150
Estaba lloviendo a raudales.
Me encontraba en el taller de un grupo de apoyo para alcohólicos que impartía el sacerdote Abdías. Se daba en la biblioteca comunitaria pero no de nuestro pueblo, era en una ciudad a dos horas de mi casa. No había lugar en la iglesia local.
Estaba plegando las sillas que, habíamos usado en la reunión, con una mujer llamada Sabrina que había vivido en la calle por tres años y probado todos los alcoholes y drogas que el mundo tenía para ofrecerle. Incluso Coca-Colla de cereza. Ella llevaba sobria un año. Lo habíamos festejado con una tarta que yo había hecho para esa tarde y otros platillos que prepararon sus compañeros de rehabilitación, que no fueron competencia para mi tarta, claro está.
La celebración había concluido y una lluvia estruendosa se había desatado sobre el pueblo. Tan brutal que las gotas contra la ventana se oían como perdigones. Era un rumor atemorizador y a la vez acogedor. Ronaldo, un hombre joven que quería caerle a Sabrina, aprovechó la oportunidad de un nuevo tema de conversación y se acercó, con su trapeador, a nosotros.
—Sabía que llovería —dijo Sabrina, codeándome.
La miré y sonreí mientras tiraba en una bolsa de basura platos desechables. Ella continuó plegando las sillas y apoyándolas en fila contra la pared para luego guardarlas en el depósito de la biblioteca.
—Lo venían diciendo las noticias desde la mañana —explicó—. Era hora de que lloviera, así la tierra seca bebe un poco de agua.
—Al menos alguien bebe —dijo Ronaldo.
Esa broma de cuarta hizo que Sabrina se riera bastante.
Sin entender el amor de adultos me alejé de ellos, arrastrando mi bolsa de basura y recogiendo los desperdicios de otra mesa. Solo quedábamos el sacerdote Abdías, Ronaldo, Sabrina y yo. Fuimos los últimos en salir. Cerramos el lugar.
Abdías tenía llave porque había hecho la secundaria con el que dirigía la biblioteca y se albergaban mucha confianza. Nos agolpamos debajo de un alero para huir del agua helada, Sabrina compartió su paraguas con Ronaldo y juntos se fueron por un taxi, volteando para agradecernos por la linda noche, nos despidieron agitando su mano con energía.
La calle estaba desierta a excepción de nosotros y un impala rojo estacionado que escuchaba música a todo volumen Crocodile Rock de Elton John. De seguro la emisora estaba asesinando los oídos del conductor detrás del volante.
Pero no era cualquier conductor, al verme encendió el motor, atravesó la calle, las luces de su faro me cegaron por un instante y aparcó el auto frente a mí. La ventanilla oscura se bajó y me encontré a un chico pelirrojo, con un cigarrillo en los labios y abrigado bajo una campera de cuero que hacía que mi corazón latiera más energía que un reactor nuclear.
—¿Qué haces aquí? —pregunté a voz en cuello para hacerme oír sobre la música.
Él le bajó al volumen.
—Vine por ti, en mi corcel rojo —sonrió y acarició el volante.
Un montón de pensamientos bombardearon mi mente. El primero fue que a Gorgo le gustaban los problemas.
Tal vez porque él también era un problema.
Por suerte a mí me gustaban los problemas.
Ese auto era de su padre, lo había comprado de un desguace y lo estaba arreglando para venderlo a un precio alto. Su padre había prohibido terminantemente conducir ese vehículo, pero Gorgo tenía una debilidad por los autos rojos. Él decía que se debía a que lo llevaba en la sangre y que la bandera de Irlanda del norte tenía rojo. No había podido resistirse y en lugar de dar una vuelta por la ciudad había manejado dos horas para recogerme.
Me pareció un poco justo por tantas tardes encerrado en un taller de mecánica, trabajando casi gratis, para que su padre no lo reconociera y no le prestara el coche.
Subirme a ese auto implicaba un montón de problemas y líos y... me despedí del sacerdote Abdías bisbiseando atropelladamente una oración y me subí al vehículo.
Teníamos diecisiete, fueron unas semanas antes de morir, cuatro meses después de aquella Navidad en donde me había regalado la piedra del amor.
