43 - Un extraño añorado.
Miguel amonestó a Alan.
La casa estaba hecha un caos. Los mellizos no querían cooperar en la limpieza del hogar, alegando que no les interesaba que tía Esther fuese de visita.
Era evidente que no les agradaba y por ello, no consideraban necesario tener la casa limpia para ella.
Por otra parte, Mauricio trataba de arreglar el fregadero de la cocina, el cual, en mal momento comenzó a fallar. Lo que propicio que Mauricio, se dispusiera a repararlo lo más rápido posible. Sin embargo, en el proceso, rompió la tubería, ya bastante vieja y oxidada.
El agua pronto empapó el suelo. Y en un abrir y cerrar de ojos, las herramientas de Mauricio se esparcieron por doquier, haciendo de la cocina, el lugar menos grato para habitar en ese momento.
Liliana, con lo perfeccionista que podía llegar a ser, trataba de controlar sus nervios en tanto secaba el suelo de la cocina, dando órdenes a sus pequeños mellizos entre gritos.
Miguel por su parte, recogía los juguetes de sus hermanos, dispersos por toda la sala.
Sin embargo, cuando volvía del cuarto de los mellizos, donde dejaba el puñado de juguetes que había recolectado, veía aún más cosas que antes; arrumbadas por todo el espacio. Rompiendo así, los nervios del castaño, quien necesitaba la ayuda de su primo.
En casos así, cuando los mellizos se ponían necios, una mirada del pecoso, más una ligera amenaza por su parte, bastaban para que realizaran la tarea encomendada sin chistar. Pero por desgracia, esa mañana su primo se había marchado, abandonándolo en esa cruenta batalla.
—Alan, ¿dónde estabas? —un deje de alivio asomó por su rostro cuando lo vio entrar por la puerta.
Iba acompañado de Karla, quien, de la forma más natural, lo saludó con una simple señal de paz, descolocando con su presencia al castaño.
La joven, así como llegó, pidió permiso para entrar al baño. Esto con el propósito de que ese par hablara libremente en su momentánea ausencia.
—¿Qué hace Karla aquí? —preguntó Miguel, curioso. —¿Planeas presentársela a mi tía o qué?
Alan hizo un gesto de inconformidad, negando con la cabeza cuantas veces pudo. —Puag, ¡No, nada de eso! Ya te dije que es mi amiga. Solo eso.
—¿Entonces?
—Le prometí que le prestaría un par de tomos de un manga que quiere leer, para que se entretenga en las vacaciones.
—Entiendo. ¿Pero tenía que ser justo hoy? —y sin esperar respuesta, suspiró y continuó—. Como sea. Qué bueno que llegaste. Necesitamos tu ayuda aquí. La casa está echa un caos y este par de niños no ayudan mucho tampoco.
—Perdón. solo atiendo esta urgencia y listo.
— No es por ser mala onda, pero entregar un montón de historietas no parece ser algo urgente a estas alturas. Es lunes, no hay clases, estamos todos en casa... y tu madre vendrá justo hoy, en unas horas. ¡Y ni siquiera hemos desayunado!
—Lo sé. Pero, la verdad quería hablar con Karla sobre mi mamá —una mentira a medias fue lo único en que pudo pensar, desviando su vista hacia el suelo—. Hay cosas que me cuestan aceptar. Estoy asustado, nervioso, y hasta cierto modo, me molesta que venga.
Miguel lo miró asombrado, sintiendo una pequeña herida en el pecho. Al parecer, Alan prefería externar sus emociones, miedos y demás, con otras personas antes que con él, su familia.
—Entiendo —respondió lacónico. Su semblante denotaba tristeza y solo posó su mano sobre el hombro de su primo.
—Prometo que te ayudaré en cuanto termine. Serán 10 minutos, ni uno más —aseguró Alan en cambio, dirigiendo su vista hacia los mellizos que, en ese momento, lanzaban los cojines que Miguel había acomodado sobre los sillones antes de que su primo llegara.
Con un chasquido de lengua y un fuerte aplauso, el pecoso captó la atención del pequeño par.
Su mirada, llena de ferocidad bastó para que los dos se quedaran inmóviles. Y señalando el desastre que tenían en la sala, el pecoso ordenó.
