2. Culpas
Permanecí en el interior del ascensor un rato mientras pensaba. Mi cerebro daba vueltas a las palabras de Caden tratando de encontrar alguna pista, o alguna trampa. Pero me sentía demasiado tonta como para captarlas, así que saqué el teléfono del bolsillo de mi campera arrugada.
Esperaba no tener señal, pero no esperé que este ni siquiera encendiera. Estaba totalmente muerto y no importaba cuánto tratara de prenderlo o reiniciarlo. Ya sabía que era un teléfono viejo, que no funcionaba muy bien, que no podía darme el lujo de comprarme uno nuevo, a menos que consiguiera el otro trabajo. También sabía que quizás estaba muerto debía a la extraña casa, pero eso no me quitó la frustración de encima.
Exhalé, con ganas de llorar, de la bronca, del resentimiento que me carcomía cada vez que no podía tener lo que los demás sí obtenían con mayor facilidad. Lancé el teléfono contra la pared del ascensor y me tapé la cara con ambas manos.
—¡Mierda! —grité.
Di varias patadas al suelo. No sabía qué sería de mí si no podía escapar de ese sitio. Tenía planes para mi futuro, para el resto de mi vida. Llevaba tiempo estando dispuesta a luchar por una mejor estabilidad y cuando estuve a punto de lograrlo, terminaba ahí.
—¿Cómo se supone que voy a pasar seis meses aquí? —estallé. Nunca llegaría a casa, mamá se moriría del dolor y nada podía garantizarme que pasado ese tiempo recuperara mi libertad. No podía conjeturar, ni prever. Por primera vez en años, no podía planear mis pasos. Menos, si no tenía idea de cómo funcionaba ese lugar...
Me puse de pie de un salto, arrojé mi campera y bufanda al suelo y corrí por el salón. Subí las escaleras a toda velocidad y recordé sus palabras y me dirigí por las galerías del primer piso hacia el ala norte de la Casa.
Había dos grandes habitaciones que daban a la calle, lo sabía por la visita guiada, pero no tenía ni idea de en cuál estaba Caden. No me importaba, tampoco, porque lo encontraría y lo arrastraría por dónde fuese necesario con tal de que hablara.
Casi tiré abajo la primera puerta y no me inmute cuando ingresé a la primera habitación, atravesando el pequeñísimo hall de la suite. Caden, que se estaba quitando el chaleco, se lo calzó a toda prisa, como si lo hubiese encontrado desnudo.
—¿No te enseñaron a tocar? —me espetó, cuando me planté delante de él, bufando como un toro.
—Dime qué fue lo que hiciste para terminar aquí —exigí, con los ojos clavados en su rostro. Él frunció el ceño.
—Esa es una pregunta muy personal para hacérsela a alguien a quien acabas de conocer, extraña.
Yo solté una risa que sonó más bien como un graznido. No había humor en mis gestos.
—Necesito saber qué te apresó aquí para entender por qué también lo estoy yo. Me da igual si es personal o no. Me importan un carajo las formalidades —solté—. Tengo que saber qué cagada te dejó encerrado por cien años aquí, qué tan malo fue.
Él también se rio sin humor. Me dio la espalda y caminó hasta uno de los sillones que estaban bañados por la luz de la ventana que daba a la calle. La habitación era grande, espaciosa, y cabía tanto una cama elegante como un escritorio y esas butacas de cuero gigante.
Todo estaba decorado como si perteneciera al siglo pasado, pero lo que más noté, en ese instante, fue ese mismo perfume que percibí en la cocina, ahora presente en cada centímetro de la habitación.
—¿Quieres saber si nuestros pecados son comparables? —terció, dejándose caer en el asiento. A pesar de que intentó mostrarse relajado, como un joven al que tampoco le importaban las formalidades, todo su cuerpo se movió con gracia y elegancia. Él no era un muchacho de mi siglo, no tenía nada de desgarbado, por mucho que lo intentara.
—Por supuesto que no van a ser comparables —tercí, cruzándome de brazos—. No soy una mala persona. No merezco estar aquí. Esta no puede ser también mi prisión.
Él ladeó la cabeza. Sus largos dedos tamborilearon el apoyabrazos. Sus ojos, otra vez, estaban recorriéndome con una curiosidad profunda que me daba más calor que el clima pesado del 31 de diciembre de 1922.
