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28. Odio

Presa del shock, por un momento, Annabeth se quedó tan quieta, que una vocecita en alguna parte de su mente, se preguntó si no había sido convertida en piedra. 

Aún se encontraba sentada en el suelo, con su mano aún aferrada a la de su hermano, Malcolm, y la otra sobre su brillante pelo rubio, que ahora la tenía manchada con algo de su propia sangre por culpa de ella. Sus ojos estaban muy abiertos, y las lágrimas se habían detenido, como en pausa, al no comprender lo que estaba sucediendo,  crearon surcos sobre sus mejillas manchadas de polvo y gotas de sangre, y dejaron de aterrizar sobre el pálido rostro de su hermano. 

"Lacy"

"Scylla".

Era muy obvio ahora que lo había confesado. Un simple cambio de letras como un juego de niños. No obstante, la situación le parecía tan incomprensible como una máquina de arquímedes, Annabeth aún no podía discernir qué hacía un monstruo marino como ella, en el maldito campamento mestizo. ¿Cómo había cruzado la barrera? ¿Desde cuándo estaba aquí? ¿Por qué actuar ahora? Las preguntas se arremolinaban dentro de su cabeza como un furioso torbellino, mientras la contemplaba, con labios titubeantes que intentaban soltar palabras pero que morían apenas tocaban su lengua. 

Ambas se contemplaron desde la distancia, ella suavemente sonriente mientras acariciaba detrás de las orejas a la extraña criatura que la miraba con sus penetrantes ojos del color del ónix; y por un lapso de tiempo que pareció irreal, Annabeth se sintió inexplicablemente entumecida, hasta que, de pronto, con una ligera voz divertida pero segura, el monstruo delante de ella, ordenó: 

—Cariño, ataca. 

Y el lobo con cuerpo de serpiente, se lanzó hacia ella. 

Corrió, antes de que su mente hubiera procesado la información, sus reflejos de semidiosa le instaron a ponerse de pie, y huir hacia donde se supone estaría Perseus luchando con esas estúpidas hormigas (que ahora sospechaba no había sido una coincidencia). Corrió, y sintió un aguijón de culpa en el corazón por abandonar a su hermano, sin embargo no había forma que pudiera cargar con el cuerpo de Malcolm y ser rápida a la vez… Tropezó, de forma abrupta, sintió que algo rodeaba sus piernas y subía rodeándola por sus caderas y cintura, provocando que cayera de bruces y se golpeara la cabeza contra el suelo causándole un estallido de luces y sombras en su campo periférico.

Sin perder más que un valioso segundo, Annabeth se valió de la fuerza de sus piernas y brazos, y se giró para encarar a la criatura que ferozmente se lanzó con garras y colmillos hacia las partes vulnerables de su cuerpo. Inmediatamente, Annabeth alzó sus brazos para protegerse, y no encontró más remedio que sostener las fauces del monstruo con sus propias manos, evitando todo lo posible que los colmillos no se le incrustaran de más en la carne y atravesaran sus manos como estacas. Su propia sangre cayó sobre sus ojos como gotas de lluvia dificultándole la visión, pero pestañeó con desespero e intentó resistir el dolor que amenazaba con hacerle perder el conocimiento; lo cual significaría, con seguridad, ser asesinada despiadadamente por este animal. 

Así que luchó, e intentó convencerse de qué podría hacerlo sin emitir sonido alguno, para no darle la satisfacción a Lacy de oírla sufrir. Sin embargo, un repentino dolor lacerante proveniente de la parte baja de su estómago, la obligó a soltar un quejido lastimero, completamente involuntario como las lágrimas que inundaron sus ojos. Echó un vistazo de soslayo, y captó la crueldad de las garras del monstruo que le estaban rompiendo la camiseta, la piel, y le abrían hendiduras en la carne como si fuesen ganchos de hierro. Quiso sollozar de horror en ese mismo instante, suplicar por que se detuviera, pero antes de hacerlo, se mordió los labios para guardar su atesorada dignidad. 