—Tienen diez. No, cinco minutos, para limpiar todo este desmadre. Y ahí de ustedes donde vuelva, y vea un solo juguete en la sala. La quiero impecable para cuando llegue la bruja, ¿oyeron?
Su voz, al igual que su mirada, estaba repleta de fuerza. Autoridad, poder.
Los mellizos sintieron un escalofrío recorrer su espalda y pronto, se pusieron a limpiar y recoger. Ninguno quería recibir un castigo por parte del pecoso. Con una vez en el pasado, era suficiente para que aprendieran la lección.
Miguel suspiró aliviado. —Quisiera que me respetaran como a ti —admitió, viendo que Karla volvía del baño.
—No. A mí me temen, a ti te adoran. No hay respeto en el miedo. Es una gran diferencia —lo alentó el pecoso, dándole un par de palmadas en la espalda y dirigiéndose a su cuarto junto a Karla.
—Dejen abierta la puerta —vociferó el castaño cuando subían las escaleras.
—¡Púdrete! —exclamó Alan desde arriba, riendo.
—Hay todo un caos allá abajo —Karla entró a la habitación de Alan, notándola bastante desordenada en comparación a otros días en que lo visitaba para trabajos en equipo y cosas por el estilo—. Deberíamos apurarnos. Necesitan tu ayuda y yo tengo que comer algo antes de que comience a enojarme.
—Sí. Será rápido —le aseguró, invitándola a tomar asiento en la única silla que tenía disponible en su habitación.
Sin embargo, ella lo siguió hasta la cama, y con total libertad, se recostó a sus anchas.
—Eres demasiado confianzuda —escupió Alan con cierto desdén.
Odiaba que se acostara en su cama con semejante libertad. La había reñido por ello la última vez que fue a su casa, pero a Karla parecía importarle poco lo que el chaparro dijera.
Asi que Alan, se limitó a rodar los ojos, guardando silencio y mascando su molestia. Si trataba de quitarla de su cama, la joven no dudaría en saltar a la pelea y eso, les quitaría mucho tiempo. El cual, se les agotaba con pasmosa rapidez.
—Que te importe poco —respondió la joven en cambio, bostezando—. Por otra parte, no entiendo que hago aquí. Siento que estás haciendo una tormenta en un vaso de agua, la verdad —confesó, mirando el techo.
Alan titubeó, sintiéndose de pronto, bastante tonto por pedirle a su amiga apoyo moral para abrir un simple sobre. —¿Tú crees?
Karla asintió. —Es que piénsalo. Si fuese real eso de que Rosario tiene otro hijo, y que por arte de magia desapareció... ¿Por qué deberías y querrías recordarlo? Estabas bien antes de que Rosario te alborotara el gallinero. Puedes estar bien ahora, con las cosas como están.
Alan la observó con atención, navegando en un torrente de pensamientos sin rumbo aparente.
—Puede que tengas razón —admitió, mirando el sobre entre sus manos —. Pero, sabes que es mentira eso de que he estado bien todo este tiempo.
—Cierto. Los sueños que tienes no te dejan en paz aún...
El pecoso negó con la cabeza. —Además de que no recuerdo muchas cosas. Miguel, sospecha de mi falta de memoria, y Samuel, que horas trae. Si es cierto lo que dice Rosario, todo lo que está pasandome tendría un poquito de sentido.
—Las personas no desaparecen así como así, haciendo que medio mundo las olvide Alan. No tiene sentido.
—No, no lo tiene. Pero quiero creer en la posibilidad. La verdad, me da miedo que sea cosa de mi cabeza, ¿sabes?
Karla enarcó una ceja. —¿Alegas locura?
—Tal vez...
La joven guardó silencio, acariciando su estómago y sintiendo sus costillas extendidas hacia el techo, mientras apretaba sus labios y fijaba su vista en un punto específico.
Estaba meditando todo lo dicho y Alan lo sabía muy bien.
Karla siempre pensaba dos o tres pasos más adelante que todos. Como si en sus rasgados y oscuros ojos, una verdad, un futuro, y múltiples caminos, se abrieran ante ella, permitiéndole ver la mejor opción.
En esos momentos, poco importaba que la movieran o le gritaran. La joven no respondería al llamado hasta que ella saliera del trance por si sola.
Por lo tanto, el pecoso esperó, paciente.
Pasaron dos minutos, donde Alan acariciaba la superficie rugosa del sobre. Pensando en todo y a la vez en nada.