—Ya te lo dije —murmuró, mojándose los labios. Se me llenó la boca de saliva de solo ver ese gesto—. Tal vez solo eres mi regalo.
Mi mente luchó contra las reacciones de mi cuerpo. Lo que él me provocaba era en contra de mi voluntad. No era más que un deseo burdo y hormonal basado en su cara y en su cuerpo delgado pero atlético. Y en que tenía puesto un traje y... me gustaban los hombres con traje.
—No soy tu regalo —escupí. No podía nublar mi mente por dos sugerencias blandengues de su parte. No cuando se refería a mí de una manera tan inferior—. No soy nada tuyo. No te atrevas a reducirme a eso. No soy una cosa que puedas usar.
Caden alzó las cejas.
—¿No?
—¿Disculpa? —grité, descruzándome de brazos. Mi voz salió agua, mis pies se movieron solos hacia él. Deseé golpearlo y, mientras me abalanzaba sobre el sillón, la manera en la que Caden entreabrió los labios y su mirada se oscureció, deseé hacerle otras cosas.
Él no se inmutó para nada por mi repentina cercanía. Pareció ansiarla y eso fue lo que me frenó, a un metro de distancia. No fue mi cerebro recordarme que no debía caer ante él o que no se suponía que uno lastimara a otros.
—Quizás es lo que quieren que yo piense —contestó, con sus ojos clavados en mí. Luego, me di cuenta de que me estaba mirando la boca. Y, luego, que estaba deteniéndose en mis pechos, debajo del suéter grueso que todavía seguía ahogándome.
Él no disimuló ni un poco cuando se mordió el labio. El hambre que demostraba hizo que me sintiera hinchada, que mi respiración se entrecortara. Me imaginé, brevemente, que pasaría si colaba esos largos dedos por debajo de la lana. Los pechos me dolieron.
—¿Quiénes? —pregunté, tratando de no temblar y de no apretar las piernas.
Caden volvió los ojos a mi rostro.
—No lo sé, ellos. Ella, él, el universo, la Casa, Dios, no lo sé.
Apreté los labios y volví a cruzarme de brazos.
—No sabes quién te apresó aquí —bufé—. Qué patético.
—No funciona así de fácil —replicó él—. Sé por quién estoy aquí, sé quién me maldijo. Pero no sé si fue esa persona quién creó esto. Yo no sé nada sobre magia. Solo conozco lo que puedo ver y lo que puedo oír, lo cual, la mayor parte de estos cien años, fue la más pura y absoluta nada. Claro, hasta que entraste corriendo como un borrego descarriado y rompiste todo lo que encontraste a tu paso —Me pellizqué el brazo para no insultarlo de vuelta. Después de todo, yo lo llamé patético primero. Que me dijera borrego no era nada—. Así que... No, no sé quién guía todo esto. Quizás, solo eres otra prueba que tengo que pasar. La última, tal vez.
Se reclinó en el sillón y se llevó la mano al mentón. Esos largos dedos frotaron la piel debajo de sus labios, carnosos y húmedos. Sentí en la piel, con cada uno de sus nuevos análisis, por dónde iría esa prueba.
—Así que la lógica es que, para que tú tengas tu prueba, me encierran a mi contigo, como si fuese peor que un animalito, que una ratita de laboratorio —mascullé, apretando más los brazos alrededor de mi pecho. No quería que él notara lo tensos que estaban debajo de su escrutinio, aun cuando mi sostén no pudiera revelarlo—. Tu universo es una porquería.
Caden sonrió. Se frotó un poco más el mentón antes de dejar caer la mano sobre el apoyabrazos otra vez.
—Sí, pasé los primeros diez años recordándoselo. Pero jamás me respondió —dijo. La ironía se trasparentaba en su voz. No había siquiera ya enojo con ese universo de mierda, solo resignación, y eso me permitió olvidar el asunto de ser su "prueba". Relajé los hombros, dejé de apretar las piernas—. Nunca le importó mi soledad, mi sufrimiento, mi angustia o mi locura. Dio igual cuánto supliqué salir o cuánto pedí una compañía. Así que no tiene sentido que hayas venido a consolarme. Y, a menos que hayas causado el mismo nivel de sufrimiento que yo causé, dudo que estés aquí para equiparar mis culpas.