Nunca se lo había confesado, pero la llevaba conmigo a todos lados, la cargaba en ese instante en Benjamín, mi mochila de lentejuelas, y la llevaría hasta dar mi último suspiro en aquel bosque donde sería asesinado. La portaba como si fuera mi corazón, uno no puede salir de casa sin su corazón.
En el asiento de atrás traía una pelota de básquet, había una cancha a una cuadra, el tan solo pensar que se había quedado esperándome fuera, jugando a la pelota, hasta que la lluvia arreció y se refugió al interior del auto para aguardar a que saliera... era tan... quería...
Él se quitó el cigarrillo de los labios, se inclinó hacia mí, retrocedí hasta quedar acorralado contra la puerta, creí que me soplaría el humo en la cara para cabrearme o algo por el estilo para iniciar una pelea, pero en lugar de eso preguntó:
—¿Qué harías si te besara ahora?
Seguir. Pensé y eso me hizo reír porque serían pensamientos disparatados que nunca tendría.
—Te haría ver a tus ancestros.
—Hablo en serio, Asher.
Tenía sus ojos verdes clavados en mi cara. No había una sonrisa para mí ni para nadie. Hablaba en serio. Tragué saliva.
—Te explicaría que yo... —Tragué saliva otra vez, eso era incómodo, miré por la ventanilla para asegurarme de que el sacerdote Abdías se había ido, pero fuera del auto lo único que había era una tormenta que ignoraba a los dos muchachitos que se deseaban en el interior del auto—... te explicaría que te quiero... ¡De otra forma! ¡Te diría que te quiero de otra forma! Como amigo.
No podía concentrarme porque la luz de la calle se filtraba hasta su piel irrigada de pecas, se agolpaban en sus mejillas, pero desaparecían en sus labios que estaban colocados con la agilidad de un pétalo aterrizando y flotando sobre el agua.
—¿Me humillarías? ¿Me molerías a puños?
—No —Reí y jugué con la perilla de la radio—, no haría eso, eres mi amigo —Me encogí de hombros—. Me asombraría, no me lo vería venir con tantas novias, nada más.
Él me señaló con el cigarrillo que brillaba como un hogar en llamas o la tumba de una bruja.
—Eso, es amor al prójimo ¿No? —Encendió el coche y arrancó.
—¿Pasó algo? —pregunté—. ¿A quién besaste?
—Mira.
Se quitó el cinturón de seguridad y se asomó a los asientos traseros, el auto viró ligeramente. Agarré el volante hecho un manojo de nervios.
—¡Por Dios, Gorgo! ¡Vas a matar a alguien!
No había nadie en la calle que se atreviera a combatir la lluvia, pero eso no me tranquilizaba.
—Na, tranquilo, ya lo tengo.
Hurgó entre sus pertenencias en la parte de atrás, encontró un periódico y me lo tendió en una página que había doblado con anterioridad en el extremo.
El artículo describía cómo una pareja de homosexuales había sido agredida en un tren por besarse en público, los agresores eran un grupo de tres hombres caucásicos que regresaban de ver un partido de fútbol. Los tres eran católicos. Me pareció un dato que no requería la nota.
Leí el artículo una y otra vez porque no podía creer que hubiera ataques homofóbicos en un tren y ninguno de los pasajeros hiciera algo.
Sabía a dónde quería ir Gorgo.
—Te molesta eso —deduje.
—Tú mente es más rápida que una calculadora —se burló.
—Hubieran anticipado la paliza si leían el horóscopo de la mañana ¿No crees?
Le quité el cigarrillo de los labios y lo aplasté en la suela de Malvaria porque comenzaba a llenar de humo todo el lugar. Él resopló, anticipando que se venía su discurso de queja.
—Lo leí recién. Vine a buscarte y...
—Gracias por eso —musité.
—No hay de qué, te quiero. Entonces fui a jugar mientras esperaba...
—Tu padre va a matarte por usar su auto.
—Me dará una paliza, pero también me la dio cuando se enteró que no iba a la casa de mi abuela e iba a pasar la noche en tu habitación —Se rio y meneó la cabeza—. Me dijiste que era aburrido viajar con el sacerdote Abdías, lo recordé mientras me duchaba con ese shampoo asqueroso de manzana que mi madre adora...
