28
Y el campo es el mundo; y la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del maligno; y el enemigo que la sembró es el diablo, y la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles.
Mateo 13:38-39
Desperté en la penumbra del alba, aún enredada en el cálido abrazo de Asael. Una oleada de rubor tiñó mis mejillas al rememorar los eventos de la noche anterior. Con suavidad mis ojos se posaron sobre su figura, Asael yacía a mi lado, sumido en un sueño profundo y sereno. En ese momento de quietud, una certeza me llenó el pecho: estaba junto a la persona destinada para mí. Una sonrisa se dibujó en mis labios, un gesto espontáneo de felicidad genuina.
Pero entonces, un sonido sutil rompió el silencio, el eco de pasos que se aproximaban inexorablemente al calabozo. Mi corazón se aceleró. Con movimientos apresurados, me vestí con la camisa que yacía a mi lado y sacudí a Asael, intentando despertarlo.
— Asael, despierta, por favor — susurré con urgencia. Pero él no reaccionaba; sus ojos permanecían cerrados, su respiración inalterada.
Algo no estaba bien.
— Asael, alguien viene — insistí, pero el silencio fue la única respuesta que obtuve mientras los pasos se acercaban cada vez más.
Mis ojos captaron el chirrido de la puerta de metal al abrirse. Allí estaba Gabriel, con una expresión de asombro pintada en su rostro, mientras su mirada se cruzaba con la mía. Sin perder un segundo se precipitó hacia donde yacía Asael, inmóvil y silencioso sobre el frío suelo del calabozo. Con un gesto brusco, me apartó y se arrodilló junto a él, profiriendo maldiciones que se perdían en el eco de las paredes de piedra. Con un esfuerzo sobrehumano, alzó a Asael entre sus brazos y como si portara el peso de un alma más que de un cuerpo, abandonó la celda.
Yo aún sumida en la confusión, intenté comprender la vorágine de acontecimientos que se desataban ante mí. Mi mente no alcanzaba a procesar la realidad cuando, de repente, seres de luz irrumpieron en la estancia. Eran ángeles cuyas figuras resplandecientes se materializaron a mi alrededor y con una delicadeza que contrastaba con la crudeza del entorno, tomaron mis brazos y me guiaron fuera del calabozo.
Con cada latido acelerado, sentía la presión de sus brazos inmovilizándome. Los ángeles con su fuerza celestial, me tenían atrapada. Mi mente corría hacia Asael, mi corazón se preguntaba por qué Gabriel lo había llevado. En un destello de desesperación, una fuerza que no sabía que poseía surgió desde lo más profundo de mi ser. Con un movimiento brusco, liberé mi brazo del agarre de uno de los ángeles, y con un golpe certero, lo envié al suelo. Mi pierna, rápida como el viento, encontró la cabeza del otro, que cayó junto a su compañero. Los dejé allí, inconscientes, mientras corría por el pasillo de un blanco inmaculado. Tenía que encontrar a Asael.
Con el corazón palpitante y el aliento entrecortado, corrí por el interminable pasillo. La desesperación me consumía; cada puerta que tocaba se desvanecía como un espejismo. Sin embargo al final del corredor, una puerta entreabierta prometía un escape. Me detuve en seco al oír la voz de Gabriel, cargada de desdén.
— Estúpido Asael, ¿abandonas tu divinidad por una mortal? Serás despojado de tu esencia celestial.
Con la confusión nublando mi juicio, empujé la puerta y me encontré con la mirada iracunda de Gabriel. Asael yacía inerte en el suelo, su semblante sereno en contraste con la tensión del ambiente. Me acerqué a él, pero antes de que pudiera tocarlo, Gabriel me sujetó por el cuello con fuerza sobrenatural.
— Por humanos imprudentes como tú, que no comprenden las consecuencias de sus actos egoístas, ahora él será castigado.
Con un movimiento brusco, me arrojó a través de la ventana. El mundo se ralentizó; los fragmentos de cristal danzaban alrededor, reflejando la furia en los ojos de Gabriel. Esperaba sentir el impacto contra el suelo, pero la caída nunca llegó.
Sentí una presencia detrás de mí, unos brazos firmes que me sostenían en el aire. Al girar mi cabeza, mis ojos se encontraron con los de Astaroth, cuyas alas gigantescas y blancas se desplegaban majestuosamente a nuestra alrededor. Estábamos suspendidos en el cielo, a varios metros del suelo, y él, con movimientos suaves de sus alas, descendió lentamente hasta dejarme sobre la tierra firme.