Guardé silencio. Había algo más que solo ironía y resignación en su voz. Había también mucha pena. Por un instante, sentí lástima por él, por haber estado casi cien años solo. Porque esa fuera la primera vez que veía a alguien en casi un siglo. Qué desgracia que tuviera que ser yo, el borrego que no paraba de gritar, la ratita de laboratorio.
—Entonces —dije, suavizando mi tono—, ¿qué fue lo que hiciste?
Caden me observó, sin responder, durante casi un minuto. Luego, suspiró.
—Le destrocé la vida a alguien —respondió con seriedad—. Arruiné su reputación, su futuro, sus sueños. Me encargué de pisotear cada uno de sus sentimientos. Y lo hice apropósito, porque deseaba hacerlo, porque quería ver como alguien más sufría a costa de ello.
Callé, porque no había forma de contestar a eso sin hacer más preguntas que él consideraría personales. Estaba claro que él quería decir lo justo y necesario y que, detrás de esa seriedad, había algo más, algo que pareció esconderse justo cuando desvió la mirada.
Apreté los labios y también la desvié. Había muchas formas de dañar a otros, también existían múltiples posibilidades para llenar los huecos de esa historia. En definitiva, tenía que ser lo suficientemente grave como para condenar a alguien cien años.
—Entonces —dijo Caden, arrastrando las palabras en un murmullo que no debió sonar seductor—. ¿Hiciste algo así para terminar aquí?
Me giré hacia él y traté, sin gran esfuerzo, no mostrarme irritada.
—Por supuesto que no.
Había apoyado la nuca en el respaldo del sillón y una sonrisa perversa ocupado sus labios.
—Bueno, entonces no queda duda —musitó—. Eres mi regalo, extraña.
—Mi nombre es Camilla —siseé, dándome la vuelta para salir de la habitación. No quería volverá escuchar la palabra "regalo", aunque ambos sabíamos a qué se refería y esa idea me pusiera a temblar.
Llegué a la puerta que daba a la galería, dispuesta a alejarme lo más que pudiera de él, pero su voz me llegó desde el interior del cuarto, melosa y encantadora. Me envolvió por completo, con el mismo perfume que primaba en la habitación, y me obligó a morderme la lengua.
—Es un placer, Camilla.
Dejé que la puerta se azotara. Caminé hecha una furia, preguntándome en realidad por qué estaba tan enojada con él, como si fuese el culpable de mi destino, cuando estaba claro que él era un peón más en ese tablero.
Me detuve a la altura de las escaleras, serenándome. Estaba enojada con él por decirme que era una pecadora, a su horrible nivel. También estaba enojada porque me estaba reduciendo a un objeto. Pero, en realidad, estaba más molesta con esa casa, con toda esa situación, con estar atrapada con un tipo de más de cien años.
Inspiré profundamente y cuando exhalé, lo hice de forma temblorosa. Miré el suelo de madera oscura bajo mis botas, los barandales ornamentados, las molduras pulidas y finas. Yo no concordaba con nada en ese lugar, ni siquiera con la única persona que habitaba en la casa. Yo tenía borcegos gastados, un suéter industrial y barato, pantalones de jean con roturas de una feria barrial. No encajaba, ¿así que por qué estaba ahí? Caden no tenía una respuesta. No podía ayudarme porque no podía ayudarse ni a sí mismo.
Me sentí agotada y también muy perdida. No tenía idea de qué hacer y mi último exabrupto ya había drenado todas mis fortalezas. Me sentí mareada, al igual que antes, y arrastre mis pies por el suelo en busca de algún lugar donde tenderme, aunque sea por un rato.
Caminé hacia el ala sur de la casa y abrí la puerta de una habitación que estaba casi sobre la biblioteca y observé la estancia, negada a pensar en ella como propia, aunque las palabras de Caden sugirieron que escogiera una para quedarme.
El cuarto tenía paredes blancas y cortinas vaporosas, las cuales odié al instante. La cama, doble, era alta y el acolchado de color crema era muy grueso para el clima que ostentaba ese maldito universo con la cara pintada de lujo. Tenía sillones, también, pero nada oscuros como las butacas de cuero de Caden, al igual que un ropero laqueado con rosas talladas. La alfombra, mullida y a juego con con el acolchado, tenía el aspecto de ensuciarse apenas la pisara.
Arrugué la nariz y solté el picaporte con pereza. Entré y cerré con el pie. Avancé hacia la cama y pisoteé toda la alfombra. Me deleité con la tierra que dejé sobre sus cerdas claras.
