Amarás a Dios sobre todas las cosas
Al principio, solo había oscuridad. Después, noté algo frío que me hizo cosquillas.
Un sonido extraño salió de mis adentros, lo que hizo que me sobresaltase.
Mis ojos se abrieron y se encontraron con un lugar algo sombrío. Las paredes de piedra que me rodeaban eran decoradas por unas bonitas telas, a la par que extrañas. Sus hileras eran finas y parecían de seda.
En una esquina de la habitación se imponía una vieja estantería donde se conservaban varias cubiertas que envolvían una extensa cantidad de hojas.
Frente a mí pude divisar una mesa en la que se posaban diversos recipientes y utensilios que desconocía. Lo que más llamó mi atención fue un gran receptáculo de metal de fondo redondo que estaba situado encima de unos trozos de madera que estaban siendo quemados.
Fue en ese mismo instante en el que dirigí la mirada hacia mis pies.
Di un paso hacia atrás de manera instintiva al hallar a una mujer de avanzada edad acostada en el suelo de madera.
Me incliné para tocarla y descubrí que estaba fría. A continuación, palpé mi frente y comprobé con asombro que, a diferencia de la suya, mi temperatura era cálida.
No estaba segura de por qué lo hice, pero un impulso me había obligado a echar a correr.
Al atravesar la puerta me encontré con un pasillo recto que daba a otra salida. No dudé en seguir hacia delante.
Algo en mi interior me estaba ordenando que me alejara de aquel lugar y yo no me detuve para pensármelo dos veces.
Sentía que tenía que obedecer a esa voz. Sin embargo, al mismo tiempo, no sentía nada.
Era una sensación muy rara, como si no fuese dueña de mis pensamientos.
Entonces, había puesto toda mi concentración en huir, sin saber lo que vendría después. Ni siquiera me importaba. O tal vez sí. No estaba muy segura de qué era lo que me importaba ni de qué significaba la palabra «importar».
De pronto, noté un dolor agudo en mis piernas, las cuales no tardaron en fallarme.
Tropecé y caí de bruces al suelo verde y fresco.
La tierra me abrazó durante unos segundos en los que mi cabeza no dejaba de quejarse. Me llevé la mano a la frente antes de perder el conocimiento.
***
Cuando volví en mí misma descubrí que me hallaba tendida sobre un incómodo catre. Sentada ante mí, se mostraba la silueta de una mujer joven que me miraba expectante.
Traté de incorporarme.
—No, no te levantes todavía —me mandó ella mientras me devolvía a mi postura original—. Debes descansar.
¿Debo?
Me dejé llevar por su dulce voz y me volví a acostar. Seguía algo desorientada, pero eso no me impidió prestar atención a mi alrededor.
Me di cuenta de que al lado de la puerta que daba acceso a la minúscula sala en la que me encontraba se erguía la figura de un hombre.
Un hombre que portaba un arma larga y afilada en su cintura.
Dio unos pasos hacia el catre en el que estaba acostada y habló. Su voz era cálida y gentil. Distaba bastante de su aspecto físico.
—Marlo, necesitamos hacerle unas preguntas.
La mujer se volteó hacia él en un rápido movimiento.
—¡Ya lo sé! Me lo ha repetido varias veces, agente Serva. Ahora, ¡hágase a un lado y déjeme hacer mi trabajo! —mandó con voz severa.
—Lo siento —se disculpó, dejando ver su vergüenza—. Es solo que el protocolo...
—¡El protocolo puede quedarse en la puerta! En mi dispensario la salud de mis pacientes es primordial, ¿le ha quedado claro o tendré que repetírselo dentro de otros cinco minutos?
No estoy segura de la mirada que le había dedicado aquella mujer a aquel individuo, pero debió de ser lo suficiente feroz como para hacer que el hombre reaccionase de tal manera.
Había agachado la cabeza y había vuelto a su lugar de origen, junto a la puerta.
