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5. HOY

Se acerca la noche y entro en éxtasis total.

Todavía tengo dientes y una lengua pa' gritar.

Y me echo unas birritas y me pongo a divagar

que a pesar de tanta mierda aún estoy vivo pa' gritar.

Hoy, Los de Marras

Llevo más de un mes en Villalegre y siento que no avanzo. He conseguido salir de mi habitación, huyendo de la protección de mis sábanas. Mis padres han tenido mucho que ver en todo esto, han sido pacientes, insistentes y, en ocasiones, un poco brutos, pero era necesario. Si no hubiese sido por ellos, el saco inerte en el que me había convertido con la ruptura seguiría viendo los días pasar.

—Parece que este año hay más gente de lo normal, ¿verdad? —pregunta Pilar después de que nos sentemos en una de las pocas mesas libres de la terraza del bar.

—Creo que sí. Nunca he visto la plaza así de llena. Aunque estemos en fiestas, no es normal.

Pilar es la otra persona que me ha ayudado a continuar. Cuando llegué ella se encontraba pasando unos días en el norte por trabajo, pero en cuanto volvió apareció en la puerta de casa de mis padres aporreando la puerta con un cargamento de dulces. Desde ese momento, todos los días ha sacado un hueco para verme y gracias a ella he conseguido desahogarme. Le puedo contar cosas de la relación que he sentido reticencia a contarle a mis padres, pues creo que no me van a entender. Cosas que solo una amiga puede apoyar y comprender sin juzgar.

—¿Qué hay que hacer para que te sirvan una cerveza? —pregunta levantando la mano y mirando alrededor.

—No seas impaciente. Hay demasiada gente y acabamos de llegar. —Siempre me ha molestado la manía que tiene de hacer eso.

—Perdona, tienes razón —responde con un mohín en los labios para luego cogerme la mano—. ¿Cómo te encuentras?

—No sé. Un poco rara.

—Si quieres podemos irnos a casa, puede que no haya sido buena idea que, tras tanto tiempo encerrada, salgas uno de los días de las fiestas.

Miro a mi alrededor, viendo cómo el ambiente cada vez se vuelve más bullicioso. La plaza y las calles están adornadas con guirnaldas y flores. Antiguamente, las fiestas de San Ambrosio se celebraban en el pequeño espacio que había al lado de la iglesia, donde años atrás nos juntábamos todos los días para pasar el rato. Pero con el crecimiento del pueblo en los últimos quince años, el Ayuntamiento había construido otro lugar mucho más grande, un poco alejado del centro y en el que dos bares habían abierto y suministraban bebida y comida a todo el que quisiera disfrutar de las actividades. A pesar de que estoy un poco abrumada, el jolgorio me ha hecho recordar lo mucho que me gustaba la semana de feria.

—Estoy bien. Vamos a tomar esas cervezas.

—¡Sí! —grita Pilar con más efusividad de la que me gustaría—. ¡Traednos unas jarras! Hay que celebrar que Ofelia ha vuelto a la vida.

Le doy un leve golpe en el hombro mientras me llevo las manos a la cara, avergonzada. Muchas de las mesas de nuestro alrededor se han dado la vuelta al escucharla. Reconozco a algunos vecinos que seguramente ya estén al tanto de mi vuelta. En vez de acercarse a preguntar, cuchichean entre ellos. Ya sabrán el motivo por el que he vuelto, pues es increíble la capacidad que tienen los pueblos pequeños de enterarse de estas cosas, aunque no lo hayamos hecho público en ningún momento.

Conseguimos que el camarero nos hiciera caso y en cuanto tuvimos la bebida en la mesa comenzamos a charlar de forma más animada. Por un momento, se me olvida todo lo que existe alrededor y consigo concentrarme en las historias que me está contando mi amiga, como en los antiguos tiempos. Aunque estoy segura de que esta tranquilidad no va a durar mucho tiempo.

—¿Qué hacen las chicas más guapas del pueblo solas y sin invitar a su mejor amigo?