"Perseus" — lo nombró en medio de la desesperación y el silencio de su mente desordenada por el ataque. 

¡Qué tonta había sido!

Probó con levantarse, pero las piernas no le respondían como si estuvieran entumecidas, sus ojos volvieron a vagar hacia abajo, y divisó que el cuerpo de la serpiente le estaba apretando la mitad del cuerpo, como una boa constrictora que le quitaba la fuerza y la circulación de las piernas. Annabeth pensó que podría soportarlo, pero de pronto, como si hubiera adivinado lo que estaba pensando, las garras del monstruo se hundieron sobre su cintura, y así, el mundo de Annabeth se convirtió en agonía, y por fin, dejó salir los primeros gritos que le nacían del alma que se fragmentaba por la tortura.

Escuchó vagamente una delicada risa femenina a la distancia, repleta de gozo que solo podría pertenecer al monstruo Scylla. No le importó. Le llegaba amortiguada puesto que sus oídos estaban llenos de sus propios chillidos y los rugidos del monstruo para que le afectara. Además, toda su atención estaba concentrada en detener a toda costa los colmillos del monstruo, ya que, apenas un microsegundo de duda, le costaría a Annabeth un trozo de su cara. Aunque, pensándolo bien con un breve brote de cruda desesperación, Annabeth meditó si no sería mejor desistir, porque si no le destrozaba el cuello, las heridas profundas sobre la parte superior de su cuerpo la mataría de todos modos. 

Tal vez sería mejor acortar la tortura…

Y de pronto, solo se detuvo; el aullido, los gruñidos, las garras y los colmillos intentando devorar sus dedos para abrirse paso a su rostro. Súbitamente el monstruo se alejó y se desenroscó del cuerpo de Annabeth, para regresar de forma serpenteante y veloz a lado de su dueña, quien aparentemente, lo había llamado mediante un chasquido de dedos. Volvió a su puesto, y se dejó acariciar nuevamente detrás de las orejas por Lacy, que contemplaba a Annabeth como si fuera una obra de arte de la que estaba orgullosa haber creado. 

Por los siguientes segundos, Annabeth no pudo mover un solo dedo del pie por el agotamiento, aunque los dedos de la mano le temblaban a pesar de estar agarrotados. Sabía que tenía la camiseta hecha jirones y la piel del mismo modo, sabía que tenía heridas demasiado profundas como los canales de Venecia de las cuales ríos de sangre surcaban y se unían sobre el césped debajo de ella, pero no quiso comprobarlo (por cobardía tal vez) así que en su lugar, mantuvo la mirada fija en el cielo azul marino y las nubes oscuras que se veían entre las ramas y las hojas de los árboles. 

Se hubiera quedado contemplando aquello por mucho rato, de no ser porque la cabeza llena de rizos pelirrojos de Lacy se puso en medio, interrumpiendo su visión. 

Ella lucía radiante, y se movía alrededor del rostro de Annabeth con una extraña fluidez como si flotara. Cuando sus ojos buscaron la razón, encontró que Lacy no usaba sus pies, sino que se mantenía sobre el cuerpo de serpiente del monstruo para desplazarse como si fuera un Scooter. En otras circunstancias hubiera sido gracioso o asombroso, ahora Annabeth solo quería una tonelada de hidromiel para dejar de sentir dolor. 

—Por cierto, gracias por haber hecho mi trabajo más fácil, y alejar a Perseus para encargarme de ti a solas, Annabeth —empezó "Lacy", con una dulce sonrisa que formaron pequeños hoyuelos sobre sus mejillas—. Llegué a creer que nunca lograría separarlos, pero ocurrió más rápido de lo que pensaba.

‐Él no está lejos —dijo, la voz saliéndole rasposa— y cuando venga… 

—Ya será muy tarde —terminó Lacy divertida, e inclinando solo su cintura para agacharse hasta que las puntas de su cabello le hicieron cosquillas sobre sus mejillas—. De nuevo, justo como antes, pero esta vez, puedo gozar observando el sufrimiento de tus ojos, contemplar cómo desapareces a causa de tu propia ineptitud. 