A pesar de la calidez de la manta que me cubría y de la hospitalidad de aquella fémina, sentía la incesante necesidad de levantarme y dejar que mis pies tocaran el suelo.
—No quiero estar aquí —dije en voz alta.
Aquella era la primera vez que escuchaba mi propia voz. Me sonaba extraña y lejana, como si no me perteneciera.
—Tranquila, te podrás ir dentro de poco —aseguró—. Tan solo quiero asegurarme de que todo esté en orden.
—Estoy bien —me limité a responder.
Traté de evadir mi propia voz lo máximo posible. No podía soportar aquella sensación inquietante.
Sentía que era otra persona la que hablaba por mí, que yo no era dueña de mis propias palabras.
Ni siquiera comprendía lo que acababa de decir. ¿Qué significaba que estaba bien?
—Eso parece. Menos mal. —Se llevó una mano a la frente e hizo ademán de limpiarse el sudor antes de dejar escapar un suspiro de agotamiento— Te pondré al tanto, entonces. Yo soy Marlo, la mejor enfermera de Eima...
Parecía que iba a continuar con su explicación cuando el portador del arma la interrumpió de forma tajante.
—Por no añadir que eres la única...
Marlo lo fulminó de nuevo con la mirada y prosiguió.
—Y él es el agente Serva, siempre dispuesto a hacer todo lo posible por la ley. Por no añadir que eso implica sacrificar el bienestar de los mismísimos ciudadanos.
El hombre frunció el ceño y torció su gesto, mostrando una cara de pocos amigos.
—Es suficiente, Marlo. Si la dama ha vuelto en sí, debo llevármela. Es lo que acordamos.
La mujer puso los ojos en blanco y musitó algo casi imperceptible.
—Ten paciencia, jovencita —me dijo después.
Cuando salí de aquella pequeña habitación seguí al agente por el largo y estrecho pasillo.
A ambos lados de las paredes se podían ver filas de puertas que daban acceso a zonas que yo desconocía por completo.
El hombre, todavía unos pasos por delante de mí, volteó la cabeza y me dedicó una mirada que ni siquiera yo misma fui capaz de interpretar.
Semejaba estar inundado de curiosidad, ansioso por el conocimiento.
Justo como yo. Deseaba saber qué era lo que estaba haciendo en aquella vivienda y quién era aquella anciana que yacía inerte en el suelo.
Sin embargo, era totalmente inútil intentar sacar algo en claro. Aquellas habían sido mis primeras imágenes tras la angustiante oscuridad.
Una vez en el exterior, mis ojos alcanzaron a vislumbrar un carro tirado por caballos.
—Suba —me invitó al tiempo que hacía un movimiento con la cabeza.
Obedecí sin rechistar.
Todavía parpadeaban ciertas dudas en mi confusa mente acerca de mi destino, pero me esforcé por ignorarlas. Mis ganas de obtener información eran mucho mayores.
Un silencio sepulcral se habría interpuesto entre ambos de no ser por los silbidos del cochero.
Mantuve mi mirada en el suelo en todo momento. Por algún motivo, me avergonzaba mirar a mi acompañante a los ojos.
—No debería hacer esta pregunta antes de llegar —comentó él—, pero, ya que estamos... ¿podría decirme por qué estaba inconsciente en medio de la nada?
Me detuve un momento antes de obligar a mis labios a que se separasen.
Lo cierto era que no quería confesar lo que había visto aquella vez, pero el peso de la verdad era más fuerte que el de mi silencio.
—Lo único que recuerdo es una habitación oscura cubierta por delgadas telas blanquecinas y...una mujer a mis pies...que no se movía.
Tragué saliva nada más terminar la frase.
Me atreví a mirarle a los ojos durante un breve segundo lo suficiente largo como para descubrir su reacción.
Sus ojos se habían abierto de par en par. No había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que mi confesión lo había sorprendido.
Sin embargo, era incapaz de mentir. O, al menos, eso era lo que me susurraba una voz dentro de mi cabeza.
Una voz que no era mía, que sonaba lejana y que hablaba en mi nombre.