—Gracias por el dato que nadie pidió.
Hizo que lamentara mi comentario, frenando de golpe, lamiéndose la mano y fregándola contra mi cara, mientras trataba de perseverar mi dignidad y empujarlo lejos de mí.
—¡Recordé que se te hacía largo el viaje así que pensé en tomar el auto y buscarte! ¡Pedazo de mierda!
—¡Gracias!
—¡De nada! ¡Debería besarte así alguien te muele a puñetazos!
—Los autos en mitad de una calle desolada son igual que los trenes —anticipé alzando mi puño.
Él se rio, se sentó con propiedad detrás del volante y reanudó la marcha mientras hablaba:
—Jugué al baloncesto en la cancha comunitaria, estaba vacía por el clima, me dio sed, fui por una soda y en el almacén también compré un periódico ¡Porque sí, me informo como un viejo de ochenta y a mucha honra! Lo leí y no pude creerlo. Por dios, Asher. La gente se queja de que Dios nos abandonó, el tipo debe estar escondido de la vergüenza que le damos. O debe estar partiéndose de la risa de lo que hacemos en su nombre.
—No creo que Dios sea la razón de la pelea...
Noté que estaba yendo por otro camino, uno que no conocía.
—¿Te acuerdas? Hace dos meses, cuando le mentía a mi padre y le decía que iba a visitar a la abuela, pero iba a dormir a tu casa; ese sábado en donde vimos The Mouling Rouge en tu portátil y te quedaste dormido. Bueno aproveché y leí esa biblia que siempre tienes en tu mesa de noche. Me daba curiosidad saber lo que sabías. Hay una parte en donde Chisus...
—Jesús —corregí, aunque sabía que lo pronunciaba mal apropósito, no podía contenerme a corregirlo.
—Ese. Él dice que la ley primera es amar a Dios, la segunda es amar al prójimo ¡La segunda! Se supone que es la más importante de todas. Cuando amas a alguien no lo lastimas, lo respetas, no te burlas de él, le deseas lo mejor. Luego hay gente que, no entiendo Asher, no entiendo, si fueran verdaderos creyentes amarían, es algo tan simple. El puto dios te dio una puta orden y era ser gentil. Amar ¡Y lo recalcó! ¡Dijo que era la más importante! ¿Cómo es que se olvidaron de eso? ¡Un pez tiene más memoria que ellos! No dijo: «Ama al prójimo heterosexual, cristiano, no musulmán, ni judío, solo cristiano, blanco, que sea honrado, viva en un suburbio y que te caiga bien, ama a ese prójimo a los demás no ja, ja, xd» ¡Por todos los cielos! ¡No dijo eso!
Golpeó el volante.
—Y Dios dio otra regla —Alzó un dedo rígido como hacía mi abuelo cuando hablaba de política y quería realzar que diría algo relevante—, sí, lo sé, dijo que la homosexualidad no es deseada para él ¡Pero por qué deciden elegir esa parte y repudiar a los homosexuales y pasarse por el culo a todas las otras reglas como la de amar! ¡La biblia también dice que a una mujer después de parir, sobre todo a una niña, tiene que pasar un tiempo aislada y no veo a nadie tirando a embarazadas en el medio de la nada! ¡No veo a un fanático religioso moliendo a palos a una embarazada porque acaba de parir y no se excluyó!
—No sé, Gorgo. Hay gente que tiene el corazón tan pequeño que...
—No, esas personas no tienen el corazón pequeño, lo tienen enorme, inmenso, tan enorme que hay lugar para el odio, la ignorancia, la furia, hay lugar para la envidia y la violencia...
—Entonces ¿De qué tamaño es tu corazón?
—¿El mío? El mío es pequeñísimo, no hay lugar para el odio en él, solo para mi familia y para ti.
—¿Así que lo tienes chiquito? —pregunté riéndome.
Él me empujó, pero no pudo evitar reírse.
—Eres la persona más insufrible que conozco.
