interrumpió Kardia queriendo calmar los ánimos.

—No, está contraindicado.

—Ni una chupada —tanteó el terreno el ruso.

—Dégel, te estoy hablando.

—No, no —sacudió la cabeza el médico.

—Dégel, por favor, házme caso —intentó una última vez, pero el otro ya iba directo al grano.

—Ni que yo me toque y él vea.

—Ah, mira, no eres menso —le reconoció Manigoldo y puso una mano sobre el hombro del paciente—. Ni eso, Kardia. Corres el riesgo de entrar en paro, al tiempo que tu marido se corre.

     »Así que ni siquiera lo sueñes porque también te hace daño.

Dégel se sonrió con satisfacción absoluta, a sabiendas de que le había arruinado la fantasía a su marido.

     »Cero sexo. Es la palabra prohibida de tus días venideros, hasta dentro de un mes, más o menos, dada tu condición cardíaca.

—Pero, pero...

El paciente renegó, Manigoldo fue implacable.

—Eso te pasa por ocultar tu enfermedad debajo de la alfombra. Antes de tu paro cardíaco, pudiste tener muchos permisos, ahora ya no.

—Excelente —canturreó Dégel con sonrisa brillante.

¡Me engañaste, dijiste que lo harías!

—Sí, mi amor, pero no te dije cuándo lo haría.

—Pero, pero...

Dégel lo calló de la mejor forma que conocía, con un beso dulce y tierno. Kardia se derritió como la mantequilla.

Ya quisiera que me callaran así —comentó Manigoldo jocoso.

Ya aprendí la forma de callar al mío —asentó el rubio complacido.

Nada, esta técnica tiene derechos de propiedad —aseguró el ruso.

—Bueno, los dejo. Kardia, no hagas tonterías, por favor. Piensa en tu condición y no le des sustos a tu marido. Ya tengo cita en el quirófano, te operamos el viernes.

—De acuerdo, me parece bien —sonrió Dégel sentándose al lado de su marido.

Éste le apretó la mano, el ruso le besó la mejilla a sabiendas de sus inquietudes.

Me despido, vuelvo después.

Manigoldo se retiró, Milo empezó a recoger sus cosas.

Yo lo imito, tengo que ir con Camus.

—Sólo una cosa —le pidió Kardia.

¿Sí?

—¿Me... me... perdonas? —carraspeó con dificultad.

No.

Dégel levantó la cabeza, Kardia lo imitó. El rubio se encogió los hombros.

Yo ya lo acepté durante mis terapias. Lo que me faltaba era hablar contigo para cerrar el ciclo y lo hice hoy, en cuanto supe qué te motivó y cuáles fueron las circunstancias de nuestras peleas. No tengo qué perdonarte nada, acepto mi parte de la responsabilidad en esta Titanomaquia. Ahora eres tú el que debe reconocer la suya.

     »Lo que sí te acepto es una disculpa. La misma que te ofrezco por no comunicarme de la forma adecuada contigo. Por no saberte decir: "no es el momento, Kardia, quiero estar solo". Es lo único que te debo y te mereces, debido a mi comportamiento errático, a mi absoluta terquedad de tragarme todo y creer que era capaz de procesarlo solo.

—¿Y la violencia? ¿La superaste?

—Mira, limón, que te quede claro —se plantó frente a él—. Mi violencia siempre fue dirigida a los sitios correctos: mis contrincantes en las peleas, el imbécil que se dijo mi padre, el saco de golpes durante las sesiones de descarga, pero nunca dañé a alguien que no tuviera la culpa. Incluso, lo viste el domingo pasado cuando me atacaste fuera de la casa de Camus. ¿Qué hice? Nada. Tú lo hiciste todo.

Dégel se relamió los labios. En el fondo, supo que había sido muy fácil, demasiado fácil someter a ese rubio.

—¿Y los enfermeros? —saltó Kardia—. ¿Aquellos a los que les pagué cuando te echaron del Centro?

—Esos tuvieron su merecido —resopló iracundo—. Los imbéciles me toquetearon creyendo que ya me había hecho efecto la medicación. A mí nadie me mete mano y se va limpio. Por eso les rompí hasta el alma.

     »En su momento te lo dije: tú te metiste donde yo no te llamé. No te pedí que te hicieras cargo porque sabía mi responsabilidad en ello. Sin embargo, no te iba a permitir que me echaras a mí la culpa de todo, cuando esos idiotas empezaron a curiosear en mis nalgas.