—¿No recuerda nada más? ¿No sabe cómo apareció allí? —continuó interrogándome.
—No. No sé nada. Y, créame que yo soy la primera a la que le gustaría saber. No entiendo qué me ha pasado, yo...
Me tembló la voz. Estaba mucho más desorientada de lo que creía.
—No se altere, señorita —trató de tranquilizarme—. Estoy seguro de que pronto daremos con la verdad. Para eso necesito que venga conmigo a la comisaría.
Fruncí el ceño ante la última palabra que habían emitido sus labios.
—¿Comisaría? —repetí.
—Así es —resolvió él—. Allí tendrá lugar un breve interrogatorio y estará rodeada de múltiples agentes que no dudarán en ayudarla. Aun así —agregó, clavando sus ojos color avellana en mis pupilas—, no debe olvidar que yo soy quien está a cargo de su caso y, por ende, de su custodia. Si necesita cualquier cosa, no dude en hablar conmigo.
Permití a las dos comisuras de mis labios esbozar una sonrisa amable.
—Gracias.
En ese momento no había advertido que había comenzado a jugar con mis manos, haciendo tamborilear las yemas de mis dedos contra mi pierna.
Mi asombro fue notable cuando me avisó de que habíamos llegado. No nos había llevado mucho tiempo, a decir verdad.
Bajé del carruaje tal y como había subido. El conductor se despidió con alegría.
Me concentré en no tropezar por el camino. El suelo era de piedra y estaba inundado de surcos que dificultaban mis pasos.
***
La comisaría era solo un poco más pequeña de lo que me imaginaba, pero eso no significaba que no fuera bastante grande.
Dentro había diversas salas y, en la mayoría de ellas, había un agente como el que me acompañaba.
El agente Serva abrió una de las muchas puertas que allí se veían y me invitó a pasar primero. Eso hice después de inclinar mi cabeza a modo de agradecimiento.
En su interior me aguardaba una salita modesta adornada por una mesa, dos sillas y una estantería en la que, al igual que en la misteriosa casa, también había hojas metidas entre cubiertas.
—Puede sentarse en esa silla. —Señaló— Todavía debemos esperar al agente Lithe.
Al terminar la frase percibí una voz masculina que venía de la puerta.
—Perdona, Devian. Estaba ocupado con otro asunto —explicó.
Era un hombre que portaba una espesa barba, a diferencia del agente Serva, quien apenas conservaba unos cuantos pelillos en su rostro.
Semejaba ser un tanto mayor que su compañero, pero lo que más llamó mi atención fueron sus ojos grises, los cuales se mantenían fijos en mí.
Me sentí juzgada sin saber la razón exacta.
—Ya me lo puedo imaginar, agente Lithe —respondió el otro de modo cortante—. Empecemos de una buena vez, ¿de acuerdo?
—Eh, ¡pero qué malhumorado! Venga, Devian, no seas tan cruel con tu mejor amigo Gatan.
El varón adoptó una expresión de súplica.
El agente Serva puso los ojos en blanco como respuesta.
—Acabemos rápido con esto.
Ambos hombres se sentaron frente a mí. El agente Serva sacó una libreta de una especie de cajón y luego carraspeó.
—Bien, señorita... ¿Cómo debería llamarla?
Mi nombre. Lo desconocía por completo, mas como siempre tuve que recurrir a mi falsa voz para que me lo revelara.
—Dahlia —dijo su voz a través de mis labios.
Así me llamaba. Dahlia.
—¿Solo Dahlia? —quiso asegurarse.
—Sí, ¿acaso hay algún problema? —pregunté algo confundida.
El agente Serva iba a responder, pero su compañero se adelantó.
—En absoluto, señorita Dahlia. —Le dio un golpe con el codo al otro— Ya la has oído, Devian. Hay confianza.
Entonces, me dedicó una sonrisa que no llegué a entender.
—Está bien. A lo que íbamos —retomó—. Señorita Dahlia, ¿por qué apareció inconsciente en pleno bosque?