—Púdrete —escupió sabiamente, mientras descubría que con solo respirar trabajosamente a causa de la rabia, le causaba aún más dolor. 

Lacy se rio jubilosamente, posando una mano sobre sus labios con delicadeza. Volvió a enderezarse, y se desplazó hacia el costado de Annabeth, mientras sus ojos codiciosos, recorrían sus heridas fluctuantes como si fuesen ríos que arrastraban rubíes resplandecientes. 

—Fue como lo dije antaño, hay amantes que están predestinados a morir, con el único objetivo de destruirse incluso entre ellos mismos, para que, a través de la agonía, pueda surgir algo aún más hermoso y perfecto. 

Annabeth no apartó la mirada, a la vez, sus dedos buscaron el mango de su daga debajo de su cuerpo. 

>>¿No te parece que Perseus lo es, Annabeth? —continuó Lacy, juntando las palmas de su mano como una niñita— ¡Es hermoso! ¡Increíblemente perfecto! Y es todo gracias a ti, pero también de mí, especialmente por mí, se podría decir, que fue mi creación, y por tanto, me pertenece. Él es mío. Por eso he vuelto, cuando por fin escapó de su exilio bajo el océano, vengo a reclamar lo que me pertenece. 

—Escucha, Perseus no me dijo nada sobre que ya tenía una novia o… lo que sea que seas —Annabeth contuvo el latigazo de dolor que le causó pronunciar esa palabra, y siguió—: Yo no tenía idea, ¿okay? Así que sí te quieres vengar de mí por… 

—Sí, definitivamente necesito vengarme de ti. Por haberte interpuesto, ¡por haber nacido, una vez más para causarme molestias! 

Annabeth titubeó, por un instante, su mente solo pudo repetir sus palabras, sin encontrarle ningún sentido. 

—¿De qué estás hablando? —al final fue todo lo que pudo decir— ¿A qué te refieres con "haber vuelto a nacer"?

Lacy alzó la vista al cielo, y de repente, se ensimismó en sí misma mientras farfullaba sin sentidos para sus oídos.

—Me pregunto… ¿Una reencarnación? Pero él me prometió que no te dejaría escapar… una fuga tal vez, pero es tan improbable que da risa... entonces… ¿qué ocurrió? Qué qué, qué, qué, qué… 

Annabeth sacó la daga de debajo de su cuerpo, y con un movimiento veloz proveniente de años de entrenamiento y de instinto de semidiosa, se enderezó con fluidez para incrustarlo en el estómago de Lacy. Su corazón latía desbocado en sus oídos, y de pronto, cuando estuvo a punto de lograr su objetivo, solo paró de súbito como si lo hubieran congelado con un chasquido. Miró asombrada, que su mano había sido detenida por la de Lacy como si hubiera arremetido con la fuerza de una pluma, y después, contempló cómo le quitaba la daga con la otra mano y lo implantaba en el hombro de Annabeth, y la empujaba clavándola contra el suelo a la vez. 

El aire salió de sus pulmones, junto con una exhalación de horror de sus labios. Se contrajo del dolor, y se llevó la mano libre para sujetar la muñeca de Lacy y… solo sujetarla, y mirarla estupefacta, sin palabras inteligentes para soltar en esa ocasión. 

—Perseus, fue forjado mediante la amargura y la angustia, Annabeth —pronunció Lacy con gélida solemnidad, mientras la observaba con hastío—. Mi plan consistía en que sufriera a mano de los atenienses, a mano de los asquerosos humanos, para que conociera la crueldad y el horror que albergan en sus almas, y así, pudiera odiarlos con la misma fuerza en que yo los odio. ¡Ese era el plan!

Lacy ejerció fuerza sobre el mango de la daga, y Annabeth gimoteó de forma involuntaria, tan solo fue un ruidito diminuto, pero que constó como una victoria para ella. 

