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20


Anabelle.

La noche cae con rapidez por la ciudad.

El ruido de los vehículos a nuestro paso es ensordecedor. Las iluminadas calles que dejamos atrás se hacen más concurridas y majestuosas mientras, que los enormes edificios con su luminosidad sofisticada se elevan a mí alrededor como centinelas de la noche. Es viernes, y la ciudad está más despierta que nunca.

Marcus me coloca su mano sobre el muslo y me observa con ternura.

— ¿En qué piensas? –pregunta con interés.

Niego con la cabeza porque la verdad es que no estoy pensando en algo concreto. Mi mente está hecha un manojo de niervos pero reconozco que no sé el motivo de ello. Y eso me perturba un poco.

Respiro hondo. Él sigue mirando. Al cabo de unos segundos, le respondo:

— En nada. O bueno si... en nosotros. –admito.

Me besa en el cuello mientras esperamos que cambie el semáforo. Lo amo. Marcus representa mi felicidad y siento, no, estoy segura que mi felicidad debe ser a su lado.

De repente, como algo que sucede forma inexorable, empiezo a sentir frío.

— ¿Puedes apagar el aire acondicionado? Por favor.

— Claro, princesa. –responde—. ¿Mucho mejor? –interroga tras hundir el botón.

Asiento.

Marcus acelera y cruzamos la ciudad en silencio. No tengo ni idea hacia donde iremos y las opciones cruzan por mi intrincada cabeza: posiblemente y con seguridad será la casa de Camille: lo cual basándome en los años anteriores, no me parece una mala idea. Una última opción sería ir a donde Dan y me siento más reconfortante con pensar en eso. Es un buen lugar y además, estaría cerca de él... esperen...

¡Qué demonios estoy pensando!

Sonrío para mis adentros, después de todo no es tan mala idea haber salido de casa.

Marcus detiene el vehículo de golpe. Doy un respingo en mi asiento y hasta ese momento observo que él ha soltado el teléfono de su mano derecha.

Hiervo de rabia.

— Últimamente pasas mucho tiempo en el celular. –acoto, indulgente.

Él no responde. Yo continúo.

— ¿Con quién hablabas si puedo saberlo? –

Se encoge de hombros. Me enfurezco aún más.

— ¡Marcus! ¡Responde!

Entonces, él me mira como si despertara de un breve letargo.

— ¿Qué pasa Annie? ¿Qué te sucede?

— Eso mismo te pregunto yo ¿Qué te está sucediendo? Andas muy extraño, Marcus.

Bufea.

Y se suelta el cinturón de seguridad, de mala gana.

— Eres un idiota, ¿sabes? –le digo fulminándolo con la mirada.

Pero las palabras quedan en el aire porque justo en ese momento se baja del vehículo y me deja hablando sola.

— ¡Pero que mierdas te has...! 

— ¡Baja del maldito auto, ahora mismo! –grita, yo parpadeo por la sorpresa—. ¡Ahora!

Doy un leve traspié al bajar del asiento y lanzo la puerta del vehículo con fuerza para confrontarlo. Estoy roja de rabia, lo sé por el calor que asciende rápidamente por mi tembloroso cuerpo.

Marcus está de espaldas. Lo empujo.

— ¿Qué cojones te sucede? –le pregunto.

Casi cae al piso. Me arrepiento un poco. Entonces, él se gira para darme la cara.

Solo hasta ese instante me doy cuenta del pequeño elemento que sostienen sus manos. El cigarrillo permanece entre sus dedos y un ligero humo emana del mismo. El simple olor me da náuseas.

Las reprimo y frunzo el ceño.

— Estoy estresado, Anabelle. –contesta sin mirarme directamente—. Me encuentro un poco agobiado por todo esto, ¿sabes?

Al terminar la última frase se lleva el cigarrillo a la boca y aspira con inexperiencia. En los años que llevo conociéndolo jamás lo había visto así. Algo no está bien aquí, de eso estoy segura. Su mirada parece un poco perdida y noto la preocupación en sus movimientos: irregulares y desgarbados. Marcus no anda del todo bien y debo averiguar que está sucediendo, ahora mismo.

Me acerco a él y le quito el cigarrillo; lo lanzo al otro lado de la calle y es allí donde compruebo el lugar donde nos encontramos.

El aire en el exterior se ha tornado frío y salado. La noche está en su punto más alto y los reflejos de la luna caen sobre la bahía como un manto etéreo de luz. El sonido monocorde del agua al chocar con el antiguo puente de asfalto que une la carretera con la playa me hace estremecer.