Caí sobre el colchón justo cuando el mareo me regresaba. El cielo raso me dio vueltas mientras mantuve lo ojos abiertos, así que los cerré, para intentar mitigar esa horrible sensación. Ese fue, en realidad, el instante en que llegué a lo máximo que podía soportar el calor.
Me arranqué el suéter y, como no fue suficiente, me arranqué también la camiseta. Me quedé en corpiño, jadeando, con el corazón bombeando desesperado por estabilizar mi cuerpo. No pensé en que Caden podría entrar y verme así, no pensé en nada mientras respiraba y calmaba mis pulsaciones.
Pensé que necesitaba un momento, pero necesité más de uno. Estuve más de quince minutos ahí, hasta que creí que estaba mejor y pude sentarme. Bajé de la cama y caminé hasta las ventanas para ver los dos jardines, abajo, que se unían frente a la habitación. Los dos convergían en una pequeña glorieta, una en la que se decía Tadeus escribió varios poemas, inspirados por la belleza de su hogar.
La Casa no me parecía bella ahora. Y aunque el jardín estaba bañado en luz, lleno de rosales y otras flores hermosas, de verde brillante y esculturas perladas, se me antojó triste y vacío.
Me giré hacia el ropero y lo abrí, creyendo que estaría vacío, pero en cuanto encontré una decena de vestidos colgados, recordé ese supuesto de que la Casa te daba lo que necesitabas. Bufé y saqué una de las prendas. Sí, yo necesitaba ropa con la cuál no morirme de calor si volvía a salir de ese cuarto para intentar regresar a casa, para elaborar un plan, siquiera, pero no eso.
Revisé vestido tras vestido y todos eran versiones veraniegas de lo mismo: hombros plisados, cintura ajustada, faldas sueltas que llegaban por debajo de la rodilla, un escote cruzado que en otra mujer podría verse recatado; conmigo, sería obsceno.
—No quiero esto —tercí, en voz alta. No pensaba ponerme algo que me ajustara las tetas y que, encima transparentara más mi corpiño rojo. Todos los vestidos eran blancos o en tonos claros, como toda la maldita habitación—. Quiero una camiseta.
Esperé, mirando al techo, como si la consciencia de la Casa estuviese flotando en algún lugar entre el cielo raso y yo. No obtuve respuesta.
—¿No vas a darme lo que te pido? —me quejé—. Necesito ropa, ropa normal.
Sobre la cama, en ese mismo segundo, apareció una pila de vestidos. Solté un grito y dejé caer el que tenía en la mano. Mi corazón se agitó de nuevo y amenazó con mandarme al piso del susto.
Me sujeté de las puertas del ropero, con una mano en el pecho, y me mojé los labios antes de decirme que no estaba siendo clara.
—No, no —repliqué, avancé hasta el colchón, aparté la ropa recién aparecida y alcé mi camiseta de manga larga en el aire—. Como está, pero corta.
La Casa no respondió y, aunque intenté ser más específica, no funcionó. Lo único que me dejó fue el lecho inundado con prendas de otra época que nada tenía que ver con la mía. Me dio pantalones, sí, pero no jeans. Solo una cosa ancha, de vestir.
—Vintage, genial —musité, sin humor.
No me animé a pedir ropa interior, sospechando que no me daría ni una sola prenda que superara 1930, así que elegí, por descarte y por necesidad, un vestido cuya tela no transparentaba.
Me costó sacarme los jeans y las medias. Estaba todo húmedo, transpirado y adherido a la piel y tuve cero ganas de ponérmelo de nuevo, por lo que terminé aceptando un poco más el vestido. Me lo calcé e ignoré los zapatos que estaban al fondo del ropero.
Volví a ponerme mis botas, sin medias, porque estas eran un asqueroso bollo hundido en el bolsillo de mis jeans, y recogí la ropa que me había quitado. Estaba mucho más tranquila que antes y me sentía mejor. El hambre continuaba, pero lo resolvería más tarde.
Me dirigí a la salida y mis ojos se detuvieron, de pronto, en la alfombra. Estaba limpia, impecable. No había rastro de la tierra de mis botas. La Casa la había dejado inmaculada. Probablemente, si volvía a esa habitación, no encontraría toda esa ropa revuelta sobre la cama.
