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Capítulo 32

CAPÍTULO 32.

Mayo, 1995.

Gritos, discusiones y depresiones: Era todo lo que abundaba en esa casa familiar. Últimamente la familia estaba en problemas de deudas, lo que hacía que una joven de 20 años de edad se sintiera cansada.

—¡Ya basta! ¡No pueden prohibirme nada! ¡Tampoco estaré trancada aquí hasta que los hombres esos dejen de buscarnos!

La joven de cabello castaño oscuro que rozaba sus orejas y un poco de su cuello, y ojos con mirada profunda, tan vivarachos como niño en Navidad, se llenaban de furia y de lágrimas.

—Hija, debes entendernos. Tenemos una deuda muy grande con ese hombre y amenazó a tu padre...

La voz de mujer suplicando a sus espaldas...

—¿Saben qué? Estoy cansada de esta basura de vida, con 20 años y viviendo escondida. ¡Déjenme!

—Verónica...

—¡Déjenme, dije! —pronunció la muchacha antes de encerrarse en su habitación de un portazo.

El miedo...

Verónica se trancó en su habitación con dedos temblorosos, colocándole el seguro a su puerta. Se pasó las manos por el rostro y el cabello, reposándolas en la parte trasera de su cuello.

La presión...

Tenía que decidir algo muy importante en su vida y estaba contra tiempo. El reloj decía "tic tac" más rápido de lo normal.

—¡Mierda, mierda! —Golpeaba con la mano en su muslo, tratando de hallar una solución, cosa que, no la había.

El dolor...

De tener que soñar su vida, en vez de vivir su sueño. De vivir encerrada por culpa del juego de su padre. Por estar un par de veces a punto de perderlo todo...

—¡Angélica, no más! ¡No protestes más! —La voz de su padre aún se escuchaba tras las paredes, como si fuera un micrófono cubierto por la mano que lo manipula.

Todo le dolía: las discusiones, las comidas interrumpidas, las luces apagadas, el no poder asomarse en las ventanas por si venían esos hombres...

La ansiedad...

De querer tener una vida normal, de una chica normal.

—¿Por qué a mí? —Lloraba entre sus rodillas, mirando hacia el techo desde su cama—. ¡Ay Esteban! ¿Por qué tenías que estar en la universidad en estos momentos?

La indecisión...

—¡Para! ¡No bebas más, Luis! ¡Detente¡ —escuchaba a su madre en el fondo.

Seguramente su padre comenzó a beber de nuevo.

—¡Ya no aguanto más! —se dijo a sí misma.

Tomó una respiración profunda.

La duda...

—¡A veces desearía que mis hijos no estuvieran pasando por esto! Ojalá Verónica pudiera dejar esta vida.

Verónica, al escuchar eso, se decidió más que nunca.

—Madre, algún día te encontraré —se dijo a sí misma y emprendió a correr antes de que el coraje y la decisión la abandonaran.

La historia se repite:

Cristal, se levanta...

Verónica se levanta.

Busca sus tenis y se los pone, todo con cautela.

Busca sus zapatos y se los pone.

Al hacerlo, coloca unas almohadas inmensas debajo de las sábanas, simulando ser su cuerpo dormido.

Busca unas almohadas y las pone bajo de las sábanas, dejó su collar de diente de sable y salió por la ventana.

Al hacerlo, ya no importaba nada. La noche caía a sus pies y la luz de luna llena bañaba las calles de California.

Verónica, aún teniendo 20 años, se sentía devastada. Duele mucho dejar la casa de sus padres; pero ella no podía continuar con esa opresión en el pecho.

Solo necesitaba un respiro...

Tantas calles caminadas, tantos carros deteniéndose.

—¿Hola? ¿Te puedo llevar? —Se detuvo en su auto un hombre mayor de edad.

—No, gracias —dijo Verónica, provocando que el auto subiera la ventanillas y continuara su paseo.

Soledad...

—Oh, Esteban. Si estuvieras aquí.

La acompañaba la mochila con sus cosas; la había preparado al salir y traía mucho peso a su espalda.

Como fantasma deambulante los días han pasado; Verónica ha dormido en los bancos de los parques como mendiga, deseando una esperanza en cada una de las estrellas.

Una noche lluviosa, Verónica no podía más del hambre y la sed; su dinero se había agotado, su comida también había desaparecido. De brazos cruzados se encontraba en calles desconocidas, sus pies llenos de agua a los que empapaban los autos al pasar.

