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7. Cielo

Los guardas vieron correr a Cielo mucho antes de que se desplomara de cansancio frente a la modesta empalizada de madera de la granja de esclavos. Venía solo, cuando eran dos los pastores que deberían haber llegado.

Cinco guardas, armados con picas y espadas cortas, pasaron a toda velocidad a su lado y se dirigieron hacia los prados altos. Cielo escuchó a más guardas acercarse hacia él, y cuando trató de levantarse un pie le golpeó el pecho y lo volvió a lanzar de espaldas al suelo. Cuerno se acercó a él esbozando una sonrisa que mostraba la enorme satisfacción que le producía el hecho de poder contar con una razón para golpearlo.

Otro de los guardas se agachó a su lado, asió la argolla que pendía del collar de cuero, ató una cadena a la misma y cedió el otro extremo a Cuerno. Este tiró con rabia de la cadena, obligando a Cielo a levantarse y trastabillar para evitar que tiraran de él como si se tratara de una res. Después lo condujeron al interior de la granja y lo ataron a una picota de piedra desgastada por la edad. Cuerno se acercó a escasos palmos de su cara y chasqueó varias veces con la lengua. El amo decidiría cuál sería el castigo que habría que infligir a Cielo, y Cuerno sería el encargado de aplicárselo, pero nunca antes de que fuera dictado por el amo.

Las ventanas de las casuchas de la granja se habían llenado de caras, caras de esclavos que lo miraban. Algunos mostraban una expresión de pena mezclada con miedo, otros lo miraban sin mostrar ningún tipo de sentimiento, pero la mayoría lo miraba con desprecio. Los esclavos varones de mayor edad comenzaron al unísono a chasquear con la parte de lengua que les quedaba. Algunos escupían tan lejos como podían, aunque Cielo no estaba tan cerca de ellos como para que pudieran alcanzarlo. Otros simplemente lo miraban con profundo odio.

¿Y qué se supone que tenía que haber hecho, imbéciles? Cielo había descendido a la granja, y había tardado tanto como pudo para no despertar las sospechas de los guardas. Había realizado a la carrera el último tramo del bosque, para que aquellos que lo vieran aparecer en los campos de cultivo no pudieran acusarlo de haber perdido tiempo deliberadamente para facilitar la huida de sus compañeros. Roca le había pedido que no huyera con ellos, y la argumentación que había utilizado era más que racional. Cielo aún era joven, tendría mejores oportunidades, sobre todo si conseguía progresar y ser seleccionado como porteador para las partidas de caza. ¿Qué hubierais hecho vosotros? ¿Correr hacia una muerte prácticamente segura? ¿Tiraros de cabeza desde el precipicio? Cuando todo terminara, si es que el amo no decidía que Cielo fuera vendido, tendría que enfrentarse a los líderes de los grupos, una vez más. No les temía, era consciente de que, para algunos de ellos, el hecho de verse obligados a dar su merecido a un colaboracionista como Cielo era bastante preocupante. No en vano, Cielo había demostrado ser lo suficientemente fuerte como para apalear a Cuerno. Pero para ello, primero había que sobrevivir hasta el siguiente día.

El amo volvería durante el atardecer, y Cielo temía al amo. Todos temían al amo, incluso Cuerno temía al amo. No era conveniente enfadar al amo. El amo era cruel. El amo era sanguinario. El amo disfrutaba haciendo sufrir a los que hubieran infringido las reglas. Cielo tenía la esperanza de que el amo decidiera que no había infringido ninguna, y que había tratado de colaborar en la caza de sus compañeros.

Cuando llegó junto a su guardia personal, el amo fue llevado ante Cielo. Era alto, y muy fuerte. No era fácil determinar su edad debido a las profundas cicatrices que poblaban su cuerpo y su cara. La hirsuta barba oscura dificultaba aún más el cálculo. Su pierna izquierda mostraba una gran deformación a nivel del fémur, lo que le hacía caminar con una gran cojera. También tenía un bulto en el lado derecho del cuello, uno de sus codos se veía tremendamente inflamado, y su cuero cabelludo estaba profusamente poblado de escaras bajo el pelo que lo cubría de forma inconstante.

Cuando lo vieron llegar, muchos de los niños más pequeños se pusieron a llorar. En los grupos de varones, los más jóvenes se ocultaron en las cabañas, mientras que los líderes salieron para intentar que el amo se fijara en ellos, que viera en ellos a la siguiente generación de guardas. Ninguno se atrevió a mirar al amo.

El amo cojeó hacia Cielo, quien dirigió su mirada al suelo para evitar cruzarla con la de él. Cogió la mandíbula de Cielo mediante su enorme mano, y lo obligó a levantarla hasta que sus caras quedaran la una frente a la otra.

Cielo dirigió su mirada hacia un lado, sin pasarla ni siquiera un instante por la cara del amo. Tenía la respiración agitada, y temblaba ligeramente. También sudaba profusamente, tanto por el sol que iluminaba y calentaba su frente como por el miedo que sentía, y el ancho collar de cuero lo agobiaba más que nunca. Jamás había tenido tan cerca al amo.

─ Así que tú has decidido volver ─ dijo su profunda voz ─. Mañana, cuando vuelvas a ver a tus amigos, te alegrarás de haber tomado una buena decisión.

El amo se giró y ordenó a Cuerno que le diera diez latigazos. Cuerno asintió sin mirarlo, hubiera querido que el amo lo dejara castigarlo de la forma que él escogiera, pero nunca se atrevería a desobedecerlo. Nadie se atrevería jamás a desobedecer al amo, ni siquiera a dirigir la mirada sobre él, su cólera era monstruosa. El amo caminó hacia una cabaña más grande y de mejor factura que se encontraba al fondo de la granja. Su espalda ancha y ligeramente encorvada, mostrando un abultamiento en el omóplato derecho; sus anchos muslos y sus fuertes brazos, los enormes gemelos que atestiguaban el peso que soportaban, hacían del amo alguien difícilmente de igualar en volumen. Algunos de los otros amos eran casi tan altos como él, pero ninguno era tan fuerte.

Los esclavos odiaron aún más a Cielo cuando vieron que el castigo impuesto había sido tan leve, pero Cielo sintió un gran alivio. Estar demasiado débil le haría muy vulnerable. Tampoco es que se pudiera decir que era muy pródigo en amistades, por lo que considerando la situación la pérdida de las pocas que conservaba era más que asumible.

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