—Mandé a los persas para que invadieran sus tierras, lo convertí en esclavo, y también a su madre —los ojos de Lacy estaban rojos, gotas de baba caían de sus colmillos que repentinamente habían crecido—. ¡Él era mi arcilla el cual iba a moldear según mi parecer! Lo quería lleno de odio hacia los humanos, ¡y entonces te conoció a ti! Y se enamoró, conoció tu falso amor y bondad y se lo creyó completamente. Por. Tu. Culpa. ¡Casi se arruinó! Pero al final me serviste de igual manera, incluso aún mejor, ¡Perseus odió a los humanos después de tu muerte más apasionadamente de lo que yo alguna vez lo haré!

Se rio desenfadadamente, mientras seguía retorciendo la daga de Annabeth sobre su hombro, y ella, la contemplaba  horrorizada y con completa confusión.

—¡No sé de qué demonios me estás hablando! —chilló—. ¡Pero te estás equivocando de persona!

—No… — Lacy ladeó su rostro, y entonces, colocó la palma de su mano abierta en medio de su pecho, justo sobre su esternón. 

Ocurrió como una explosión de fuego griego, brillante y caliente, y de improviso, se encontraba en otro lugar, en otro tiempo, en otra situación, y ella estaba sobre alguien boca abajo, protegiendo a una persona con su cuerpo. Abrió los labios, y sangre fluyó de ellos como una vasija rota, también sentía que del resto de su cuerpo, sangre caía como si fuese una nube soltando una lluvia de gotas carmesí. 

—¿Annabeth? — escuchó su nombre, pronunciado mediante un susurro, y lo encontró, a Perseus debajo de ella, enfundado en un quitón manchado de sangre, con doce años, y los hermosos ojos aguamarina abiertos de horror, de absoluto, horror. 

Ella agachó la mirada, curiosa por saber que le había puesto esa expresión, y observó, que de todo su cuerpo, se asomaban las puntas de las flechas que le habían atravesado la carne. Pecho, estómago, piernas y brazos, de ellos sobresalían los triángulos de hierro como si fuese una trinchera. Volvió a mirar a Perseus, con desconcierto, y sintió que caía hacia un lado, y él la sostenía mientras volvía a gritar su nombre con repleto frenesí. Quiso alzar una mano y consolarlo, pero su visión se oscureció, y la frialdad la consumió hasta que dejó de sentir algo en lo absoluto.

Annabeth regresó a la actualidad, respiraba rápidamente como si hubiera estado sumergida en agua por horas y pestañeó varias veces, para volver a enfocar su mirada. 

—¿Lo ves? —dijo Lacy, desdeñosa—. Eres tú. 

Entonces, sacó la daga de su hombro sin cuidado, provocándole un quejido de dolor a Annabeth, y acto seguido, se lo volvió a introducir sobre su costado. 

Esta vez, Annabeth si gritó sin contenerse, y de pronto, una figura borrosa se materializó detrás de Lacy. Era Perseus. Algunos movimientos eran demasiado veloces para el ojo humano, por lo que Annabeth solo pudo ver vagamente, como Lacy era agarrada de los hombros y al siguiente segundo, era lanzada al aire en volandas como una pelota de tenis sin gravedad. De todos modos, ella encontró la forma de frenarse así misma en el aire, y aterrizar a varios metros delante de ellos. 

Estabilizada, con los pies y manos sobre el suelo, Scylla alzó la cabeza, y en silencio identificó al recién llegado. 

Delante de Annabeth, protegiéndola, con los ojos verde mar relucientes como focos brillantes, y las manos abriéndose y cerrándose esporádicamente a sus costados, estaba Perseus, mirando a Scylla, con nada más y nada menos, que ese intenso y apasionado odio que ella tanto había anhelado, excepto que, no dirigido a ella. 

Y eso, la puso furiosa. 

¡Y volvemos a la normalidad con las actualizaciones!

Gracias a todos por los mensajes anteriores.

¡Nos vemos en otra de mis historias! 💕💕

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