Tomé aire y me acerqué para darle un pisotón más, uno furioso. «Por encerrarme aquí», le gruñí, antes de patear la puerta para salir.
Bajé al salón, sintiendo al fin el fresco ambiente que reinaba en la Casa, gracias a la ropa ligera. En el ascensor, con las puertas abiertas, encontré mi teléfono, todavía entero, mi parka y mi bufanda. Tiré mis jeans encima de todo eso y puse en marcha cualquier razonamiento que pudiese tener.
Para empezar, llegué a ese lugar por el ascensor y era obvio que ese debió haber sido el primer lugar por el cuál intentar salir. Sin embargo, no podía culparme por querer usar la puerta. Cualquiera hubiera usado la puerta antes. Ahora, me permitía pensar con calma y evaluar qué pasó exactamente desde que me subí hasta que el ascensor arribó a esa dimensión.
Di vueltas por el espacio, deslizando mi mano por las paredes. Ya sabía que los botones no funcionaban. El ascensor estaba estancado, como yo en ese lugar, así que lo más lógico era creer que debían cerrar las puertas otra vez para regresar. Pero, si la casa funcionaba en base a una década muchísimo anterior a la fabricación del mismo, ¿podría funcionar?
Me asomé al salón. La araña que colgaba del techo tenía bombillas, señal de que había electricidad en la casa, pero estaban apagadas. Busqué el interruptor de la luz, toqueteando todas las paredes, zapateando con las botas mal atadas por todo el lugar. Cuando no lo encontré, me quedé mirando la araña con una corazonada que esperaba no confirmar.
—Enciende las luces —le dije a la Casa. En un instante, aunque era de día, las bombillas de la elaborada araña de bronce se encendieron. La Casa controlaba la electricidad. Me giré hacia el ascensor, pensando que, en realidad, eso no era nada malo. Corrí dentro y, con la esperanza bullendo a flor de piel, grité una orden clara—: ¡Cierra las puertas!
Nada se movió. La Casa no me respondió. Quizás, sí se debía a que ese ascensor pertenecía a la década del sesenta. Ese lugar estaba estancado en 1922.
Me agarré la frente con las manos y volví al salón. La Casa controlaba la electricidad, pero al parecer no el ascensor.
—Es solo una teoría —me dije, calmando mis crecientes ansias. No necesitaba sentirme mal de nuevo. No podía darme ese lujo. Tenía que seguir buscando respuestas y opciones—. Quizás tenga que preguntarle a...
Escuché un ruido a mis espaldas y me quedé helada. Me giré y el alma me abandonó el cuerpo. Las puertas del ascensor, esas que se burlaron de todos mis intentos desesperados, se estaban cerrando. Me lancé hacia delante, pero supe, antes siquiera de llegar y darme la cara contra ellas, que no lo iba a lograr.
—¡NO! —grité. Las golpeé con las palmas, luego con los puños. Apreté los botones para que se abriera, pero, al igual que antes, no respondió. Entonces, me sentí llena de histeria y terror por segunda vez en el día. Todas mis cosas estaban dentro del ascensor, todo lo que pertenecía a mí época, a mi vida, a mi realidad, quedó dentro, excepto mis gastados borcegos—. No, no, no —lloré—. ¡No, por favor, no!
Volví a golpear la puerta, desesperada por recuperar lo que me anclaba a mi universo, lo que me generaba una conexión con todo lo que había dejado. No podía tolerar que me arrancaran eso también, que ese lugar intentara furiosamente convertirme en una muñeca del siglo pasado, en un regalo delicado y sugerente para el prisionero.
Me alejé, mirando mis zapatos, lo único que me quedaba, lo único que evitaba que de pronto fuese alguien que no era.
—¡Déjame ir! —chillé—. ¡No te pertenezco! ¡Devuélveme mis cosas! ¡SON MÍAS!
Por supuesto, la casa no me respondería, así que decidí mostrarle que se había metido con la persona equivocada. Furiosa, desquiciada, zapateé hasta la sala de estar. Encontré una estatuilla pesada de mármol que debía valer muchísimo y la arrastré hacia el salón otra vez. Enfilé hacia las puertas vidriadas que daban al Jardín Oeste y, apretando los dientes y jurándole que me las iba a pagar, arrojé la estatuilla contra el vidrio.
