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Capítulo 1

Celle (Baja Sajonia, Alemania) – 12 de abril de 1945

Era un día soleado, pese a que el humo de las bombas del día 8 todavía dejaban rastros nebulosos en el ambiente, dejando el cielo de la ciudad con una tonalidad blanco-grisáceo. Los más pesimistas, que eran la gran mayoría presagiaban el fin del glorioso Reich de los mil años, pero la opinión general era más esperanzadora y confiaban aún en el poderoso ejército alemán, que derrotaría a los Aliados y Hitler remontaría su imperio y sería más brillante que en 1933.

Elmira Bauer estaba en su casa de las afueras de Celle escribiendo su diario mientras bebía una taza de café. La bebida todavía estaba caliente y el aroma inundaba su mesa de trabajo. En el jardín, podía oír las risas de sus hijos que, habían decidido olvidar por unos instantes todo el caos ocasionado por los bombardeos y jugaban felices, como lo habían sido en otros tiempos. Elmira dejó de escribir y se asomó a la ventana para observarles. No pudo más que sentir una gran ternura hacia esos dos niños, mellizos que acababan de cumplir los doce años. Heike y Gustav eran el ideal ario: rubios, ojos azules y piel muy pálida. Apenas se parecían a su padre, Bruno y mucho menos a Elmira, que era pelirroja, pecosa y con ojos grises. La dama de los ojos plateados, la llamaba Bruno, su esposo.

Bruno formaba parte de una de las familias más importantes de Celle y cuando decidió casarse con Elmira, hija de un emigrante ruso, fue tema de conversación y cotilleos durante semanas. Ahora estaba luchando y hacía meses que no tenía noticias de él y, debido a la inminente derrota, de lo cual estaba cada día más convencida, tenía pocas esperanzas de volver a verlo con vida. Era quince años mayor que Elmira y viudo desde que su primera esposa falleció en el parto de los mellizos.

En esos días, Elmira no podía evitar recordar a su padre, que se había suicidado unas semanas antes cuando se enteró de que el Ejército Rojo iba avanzando hacia el Este y había llegado a Alemania, vaticinando su derrota y lo que les harían a ellos, sobre todo a Elmira y él, que habían huido de Rusia y serían a ojos de ellos, traidores. Hacía años que no hablaba con él, más concretamente desde 1939, cuando se armó de valor y huyó del hogar paterno. Pese al odio que llegó a profesarle, no dejó de sentir cierta lástima hacia el hombre que la había engendrado.

El padre de Elmira clamaba que descendía de uno de los sirvientes de la corte de Catalina la Grande y, por tanto, corría sangre germana por sus venas. Verdad o no, ya que no había forma física de demostrarlo, pero debido a la vehemencia con que declaraba su ascendencia y, —sobre todo creía Elmira— la intensidad con la que su padre se había vuelto anticomunista, el gobierno no dudó en concederles la ciudadanía alemana cuando llegaron en 1936, cuando ella tenía apenas dieciséis años, pero con su sentido de la madurez desarrollado antes de tiempo debido a los acontecimientos que le había tocado experimentar.

Elmira, que apenas había cumplido los veinticinco años, seguía recordando su país con enorme nostalgia, aunque según su padre, Rusia era un infierno y estaba gobernado por demonios que habían asesinado a su madre. Aunque ella permanecía en la ignorancia participando en las reuniones de los Jóvenes Pioneros y esperaba el día que en que formaría parte del Konsomol y servir más fervientemente a su patria. Tal era su fobia que incluso su padre, que ya dominaba el alemán, prohibió todo elemento ruso en su nuevo hogar, incluida la lengua. Si alguien oía a Elmira hablar alemán, podía creer que había nacido y crecido allí debido al esfuerzo y las palizas de su padre al mínimo error, en apenas unos meses logró hablar fluidamente el idioma. Su padre se negaba incluso a usar el ruso, salvo cuando hablaba con otros exiliados que no habían llegado a aprender alemán. Quería ser el más alemán de todos e incluso se afilió al Partido Nazi y obligó a su hija a unirse a la Bund Deutscher Mädel. En muchos aspectos era similar a los Pioneros, así que Elmira se adaptó bien.