Estaba ansioso por abrirlo, ver su contenido, buscar un indicio que le dijera que no estaba loco y que el mundo, en realidad era extrañamente hostil hacia su persona; cuando de repente, Karla se incorporó de un salto, alarmando al pecoso.
— Bien, antes de que abras el sobre, respóndeme algo —lo atajó, tomandolo del brazo y mirándolo directamente a los ojos—. ¿Qué es lo que sientes en verdad?, ¿Qué esperas conseguir con todo esto?
—¿Qué siento? —Alan la observó, extrañado.
—Sí. ¿Que sientes? Y quiero que también pienses en que es lo que te motiva a abrir ese sobre más allá de la curiosidad. ¿Qué esperas encontrar?, Y sobre todo, ¿Estás dispuesto a vivir con la verdad que se te revele una vez abras ese sobre?
—Actúas muy extraño a veces —admitió, suspirando—. La verdad es que no estoy muy seguro...
—No divagues. Piensa. —ordenó, picoteando su frente.
Se levantó de la cama y fue directo a la ventana mientras Alan la seguia con la mirada hasta verla acariciar las flores de buganvilia que entraban a su habitación con frecuencia; su silueta, se difuminaba con la luz del día que su cuerpo eclipsaba en ese preciso momento. Dandole una sensación extraña.
.
«¿Qué siento?, ¿Que me motiva? ¿Y que espero?» Alan indagó para si mismo.
Karla realizaba preguntas extrañas, que a su ver, poco tenían que ver. Sin embargo, atendió a su petición.
Sus sentimientos eran hasta cierto punto claros. Dolor, tristeza, y añoranza. Extrañaba algo. Algo le faltaba y buscaba a alguien en específico entre los ecos de sus sueños, del viento. En las sombras de los árboles; en los rayos de la mañana, y al pie, de esa buganvilia triste que se marchitaba de apoco.
Era un sentimiento similar al hueco que su padre le dejó en el pecho. Similar pero este era de un calibre distinto.
A Mateo, nada lograría traerlo de vuelta. Habitando así, en un plano que el pecoso, solo podría llegar a tocar con su propia muerte.
No.
No se comparaba.
Su sentir era el de alguien que extraña algo que aun habitaba en su plano terrenal.
Un anhelo que lo impulsaba a encontrar la forma de estar junto al motivo de su melancolía. Como si él estuviera en el borde de un precipicio y al otro lado, su gran motivo, esperando por él.
Tan Cerca.
Tan Lejos.
Tan claro y difuso a la vez.
Una situación ambivalente, donde la racionalidad realizaba su gran aparición, buscando la forma de darle algo de estabilidad a su tormento.
Soltando así, la siguiente pregunta a responder: ¿Cuál era su motivación?
La motivación para buscar una mínima esperanza en las palabras de una madre herida, que estaba loca ante los ojos del pueblo. El impulso que lo obligaba a aferrarse a ese simple pedazo de papel que ocultaba un secreto que, según Karla, podría cambiar su presente.
«Será...¿la curiosidad?» trató de mentirse. «No. No. No es eso», se corrigió. «Esto es más parecido a una fea y fuerte necesidad...».
¿Necesidad? ¿De qué?
«...De sentirme completo de nuevo» caviló.
Y para sentirse completo, algo era necesario. Un gran salto que lo llevara al otro lado de la brecha y así, alcanzar su objetivo.
«Recordar» caviló «Necesito recordar. Para poder obtener una oportunidad».
Una donde su necesidad, desapareciera. Ya fuese por consumación, u omisión.
Consumación, al encontrar eso que tanto le faltaba. Una omisión, al darse cuenta de que todo estaba en su mente y solo era un pasajero más, a bordo del tren de la adolescencia; donde el mundo se deformaba ante su visión a menudo.
Si decidía deshacerse del sobre, ignoraria su propia necesidad, esa que reinaba en su interior. Eligiendo vivir y pretender que no le faltaba nada.
Alan suspiró con fuerza, apretando el sobre entre sus manos. Y, como si Karla le leyera la mente, esta se deslizó hasta llegar a su lado. Lo tocó con su gélida mano, brindándole una mirada de tristeza que Alan no quiso descifrar.
Ambos se miraron a los ojos por unos segundos y sin hablar, Alan tomó su decisiones y abrió el sobre.