No debería estar aquí, me digo, no debería estar aquí.

— Vámonos, Marcus, por favor.

Su rostro se ha ensombrecido un poco.

¿Qué diablos sucede ahora? Pienso, pero no llego a formular las palabras. Marcus está muy cerca de mi rostro y comienza a besarme.

Opongo resistencia.

No quiero resolver las cosas así, no de ese modo.

Me separo. Y él me mira con lágrimas anegadas en sus ojos y un ligero temblor en sus labios.

— ¿Qué pasa? –le susurro al mismo tiempo que tomo su rostro en mis manos—. Dímelo amor, confía en mí.

Como respuesta, él se lleva las manos a la cara y comienza a llorar. El sollozo se incrementa y yo intento protestar a como dé lugar pero justo cuando me decido hacerlo siento como una enorme fuerza me rodea el cuello y finalmente, entre dolor y confusión todo se oscurece a mi alrededor. El mundo estalla y un halo enrojecido me cubre por completo... lo último que puedo visualizar mientras caigo en una formidable oscuridad, es a Marcus mirarme con su rostro compasivo y angelical.





Kyle.

Asaltante número uno.

A pocos metros de distancia, agazapado en la oscuridad, el asaltante notó movimiento en el muelle de la bahía. Las elitistas embarcaciones se enfilaban en el borde del puente una tras otra hasta terminar en un enorme yate ubicado en la parte más superior de la unión asfaltada. Desde su escondrijo, no podía vislumbrar el nombre de la misma pero sabía muy bien lo que tenía que hacer porque lo había grabado a fuego en su mente, frágil de por sí, segundos antes de que tomara el lugar correspondiente entre las densas sombras.

El vehículo llegó a la hora acordada y se detuvo con un gutural chirrido de neumáticos. El asaltante agudizó su oído que estaba perfeccionado ante tantos años de servicios ilegales de tales índoles. Y, aunque, este secuestro no era la gran cosa, sabía que la suma de dinero que el Jefe había pedido era mayor de la que el mismo hubiese podido imaginar.

En cuclillas, divagó lo primero que haría con su parte correspondiente: sacar a su esposa y sus cuatro hijos del barrio local donde vivían y darles un futuro mejor del que le esperaba a él. Al fin y al cabo, consideró para sí mismo, no era tan malo como creían. Sonrío y sus grotescos dientes asomaron por entre su comisura. Su aliento olía a cerveza y alguna que otra sustancia ilícita que ya ni recordaba el nombre.

Espero un momento, y vio que el chico salía del vehículo junto al objetivo. Entornó la vista y distinguió que la chica era realmente hermosa.

<<Lo que hace el dinero>>, pensó.

Y se decepcionó un poco por no tener la suerte de las personas adineradas. Gimena, su esposa, seguramente le esperaba en su casa cubierta de sudor y oliendo a grasa y frituras. Lamentó aún mas no tener a alguien con la figura esbelta de la chica que yacía discutiendo ante sus ojos.

Otra cualidad de los ricos, se dijo, por todo quieren gritar.

Volvió a sonreír. Y esperó la señal.

El Jefe les había dicho que cuando el muchacho se llevara las manos a la cara, él debía actuar rápidamente. Esperó un instante, y se llevó una mano hacia su cintura. El metal estaba frío y adherido a su piel como un prominente y mortífero hueso. Le habían dicho, también, que no debía usarla salvo si era necesario y solo para asestar un golpe en la cabeza; jamás para herir y mucho menos, matar.

Lo cierto era, que tampoco quería usarla. Había tenido muy malas experiencias en el pasado con esa arma y quería en gran medida hacerlo todo más fácil para él y por supuesto, para todos.

El joven se llevó las manos a la cara y la chica se acercó a su compañero. La mente del asaltante se puso a funcionar cruentamente. Salió de su escondite y con la tela que había impregnado de alcohol en su escondrijo, lo colocó en el rostro de la chica con fuerza. Ésta forcejeó. Él apretó aún más.

Los segundos pasaron y la chica dejó de oponer resistencia. Finalmente, cuando cayó ingrávida al suelo la alzó en conjunto con el chico y la llevaron directamente a la embarcación que les esperaba más adelante del muelle. Para cuando habían llegado su compañero le aguardaba impaciente mientras sostenía una cerveza en la mano. Asintió. Le ofreció una bebida y el chico salió disparado hacia el otro lado de la bahía, sin mediar palabra.

<<Cosas de ricos>>, volvió a pensar el asaltante tras beber un sorbo de la cerveza fría que le habían otorgado.  

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