Exceptuando el carácter de su padre, cada vez más errático, debido a la nostalgia que tanto se negaba a admitir y su nuevo odio al comunismo, Elmira podía decir que vivía bien en Alemania... hasta que estalló la guerra y abandonó el hogar paterno, harta de sus borracheras y sus golpes cada vez más frecuentes. Solo le escribió una carta anunciándole su matrimonio con Bruno y aquello fue en 1943. La única respuesta que recibió fue la carta de su última amante diciéndole que se había quitado la vida y pidiéndole dinero. Elmira se negó a enviar dinero más allá del pago por el funeral y acudió ella misma para evitar que ese dinero fuera a otro destino. No sentía ya ningún aprecio por él, pero lo menos que podía hacer era asegurar su descanso eterno en un lugar seguro.

Pero su padre ya no existía y eso ya no tenía reversión, así que Elmira lo apartó de sus pensamientos y siguió observando a aquellos niños que jugaban inocentemente. No eran sus hijos biológicos, pero enseguida los quiso como tales. Nunca conocieron a su madre y cuando su padre se casó con ella la acogieron con los brazos abiertos, ya que —sobre todo Heike— siempre habían deseado una madre. Gustav le profesaba una gran admiración y afirmaba que de mayor quería casarse con ella. Elmira se reía y le acariciaba el pelo cada vez que se lo decía. Heike incluso le había pedido que le enseñara su lengua materna, para gran satisfacción de Elmira y, a esas alturas, había hecho grandes progresos y entre ellas hablaban ruso cuando se encontraban solas.

En realidad, el matrimonio entre Elmira y Bruno se basaba más bien en una especie de trato: Bruno buscaba una madre y ama de casa para sus hijos y Elmira una estabilidad, ya que había pasado los años trabajando como dependienta y, más tarde como auxiliar cambiando de hogar, ya que apenas le alcanzaba el dinero y tenía que buscar cada vez sitios más económicos. No le interesaban los bienes materiales, fruto de su educación socialista, pero sí anhelaba tener un marido, hijos y un hogar sostenible y Bruno en gran parte se lo había proporcionado. Meses después de casarse, Bruno fue llamado al frente y lo último que supo de él es que estaba en Italia.

Ni siquiera habían tenido relaciones sexuales. En realidad, Bruno era homosexual y si se había casado y tenido hijos con anterioridad era para satisfacer a su familia y ocultar su verdadera orientación. Cuando enviudó, sintió a la vez pena y alivio y si se volvió a casar con Elmira fue porque al conocerla, sintió lástima de su situación y quiso ayudarla, no sin antes confesarle su verdadera intención, cosa que ella comprendió y aceptó porque de todas, era la mejor alternativa que se le ocurrió. Elmira, que había sido violada poco después de su huida, tampoco le interesaba cohabitar con un hombre. Con los años había logrado superar aquello o, al menos, no vivir dominada por el recuerdo y seguir adelante. Aquel trato convenía a ambos y durante los meses que convivieron juntos, su complicidad había crecido.

Sin embargo, lo echaba terriblemente de menos. No había llegado a enamorarse de él —sabía que no iba a corresponderle—, pero sí había hallado en él a un gran amigo y le estaba muy agradecida por haberla ayudado en los momentos más difíciles. Era uno de los hombres más cultos que había conocido y con él podía compartir opiniones de todo lo que leían. Elmira era una ávida lectora y siempre que tenía tiempo libre y algo de dinero, lo gastaba en libros.

Al menos, pensaba ella, tengo a sus maravillosos hijos. De pronto, oyó unos gritos.

—Mamá —gritaba Gustav, que había entrado al cuarto—. Liese nos ha vuelto a golpear.

Liese era la doncella y antigua nodriza de Bruno. Había criado a Bruno y más tarde a sus hijos y sentía un amor sobreprotector hacia él y cuando este llegó con Elmira, solo veía a una arribista. Su inquina se acrecentó cuando éste se marchó al frente y muchas veces se desquitaba con los niños, ya que la propia Elmira la había puesto en su sitio varias veces. No se dejaba amedrentar por aquella mujer que rozaba la sesentena de ojos aviesos, que en esos momentos acudía a toda prisa a donde estaba Gustav.