En el mundo existía una fina brecha que separaba lo posible de lo imposible.
Tan fina como el cabello de un dulce y recién concebido ángel celestial. Tan frágil y absurda como la vida misma.
Sin embargo, para ellos, esa fina línea se rompió y cuál caja de Pandora, una catástrofe se liberó ante la inmensidad que ofrecen las posibilidades.
Y en esa posibilidad, estaba su imagen.
Un Alan tranquilo, durmiendo sobre el pecho de alguien que lo rodeaba con un amor que sobrepasaba la quietud que habitaba aquella fotografía.
Ahí, un joven de piel trigueña, con notas doradas por la luz que entraba de algún sitio de la habitación, dormía junto a él.
Su semblante tranquilo, acunaba la idea de que un agradable sueño acudía en su siesta mientras que, en sus brazos, Alan estaba inmerso en la inconmensurable paz.
El pecoso sintió un golpe al pecho, mientras analizaba el perfil del joven a detalle; grabando en su mente cada curvatura, seña, poro y línea de su bello rostro sincero.
«Quisiera poder ver sus ojos» pensó, deseando que hubiese algún hechizo que pudiera darle vida a esa imagen y así, lograr apreciar a ese joven en su máximo esplendor.
—Grises...—musitó—. Ella dijo que eran grises...
—¿Ah? ¿Que tanto murmuras? Y ¿Por qué te sonrojas? —se burló Karla de repente, ignorando que el corazón de Alan confesaba dentro del ritmo de sus latidos, una verdad silenciada.
—¿Qué tonterías dices? —atacó el pecoso, avergonzado—. Es solo que me da pena ver cómo luzco dormido.
Karla bufó, tomó la fotografía y la analizó a detalle.
—¡Uy, qué muchacho tan lindo!, ¿Él es Joel? —se miraba profundamente interesada en el joven, mientras le dedicaba una mirada divertida al pecoso —¡Ahora entiendo por qué te sonrojaste!
Sus carcajadas llenaron la habitación, mientras Alan trataba de quitarle la fotografía, temeroso de que pudiese dañarla.
—Ey, no te hagas ideas. Y tampoco me la arranques así de feo —espetó el pecoso, tomando de nuevo la imagen—. Sí, se supone que es hijo de doña Rosario.
—Tiene sentido. Si se parecen. Pero la pregunta es... ¿Qué haces tú ahí? ¿Lo conoces?
Alan negó con la cabeza, conteniendo un suspiro.
—Tal vez si lo conoces y tu memoria falló, como lo hace con todo lo demás.
—Puede ser. Pero todos en el pueblo lo niegan. Incluso Miguel, vio la foto y dijo que no había nada en ella...pero es la misma foto. No puedo equivocarme.
—Que confuso es todo esto —Karla despeinó un poco su cabeza, como si con ello removiera sus ideas para llegar a una conclusión aceptable.
—¿Cómo te sientes? —indagó la joven, al cabo de un largo lapso en silencio.
—No lo sé —Alan negó con la cabeza y frunció ligeramente el entrecejo.
Karla tomó el sobre e inspeccionando su interior, lo llamó—¡Mira, hay otra cosa!...
Y diciendo esto, vertió en la palma de su mano una pequeña hoja de papel, doblada en 4.
—¿Otra nota de doña Chayo? —intuyó el pecoso, despegando con dificultad su vista de aquella fotografía.
Su amiga se encogió de hombros, desplegó el papel, y en voz alta leyó:
Karla sonrió. —¡Qué cursi es esto! — bufó divertida —y qué fea letra... casi no se le entiende. ¿Será de Rosario?
Mientras ella divagaba en voz alta, el pecoso la ignoraba, azorado ante las primeras líneas que leyó su amiga.
Miró con recelo su pulsera, seguro de que justo esas mismas palabras, se encontraban ahí grabadas.
—Esto es un montón de basura ¿no te parece? Perdón, pero pensé que te diría algo más directo. ¿Y una foto que puede estar editada y muchas palabras sin sentido son su única prueba? ¡Que estafa!
Alan negó con la cabeza. No estaba para nada de acuerdo con su amiga.
—Dudo que doña Rosario se tomara la molestia de hacer algo así. No tiene sentido, Karla. Además, este soy yo. Y esa camisa ni siquiera es mía.
