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Cadencia suspendida (León Küdell)

1.


Mis dedos crujieron al extender mis manos. Hacía tanto que no lograban articular movimiento alguno, más cuando tu cuerpo se retorcía ante mi roce. Palpé con sutil delicadeza sus teclas aún empolvadas. Llevan el mismo tiempo desde que tu ser fue arrancado de mis brazos. Prolijo comienzo a deslizar mis yemas todavía agonizantes, y tu imagen se proyecta ante mis partituras leídas. Primera nota, primera lágrima.

Mi voz estremecida inicia un canto ahogado en alcohol y recuerdos furtivos. De pronto, observo hacia ese crucifijo que llevabas en tu pecho, ese que desclavé cuando te unías a la tierra húmeda. Ahora, solo es una cruz de fierro sobre la pared. No significa nada, nada sin tus súplicas, nada sin tu credo.

Mis labios entonan firmes, todo gracias al recuerdo de tu voz clara y melodiosa. Mis extremidades bailan al son macabro y a la ruptura, mas solo las notas evocan al estruendo de aquella pistola que te despojó la vida. La canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí.

Los cuervos en mi ventana me avisan que los acordes se han ido contigo, por lo que me detengo y golpeo el teclado.

Una cadencia inconexa inunda la habitación, entre mantos y remembranzas que alguna vez hubo vida.

Me acerco hacia el ventanal, y desconozco quien llora más; si el cielo oscuro de invierno, o mi alma quebrantada. Respiro profundo, casi adormecido, hasta que el piano cobra vida y comienza a tocar nuestra canción, aquella que nos unió para siempre, una eternidad imposible de anular. El miedo y la congoja se apoderaron de mí, cuando éramos solo tu gato y yo, moribundos con tu partida. La armonía provoca rasguños en mi piel, lo que me hace dar vueltas y entender que solo eres tú. Exhalo sobrio y cierro los ojos invocando una leve sonrisa en mis labios.

¡Te prometí que no te dejaría! ¡Ni en la vida y menos en la muerte!

El trueno azota con vehemencia, iluminando en donde te encuentras. Desde aquí veo tu rostro aún lozano y hasta sonriente. Me acerco con cautela, mientras el piano sigue indeleble, acompañando hacia tu dirección, amada mía.

Despejo el velo de tu rostro, entre tierra húmeda y trozos de madera. Limpio con caución, entretanto beso tu boca aún roja. Mis manos cogen tus mejillas frías, entre el color propio del maquillaje y la muerte que te clama otra vez. De pronto, los fantasmas me invaden y el odio me inunda. ¡Necesito escucharte, necesito tu canto! ¡Que mis melodías carecen de tonalidades sin tu tacto!

Me recuesto sobre tus piernas, esas que fueron calidad y tiernas y me retuerzo.

Recojo el brandy que está a tu costado y lo bebo hasta la última gota, esas que gracias a la ricina extirparán mi último aliento y me una a tu mundo espectral.

Descansa, esposa mía, mientras yo te acompaño.




2.


«Ferdinard...».

Una voz átona y sin fuerza me susurra la nuca, mientras yo sigo enlazado a tus piernas. La toxicidad de mi pócima ya está manifestándose con agudeza, lo que me regocija y se une a mí enfado de no tenerte. La desconexión del ambiente, más mi anhelo de retenerte me engañan los sentidos, creyendo en un instante que eres tú la que clama mi nombre.

Mi muerte será lenta, o tal vez solo me invalide de por vida, pero ¿qué es ya la vida? Una sin sentido y menos llamativa.

Vuelvo a escuchar la misma vocecilla, pero esta vez trata de separarme de ti, de tu frío regazo. Es la misma sensación que palpé cuando tu alma abandonó tu cuerpo. Rogué tanto a Thomas, tanto para que te salvara. Le ofrecí todo lo que tenía, sin embargo, era honesto; no sucumbió ante el brillo ni la fastuosidad de nuestra vida. Una que... De nada sirvió. El joven matasanos, cuando se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió.

No pudo hacer nada, empero, yo sí.

¿Recuerdas aquella viejecilla que merodeaba nuestro campo, aquella que usaba desgastadas ropas, y poseía una mirada mezquina, pero sin dejar la amabilidad de lado? El pueblo hablaba de ella, sí. La hechicera, la bruja malnacida que había matado a su familia y quemado vivo a su infiel marido. Esa que, solapadamente ayudaba a todos, no obstante, todos la desconocían y decían temerle. Fue mi último intento, pero esa finalización será la antesala de mi cometido.