Los cristales estallaron en miles de pedazos. Grité una vez más, miles de insultos, antes de tomar la estatuilla otra vez y estamparla contra las ventanas. Volaron más cristales, algunos se precipitaron hacia mí, pero no me importó. Solo me picaron las manos, de la ira y de la necesidad de explotar todo.
—¡Hija de puta! —bramé, alzando los pies, con las botas flojas, y, finalmente, asestándole una patada a las puertas del jardín. Me daba igual si me odiaba, si decidía castigarme más de lo que ya me estaba castigando. No me importaba que siguiera dándome puros vestidos e intentando que me viera como una muñequita. Me daba igual, de lo que estaba segura era que destrozaría todo. Absolutamente todo.
Rompí el picaporte y las puertas dobles se abrieron de cuajo. El aire cálido del exterior sopló dentro del salón, empujando trocitos diminutos de vidrio sobre el piso y levantando mi falda y mi cabello.
—¿Qué carajos haces? —escuché que gritaba Caden desde el piso superior. Probablemente, estaba asomado por los barandales.
No le contesté. Volví a agarrar la estatuilla y salí al jardín, buscando otra cosa contra la que estrellarla.
—¡Si no me dejas salir, volver a casa, voy a reducirte a cenizas! —amenacé, al aire—. ¡Voy a quemarte con todo adentro!
—Lo único que harás es seguir haciéndote daño —bramó la voz de Caden a mis espaldas. El muy hijo de su madre, además de tener dedos largos, claramente tenía piernas largas, porque me alcanzó en nada.
Yo lo ignoré y levanté la estatuilla para romper otra ventana, pero esta vez del lado de afuera. Su mano atrapó el fino mármol y me lo quitó de un tirón. Gruñí, dispuesta a recuperarlo, pero cuando me giré y lo tuve encima de mí, casi aprisionándome contra las paredes, me di cuenta de que estaba muy cerca, y de que era altísimo.
—¡No te metas...!
—Estás sangrando, Camilla —me espetó, lanzando la estatuilla al jardín por encima de su hombro como si esta no pesara nada. Agarró mi muñeca y me forzó a mirarme las palmas de las manos. Comprendí que no me picaban del enojo, sino porque estaban ambas cortadas por los vidrios de las ventanas, probablemente cuando estallaron.
Yo odiaba la sangre. Me aterraba tanto como me asqueaba. Y cuando me calmé, cuando la vi, toda la ira que vibraba en mi piel, que pujaba a mis músculos a seguir moviéndose a pesar de que no había comido, a pesar de que mi presión era endeble, desapareció.
Me tambaleé.
—Yo... —dije, incapaz de quitarle los ojos de encima. Las piernas se me aflojaron.
—Otra vez —maldijo él, pasándome un brazo por alrededor de la cintura. Sabía que me iba a desmayar, tanto él como yo, por lo que seguí hablando, para mantenerme despierta.
—Tengo que salir de aquí —me excusé, pero él se limitó a levantarme.
Pasó el otro brazo por debajo de mis rodillas, por debajo de la tela, y sus manos estuvieron en contacto con mis muslos desnudos. Sus dedos quemaban, me calentaron más que el clima inverosímil de ese diciembre. Sus pulgares se deslizaron apenas por la curva interna de mis rodillas y no supe si me estremecí por eso o por el malestar.
Me llevó, como si fuese una niña, como si fuese esa muñequita que la casa quería que fuera, hasta los sillones de la sala de estar. Me sentó y sus dedos se demoraron unos segundos de más en desprenderse de mis piernas cuando se alejó.
—Camilla —me llamó, cuando yo me apreté las palmas heridas contra el vestido claro. Me costó horrores dejar de ver la sangre y verlo a los ojos. No sabía qué era mejor idea, con qué me perdería más—. No vas a salir de esta casa así —La seriedad en sus palabras era contundente—. Te lastimarás, te harás daño intentándolo y, luego, tendrás que soportar todas esas heridas curándose en lo que dure el día, porque aquí no se puede morir. La Casa nunca te permitirá salir ni morir, así que olvídalo. ¿Sabes qué más no te permite la casa? Cambiar. Lamento decírtelo, pero es mejor que lo asumas, que no cometas las tonterías que cometí yo. Estás estancada en el 31 de diciembre de 1922. No importa cuánto haya avanzando el universo alrededor nuestro. No importa que en realidad sea 2022. Aquí, y hasta que llegue el próximo 31 de diciembre en el mundo real, estás atrapada en 1922.
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