—Señora, el niño me ha tirado al suelo mientras corría y creí necesario darle un azote —apostilló Liese con una mirada desafiante y enfatizando el «señora».

—Liese, ¿cuántas veces he dicho que no se debe golpear a los niños? —respondió Elmira cansinamente—. Con los tiempos que corren, bastante tienen para que les anden pegando. Seguro que ha sido un accidente y no volverá a hacerlo, ¿verdad, tesoro?

—Sí, mamá, ha sido un querer —Gustav miraba sumisamente, pero Elmira creyó advertir un brillo astuto en él. El niño, que ya le sacaba un palmo a esta se inclinó y le dio un beso en la mejilla y se fue corriendo, no sin antes sacarle la lengua a Liese sin que Elmira lo advirtiese, que echaba chispas por los ojos.

—Si mi Bruno estuviese aquí —replicó Liese con rabia contenida—, esos niños estarían mejor educados y no tan mimados. No solo es una arribista, sino que malcría a esos mocosos. Estábamos muy bien sin usted.

—Bueno, pero él me eligió y usted se tiene que conformar con lo que hay. Si no está de acuerdo, puede irse cuando quiera. Nadie la obliga a permanecer aquí. —Sabía perfectamente que Liese no tenía a dónde ir y los reproches eran el pan de cada día. Al final la doncella abandonaba la sala y volvía a sus tareas, rumiando.

De repente, se oyó la sirena. Pese a estar en el campo, las bombas podían caer y había un sótano en la casa habilitado para refugio. Elmira salió corriendo y llamó a los niños y al personal para ir al refugio. Todos estaban asustados mientras oían caer las bombas. Parecía que nunca iba a acabar. Cuando por fin dejaron de caer, Elmira procedió a salir del refugio, pero enseguida emitió un grito.

Gustav no estaba en el refugio. Estaban ella, Heike, Liese y las dos cocineras y la limpiadora. Abrió la puerta y corrió buscando al niño. La casa no había sufrido daños, pero Gustav había vuelto a la calle antes de que sonara la sirena. Buscó al niño por los alrededores y vio que lo que antes era campo era una maraña de cenizas, fuego y restos vegetales. Y allí lo encontró.

Gustav estaba tumbado en el suelo en posición fetal, pero incluso desde ahí se veía que su vida ya se había extinguido. Sus ojos permanecían abiertos, y su cara era un charco de sangre y quemaduras. Lo peor, pensó Elmira con lágrimas en los ojos es que su niño no había muerto en el acto y había sufrido. Rompió a llorar silenciosamente y no advirtió cuando Heike se acercó y le cerró los ojos a su hermano.

—Ahora solo nos tenemos a nosotras, mamá —dijo Heike con gran pena, pero sin llorar. Elmira se dejó abrazar por ella. La sensibilidad de aquella niña y la gran madurez que ya tenía a su corta edad sorprendían enormemente a Elmira. A partir de ese momento, Heike se había convertido en toda una mujer, aunque todavía no le tocaba.

Mientras seguían abrazadas, oyeron un estruendoso ruido y se apartaron. Un gran tanque se acercaba a la casa y finalmente paró en ella. De él bajaron dos solados, uno de ellos con una gran bandera. Era azul, con cruces blancas y rojas. No eran los soviéticos, sino los británicos. Recordó la carta de suicidio de su padre en la que le había advertido del peligro que correría si llegaban los rusos. Pero no sabía si con los británicos sería igual o diferente. No le quedaba más remedio que comprobarlo.

Otro tanque llegó y aparcó al lado del primero y bajaron otros tres soldados. Uno de ellos caminó alrededor de la fachada principal, cuando se dio la vuelta, vio a Elmira y se la quedó mirando, de una manera que la inquietó. El soldado se le acercó y le ofreció la mano.

—¿Es usted la dueña de la casa? —preguntó en un alemán muy elemental.

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