Estacionó frente a una casa de un piso, parecía un rancho más que un hogar. El porche estaba despintado, una pared era de ladrillo sin cubiertas y tenía chapas oxidadas en su jardín de barro. La lluvia se había detenido. El barrio no era de los mejores que había visto, la calle era de tierra y tenía pozos repletos de agua sucia, el aire frío agitaba los cables de los postes de luz de donde pendían zapatillas.
Sabrina me había dicho que eso era señal de que se vendían drogas, había a lo menos cinco zapatillas. Mierda Santa. Estábamos en el Walmart de las drogas. Sentía cómo el color se me iba de la cara.
Gorgo accionó el freno a la vez que clavaba sus ojos verdes en la estructura despintada con una cerca caída.
—Investigué y encontré la casa del hombre que inició el ataque a la pareja. Él fue el primero, sus amigos lo siguieron. Así que hice unas compras rápidas.
Se desabrochó el cinturón de seguridad. Se paró en la silla y rebuscó en su mochila para encontrar sus compras rápidas, de ella extrajo una bolsa de papel madera ¿Tenía un arma dentro? Por dios, íbamos a ir al infierno por eso.
—Saca a Marcelo de tu pantalón —ordenó.
—¿Para qué quieres mi teléfono celular?
—Para hacer justicia —Se caló la capucha de su sudadera, se ajustó la campera de cuero y bajó apresurado del Impala.
—Gorgo —susurré y golpeé el cristal, pero él saltó la verja y aterrizó en la propiedad del agresor.
Me enterré en el asiento del acompañante. Mierda, mierda, mierda, mierda.
Cerré los ojos y sin darme cuenta tiré de la cerradura y salté a la calle con mi teléfono en la mano. El gélido viento, de un otoño que había llegado antes gracias a los milagros del calentamiento global, me golpeó en la nariz y se deslizó heladamente hasta mis pulmones atemorizados que se negaban a respirar.
Encontré a Gorgo agazapado detrás de una montaña de chapas mohosas y oxidadas, se oía cómo el agua goteaba de cada superficie a nuestro alrededor. Esa noche el mundo era oscuro y mojado.
Él miraba con aire vigilante la casucha, como si fuera la fortaleza de un dragón enemigo.
—Gorgo debemos irnos —Le agité el hombro—. ¿Qué haces?
—Enciende la cámara —ordenó.
—¿Por qué?
—Porque voy a dispararle a ese hombre.
—Santo... qué.
—Una bala de conocimiento —explicó agitando la bolsa de papel, noté que había una caja en el interior, tal vez eran huevos del conocimiento—. Vamos, Asher, le daré una lección no lo enviaré al hospital como él hizo con la pobre pareja, solo confía en mí ¿Sí?
Encendí la cámara con la mano temblorosa, el flash de mi teléfono lo iluminó. Escondió aún más su identidad bajo la sombra de su capucha y comenzó a narrar:
—Estamos en la casa de Héctor Enrique Gonzales, o como yo lo llamo, el idiota que no sabe nada de lo que predica. El Cara de Pene. Héctor es católico, prácticamente, va todos los domingos a la iglesia cuando no está ocupado agrediendo a parejas en el tren. Este martes él y sus amigos molieron a golpes a Sebastián Pastor y Mariano Marchen porque se amaban y tuvieron la desgracia de que a Héctor no le gustara. Mariano Marchen lleva días inconsciente en el hospital, no saben si despertará, tuvo una contusión cerebral porque amó. Nuestro querido cristiano cree que el amor solo atiende a genitales, pero te equivocas Héctor, querido, el amor es de almas, por eso cuando quieres a alguien sientes mariposas en el estómago o un cosquilleo caluroso en el corazón y no mariposas en la pija.
No pude evitar reír. Él se puso de pie.
—Es por eso que te daré una lección con el mejor creyente del mundo: Asher Colm.
—Shhhh, no digas mi nombre —supliqué sin cortar la grabación.
—Sígueme —susurró.
Corrimos hasta la entrada de la casa. Era violación de la privacidad, es decir, acoso e invasión de la propiedad privada. Dos crímenes. Yo, Asher, estaba cometiendo dos crímenes un viernes a la noche. Jamás me había sentido tan salvaje, joven e irresponsable. Y tonto.
