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Capítulo 15

Londres, agosto de 1947

Elmira estaba totalmente desolada. Alfred no había muerto, pero era casi peor. No recordaba nada. Ni siquiera la reconoció cuando lo vio en su casa de Londres. Y aquello era lo que no soportaba. Al verle, se quedó impresionada y la esperanza volvió a renacer, pero cuando habló, todo se derrumbó a su alrededor. Con un Alfred que no recordaba su existencia, ¿qué posibilidades quedaba de arreglar su situación? Cillian le había dicho que su amnesia podía revertirse en cualquier momento, solo hacía falta ser pacientes. Y con Heike hubo un atisbo. Elmira regresó con Heike a la casa, le dio las gracias a la señora Martin y se acostó en la cama. Ojalá ella también tuviera amnesia. Todo sería más sencillo. No le importaba su matrimonio. Solo anhelaba la felicidad y solamente Alfred Pierrepoint sería capaz de dársela, junto con sus niñas. Pero no pudo evitar recordar la melancolía permanente que le acompañaba cuando le conoció. Al menos, era feliz. A su manera, pero no tenía inquietudes ni preocupaciones. Un pequeño consuelo.

Cillian se quedó inquieto tras la marcha de las dos mujeres. Lástima que todo hubiera salido mal, se dijo. Alfred parecía indiferente y creía que la guapa mujer pelirroja que vino a visitarle se resbaló y se hizo daño. Bastante, porque no dejó de llorar durante la visita. Qué mujer tan sensible, pensó. Pero tenía algo en su mirada que le resultaba familiar. Esos ojos grises los había visto en algún sitio. Y no eran tan comunes. Debía admitir que se hallaba impresionado con ese color. Y aquella adolescente con las trenzas rubias recogidas también le resultaba conocida. Solo recordaba que había sido soldado y parte de su estancia en un pueblo muy bonito de Alemania que estaba destruido. Y un estanque junto a una gran casa. Pero lo demás, le sobrevenían imágenes borrosas. Ya eran las siete de la tarde y decidió meterse en la cama. De repente, no se sentía bien.

Cuando se despertó, ya de madrugada, se vistió y salió a dar un paseo. El aire fresco le despejaba y se sentía más activo a esas horas. Los trabajadores nocturnos iban y venían por las calles y se mezcló en el ambiente. Llegó a Trafalgar Square y se sentó frente a la estatua del Almirante Nelson. Por primera vez en mucho tiempo, su mente permanecía en blanco. Miró hacia los lados y de repente, una figura se puso frente a él.

La luz de la luna reflejaba tanto su cabello, que parecía fuego y los ojos se transformaban en plata pura al contacto. Esa fascinación ya la conocía. Y la había amado. No podía creer que estuviera allí. Qué pequeño era el mundo. Tenía tantas cosas que decirle. No pudo evitarlo, abrazó a aquella figura y la besó apasionadamente en los labios. La dama de los ojos plateados y pelo de fuego le devolvió aquel beso y el abrazo. Cuando terminaron, esta lloraba.

—Creí que no volvería a verte. Me dijeron que estabas muerto. Perdí toda la esperanza. —Elmira se acurrucó en los brazos de Alfred, que le acariciaba el pelo y la besaba apasionadamente en el cuello, rememorando tiempos felices.

Alfred por fin había recuperado la memoria. Durante su sueño inquieto los recuerdos volvieron a su atormentada mente y el paseo nocturno terminó de encajar las piezas que le faltaban. No esperaba encontrarse a Elmira, que también había salido a despejarse tras otra de sus discusiones con Heinrich, pese a las horas. No tenía deseos de permanecer en el mismo techo que él. Al reconocer la silueta de Alfred, se acercó a él. Por lo menos, podría verle. Tampoco esperaba que este, al verla, la abrazara y la besara. Era un milagro que por fin la hubiera reconocido. No lo dudaron ni un segundo. Alfred la llevó a su casa y los dos resolvieron los interrogantes y la incertidumbre de sus dos años de separación.

—Yo tampoco esperaba verte de nuevo. Te envié una carta y después todo se puso negro. Ahora entiendo lo que pasó. Lo único que no lamento fue la muerte de Thomas Holt. Hasta el fin de sus días hizo daño. Lo siento tantísimo... fue mi maldito orgullo, que lo estropeó todo.

—Nuestro maldito orgullo. Yo tampoco me comporté como debía. Te dije unas cosas tan horribles aquel día.

—Y yo me comporté como el peor de los hombres. Todavía siento en la palma de mi mano el bofetón que te propiné. —Alfred llevó la mano hacia el rostro de Elmira y lo acarició tiernamente.

—Pero ya todo ha pasado. Y podemos estar juntos. Le pediré el divorcio a Heinrich. No le amo y cada día le detesto más. —dijo Elmira con gran determinación. Le había contado su matrimonio con Heinrich y el nacimiento de sus hijas. Incluso le contó que él era el padre de la primera. Aquello llenó de felicidad a Alfred, que recordaba a sus gemelas fallecidas y saber que había engendrado a otra criatura le hacía dichoso y más si su amada Elmira era la madre. Deseó ir inmediatamente a conocerla, pero no eran las horas propicias. Tenía que ser paciente y esperar.