Observé las heridas que marcaban su piel, signos de la pelea con Asael.
— ¿Qué haces aquí? — pregunté, incapaz de ocultar mi sorpresa. Astaroth me miró con una intensidad que parecía atravesar mi alma.
— Estoy aquí para protegerte — respondió.
Fruncí el ceño, confundida y algo molesta.
— Ya no eres mi ángel guardián — le recordé, pero él simplemente encogió sus hombros con indiferencia.
— ¿Y qué importa eso? Debo proteger a la niña que lloraba cuando estaba sola en casa — dijo con una voz que resonaba con un eco de mil años.
Sentí calor en mis mejillas, una señal de mi vergüenza.
— Yo no lloraba — protesté débilmente, pero él solo sonrió y comenzó a reír, un sonido que parecía contener tanto la tristeza como la alegría de los eones.
La voz de Gabriel transformó la expresión de Astaroth de una indiferencia calculada a una seriedad inquebrantable. Gabriel con su silueta recortada contra la luz de la ventana, era la imagen de la solemnidad. Era esa misma ventana la que había sido testigo del mi vuelo forzado, un recuerdo que aún quema en mi mente.
Astaroth con un ceño fruncido que reflejaba su creciente irritación, lanzó la pregunta que había estado ardiendo en sus labios.
— ¿Dónde está Asael? — Su voz, aunque contenida, no pudo ocultar el borde afilado de su preocupación.
Mis ojos se desviaron hacia Gabriel, cuya tristeza se había asentado como una sombra sobre sus rasgos habitualmente imperturbables.
— No despierta — respondió con una voz que llevaba el peso de la noticia no dicha.
En ese momento capté el destello de asombro en Astaroth, su boca entreabierta en una muda expresión de incredulidad. La noticia había caído sobre nosotros con la sutileza de un martillo, y en el silencio que siguió, cada uno de nosotros se enfrentó a la realidad de nuestra situación con una mezcla de esperanza y temor.
Observé cómo Astaroth se aproximaba con pasos decididos. Sus manos se posaron sobre mis brazos con una firmeza que me hizo estremecer.
— Hazel, ¿Qué es lo que han hecho? — Su voz era un susurro cargado de urgencia. Bajé la mirada, incapaz de confesar la verdad que me quemaba los labios.
Astaroth examinó mi rostro con una intensidad que me hizo retroceder.
— Asael está en peligro — dijo con un tono que no admitía réplica.
— ¿Qué tipo de peligro? — logré preguntar, aunque mi voz apenas era audible.
Él retiró sus manos de mis brazos y las colocó sobre mi cabeza, como si intentara transmitirme su fuerza. Traté de comprender la gravedad de la situación, pero mi mente se negaba a aceptarla.
— Gabriel, no lo has llamado, ¿verdad? — Astaroth inquirió, su mirada perforando la mía. Volteé hacia Gabriel, quien desvió la vista y respondió con resignación.
— Debe recibir su castigo — Las palabras resonaron en el silencio.
Desde las profundidades de mi ser, intentaba comprender la razón del castigo que se cernía sobre Asael. Pero entonces, una fuerza invisible me robó el aliento, obligándome a inclinar la cabeza; mis ojos, antes curiosos, ahora solo veían el suelo. El sonido de pasos se aproximaba.
— Miguel, esto es un malentendido — la voz de Astaroth resonó, proclamando.
Sin embargo lo que vi no fueron palabras de consuelo, sino unos zapatos de metal que se detuvieron frente a mí. Sentí una mano firme en mi cabello, forzándome a levantar la vista. Entonces, mis ojos se encontraron con los de un hombre de cabello dorado y ojos que brillaban con el mismo tono, sus alas blancas desplegadas detrás de él y vestido con un traje de combate. Me miraba, no con compasión, sino con un desprecio que traspasaba el alma.
Sentí cómo Miguel sujetaba mi cabello con una firmeza me obligó a seguirlo. Sus palabras resonaron con una autoridad que heló mi sangre.
— Por esta humana, Asael perdió la razón.