—Como le dije antes, no recuerdo absolutamente nada. Ni cómo llegué allí ni por qué. ¡Nada! Lo único que recuerdo es esa casa decorada con finas telas blancas y a esa mujer...
Hice una pausa al evocar la imagen de la anciana en el suelo.
Estaba helada. Pude sentirlo, incluso cuando no sabía siquiera lo que quería decir esa palabra.
—¿Antes? Oye, Devian, ¿te has saltado el protocolo? ¿Tú? —se sorprendió el otro agente como si se tratase de algo insólito.
—¡Cállate, Gatan! —ordenó él.
—¡Ya sabía yo que debajo de ese uniforme había una persona humana con defectos! —exclamó el agente Lithe.
—¡Centrémonos en el caso! —pidió el agente Serva con clara exasperación.
El hombre de gran barba se volvió hacia mí. De nuevo, pude percibir esos ojos grisáceos clavados en mi semblante. Traté de evitar su mirada y ladeé la cabeza.
—Señorita Dahlia, no tema. Estamos aquí para ayudarla.
Al decir estas palabras tomó mi mano. Me sobresalté.
—¡Agente Lithe! ¿Se puede saber qué demonios está haciendo? —preguntó el hombre de ojos marrones.
—Debe de sentirse tan sola y perdida —comentó él, haciendo caso omiso a las palabras de su compañero—. Una chica tan joven y hermosa preocupada por no recordar qué le ha sucedido. Es, sin lugar a dudas, una tragedia en todo su esplendor.
El varón tiró un poco más de mi brazo para acercarlo a él. Me quedé totalmente petrificada.
No sabía qué debía decir ni cómo debía actuar. No sabía nada que no me dijera la voz.
A continuación, besó mi mano con gentileza. Sin embargo, eso no impidió que me asustara todavía más.
El agente Serva, en un rápido movimiento, separó nuestras manos.
—¿Estás mal de la cabeza, Gatan? ¡Somos profesionales!¡Y tú estás casado y tienes una hija!
—Eso no quiere decir que no me aburra en casa, Devian. Además —me dedicó una mirada voraz—, esta muchacha no me ha quitado ojo desde que empezó el interrogatorio.
Me apresuré a contestar casi sin pensarlo dos veces.
—No, eso no es verdad.
—¿Me estás llamando mentiroso, gatita?
—Yo no he dicho eso. Y me llamo Dahlia —aclaré.
—Oh, me ha parecido entender lo contrario. ¿Me vas a decir que no te has fijado en mí desde que entré por esa puerta? —Apuntó hacia la entrada de la sala.
—Solo te he mirado, nada más.
La situación se estaba volviendo un tanto tensa.
Se levantó con brusquedad y caminó hacia mí.
En ese mismo instante, me agarró de los brazos y me levantó de mi asiento.
—No seas tan fría conmigo, gatita. —Olfateó mis cabellos negros como el carbón— No huelen a nada, lástima.
El agente Serva se irguió e intentó interceder, pero el hombre que todavía me sujetaba con fuerza lo empujó.
—¡A un lado, Devian! —escupió— Es por eso que no me gustan los interrogatorios en pareja. Me roban intimidad.
Pude sentir su aliento sobre mi rostro. Me había puesto de espaldas a una pared, privándome de ningún tipo de escapatoria.
Estaba atrapada. Apenas había algo de distancia entre nosotros.
—Déjame —rogué en un murmullo.
—Lo siento, gatita. No puedo oírte.
Se estaba acercando. Sus labios se estaban acercando.
La voz de mis adentros acudió a mi rescate como si hubiese escuchado mi petición de socorro.
—Eis kórakas.
Tras pronunciar esas palabras, empecé a perder visión. Todo a mi alrededor adoptó tonos oscuros. Parecía estar rodeada por sombras.
Sin saber exactamente cómo habían llegado ni por qué motivo estaban allí, unas aves de plumas negras irrumpieron en la sala.
Volaron durante unos segundos alrededor del agente, que se había alejado de un salto.