Sin embargo, no le hizo gracia saber que se había casado, pero no podía reprochárselo. Creía que estaba muerto e hizo lo mejor para rehacer su vida. Apenas la había conocido unas semanas en 1945 y ya sabía que era el amor de su vida. Y ahora, dos años después, el optimismo y sus ganas de vivir volvieron con ella, así como su memoria. Ya no deseaba reprimirse y vivir amargado. Tenía la perfecta válvula de escape para hallar su propia paz mental y espiritual junto a una mujer que le correspondía. No todo estaba perdido. Solo quedaba que se divorciara. Y ella estaba dispuesta a dejarlo todo por él, menos a las niñas. Ellas iban incluidas.

Elmira, muy a su pesar, tuvo que dejar a Alfred y volver a la cruda realidad de su hogar. Se hallaba agotada por los acontecimientos de la noche, pero estaba muy decidida a acabar con la farsa de aquel matrimonio originado por la desesperación y el miedo a la soledad. Le sirvió el desayuno a Heinrich y le expuso su reencuentro con Alfred, incluso la apasionada noche que pasó con él. Pensó que, si le confesaba el adulterio imprevisto, sería más fácil convencerle.

—No somos felices y siempre estamos discutiendo. Creo que lo mejor es divorciarnos y cada uno hacer su vida. Siempre podrás ver a las niñas, por supuesto, tienes todo el derecho, sobre todo de Karola, pero no podemos seguir así.

—De ninguna manera. —respondió Heinrich rotundamente—. No voy a divorciarme solo porque te hayas abierto de piernas con el primer inglesito que se te ha cruzado.

—No es el primer inglesito. Es Alfred Pierrepoint y le amo. No me lo pongas más difícil. Tú tampoco me amas.

Una mirada maliciosa asomó en el rostro de Heinrich. Culpaba al recuerdo de Alfred el fracaso que había resultado su matrimonio. Y deseaba a Elmira. No la amaba tampoco, pero le hacía sentirse poderoso ser el dueño de aquella diosa pelirroja, como la habían llamado algunos de sus compañeros. No estaba dispuesto a dejarla marchar, así como así. Era un hombre muy orgulloso y Elmira su mejor trofeo.

—Mejor me lo pones. —terció Heinrich—. Después de lo que hemos construido, no puedes echarlo abajo porque te has encontrado con ese cerdo que te dejó preñada y te abandonó. Yo soy más padre de Fainka que él. ¿Quién le dio el apellido y la ha criado como hija suya? No tienes el derecho de alejarme de ellas. De Heike, bueno, tiene edad ya para encontrar trabajo y largarse si le apetece, pero vosotras me pertenecéis. No te  voy a permitir que me humilles así.

Elmira no podía negar que Heinrich trataba muy bien a las niñas y no hacía diferencias entre la que había engendrado él y las otras. Pero sin amor entre ellos, no veía el sentido de permanecer allí.

—Pero no nos amamos. Y tú lo sabes. ¿Por qué no te permites encontrar tú mismo la felicidad y me dejas a mí? Así nos hacemos más daño.

—Aquí la única que hace daño eres tú. Me has decepcionado, Elmira. Nunca pensé que serías una zorra de mierda. Te has follado a ese puto inglés y tienes el descaro de contármelo y restregármelo. Liese tenía tanta razón respecto a ti.

Elmira intentó abofetearlo, pero este le retuvo la mano y la abofeteó él mismo. No iba a consentir que esa puta le pusiera la mano encima. A lo mejor no era tan mala idea eso del divorcio, después de todo. Pero el orgullo le pudo más. Agarró del pelo a Elmira.

—Si crees que nos vamos a divorciar, tendréis que pasar tú y esa rata inglesa por encima de mi cadáver. Puedes hacer lo que te plazca. Pero nunca te daré el divorcio ni te casarás con él, lo juro por mi alma. La sombra del adulterio te pesará siempre. Y ya sabes lo que va a pensar la gente. ¿Estás dispuesta a pasar por esto? —añadió, con su mirada más maliciosa que nunca. Terminó de desayunar, como si no hubiera ocurrido nada y se marchó a la fábrica.

Elmira permaneció en el suelo, llorando en silencio. No quería que Heike la oyese, pero era demasiado tarde. La joven lo  había oído todo. Se acercó a su madre y la abrazó. Ella sí comprendía la situación que atravesaba su madre y de corazón esperaba un final feliz.

—No llores, mamá. Ojalá todo se arregle. Y me alegra que Alfred por fin pueda recordar.

—La culpa es toda mía. Si no hubiera sido tan orgullosa, no estaríamos así. Ni tú ni las niñas —se lamentaba Elmira.

—Además, Heinrich es un hipócrita. Creía que era una mejor persona, pero me equivocaba. Hace unos días lo vi besándose con otra mujer en la calle.

Elmira ya sabía que Heinrich le era infiel con otras mujeres. Buscaba aquello que ella no quería darle. Parte de su disposición a acostarse aquella noche con Alfred se debía a ello. Pero no imaginó la faceta tan posesiva de su marido. Pero, ¿quién podría ayudarla? Heike era demasiado joven. Tampoco podía ni estaba en la labor de consentir que la maltratase. No era la primera bofetada que le daba. Cuánto había cambiado desde la muerte de Mila. Siempre acababa comparándola con su difunta esposa.

Sin embargo, la decisión ya estaba tomada. Cogió a los dos bebés, a Heike y sus maletas. No le importaba lo que pensara la gente. En menos de una hora, estaban ya instaladas en casa de Alfred Pierrepoint, que las recibió calurosamente, sobre todo a la hija de la que acababa de conocer su existencia. Elmira, por deferencia, le escribió una nota a Heinrich, que terminó de leerla furioso al volver a casa. 

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