3.b
Debo intentar serle fiel y leal a los principios del tiempo, y lo digo, sobre todo, porque este es un punto en que divagar o irme por las ramas podría arruinarlo todo. Así que les pido, por favor, sean pacientes conmigo. Sean pacientes porque en ningún momento he dicho que este relato es sencillo de contar.
¿En qué estábamos? ¡Ah, sí! Asuntos de víctimas, de victimarios, de mentirosos y de pendejos que se dejan llevar. Pero no me adentraré ahí todavía, no es el momento. Como dije, debemos marcar el paso del tiempo, y haré el máximo esfuerzo porque se lo prometí y no suelo romper mis promesas.
Silvana fue mi punto más alto y mi debilidad más grande también. Solo sabía hablar de ella con mis amigos, mostrarles sus fotos, leerles un par de conversaciones de vez en cuando, y todo para hacerles constar que salía con una muchacha que no conocía en verdad. Era una de esas relaciones a distancia.
En más de una ocasión expresaban, sin frenos, lo deseosos que estaban de ver fotos de otro estilo, desde otro ángulo, con menos ropa. Todo aquello me lo tragué con disgusto, con molestia, y me lo merecía porque así había hecho con cuanta muchacha se me atravesase.
Ellos también lo hicieron. Quizá aún lo hagan. Aún conquistan a las tontas para desvestirlas, obtener fotos, sexo fácil, resguardarse pruebas de ello y compartirlas entre sí.
Yo también fui así de cerdo.
Yo también fui así de imbécil.
Yo también fui así de cretino con una cantidad de muchachas a las que nunca podré volver a ver a los ojos, muchachas que nunca me perdonarán lo que hice y que solo desearán no haberme conocido jamás.
Excepto Silvana. Con ella fui como nunca había sido con nadie: humano. Con ella fui aquel muchacho que mi madre siempre esperó ver surgir en mí algún día y escapar del aborrecible destino que auspiciaban, desde hacía tantas generaciones, todos los hombres de su familia: bastardos descorazonados y con una falta total de juicio.
No quería parecerme a ninguno de ellos.
No quiero parecerme, jamás, a ninguno.
No quiero ser, ni vivo ni muerto, recordado o reconocido por ser tal cual fueron ellos alguna vez: calamidades ambulantes con sangre y músculos, con voz y boca para decir cuanta mierda se les cruzase por el pensamiento.
Según Silvana tengo el corazón más terriblemente contrariado del mundo. Eso me lo había dicho al reconocer en mí, precisamente, esa batalla interna entre ser y no ser el monstruo que ya era. Pero ella no conocía al monstruo, no sabía lo real que era, lo terrible que yo podía ser.
Se las ingeniaba para hacerme enrojecer usando esa mirada suya, impactante, para luego decirme aquello que me repetiría cada vez que yo le recordaba el asunto: todos somos monstruos ante quienes parecen no querer entender lo que tenemos que soportar de nosotros mismos.
Cada palabra dicha por esa muchacha me dejaba, no solo pasmado, sino más enamorado todavía. Lo que me disgustaba del hecho era que no tenía el valor de decir algo que era en mí evidente, algo que ella ya sabía y que, al parecer, buscaba tocar el tema cada tanto.
¿Con qué propósito? Seguramente le parecía divertido verme enamorado solo. Seguramente yo ni le gustaba de esa manera: solo era, quizá, un incauto más entre un montón de otros, tal vez más ignorantes que yo, que caían rendidos ante tan tierno súcubo.
Perdí el sueño por una semana tras verme pensando mal de la muchacha de la que me había enamorado. Y la insultaba de vez en cuando, maldiciendo el papel de tarado que me había estado haciendo pasar día tras día mientras yo, de cobarde, no le había pedido siquiera una cita ni nada por el estilo.
No me había atrevido a mandar a la mierda el ciberespacio y así traer a Silvana a mi realidad más próxima. Eliminar el factor duda y constatar que se trata de un posible, de una oportunidad como cualquier otra y no una burla insana, un juego de apariencias, un chiste malintencionado.
Ella había hecho de las suyas, una vez más, cuando un día, tan repentina como solía ser ella cuando se le ocurrían ciertas cosas, me dejó por chat su número móvil acompañado de breve mensaje que decía solo para mensajes.
Era como si me leyese la mente porque ese día, precisamente, yo me había estado quejando con unos amigos (otros amigos) respecto a ello y a la distancia, también a que todavía me era del todo desconocida. Pedirle su número móvil fue, en cuestión, una de las opciones que más se mencionó.
Había sido un cobarde por mucho tiempo y ya era hora de hacer algo, algo de verdad. Entonces apareció ese número y mi valentía se fue directo al carajo porque ahora el asunto no era pedírselo, sino escribirle directamente y seguir, una vez más sus reglas.
No lo hice.
Preferí jugármelas a contracorriente, guardar su número en mi agenda y marcarle muy a pesar de que podía perderla ahí mismo. Me valió mierda todo con tal de constatar que la cosa podía ser algo más, con tal de acercarla a la realidad misma y sacarla de esa pantalla, darle voz a las palabras que suele compartirme solo por escrito a través de un servicio en línea.
No contestó.
No volví a marcarle.
Entonces me jodió la conciencia, porque no dejó de recordarme la estupidez que había hecho. Se me escapó, así, un breve texto de disculpa mientras ella me miraba a través de la cámara.
Tomó su móvil y lo leyó mientras me devolvía una mirada en la que pude degustar la decepción. Mi móvil empezó a sonar entonces y yo, con el corazón acelerado, no pude evitar no parecer un cobarde.
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