Kardia se restregó el rostro con las manos inquieto, desesperado.

Maldita sea.

—Ya déjalo por la paz, Kardia. Ya te dije, tomo mi parte de la responsabilidad, toma la tuya y supéralo.

—Esperaba que me perdonaras —se lamentó rascándose la nuca.

—Entonces hagamos esto —se puso las manos en la cintura—, cuando tengas al Wyvern frente a ti, dile que tienes una deuda pendiente: vas a pedirle perdón a mi hijo por separarlo de su padre. Te juro que voy a encontrar a mi pequeño y ese día, le pedirás perdón. Él fue el más afectado en esto, ¿no lo crees?

Dégel le envidió a Milo cómo resolvía las cuestiones que le mantuvieron atado por años. De cierta forma, comprendió que el rubio se obligó a contenerse, debido a la enfermedad de Kardia.

Por primera vez, agradeció a las Destinos por el paro cardíaco de su marido. Sin él, de seguro habrían vuelto a pelear y jamás hubieran arreglado sus asuntos.

—De acuerdo, le pediré perdón a tu hijo...

—Bien, pues ya hicimos las paces, ya terminé mi labor aquí.

—No, todavía no.

—¿Qué falta, limón?

—Yo tengo un par de dudas más.

El rubio se agitó los cabellos, revisó el reloj. Dégel supuso qué lo inquietaba.

     »Mi hermano te esperará porque quiere entrar a ver a Kardia, así que no se irá sin ti.

—De acuerdo, dispara.

—¿Tus intenciones con mi hermano son serias?

—Eso no te incumbe.

—Lo sé, pero te lo voy a poner en palabras que entiendas.

Milo se puso en guardia con una mirada de fuego, parecía listo para ubicar las ideas del ruso con un aguijonazo tan parecido a la Aguja Escarlata tan cacareada por Écarlate.

     »Camus tiende a acercarse a mí cuando algo no cuadra en su cabeza. Él todavía procesa su relación contigo y cuando llegue a una conclusión, quiero saber qué decirle y no caer en el error de la Titanomaquia.

     »Kardia y tú entendieron lo que no fue y se mantuvieron separados siete malditos años. Mi deseo es darle a Camus una perspectiva más cercana a la realidad.

Milo repasó los dientes delanteros con la lengua y completó el gesto con un mordisqueo de su labio inferior.

—No sé a qué te refieres con "serias" —repitió la palabra—. Lo que debes saber es que para mí, tu hermano no es un affaire más. No sé qué es Camus en mi vida, pero en este momento, es la persona que quiero a mi lado.

—Decías lo mismo de Clío.

—Sí, la diferencia estriba en el Milo que conoció Clío y el Milo que ahora conoció a Camus. Quiero creer que maduré en el tiempo pasado entre uno y otro. Avancé en mi proceso y esta vez, haré las cosas bien.

Varió el peso de su pie derecho al izquierdo.

     »Lo reconozco, vi a tu hermano y lo primero que pensé fue en tenerlo en mi cama —encogió los hombros—. Me ofusqué con sus negativas e hice cosas estúpidas.

     »Ahora que conozco las razones de sus negativas, su realidad, sus hijos, parte de sus preocupaciones y dinámicas, sólo pienso en qué debo hacer para mantenerlo a mi lado y no porque me calienta la bragueta de formas en que nadie lo hizo —confesó con intensidad.

     »Sino porque también encontré en él, a alguien que me hace feliz. A pesar de mis defectos, de mi historia y errores, quiero explorar la posibilidad de ser su compañero y ayudarlo en lo que sea, aunque eso signifique enfrentar mis miedos con tres niños tan tremendos como maravillosos.

—De acuerdo, gracias por la franqueza.

—¿Cuál es la segunda pregunta?

—¿Tu pasado nos alcanzará?

—Tampoco lo sé, no vivo en el pasado ni me angustio por el azar —fue práctico—. En lo que debes creer, es en mi absoluta entrega a Camus y a los niños. Los voy a proteger con mi propia vida y sólo muerto o muy herido, incumplo con mi palabra.

     »Además, ¿es justo que preguntes eso? A finales de cuentas, el que recibió el atentado fue Camus. ¿Te olvidaste de que explotaron su auto?

—Touché !