Y antes de que pudiera procesar sus palabras, me encontré en el suelo, el polvo del camino empañando mi vista. Al levantar la mirada, el brillo frío de una espada me apuntaba directamente al corazón.
— Pecadora — acusó con desdén.
El miedo se apoderó de mí, mis manos temblaban como hojas al viento. Pero entonces, en un destello de rebeldía, Astaroth intervino, pateando la espada que voló por los aires y aterrizó a varios metros de distancia. Miguel con su ira ahora dirigida hacia Astaroth, frunció el ceño en una expresión de furia contenida.
Miguel con su presencia imponente, se aproximó a Astaroth, su voz resonando en los confines del espacio.
— Defiendes a un pecador — acusó con desdén. Astaroth imperturbable, le devolvió la mirada con una sonrisa burlona.
— Exacto, Miguel. Hasta que muera, la protegeré — declaró con una convicción que me envolvió en un manto de seguridad.
Miguel cegado por la furia, giró hacia mí, sus ojos ardientes como carbones al rojo vivo.
— ¡Levántate, pedazo de tierra! — ordenó.
Me encontré obedeciendo, levantándome temblorosa, pero antes de que pudiera dar un paso, Astaroth intervino. Con un movimiento rápido y seguro, tomó mi brazo y me atrajo hacia él, resguardándome detrás de su figura protectora.
Observé con asombro cómo Miguel, con un gesto que rozaba lo sobrenatural, convocó su espada que yacía a varios metros de distancia. La hoja de acero surcó el aire, obedeciendo su llamado, y se posó en su mano con una precisión mortal.
Con firmeza apuntó la punta de la espada hacia Astaroth, desafiante. Pero en ese instante, como si una roca se desprendiera del cielo, Gabriel irrumpió en escena, sosteniendo entre sus brazos a Asael, quien parecía más un trofeo de guerra que un ser de carne y hueso. Mi instinto me impulsó a correr hacia ellos, a verificar que Asael estuviera a salvo, pero la espada de Miguel se interpuso, amenazante como la guadaña de la muerte.
— Un paso más — susurró con voz gélida — y será lo último que hagas.
Con un suspiro tembloroso, absorbí el miedo que la amenaza de Miguel había sembrado en mi ser. Sin embargo en un giro inesperado, Astaroth, con la furia de los cielos tormentosos, descargó un golpe directo al rostro de Miguel, enviándolo tambaleante hacia atrás.
La ira se pintó en los ojos de Miguel, una tormenta lista para estallar, pero fue Gabriel, con su voz teñida de frustración, quien rompió el silencio.
— Ahora no es momento para disputas vanas; nuestro deber es impartir justicia sobre Asael antes de que Elohim perciba tu ausencia.
Miguel con la mandíbula tensa como el acero y la determinación ardiendo en sus ojos, concedió con un gruñido.
— Baja a Asael.
Y así, Gabriel, obedeciendo la orden dictada, se dispuso a cumplir con el mandato.
Con la respiración contenida y las manos temblorosas, me acerqué a Asael. Su cuerpo yacía inerte, tan frágil y delicado como un muñeco de porcelana. La incertidumbre me consumía; no sabía qué destino le aguardaba.
Fue entonces cuando vi la espada de Miguel, implacable y firme, dirigida hacia el corazón de Asael. Sin un ápice de duda, me interpuse entre ellos, cubriendo su cuerpo con el mío.
— No, por favor — supliqué con una voz quebrada por el miedo, al borde de las lágrimas. Miguel impasible ante mi súplica, intentó apartarme con una patada, pero me mantuve firme, inamovible, protegiendo a Asael con cada fibra de mi ser.
Mis lágrimas caían silenciosamente sobre el cuerpo inerte de Asael. Mi corazón latía con desesperación mientras Gabriel, con voz firme, me instaba a retroceder. Pero yo, con la cabeza sacudida por la negativa.
— El castigo debe ser mío, soy yo la pecadora — susurré entre sollozos.
El mundo parecía detenerse en un silencio sepulcral, hasta que una mano cálida y reconfortante se posó sobre mi hombro tembloroso. Al girar, me encontré con la mirada compasiva de Astaroth, quien con una voz que desafiaba al destino.
— No permitiré que te sacrifiques — declaró.
Sin poder contenerme, me aferré al cuerpo de Asael, buscando en su abrazo el perdón que anhelaba mi alma.
F. P. 🦋
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