—Edición. —insistió.
Alan se limitó a rodar los ojos, sin ánimo de discutir. Si bien, no tenía todas las respuestas a su alcance, lo que tenía entre manos, era una muestra fehaciente de que había un pasado que ignoraba. Y eso, era suficiente para hacerlo creer en algo más que solo su presente distorsionado y extraño.
Karla suspiró, masajeando su estómago. Sus tripas gruñian y ya era algo tarde para tomar su desayuno.
De un saltito, abandonó su asiento y se incorporó.
—Ya pasaron los 10 minutos. Miguel estará esperándote —le recordó —. Por cierto, no quería decírtelo pero, para lo limpio que eres, resultaste ser muy descuidado. Tenías muchos cuadernos tirados junto a la mesita de la ventana, ahí te los dejé encima. Chance ahí esta tu cuaderno de biología. Recuerda que volviendo de vacaciones nos revisaran las firmas. Y yo que tú, me pongo al tiro con eso.
—Gracias, por eso y por ayudarme —se levantó el pecoso, dispuesto a acompañarla —sé que para ti es tonto, pero tu presencia me ayudó bastante.
Karla sonrió, divertida. —Lo sé. Soy maravillosa —bromeó — Y nada de gracias, me debes...
—Si, si...ya entendí mujer. Te acompaño a la puerta.
—Conozco la salida, no te preocupes.
—Dije que te acompaño —insistió, topándose de lleno con los mellizos en el pasillo, quienes acarreaban en sus manitas algunos juguetes de camino a su habitación.
—¿Ya pasaron 5 minutos?! —preguntó Estela, preocupada, quien aún no sabía contar bien y mucho menos, calcular el tiempo.
—Les queda uno —mintió —. Métanle nitro.
Ambos corrieron con una cara de pánico, mientras el pecoso y su amiga, reían ante su reacción.
Karla le dio un pequeño golpe en el brazo, divertida —Eres cruel.
—Más cruel seria decirles que los cinco minutos pasaron hace diez —admitió, masajeando el área afectada. Karla tenia mucha fuerza, y aun si era de juego, sus golpes siempre tenían algo de potencia para lastimar —. El chiste es que ayuden ¿no?
Karla se limitó a reír, negando con la cabeza mientras bajaba las escaleras.
Pronto, se despidió de Miguel y de Liliana, quien, hasta entonces, notó su presencia.
—Por mi parte eso fue todo enano —suspiró Karla, ya afuera de la casa.
—¿Segura que no quieres que te acompañe?
—No, tienes mucho por hacer. Y tu mamá llegará pronto. Ahí me la saludas.
—Ni siquiera te conoce —bufó Alan.
Karla borró su sonrisa y lo observó con atención.
—No recuerdas nada nadita. —comentó, con un aire de tristeza —. Oye Alan, no sé que decisión tomarás después de haber abierto ese sobre. La verdad es que dudo que esa foto sea editada. Solo trataba de encontrarle lógica. Pero, espero que lo que decidas hacer de ahora en adelante con esa información a medias, sea lo correcto.
—¿Existe una decisión correcta? —preguntó el pecoso, tratando de aligerar la situación de su nebulosa memoria.
Karla se encogió de hombros. —El tiempo lo dirá. Pero de una vez te digo, si decides ir con Rosario después de esto, te condenaras a vivir en el pasado...un pasado que ni siquiera conoces. Ese chico de la foto es un misterio. Y lo más seguro es que nunca logres descifrarlo. Aun así, tu sabrás si te encajas y condenas en el tema o avanzas.
—¿Condenar? ¿No es algo muy exagerado?
—Frenar tu vida por un "quizás" ¿te parece poco? —dijo retadora.
Los negros ojos rasgados de Karla lo miraban con cierta lastima.
No lo juzgaba, no lo señalaba. Solo, se preocupaba por él y por algo más allá, oculto en la comprensión de su propia alma.
—¡Como quieras!—exclamó de repente. Iniciando su carrera a casa — ¡Salúdame a mi suegra entonces! ¿va?
Y diciendo esto, antes de que Alan pudiese decir algo, se marchó, corriendo entre los vapores de la mañana.
Como un halo de neblina incandescente, misteriosa y dolorosa.
La llegada de Esther trajo consigo un velo de incertidumbre al hogar.