—Yo lo tengo claro, quiero estar con Roux, con el Forúnculo del Mal, con Tenecito y con el bonachón de Sisyphus. No tengo dudas y estoy caminando con pasos de plomo a sabiendas de que un error no sólo lastimará a Camus, sino también a los niños. ¿Te queda claro?

—Sí, gracias.

La rubia cabeza asintió más liviana.

—De nada, cualquier cosa, avísame.

—Sí, me gustaría que te hagas cargo de las empresas de Kardia.

—¡¿Que te qué?! —jadeó su marido.

La cara de Milo era un poema a la incredulidad. Dégel la fotografió en su mente, le serviría de base para las actitudes de su agente Escorpio.

Vamos, Kardia, piénsalo. No puedes atender a la empresa estos días. Tú mismo dijiste que es muy estresante y eso sería contraproducente para tu corazón.

     »Yo no puedo con Sasha, mi empresa y la tuya. Además, Milo tiene una empresa unicornio, ha demostrado que puede con eso y más.

Dégel le dedicó a su marido una larga mirada llena de mensajes. El griego mostró su desacuerdo inicial y luego, fue calmándose.

—Platiquen esto entre ustedes, por mi parte, no tengo problema —encogió el rubio los hombros—. Sólo te aviso que haré todo vía remota.

—Es como la maneja tu hermano.

—Bueno, pues ya está. Si es todo lo que necesitan...

—¿Puedes ayudarlo a bañarse?

Aprovechó la buena disposición del otro. Ya que estaba de oferta...

—Que te den por culo —renegó el rubio.

—Me darán en un mes, gracias a mi marido.

—¡Hey, todos me hacen bullying!

Ambos ignoraron al idiota que renegaba.

—¿No temes que lo ahogue?

—No, lo que temo es meterlo a bañar y se me caiga. No tengo la fuerza para sostenerlo. Pesa lo suyo, no es como Camus.

—De acuerdo, yo lo ayudo —dejó el bolso y su chaqueta en la silla.

—Yo haré lo mismo con mi hermano.

Milo respingó con fuerza y le señaló con el índice.

—¡Hey, hey! ¿Por qué me castigas a mí? —agitó el dedo—. ¿Yo qué te hice? Si te estoy ayudando con Kardia.

—No estarás pensando en comerte a mi hermano recién dado de alta, ¿verdad?

¡Era inconcebible!

—¿Y por qué no? —se rascó la nuca—. Digo, si él quiere, ¿por qué habría de negarme?

—Tenías que ser Scorpio —se lamentó.

—No, no —agitó su índice frente a la cara de Dégel—, yo soy Antares. Nunca voy a abandonar el apellido de mi madre, nunca. Por eso mandé por culo al padre de éste cuando amenazó con que me daría su apellido. Yo no voy a darle la espalda a mis orígenes.

—A mí no me quedó de otra —renegó Kardia.

—Eso lo respeto —se acercó el rubio al paciente—. Anda, vamos a bañarte.

—No quiero.

Kardia se cruzó de brazos como niño chiquito. Milo chasqueó la lengua.

—No empieces —le amenazó Dégel.

—Yo quería que tú me bañaras.

—Tú querías que yo te hiciera un espectáculo pornográfico y todavía no me pagas lo suficiente para ello.

Milo sonrió discreto y rascó su nuca negando con la cabeza. Kardia hizo más puchero.

—Pero, pero... ¡cumplí con mi promesa!

—La cumpliré cuando estés en condiciones. Ahora, al baño con Milo —ordenó tajante—, yo iré con Camus para hacer los trámites y que le den el alta.

—¡Sólo el alta! —saltó Milo sin dudarlo—. Yo quiero ayudarlo a bañarse.

—¡Par de libidinosos! ¡Alacranes tenían que ser!

—¡A huevo! —respondió Milo orgulloso—. Anda, arriba, Kardia.

—¡Me hacen bullying!





Shura revisó las constancias de los registros con avidez. Por las fechas, suponía que el niño de Clío había nacido entre los meses de Octubre y Diciembre. Quizá Enero.

Se concentró en las fechas, en los registros de nacimientos sin padre, en la edad de la madre.

El cuadernillo de notas descansaba a su lado. La hoja en blanco se fue llenando conforme el minutero seguía su camino en la carátula del reloj.

El ringtone le sacó de la dinámica repetitiva.

—Diaz de Vivar —respondió en el acto, temeroso de que le mandaran callar los encargados del sitio.

—Soy Minos de Griffon.