Sigo tendido sobre tus faldas, padeciendo fuertes dolores, esos que me recuerdan lo vivo que aún estoy. Solo restan días, mi amada Aurelia para acompañarte a ese mundo eterno que Felicia me prometió. Ese que nos mostrará el camino, y nos unirá a nuestra pequeña Babette.

¡Dios! ¡¿Por qué me odias tanto!? Me arrebataste a mi única hija y luego, para rematar gracias a tu poderío, osaste en despojarme de mi esposa. ¡La cruz! Sí, nuevamente mi vista se clava en esta, me separo de tus piernas y la cojo sujetándola con vigor. Luego, recuerdo el consejo de Felicia, quien me dice que la invierta sobre tus extremidades. No dijo nada más, solo que esperara, pero no pude. El dolor me irrita y la bilis se sube y me acaricia la garganta, haciéndome vomitar con violencia. No quiero que mi veneno me abandone, pero el bellaco que me lo vendió, tampoco me aseguró que funcionaría.

Me arrepiento.

La lluvia y el viento golpean mi ventana con fuerza, logrando que tu velo se separa de tu rostro. Te ves tan bella... Todavía.

Vuelvo a tus muslos y sostengo el crucifijo. La voz no deja de maullar, más se une el llanto desolador de un niño...

«¿Babette?».




3.


¡Mi pecho!

Este late desbordado.

La tos me invade, ¡siento que me ahogo! Aun cuando mantengo la cruz con resistencia. Ese llanto no va a lograr aflojar mi cometido. Cierro los ojos y agito mi cabeza. Mi mano izquierda se desprende de la cruz buscando tu rodilla, apretándola con vehemencia, como si me fuera a dar un indicio de tu regreso.

¡Pero yo deseo unirme a ti! ¿Por qué la muerte ha de tardar tanto?

El gimoteo no cesa. Sigue como una letanía culposa, una que no me quiere abandonar. ¡Fue mi culpa! ¡Todo es mi culpa!

«¡¿Eres tú, mi pequeña Babette?!», consulto con precaución.

Mis ojos son un par de desiertos, unos que se van cerrando de a poco, sin embargo, aún el infante no se desprende de su desconsuelo.

El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños, lo que nuevamente golpearon el ventanal, fundiendo aquellas fragancias entre la hierba húmeda y el perfume que te adorna, mi amada Aurelia.

«Haz que termine, por favor...», ruego con abatimiento.

El chillido no me deja morir en paz.

De pronto, la inmensidad de un silencio inquietante nos envuelve. La ventisca se acalla y se ausenta, más la agonía infantil también se aplaca.

No obstante, todo es momentáneo; un ruido extraño acapara mi estancia. Unas luces entran por la ventana. ¿Qué es?

Parecieran ser una lluvia de estrellas que destellan colores que se introducen y golpean las paredes de mi aposento. Danzan enloquecidas, y se posan sobre ti, mi adorada Aurelia.

¡Espera! Hay un reflejo... ¿Es acaso...?

Un silbido inunda la habitación.

Me levanto apenas, acomodo el crucifijo en tus manos, Aurelia, no lo dejes caer.

Me acerco con reticencia, hay algo en el frontis de la hacienda. Ni los caballos se atreven a relinchar.

Una luz blanca y brillante empieza a parpadear, y algo parece salir por entremedio de esta.

Solo logro ver una silueta larga, y un brazo extendido que pareciera sujetar otra sombra consigo; una más pequeña. Me escondo, y paso mi mano por mi boca, tratando que el grito que contengo no me delate.

Siento que caminan sobre la hierba, y una diminuta voz tararea sin cesar. Es una voz que conozco.

Me doy fuerzas para volver a observar, estos siguen aproximándose.

¡Dios Santísimo! Eso, eso, ¡eso no puede ser un humano!

Aprieto los ojos para volver a otear.

Es alguien tan delgado como una cuerda, y posee una cabeza desproporcional a su cuerpo.

Avanza hacia mí, ¡me ha visto!

Luego, una voz de una niña chilla sin poder comprenderla, sin embargo, de pronto, le indica mi dirección. Solo veo sus sombras, siendo la más alta que se agacha para escucharla.