Un auto negro ha parado a su lado.

<<No me quiere a mí>>. Pensó.

Un muchacho de traje se bajó con una sombrilla tan negra como la oscura noche que gobernaba el cielo, caminando hacia ella.

—Oye...

Eso llamó su atención, provocando que se volteara para comprobar si era con ella.

—¡Detente! —Corrió el hombre hacia ella.

—¿Qué quiere? —Una chica asustada y empapada lo miró.

—¿Qué haces así por las calles? ¿Estás...? —dejó la pregunta en el aire y después de un carraspeo, la retomó—. ¿Estás perdida? ¿Necesitas ayuda?

Verónica bajó la mirada, iba a negarlo pero su situación no se lo permitía.

—Sé que necesitas ayuda, no me lo puedes negar. ¿Cuánto tiempo llevas en la calle?

—7 días, una semana —le dijo, avergonzada.

El muchacho negó y le ofreció la mano. —Ven conmigo

Verónica, atemorizada, movió repetidas veces la cabeza, negando.

—Ven —repitió.

Pero el muchacho de tanto insistir, la guió hasta la puerta de al lado del conductor, corriendo para llegar a la suya y no mojarse mucho.

—Vas a estar bien —dijo entrando a su puesto e inclinándose sobre ella, para abrocharle el cinturón.

—Gracias —le agradeció algo apenada y él asintió.

—¿Tienes adónde ir?

Él colocó su mano sobre el volante, dejando relucir un anillo con letras minúsculas.

—No —confesó y el chico volvió a asentir.

—Entonces, te llevaré conmigo.

Ella no dijo una palabra, el auto emprendió su viaje hacia un lugar bañado de luces.

La chica miraba el limpiaparabrisas del carro moviéndose de un lugar a otro.

—Lamento hacer tantas preguntas, pero... ¿Cómo te llamas?

El carro giró a la izquierda y se adentró en una calle llena de hoteles alumbrados por luces nocturnas.

—Verónica —soltó mirando embobada las calles, cuando de pronto, el auto se detuvo frente a la puerta de un hotel.

—Perdona la pregunta pero... ¿Qué hacemos aquí? —inquirió la chica, confusa.

El muchacho rió y abandonó el auto, pronto se apareció al lado de la puerta de Verónica, abriéndola.

—Creo que necesitas un lugar para pasar la noche. Esta al menos.

Se bajó del auto rápidamente. —No, joven. Lo siento, no quiero abusar de usted. Ya ha hecho demasiado por mí. Si quiere... —es interrumpida.

—Veo que eres terca, pero no me convencerás. Te vas conmigo, sí. Tengo dinero suficiente para pagar una habitación para ti y otra para mí.

—Es que...

—Insisto. —La mirada se posó sobre la suya.

—Está bien, ya que insiste tanto...

—Vamos. —Le ofreció el brazo y Verónica duda por un momento, pero lo toma. El traje negro que portaba el chico hacía que sus ropas pobretonas hicieran una gran diferencia.

Llegaron a la recepción, una muchacha formada recibió al joven con una sonrisa. Al parecer tienen confianza.

—¡Hola señor...!—

—Buenas noches, Rubí —la cortó de palabras—. ¿Me das la misma habitación de siempre? Y una extra, vengo acompañado. —Señala sobre su hombro a la chica a sus espaldas.

—Ah... —Rubí hace una mueca hacia Verónica—. Ok, tenga.

Le entrega las llaves y él las toma.  —Gracias. —Acompaña el agradecimiento con un asentimiento de cabeza—. Vamos, Verónica.

Las chicas se miraron, antes de que la de apellido Monserrat corriera tras él.

—¿Todo bien?

—Sí.

El hombre al parecer era serio.

—Y dime, Verónica. ¿Qué edad tienes?

—Tengo 20 años.

—Perfecto.

—¿Perfecto? ¿Por qué perfecto?

—Pronto lo sabrás. —Tomaron el ascensor—. Quinto piso.

—¿Y... cuál es tu nombre?

—Para ti será uno, para otros, otro. ¿Ok?

—Sí —asintió, intrigada por tanto misterio.

—Me llamo, nena, Eduard Méndez.

¿Queeeé? ¿Cómo fue?

Dejen sus gritos por aquí.

Por si no se acuerdan, Eduard Méndez es el padre de Hansel. Pronto entenderán mejor la historia. Pero por ahora díganme, ¿cómo va?

LOS QUEREMOS

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