Su expresión dejaba ver que había sido poseído por el miedo.
Al principio las aves solo emitían una suerte de graznidos, mas, al poco tiempo comenzaron a formular una frase que solamente yo parecía ser capaz de escuchar.
Fuimos llamados por la dama de los cuervos para castigar a aquellos osados que ensucian el mundo con mentiras y engaños. Somos los encargados de la aflicción de los hombres que no son transparentes ni puros, la perdición de las almas que veneran la calumnia y la deshonra.
Después, se abalanzaron sobre el varón y empezaron a clavar sus picos en sus ojos grises.
El agente gritaba de dolor.
Yo me había quedado paralizada, al igual que el agente Serva, quien presenciaba la grotesca escena con horror.
El hombre trató de quitarse a las aves de encima, pero no fue capaz de hacerlo hasta que estas pusieron fin a su banquete.
Una vez que los pájaros negros desaparecieron como por arte de magia, yo recuperé la nitidez en la vista.
El agente Lithe, con dos cuencas vacías en lugar de ojos y la cara empapada en su propia sangre, gritaba desesperado y daba vueltas en círculos cubriéndose el rostro con las manos.
No tardó en chocar contra la mesa, lo que provocó que diera unos cuantos pasos hacia atrás.
Entonces, desenvainó su larga y afilada arma, semejante a la de su compañero y se atravesó el vientre con ella.
Yo solté una exclamación ahogada a causa de la sorpresa.
El cuerpo del hombre cayó de rodillas al suelo.
Pude escuchar cómo escapaba de su boca un último aliento.
Seguramente pronto estaría frío como aquella anciana. Me estremecí.
El agente Serva se mantuvo quieto en el mismo lugar durante un momento antes de recuperar la compostura y acercarse al cadáver.
—¡Gatan! —gritó.
Recogió el cuerpo inerte de su compañero en brazos. Tenía los ojos abiertos, mostrando su incredulidad.
—¿Qué diablos acaba de pasar? ¿Qué ha sido eso? —inquirió con una voz que se balanceaba entre el susurro y el aullido.
Tardé un poco en darme cuenta de que me estaba mirando, como si pretendiese buscar una respuesta en mí.
—No...no lo sé.
Fue lo único que pude decir.
Estaba congelada, pero no como aquella mujer, sino de una forma distinta.
No era capaz de comprender qué era lo que acababa de suceder y, sin embargo, sabía que, de algún modo, había sido obra mía.
Todo había dado inicio con aquellas palabras. Las palabras de aquella voz misteriosa que me concede mi voluntad y mis pensamientos.
La voz de la dama de los cuervos. Mi voz.
Ese hombre tenía una esposa y una hija que le estaban aguardando en casa. ¿Por qué le había ocurrido todo aquello? ¿Acaso era por lo que había intentado hacerme?
No obtuve ninguna respuesta a mis preguntas. La voz permaneció en silencio.
Estaba tan inmersa en mis propios pensamientos que no advertí al grupo de hombres que entraba en la sala y se llevaba al difunto.
El agente Serva los siguió. Al ver que yo no me movía, dio media vuelta y me tomó de la mano para llevarme con él.
Me condujo hacia la salida. Esta vez me vi en la obligación de prestar más atención al suelo, ya que toda mi concentración estaba dirigida a la silueta del hombre sin ojos.
Era una imagen espeluznante.
—Debe irse —habló él, sacándome de mis cavilaciones—. La buscaremos si es necesario para continuar con el caso.
En ese momento, una nueva preocupación aterrizó en mi mente.
—Pero —señalé—, no tengo lugar al que ir.
Abrió la boca y justo después se mordió el labio inferior. Se notaba que estaba muy inquieto.
—¡Cielos! No había pensado en ello...
Se quedó quieto unos segundos con la mano en la barbilla, seguramente pensando en alguna idea.
—Yo... Espere un momento, ¿vale? —dijo al fin.
Observé cómo volvía a entrar en el recinto.