—¡Tito! Qué bien que has llegado. Siéntate, te estábamos esperando.

Lanzo a Pilar una mirada reprobatoria. No sabía que iba a venir más gente, pensaba evitarlos de la manera que fuese posible. Como mucho, saludar si se acercaban por casualidad y componer alguna excusa para que nos dejasen en paz. Pero se nota que el quedar con él ha sido premeditado. Mi amiga me pide perdón con las manos mientras Tito está dado la vuelta, intentando pedir una bebida. De perdidos al río, ya no tengo otra opción. Además, echaba de menos a este idiota.

—¡Bueno! Ofelia de mi corazón, ¿qué ha pasado? ¿Por qué has decidido volver a este pozo de desolación llamado Villalegre? —Compone una mueca, seguramente provocada por una patada de Pilar por debajo de la mesa, y me río más relajada.

—Tampoco tenía otra opción, Tito. Sé que ya lo sabrás y solo estás intentando ser amable, no te pega.

—Tienes razón, para que voy a mentir si ya lo sé. ¿Cómo estás? —pregunta mientras me toma la mano por encima de la mesa con cariño.

—Mejor de lo que pensaba.

He intentado durante estos días componer una mentira en la que yo saldría vencedora de esta ruptura, pero siempre se me ha dado bastante mal ocultar mis sentimientos. Le cuento a Tito todo lo que ha pasado en la siguiente media hora y Pilar me apoya con sus comentarios, pues ya ha escuchado la historia. De vez en cuando me interrumpe para meterse con Alfonso, llamándolo idiota o cosas peores que, aunque no quiera admitirlo, me hacen sentir mucho mejor. El camarero se ha debido de dar cuenta, al fin, de nuestra existencia y nos trae demasiado rápido las cervezas. Cuando llevo tres jarras, mi mente ya está lo suficientemente desatada como para hablar sin filtros.

—¡Qué capullo, Ofelia! —grita Tito llevándose las manos a la cara.

—Ya te digo —contesto mientras le pego un trago a mi vaso—. Con todo lo que he hecho por él y ni una oportunidad me dio de cambiar. En cuanto se cansó de mí, me dejó.

—Tú no tienes que cambiar, tía —interviene Pilar poniéndome una mano en el hombro—. No te merece y ya estás. Encontrarás a alguien mejor que te quiera tal y como eres.

—Yo me ofrezco voluntario —responde Tito guiñandome un ojo.

—Nuestra historia estaría condenada al fracaso, y lo sabes. Seríamos unos amantes trágicos que acabaríamos despeñándonos por un precipicio.

—Tienes razón, mejor sigo esperando a que Pilar se dé cuenta de que soy el hombre de su vida.

La aludida estalla en una carcajada ruidosa a la que nos unimos enseguida. El alcohol y el ambiente festivo que se respira en la plaza me están ayudando a relajarme. Empiezo a olvidarme de lo que me rodea, sintiendo que puedo volver a ser yo misma otra vez después de todo lo que ha pasado.

—¡Vaya! ¿Quién ha vuelto a los orígenes?

—Hola, Nico.

Pilar ha respondido por mí, pues solo escuchar la voz de ese idiota ha hecho que la furia invada mi cuerpo. Llevamos años sin hablarnos y creo que piensa que la distancia interpuesta después de tantos años hace que me olvide de todo lo que me ha hecho. Nos quedamos todos en silencio, mirándonos. Intento enfocar mi vista en Tito, que está incómodo, para no tener que mirar al maldito punki de ojos marrones que ha decidido fastidiarnos la noche.

—Te veo muy cambiada, Ofelia. —Se sienta en el hueco que queda libre a mi lado sin ser invitado—. Has cogido bastantes kilos, parece que la gran ciudad no te ha sentado muy bien.

—No todos podemos permitirnos seguir estancados, Nico —responde Pilar intentando defenderme—. ¿De dónde es esa camiseta recortada? La conseguiste en el Viñarrock de 2002, ¿verdad?

