Érase una vez, en la costa
El cielo se volvió naranja cuando el sol besó a las nubes.
Y cuando tus palmas, llenas de inquietudes,
se atrevieron a tocar la cima de mi rodilla
y a trillar lentamente su camino hacia arriba,
yo también me sonrojé —no por estar aprensiva,
sino por saber que tú también me querías—.
Sentí tus dedos en mi muslo y tuve que suspirar,
inhalando a tu perfume y el olor del mar.
Y al verte sonreír, al ver tu iris brillar,
me resultó imposible no amar
tu manera de ser, de vivir, de estar.
Por primera vez, me quise enamorar
y quise rendirme a sentimientos
que solía despreciar.
Y el sonido de las olas aún puedo recordar,
con abundancia de detalles y con total claridad.
Es impresionante, la verdad.
Como el viento que corría aún siento golpear
a nuestras siluetas, nuestras cabelleras,
mientras sentadas en aquel bar,
compartíamos bebidas, conversando en paz.
Es fascinante como estas reminiscencias
no me abandonan jamás,
y como aquella sensación
—que pensé, sería fugaz—
de confort, de cariño, de serenidad
sigue calentando mi alma,
hasta cuando tú no estás.
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