Mientras Liliana, emocionada, la recibía en cariñosos abrazos, los mellizos se negaban a estar cerca de ella.
Miguel, con un trato amable se mantenía al margen. Mauricio era cordial, pero poco efusivo. Y Alan, mostraba un aire de indiferencia con el propósito de ocultar su nerviosismo e incomodidad.
Con ropa cómoda y más adecuada para andar por Montesinos, Esther se presentó de con una ligera sonrisa en sus labios rojos, dejando en evidencia su estandarte blanco que indicaba que su presencia ahí, era en son de paz.
Abrazó a su hermana, saludó a los niños a pesar de su hostilidad. Y protagonizó una danza extraña donde Alan extendió su mano para saludarla mientras ella trataba de rodearlo en un abrazo.
Esta confusión provocó que ambos se imitaran y cambiaran el saludo, demostrando que su sincronía era nula.
Una risa nerviosa brotó del aquel par, mientras miraban el suelo, avergonzados por su torpeza.
—¿Cómo estás, Alan? —preguntó ella, extendiendo su mano una vez más, pero de manera pausada y casi ceremonial.
—Bien. Todo tranquilo, aunque mi tío por poco y nos deja sin servicio de agua hace un rato.
—¡Ey, morro! ¡No me ventanees! —exclamó Mauricio, riendo y amenizando un poco el momento.
El día se desenvolvió entre las prendas de la incomodidad, trayendo consigo un andar más natural conforme avanzaba el tiempo.
Esther tomó como pudo el papel de madre, tratando de servir el plato de su hijo; quien estaba acostumbrado a realizar esta tarea solo.
Este factor hizo que pasaran por otro momento incómodo; en el que tuvo que dejar que su madre lo atendiera por primera vez, con tal de evitar una pelea.
Esther pasó el tiempo haciéndole preguntas casuales, demostrando que le importaba saber que había sido de su hijo en esos días, a pesar de que hablan por teléfono con más frecuencia.
Mientras tanto, Alan actuaba de forma torpe. Cuando Esther tomó su plato, dispuesta a servirle su comida y solicitándole que fuese a esperarla a la mesa.
También, cuando debía responder a sus preguntas, tratando en el proceso, de ser abierto y no darle solo monosílabos; dejando así, un hilo del cual tirar para continuar con la conversación.
Todo era nuevo para ese par que trataba de crecer en conjunto. Así, mientras Esther, aprendía a ser madre, Alan, debía reaprender a ser hijo.
—Oye, estaba pensando en que sería bueno que saliéramos a dar una vuelta, ya sabes, tomar algo de aire fresco —le dijo Esther en la cocina.
Le tocaba a Alan lavar los platos y aunque ella se ofreció a hacerlo en su lugar, este se negó rotundamente. Por más complaciente que quisiera ser para su hijo. Esther aceptó el hecho de que si era difícil para ella, lo era aún más para el pecoso. Y discutir con no era opción. Por lo tanto, se encargó de secar los platos y acomodarlos.
—¿Dar una vuelta? ¿A dónde? —Alan parecía interesado por la propuesta.
—No lo sé... ¿Tienes algún lugar favorito?
El pecoso lo pensó detenidamente. —Sí, hay un sitio... pero no creo que... bueno, te sea fácil andar por ahí.
—¿Qué dices? ¿Me estás llamando vieja? —Esther sonreía, divertida, dándole un ligero golpecito con el trapo.
—No, no. —la risa de Alan llenó los oídos de Esther entonces. Sutil y contagiosa —. Hablo del bosque. A mí me costó mucho andar por ahí al inicio. Lo digo por eso. Además, no creo que sea de tu agrado...— señaló, mirando sus anillos, su ropa cómoda pero pulcra y con ello, sus zapatos caros.
—No juzgues a un libro por su portada. Además, yo crecí aquí Alan.
Alan la miró asombrado. —¿También ibas al bosque?
—No, pero siempre hay una primera vez —admitió, confiada.
—Bueno, si quieres ir, podemos ir mañana — accedió el pecoso, ocultando su emoción.
Una salida al bosque, con su madre, parecía una mala idea por donde se viera. Sin embargo, era un terreno que conocía muy bien, además de que quería verla batallar en esos caminos.
Esther se miraba emocionada al igual que Alan, a pesar de su desconfianza.
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