Una mueca se dibuja por un segundo en su rostro, pero enseguida vuelve a tener esa expresión engreída que tanto me molesta. Pilar tiene razón, Nico es uno de los que evitó el peso de la vida adulta. Como en este pueblo es complicado no enterarse de nada, sé que, a pesar de estar casado y con dos hijos pequeños, sigue viviendo la vida entre porros y litronas, estancado en un trabajo que aborrece y deseando que llegue el fin de semana para librarse de su familia y revivir viejos tiempos. Su ropa, vaqueros desgastados, camisetas de tirantes de grupos de rock y los pendientes que adornan su ojeras siguen siendo las mismas. Eso me hace rememorar momentos que no son de mi agrado.

—Exacto, parece que estás bastante pendiente de mí, Mari Pili.

—No me llames así —contesta mi amiga con furia, que detesta ese mote.

—¿Cómo prefieres que te llame? ¿Con tu antiguo mote? Creo que era la borde.

—Te estás pasando tres pueblos, ¿por qué no te vas con los chicos? —responde Tito en voz demasiado baja, pues a pesar de que ya hemos crecido le sigue teniendo miedo.

—Cállate, gordo de mierda.

Es la gota que colma el vaso. No pienso seguir aguantando que este imbécil nos haga retroceder a todos avivando nuestros traumas. Sé que ha sido su intención al sentarse con nosotros, pero no le pienso dar el gusto de vernos perder los papeles.

—Chicos, deberíamos irnos ya. Se está haciendo tarde.

Me levanto, lanzando una mirada suplicante a Pilar, que sé que está a punto de estallar por los aires. Tito, aún cabizbajo, me sigue sin mediar palabra y mi amiga, al final, hace lo mismo mientras resopla.

—¿Por qué os marcháis? Estamos en una conversación divertida, hablando de antiguos motes. ¿Cómo era el tuyo, Ofelia? ¡Ah, sí! Calientapollas.

No sé exáctamente cómo pasa, pero cuando su risa estridente inunda mis oídos no puedo evitar coger una de las jarras de cerveza de la mesa que aún está llena y tirársela por encima. En seguida su rostro pasa de la alegría al enfado y se levanta con rapidez.

—¡Serás zorra!

Antes de que pueda hacer nada, como si nos hubiésemos leído la mente, salimos los tres corriendo entre las mesas. Chocamos con algunos vecinos, que aún miran la escena sorprendidos y felices por tener un nuevo cotilleo del que disfrutar. No paramos hasta que llegamos a la iglesia, resguardándonos entre las sombras y tomando aire. Tito mira en la dirección en la que se encuentra el bar y se da la vuelta, suspirando aliviado al ver que no nos sigue. Tras unos segundos, comenzamos a reírnos.

—¡Ha sido genial, Ofelia! Podrías haberle estampado la jarra en la cabeza para dejarlo inconsciente, pero tu idea también ha estado bien.

—¿No creéis que tomará represalias? —pregunto mientras me agarro el estómago para aliviar el flato que me ha dado la carrera, las cervezas y la risa.

—Puede, pero no creo que sean físicas. Contará su versión a todos y, sinceramente, ya casi nadie le cree en este pueblo —contesta Tito con una sonrisa.

—Pero a ti...

—No te preocupes, Ofelia. Hace años que no me toca un pelo. Desde que se dio cuenta que solucionando sus problemas con palizas podría acabar en la cárcel. —Le cojo de la mano, intentando transmitirle tranquilidad—. Y, aunque así fuese, ha merecido la pena nada más que por ver la cara que ha puesto.

Comenzamos a andar hacia mi casa, pues Tito se empeña en acompañarnos. Hablamos y reímos durante el trayecto, como en los viejos tiempos. Al llegar a la puerta, siento una punzada de dolor porque mi cerebro se ha empeñado en recordarme lo que pasó con Nico, pero se va tan pronto como ha venido porque entiendo que ya no soy esa chica. He cambiado y, gracias al destino, no todo acabó tan mal como pudo hacerlo. Por mucho que ese idiota intentase amargarme la vida.

Hoy me siento un puto hombre de hierro.

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