—Hola, Minos, espera un momento, por favor.

Se puso en pie, recogió sus pertenencias, cerró las pestañas y salió al patio.

     »Listo, me disculpo. Estoy en el Archivo del Registro Civil.

—Está bien, soy paciente —se detuvo con intención—. Shura, necesito que me mandes los datos de tu contratante.

¿Por qué? —se interesó.

De todos los que pudo pedirle datos, era justo Milo el elegido.

—No puedo darte más información. Necesito su identificación, de preferencia su pasaporte. Lo que tengas de él, mándamelo.

—En su oportunidad, hice una investigación sobre él. Todo es real.

—Me lo imaginé. Compruebo que no eres de los que se dejan contratar por cualquiera, ¿cuándo me lo mandas?

—Si quieres, puedo ir a tu juzgado ahora mismo y llevarte todo.

—No, mételo en un sobre, séllalo y déjaselo a Lizard. No quiero que te vean cerca de mí. ¿Entendiste?

—Fuerte y claro, entiendo que mi contratante está metido en un lío gordo.

El silencio de Minos le dio la respuesta.

     »Se lo llevaré ahora mismo. Antes sacaré unas copias.

—No, que las saque Lizard. Yo le daré la orden. No muestres eso en Grecia.

—De acuerdo, se hará como pides.

—Gracias, hasta pronto.

—Hasta pronto, Minos.

Colgó con un mal presentimiento. Demasiado secretismo era digno de una dinámica propia de un expediente peligroso.

Decidió hacer lo que le pedían, regresó para entregar la computadora y recoger su identificación. Salió y avanzó hacia la comisaría de Lizard.

"¿En qué te metiste, Milo Antares? ¿Qué tan jodido estás?"




—No te esfuerces, ya te ayudo.

—¡Que no! —le respondieron con voz ronca del otro lado.

Milo penetró el marco de la puerta y recibió una esquirla de hielo en forma de mirada mordaz.

Pensó que ayudarlo sería perfecto. A finales de cuentas, la frustración de Kardia no tenía por qué ser la suya. Él sí tendría espectáculo, no como su hermano, que se consoló con renegar todo el baño.

—Si las miradas congelaran... —murmuró divertido.

—¡Te dije que puedo bañarme solo! —exclamó y acto seguido, carraspeó.

El pelirrojo puso todo el empeño en quitarse la bata de hospital sin permitirle a Milo una vista de su excitante cuerpo.

—Vamos, Camus, bien sabes que estás algo mareado.

Se acercó un par de pasos.

—¿Mareado yo? —se negó en rotundo—. Mareado me quieres poner para meterme mano.

—¿Me crees capaz? —se señaló con el índice y una expresión de absoluta inocencia.

No funcionó. Camus lo miró igual que a un bicho rastrero. Con muchas ganas de aplastarlo si se acercaba un paso.

—¡De eso y más! Vete de aquí —señaló la puerta.

—El médico dijo que te vigilara y yo obedezco las indicaciones médicas.

Recibió un jabonazo en la frente. Se acarició la zona para desaparecer el dolor.

¡El maldito tenía buena puntería!

     »Eso no lo heredó Tenecito.

—¿Qué dices?

—Tenecito no heredó tu puntería.

—¿Por qué lo dices? —receló.

—¿Recuerdas el sábado? Tu hijo me aventó un zapato a la cabeza y éste impactó a diez metros de distancia.

Camus se vio imposibilitado de ocultar la sonrisa de ternura en su faz. Dejó a un lado la bata y orientó el cuerpo a la ducha.

Milo se ocupó con rapidez de quitarse la camiseta azul, a espaldas de su pelirrojo. Odiaría volverse a mojar como le pasó con Kardia, después de que su hermano se descompensó a mitad de la ducha.

Frente a él, Camus bajaba sus calzoncillos. La gloria de esas nalgas se presentó ante sus ojos. Se relamió con impaciencia y apresuró sus acciones con el titubeo visible en el otro.

Cayeron las botas y los pantalones justo a tiempo. Camus resbaló y Milo lo agarró antes de que se lastimara.

     »¿Viste que sí me necesitabas?

Le dedicaron una mirada herida en el amor propio.

—Resbalé, no estoy mareado.

—Pues lo siento, acabas de darme la razón.

Lo puso en pie, Camus se sujetó de las agarraderas de metal con impaciencia.

Fue un error.