Gorgo aporreó la puerta y esperó a que atendiera mientras explicaba:
—Y no digo yo, Héctor, lo dice tu puto dios, en la traducción de la reina Valera. Mateo capítulo veintidós, versículo treinta y nueve lo dice.
En ese preciso instante Héctor, para su desgracia estaba en casa, abrió la puerta sin tener idea que lo esperaba Gorgo, un vengador adolescente tan justo como cotilla. Él rápidamente sacó el objeto que tenía escondido en la bolsa, era una biblia, la abrió en una página que había marcado, el libro de Mateo, el capítulo veintidós. Se la tiró en la cara y gritó:
—¡LEE EL JODIDO LIBRO!
No hubiera sido tan humillante si el impacto del golpe no provocara que Héctor cayera de culo sobre su puerta y la rompiera. Pero lo hizo. Héctor tenía un culo muy grande. Trató de levantarse y seguirnos, pero estaba en un remolino de madera y tela mosquitera.
Rápidamente Gorgo se echó a correr y yo lo seguí partiéndome de la risa. No tenía nada de gracioso y era un poco violento, pero no podía parar de reír. No subimos al auto cuando Héctor se había puesto de pie y había corrido hasta la acera para darnos caza.
Gorgo pisó a fondo el acelerador y la fricción de la rueda provocó que se erizara de la calle un rocío de barro que empapó a Héctor.
—¡Nos vemos en el infierno, panzón! —rugió Gorgo alzando el dedo medio y alejándose a toda velocidad.
Héctor gritó y agitó un puño enlodado.
Me aseguré de haber grabado todo y guardé a Marcelo en Benjamín. Él me tiró su mochila, entendí el mensaje, la abrí y encontré adentro refrescos, comida chatarra y chocolates. Había tenido tiempo para comprar provisiones. Era un banquete de victoria.
Abrí una bolsa de papas, saqué un puñado y las zampé de un bocado preguntándome si esa noche mi moral seguía intacta. Seguía.
La sal del aperitivo bailoteó en mis labios, le coloqué una botana a Gorgo en frente de su morro. Él la cazó concentrado en la ruta que estaba oscura.
—¿Por qué fue todo esto? —pregunté entre risillas incrédulas.
—Porque alguien debía hacerlo, ese tipo es un idiota —explicó Gorgo mirando por el espejo retrovisor y encendiendo las luces de niebla.
—¿Y a nosotros eso en qué nos convierte?
—En dos idiotas más, por eso lo veremos en el infierno —explicó encendiendo la radio.
Abandoné las botanas en su mochila y me limpié la sal en mis pantalones. Alcé a Estonia y Malvaria sobre la guantera y crucé mis brazos por detrás de la nuca.
—Yo no —dije con seguridad—, yo iré al cielo, al paraíso, al lugar bueno, como quieras llamarlo.
Él me observó arqueando una ceja, miró el camino con una chispa en sus ojos como si le hubiese resultado divertida mi respuesta, sacó un cigarrillo de su bolsillo, se lo colocó en los labios y lo encendió con el movimiento experto de alguien que no llegará a los cuarenta.
La luz del fuego le iluminó las facciones. Se veía tan... hubiera aceptado miles de golpes en un tren si tan solo pudiera darle un... alejé el pensamiento de mi cabeza, estaba hablando mucho de ese tema y ya deliraba cariño.
—Yo tengo boletos de primera clase para el infierno —explicó tirando el encendedor junto a la caja de cambio—. Hace tiempo que lo asumí, es a donde terminaré. Solo espero broncearme y encontrar a alguien que ame allá abajo.
—¿De verdad?
—Sí hay fuego en el infierno y no espero estar blanco y pecoso para la eternidad.
—¿Y lo otro?
—Ah, quiero alguien que me ame sin condiciones, que tenga el corazón tan chiquito que solo quepa amor.
Pensé en ello y reí.
—¿Crees que Héctor te ame allá abajo?
Él se rio y meneó con la cabeza, tenía el cabello húmedo enroscándose en su oreja, detuve mi mano a medio camino.
—O tal vez otra persona, la vida te da muchas sorpresas.
Y tenía razón porque tan solo dos meses después tendría la sorpresa más grande de todas, pero no me la daría mi vida, me la daría tío Jordán en una casa tan enorme y sola como su corazón.
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