«¡Mi papi, mi papi!».




4.


Mi pechera es una caldera, se estremece y arde sin dejarme respirar. Mi agobio es propio por la desdicha que me cala el alma.

«Hija...

Con un hilo de voz la nombro sin siquiera asomarme, pero ellos me ven, a pesar de las gruesas paredes de mi estancia. El viento canta agudo, y levanta el cortinaje. Ahora me veo más expuesto. Súbitamente, todo se vuelve silencio, pero las luces del jardín siguen intermitentes, y la pequeña voz de la que pareciera ser Babette, mi niña amada, continúa implorando por este padre moribundo. Mis memorias retroceden hacia su nacimiento, como si fuera un ovillo de vestigios tratando de confundirme.

«¡No puede ser ella! ¡Si la enterramos hace más de dos abriles!».

Cojo fuerzas, solo basándome en memorias en el amor que aún me escuece por Aurelia.

Tengo miedo, no sé lo que está allá fuera. ¿Es acaso la ricina que me hace alucinar? ¡Esta es una obra del diablo! ¡Mi hija está muerta! ¡Te ruego Dios misericordioso que te apiades de mí!

Empuño mi mano y muerdo mi dedo índice, el horror me invade. Mi necesidad es imperiosa, ¡pero la cobardía me domina! Quiero verla, ¡deseo verte, mi princesa!

El ruido aparece de la nada, y la refulgencia gira sin suspender. La voz de mi cría desaparece, no obstante, resurge el mismo pedido, pero esta vez en una voz metálica y grave. Eso no puede venir de Dios, ¡es imposible!

Se oyen voces por debajo de quien sigue clamando por mí. Tomo fuerzas, y con mi ojo derecho observo las afueras. Ahora las sombras poseen más color. Puedo reconocer el cabello ondulado y dorado de mi Babette, mas no de quien la tiene a su lado.

«¿Quién eres, criatura?», murmullo, casi imperceptible.

«Sal, Ferdinard...»

«¡Ha logrado oírme! ¡¿Cómo lo ha hecho?!».

Las lágrimas me atrapan desesperado. ¡Debería correr hacia ese ser gris y brillante que tiene a mi niña!

Comienzo a golpear mi pecho una y otra vez con desesperación, mirando hacia Aurelia. Ella me da fuerzas, ella me da garras.

Empero, aguardo. Hay gente detrás de ellos, ¿quiénes son? ¿Seres de otro mundo?

Con ambas manos me doy de golpetazos en las sienes. Chillo colérico, levantándome de mi ínfimo escondite. Sin embargo, todos giraron cuando oyeron los gritos de agonía.

Me encuentro de pie, a no más de tres metros de ellos.

Desde aquí puedo divisar la sonrisa de mi Babette, mientras ese hombre de aspecto mecánico le acaricia la cabeza, indicándole que se dirija hacia mí.




5.


Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida. ¿Será mi hija? ¿Mi Babette? Sus pequeñas piernas se mueven agiles, pero sin perder la suavidad que la caracterizaba, sin embargo, algo en mí produce un grito oculto, uno que trata de comprender lo que sucede. El ser metálico que la resguarda menea su cabeza inmensa y da la media vuelta. Lo mismo sucede con el resto de los seres a su espalda.

«Papi..».

«¿Hija mía?».

La abrazo y la apreto fuerte. Se queja un poco. Mi ansiedad y a la vez la alegría deprimente que tengo, no me hace medir la intensidad. ¡Hace tanto que no la tengo!

De pronto, cae en mis brazos, dormida.

La acuno y le beso su frente. La acomodo y me dirijo a la cama, mientras mi Aurelia nos observa si un ápice de brillo en sus ojos. Babette no se inmuta, está dormida.

«Descansa, princesa, descansa».

Cuando la cobijo, me doy cuenta de que algo lleva consigo. Hay algo en su diminuto bolsillo.

¿¡Qué es esto!?

Lo que tiene me hace retroceder y gritar desenfrenado.




6.


Muevo mi cabeza consternado. ¡¿Es real lo que veo?!

Al recular azoto mi espalda contra la pared, haciendo que mi pequeña se despierte.

«¿¡Papi!?».

No me atrevo a hablar, sin embargo, me acerco hacia ella, intentando, o, mejor dicho, arriesgándome en averiguar lo que su saquillo contiene.