—Estás débil, tuviste un paro cardiorespiratorio, Manigoldo mismo dijo que le costó traerte de vuelta. ¡No seas terco! Piensa en los niños.

—Está bien, está bien, papá gallina —gruñó—. Quédate aquí, pero no metas mano.

—No, mira, mis manitas están en tu espalda.

—¡ESA NO ES MI ESPALDA, IDIOTA!

Camus golpeó irritado las manazas que le sobaban las nalgas con lujuria.

Las carcajadas de Milo hicieron eco en las paredes. No dudó en abrazar la cintura de Camus y pegar la espalda del francés a su pecho. Éste carraspeó y contuvo una tos.

Es tu culpa, cariño —musitó acariciando el mentón con la nariz.

La barba rojiza de Camus asomaba tímida, después de dos días sin afeitarse. A Milo se le antojó erótica. La imaginó sobre su pubis, sobre su hinchazón en una escena digna del mejor cortometraje porno.

—¡¿Mi culpa?! —aulló ultrajado.

Sí, eres demasiado interesante, guapo, sexy, atractivo y me la pones bien dura cuando te pones así de tímido, Roux ronroneó en su oreja.

Camus se estremeció de pies a cabeza. El otro aprovechó para dispensar un camino de besos por el cuello francés. Sus manos terminaron de bajar la prenda atorada en los muslos de campeonato de su pareja.

Milo... —susurró correspondiendo a sus haceres aun en contra de sus deseos—. Ah, Milo.

El nombre en su boca era música para sus oídos. La última prenda del francés cayó al piso. Milo la echó fuera de la ducha con descuido.

—Eso, adoro que pronuncies mi nombre. Me fascina que le cuentes al mundo quién te hace sentir así. Porque soy yo, ¿verdad? —susurró febril—. Soy yo el único con el que te atreves tanto.

La cabeza pelirroja dijo lo que sus labios callaban. Se movió de arriba a abajo un par de ocasiones, con las mejillas impregnadas de carmín.

Milo recordó su amor por las marquitas de esas mejillas resaltadas por su vergonzosa conducta.

Las manos se encontraron, las falanges se entrelazaron. Las bocas se unieron en un beso pirético y necesitado. Milo contuvo sus ímpetus al paladear el sabor metálico en la de Camus, producto de la medicación.

Varió las acciones, se volvió más delicado. Le permitió mantener un ritmo suave, lento. Le dio pausas para respirar mientras bajaba a la mandíbula, sonriendo con la fricción de los incipientes vellos faciales.

Recorrió la garganta, depositando besos delicados como alas de mariposas, al notar la inflamación de la misma. Su Camus seguía convaleciente y él debía ser cuidadoso.

Sería frustrante ahogarlo ahí mismo.

Llegó a su hombro y dio rienda suelta a su deseo. Resopló contra su piel, la lamió e hincó los dientes una sola vez. El cuerpo del otro se le arqueó entre las manos. Saboreó ese poder, esa facultad de hacerlo perder el control.

Milo —ronroneó sumido en la vorágine.

¿Sí, Camus? —susurró en su oído.

Lamió el arco de la oreja, succionó su lóbulo lento y rítmico. Lo mordisqueó al final.

El pelirrojo tembló una vez más. Milo lo sujetó con mayor fuerza y le llevó a recargarse contra él.

     »Despacio, cariño.

—No quiero... —rezongó con un arranque de anhelo.

Los glúteos franceses desnudos se restregaron contra su hombría aun cubierta. Milo largó un gemido, necesitado de hundirse entre esas nalgas carnosas y llenas de lujuria. Atrapó la cintura de Camus y respiró el aroma combinado del hospital con la esencia misma del pelirrojo.

De acuerdo.

Lo llevó a sujetarse, se deshizo de su ropa interior y la dejó encima de sus jeans y camiseta. Abrió la ducha, con la presión suficiente para mojar a ambos. Para humedecer sus pieles y melenas. Lo apretó contra él, previniendo cualquier accidente.

Acto continuo, cerró la ducha y sujetó la pastilla de jabón. La llevó al tórax del otro y le dio un nuevo sentido a la palabra "enjabonar". Lo masajeó con movimientos circulares, le tentó con caricias, se tardó un tiempo en sus tetillas, friccionando y presionando hasta que adquirieron el doble de su tamaño.

Deseó bajar la cabeza y probarlas con sus labios, sujetarlas con sus dientes. Otro fue el que usó la dentadura. Sintió las piezas frontales encajarse en su mandíbula.