Aguardé tal y cómo me había pedido fuera. Estaba anocheciendo. Me percaté de que no había prestado atención al día que se cernía sobre mí hasta ese momento en el que venía la oscuridad a sustituirlo.
Había ignorado por completo el sol y sus acogedores rayos hasta la llegada de la penumbra.
No distaba mucho de la repentina aparición de aquellas aves negras. La voz me había obligado a invocarlas, a dañar a aquel hombre que yo no conocía.
Mis reflexiones fueron disipadas por el sonido de unas pisadas aproximándose. Se trataba del agente Serva. Pero no estaba solo, alguien más lo acompañaba.
—Señorita Dahlia, le presento a mi jefe —explicó el varón—. Señor Perda, ella es Dahlia.
El jefe del agente era un hombre de avanzada edad al que le faltaba bastante pelo. El poco que conservaba era de un color blanco y parecía muy débil. Diversas arrugas marcaban su rostro afable.
—Ya veo —comentó el anciano con una voz frágil y débil—. Siento mucho el escándalo, señorita, pero comprenderá que lo que acaba de ocurrir nos ha superado.
—Lo entiendo, señor.
Quizá no era capaz de sentir ni de comprender el significado de esa palabra. Aun así, podía imaginar la conmoción de los compañeros de aquella pobre alma.
Incluso a mí me había sobrecogido aquella escena sin necesidad de la voz.
—Bueno, agente Serva. Al tratarse ni más ni menos que de su caso creo que lo más apropiado es que se haga cargo usted de ella —decretó el jefe.
El varón abrió los ojos ante aquella conclusión.
—¡¿Quiere decir que debo ofrecerle mi casa, señor?!
—En absoluto. Me refiero a que podría ayudarla a hallar una vivienda en circunstancias dado que está tan perdida —se explicó.
—No quisiera molestar —agregué yo, en cierta medida incómoda.
—Para nada, señorita —negó el anciano—. El lema de nuestra orden se basa en ayudar al prójimo. Eso es lo que prometemos al ingresar en el cuartel y lo que nunca debemos olvidar.
—Pero, señor, yo... —intervino el agente.
—¿Se resiste a obedecer el juramento? —inquirió alzando la voz.
—Señor, no, señor.
El agente Serva cerró la boca y bajó la cabeza.
—Así me gusta. En cuanto le haya conseguido alojamiento, podrá volver a concentrarse en el caso.
El jefe regresó al edificio sin volver la vista atrás.
Dediqué una mirada al apesadumbrado varón, pero sus ojos color avellana se encontraban inmersos en el suelo de piedra y surcos.
—No quiero ser una molestia —me sinceré.
Él me devolvió la mirada e intentó forzar una sonrisa, sin éxito. En su lugar, mostró una mueca que pretendía ser tranquilizadora.
—No lo es. Simplemente es mi deber como agente preocuparme por su bienestar.
Sonreí a modo de agradecimiento. No se me ocurría otra cosa que hacer por él.
Me sentía en deuda. Sin embargo, recordé que no conocía ese término y lo olvidé del todo.
—Aunque parece que el tiempo no está a nuestro favor —opinó él, dirigiendo sus llamativos ojos al cielo nocturno—. Hablaré con Marlo para ver si le deja pasar la noche en su casa. A decir verdad, vive en el dispensario —me contó.
De nuevo, nos subimos a un carro que nos condujo hacia el lugar que habíamos abandonado aquella precisa mañana o quizá era tarde. Lo cierto era que no me había fijado en las horas, sino en el recorrido, en el camino de piedra y surcos y en los ojos de color avellana del agente Serva.
En ese momento me pregunté de qué color serían los míos. No los había visto todavía. Ni siquiera había tenido la oportunidad de admirar mi rostro.
El carruaje se detuvo y la gran casa que me resultaba familiar apareció ante mí.
Mi acompañante tocó a la puerta. Solo fueron necesarios unos segundos y la figura de aquella simpática mujer se presentó detrás de ella.
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