Mi interior lo sabe, pero soy yo quien no puede creerlo.

Babette cae en trance, no sin antes pellizcar su nariz y entrecerrar los ojos con cierta aversión.

«¿Qué es ese olor, papi?».

Deparo en Aurelia.

Su aspecto lozano la ha abandonado, pues su estado es hinchado, grotesco y maloliente. Hay desprendimiento de sus carnes. Eso es lo que huele mi retoña.

Mi voz no existe. Solo hay un vacío. Solo puedo aproximarme y retirar el cuerpo de Aurelia. Ahora el aroma nauseabundo se impregna como el mejor perfume parisiense del momento.

Babette está dormida, lo que me hace acercarme y, definitivamente, hurguetear el saco. Cierro los ojos, mientras los dientes castañean solos. Es imposible lo que mis ojos observan.

Aquellas telas sostienen el relicario que mi difunta madre poseía. Cuando la enterramos, yo mismo me encargué de entrelazar la cadena entre sus finos dedos en su urna. Dentro, la fotografía minúscula de nuestra familia y la de su madre, no obstante, esta vez en su interior hay una nota envuelta en un cuadrado, sobresaliendo la letra F.

Inmediatamente, lo asocio a mi nombre, Ferdinard.

"Vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue, mas no abruptos desde que ELLOS están. No temas, la señal la acabas de palpar".

Concentrado, mis manos comienzan a temblar, y mi cabeza a palpitar. Miles de preguntas se asoman. ¿Por qué Babette posee vasto tesoro, cuando aún ella no nacía al momento de mi madre morir?

El dolor abdominal me visita, logrando un estremecimiento de mis órganos. De forma áspera, devuelvo lo que hay en mi interior. Ruego abandonar este mundo, pero mi hija ha vuelto.

La pestilencia abraza las cuatro esquinas de mi habitación, mas Babette ya no la puede percibir. Pienso en aquella bruja que me ha engañado, empero, desde el pasillo, siento murmullos. Cavilo y razono; he dejado a mi hermosa esposa en aquel lugar.

Pero somos Babette y yo.

La noche sigue oscura, como hocico de lobo. Tal cual como las ancianas se refieren a esta, defecto que me hace mirar hacia un punto fijo. Ese donde mi hija apareció junto a ese largo y extraño humano.

Me acerco hacia el ventanal, entornando los ojos para calcular mejor. La sombra del ser plateado ha regresado, exclamando en un tono gutural el nombre de Aurelia y Babette.

«¡Nooo, esta vez no lo permitiré!».

El hombre plomizo me ignora. Se arrima más rápido de lo que un ser humano puede hacerlo.

No hay escapatoria.




7.


Remembranzas tormentosas se apropian de mi mediana esperanza. ¿Por qué aquel ser me hace retroceder y palpar nuevamente mis pecados? ¿Cuál es la unión entre aquello anti terrenal con la desdicha de mi suerte? Tal vez es hora de que pague por lo que hice.

Soy un traidor, un proscrito ante el altar de Dios. Cada vileza cometida ha sido un golpe certero en los clavos sobre las muñecas de su hijo. Él me ha enviado a ese ángel de la muerte. No puede ser más que eso.

La figura está estática, el poder que emana sobre mi cuerpo es poderosa, y a la vez hace que mis intestinos se aflojen. Ya no puede ser la ricina, esto es algo más vigoroso. Caigo de rodillas, y comienzo a desprender mis fluidos y mis excrementos. No hace falta que hable. Su voz metálica se introduce en mi cabeza.

—Ya es hora —dice con parsimonia.

Observo con cansancio a mi hija que todavía yace calma, sin embargo, el llamado de Aurelia se hace patente.

«¡Me estoy volviendo loco!», cavilo para mis adentros.

—No, Ferdinard... —La criatura vuelve a dialogar—. Son las consecuencias de tus propios actos.

De pronto, una serie de imágenes invaden mis pensamientos haciéndome entumecer y apretar con vehemencia mis sienes.

Me veo con un almohadón, acercándome hacia mi hija, ¡no deseo hacerlo! Pero la voz me lo dicta. Solo un apretón, y mi pequeña ya estaba junto a Dios.

Algo me remece y me hace cambiar de escena. Estoy envenenando a Aurelia, mi amor. Cada desayuno, cada comida, una cucharada de ricina pasaba desapercibida gracias al néctar de naranjas que profesamente preparaba para ella.