Exhaló fuerte, concentrándose en seguir la limpieza, sin caer en las provocaciones francesas que tan hábiles resultaban en estos momentos precarios. Bajó por los abdominales jugueteando con las protuberancias y abismos, hasta encontrar el pubis depilado.

¿No se supondría que esto debería tener vello?

—Me lo quité el jueves por la noche —susurró bajo, con una timidez que a Milo le pareció gloriosa—. Tú ibas a casa a cenar el viernes, ¿recuerdas?

—Así que lo hiciste para mí.

—Sí —susurró después de una larga pausa

—Bien hecho, Camus.

Lo premió delineando la zona con sus dedos torturando cada centímetro de la gloriosa piel. Camus le reprochó con un gemido y presionó más las nalgas contra su miembro.

—Camus, Camus —susurró en la oreja del otro—. Me calientas tanto, me siento hervir a tu lado... Quiero embutir tu agujero pornográfico con mi verga y decorarlo de blanco hasta que se manchen tus calzoncillos al caminar.

Él tembló bajó sus manos. Milo deliraba de placer anticipado. Camus por fin correspondía a sus avances con deseo por él, para él, con él...

Por fin, el francés liberó sus amarras y abandonó la frialdad para entregarse al acto.

—Cállate y... hazlo... Milo —tragó a duras penas y carraspeó.

Despertó todas las alarmas del rubio. Dio un paso atrás, Camus le atrapó con la mano y lo obligó a mantenerse en su sitio.

—Tu respiración —jadeó preocupado.

—Te prometo que estaré bien.

—No, no de pie —se negó en rotundo.

Milo, ¿por qué me haces esperar? —reprochó con fastidio.

Te dieron el alta, no vas a recaer por mi estupidez —besó su mejilla.

Los vellos le picaron en los labios. Las uñas de Camus se cebaron contra su muslo. Milo siseó y le devolvió el favor hundiendo la mano en la orografía de los abdominales franceses, hasta encontrar su verga hinchada.

Oh sí —ronroneó feliz.

La cabeza pelirroja se recargó en el hombro griego.

Despacio, sólo despacio—le imploró con un nudo en la garganta—. ¿Quieres? Respira despacio.

El miedo sacudía cada ápice de su ser, lo obligó a concentrarse en el placer del pelirrojo y olvidarse de su satisfacción. Sujetó bien el cuerpo del convaleciente al tiempo que su mano recorrió de norte a sur la pétrea superficie de esa lanza de carne tan apetitosa.

Los gemidos de Camus se escucharon en la ducha. Milo se ocupó de apagarlos con su boca, dispensando besos húmedos, sonoros y lascivos.

No fue suficiente. Ni para él, ni para su amante. Ambos ardían de necesidad y urgencia. Abrió la ducha y le quitó el jabón con movimientos lentos, provocando más y recibió una mordida de protesta en el cuello.

Él mismo respiró con dificultad, deseando hundirse en esas entrañas de locura y placer absoluto. Cerró la ducha y se relamió desesperado.

Sujétate de ahí —le ordenó poniendo de espaldas al pelirrojo en una esquina, señalando las agarraderas—. Toma bien eso porque si te caes, voy a detenerme.

—Cállate y hazlo ya... —acarició la melena rubia—. Milo, por favor.

—Me siento estallar cuando me ruegas.

Entre gemidos, dirigió su lengua a una de las venas más prominentes. Sopló sobre ésta. Camus se sacudió como si hubiera recibido un choque eléctrico.

     »Estás demasiado sensible —saboreó sus propias palabras.

—Es tu... c-culpa —alcanzó a decir—. Me has provocado todos estos días.

—La acepto, cumpliré la penitencia por ello.

Embutió la venosa estela de carne en su boca con impaciencia. La llevó hasta el fondo, goloso, saboreándola con lujuria. La mantuvo allí con aptitud dedicándole una mirada lánguida y plagada de placer lascivo a su dueño.

Camus boqueó y largó un gemido dolorido por la agobiante sensación.

Milo lo sentía estremecerse y bajo sus manos, temblar de anticipación y deseo. Las manos del francés le llevaron su verga más profundo al empujar la cabeza rubia. El griego le dio lo que buscaba. Implementó un ritmo marcado, disfrutando de los gemidos apagados de su presa.

En algún momento, el francés percibió la cantidad de ruido escapando de su garganta y se tapó la boca con el puño y lo mordió con fuerza. Así, colocó su placer por encima de la obsesión de Milo por sus gemidos.

El rubio lo castigó apretando la punta de su pene entre los labios con una succión bestial. Eso fue suficiente para Camus.

La primera descarga líquida golpeó el paladar de Milo. La segunda, le obligó a abandonar su verga. La tercera, le manchó la mejilla.

Milo se apresuró a sostener al pelirrojo, cuyo cuerpo cedió por fin al cansancio. Lo sostuvo contra él, degustando los restos de la dulce simiente combinados con un extraño sabor por la medicina, quiso suponer.

Listo, cariño, ahora sí puedo bañarte sin miedo a que me comas.

—Idiota... —bostezó.

Lo acomodó contra su pecho y le dispensó el mejor de los cuidados. Lo sostuvo y abrió la llave del agua, poniéndolo bajo ésta para mojarlo y entibiar su piel ahora fría por la exposición al ambiente.

Ronroneó encantado al ver su piel húmeda y se le hizo agua la boca de imaginarse lamiendo cada gota excedente. Se consoló con hacerlo en la piel del hombro pecoso, dibujando las líneas hermosas de cada peca provocativa.

Enjabonó su piel. Se ocupó de dejarlo limpio sin alejarlo de él, sin dejar de sostenerlo, entregando besos dulces y cariñosos en su mejilla llena de esas marquitas coquetas y tiernas que adoraba con cada fibra de su ser.

     »Milo... —le escuchó decir cuando estaban por terminar.

—¿Sí, cariño?

—Tienes semen en el cabello... ahí —le señaló con el dedo.

Ah, pues no te preocupes, ahora me ducho —le guiñó el ojo diestro—. Te dejo sentado en el retrete y me limpio rápido.

—Bueno —besó su cuello.

Camus tardó en recuperarse el tiempo que Milo usó para asearse. Al volver, el rubio se ocupó de secar bien al otro, ignorando sus protestas.

Déjate hacer, Camus. Quiero mimarte, quiero cuidarte —le besó la mejilla.

Me siento raro —confesó intranquilo—, yo me cuido a mí mismo.

—Ya no más, porque ya no estás solo —sostuvo el rostro pecoso con sus palmas impregnadas de cariño—. Si me dejas estar contigo, cuidaremos el uno del otro, ¿te parece bien?

¿Lo prometes? —le dedicó una mirada vulnerable.

—Sí, te cuidaré.

—No, idiota —sujetó su mejilla con la diestra—, ¿me dejarás cuidarte cuando enfermes?

Tragó saliva sintiéndose el hombre más afortunado del mundo. Camus no velaba por sí mismo, sino por Milo.

Sí, te juro por Athena que me dejaré cuidar y me tomaré la medicina a regañadientes y me verás renegar por todo, por nada, porque sí, porque no y si hay dudas, ¡también renegaré!

—De acuerdo, es una promesa.

Milo se sintió morir ahí mismo al ver que Camus le ofrecía lo más bello de él.

Su sonrisa salpicada de cariño y felicidad, aquella que mostraba el hoyuelo y sonrojaba sus mejillas.



¡Hola, mis saintias y paballedos!

Qué rápido volví, ¿no crees?

Como dije, el bloqueo estuvo en los capítulos pasados, estoy en racha y quiero seguir con el ritmo, así que le daré el tiempo que tenga inspiración.

En este capítulo supimos más de la vida de Milo, viendo más allá de lo evidente (si alguien sabe por qué digo esta frase, es de las mías).

Este capítulo está dedicado a las personas al principio mencionadas y a las que me han dado sus muestras de cariño y apoyo incondicional. Les mando un beso y una canasta premium con chocolates, pañuelitos y palomitas de maíz.

Recuerden que esto irá de la mano con el Paballedo del Patito, papítulo... err... capítulo 7. 

Este capítulo saldrá el miércoles, que sigue en edición :D

*Krest agarra su pancarta de: "Si no, te pateamos, autora"*.

Gracias por todo y ¡hasta pronto!

Pd. Gracias a ti, mi Beta, Ms_Mustela como siempre, un honor ir paso a paso contigo. Sólo tú sabes cómo me anda la rata y me enloquece xD.

NOTAS DEL AUTOR

Los derechos de la imagen son para su autor, donde quiera que esté, fue justo lo que estaba buscando.


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