Y yo que le pedí a Thomas que la salvara...

Ese veneno, el que yo consumí y no hacía efecto, sí lo había hecho en su delgado y frágil cuerpo. Yo era el Judas, el renegado, el que portaba el arma.

—También asesinaste a tu amigo, y a muchas personas más.

—¡No, ellos están bien, solo descansan! —Me engaño—. Fue la bruja, la hechicera, ¡Felicia!

—Además de ella —exclama con más quietud—. Te ayudamos. Tú lo pediste. Fuimos tus infiltrados. Fuimos más que meros ayudantes.

Miré hacia afuera, y una pila de seres con ojos brillantes aparecieron detrás de los árboles.

—No puede ser verdad...

—Aquella noche de juerga, cuando te emborrachaste y engañaste a tu esposa, deseaste e hiciste pacto con el diablo para que tu familia muriera. Solo porque deseabas a la mujer de Thomas. No somos ángeles, Ferdinard, somos los hijos de leviatán que venimos a cobrar la deuda.

Y así era, el problema era que la mujer jamás me había querido.

Y mi hija, mi Babette. Los ojos de la criatura se clavaron en los suyos, lo que me hicieron vociferar.

—Déjame cuidar de ella.

—Es solo una ilusión... Tú ya estás muerto. Como ella también...

La criatura avanzó y arrebató mi alma.




8.


—Pobre muchacho —Un anciano se persignó dolorido.

El viejo luego depositó una rosa roja sobre las manos de quien yacía en el féretro. Así como el resto de las personas que habitaban la pequeña capilla de St Olave Hart.

Cada individuo, luego de dar el pésame a la viuda, se acomodó para presenciar la Santa Eucaristía. La tristeza y el llanto fueron un abrazo desolador que envolvieron las paredes de la asamblea.

El lamento era por la tragedia no se podía ocultar.

El sacerdote hizo entrada. La homilía había comenzado.

Mientras todos escuchaban atentos, un ruido opaco hizo que la pequeña que estaba junto a Aurelia dirigiera la vista hacia el sarcófago.

—Mami...

—¡Silencio, Babette! —Aurelia hizo callar a la pequeña.

—Pero...

Bastó solo un pestañeo de un hombre alto que estaba junto a Aurelia, para que la niña hiciera silencio. Babette se escondió detrás de su madre, aterrorizada.

La figura masculina al regañar a la niña lanzó una mirada furtiva hacia el padre, para que este apurara el sermón. El cura asintió y prosiguió.

Al momento de acabar la misa fúnebre, Aurelia apretó con fuerza la mano de su hija. El sujeto observó a su alrededor. Otro tan alto como él le hizo un guiño desde la vereda de enfrente.

Las mujeres que iban detrás de la carroza, hablaban entre ellas:

—Es terrible que el joven Ferdinand haya intentado matar a su familia.

—Es una desgracia, más cuando lo encontraron colgado.

Al llegar al campo santo, Thomas, el mejor amigo y médico de Ferdinand, leyó un hoja arrugada y algo húmeda gracias a la lluvia, despidiendolo.

Aurelia lo observó con altanería, y luego lo hizo hacia la caja que contenía a su esposo.

Todo fue muy rápido, todo como ella lo había pedido. En una hora partirían.

La gente comenzó a despedirse y a abandonar el lugar.

Solo permanecieron la viuda, su hija y aquel hombre largo.

—Será mejor que nos apuremos —dijo ella.

—No podemos dejar a papá...

—Él ya no está —enfatizó el ser.

—¡Eso mentira! ¡Está vivo dentro de ataúd!

El tipo puso su dedo en la frente de Babette, logrando callarla. Luego, oteó a la mujer y mencionó:

—A la sombra de un árbol, su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer. Al fin lo hizo.

—Hasta que logramos volverlo loco. Se ahorcó.

—Creyó todo lo que le dije, sin saber que tú habías hecho el pacto para tener una vida eterna.

Desde el frío cemento, la caja se movió. Al parecer, no estaba tan...Muerto.

—Adiós, Ferdinand.

Aquel ser era el mismo que había visitado al joven empresario. Era de otro mundo, uno no tan distinto a este, le había arrebatado a su familia, sin embargo, todo a pedido de Aurelia, quien había sido visitada por él. Ya en el cuerpo de la mujer, se había formado el primer híbrido.

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