Capítulo 22: El testamento
—¿Entonces? ¿Qué tal es la bruja? —preguntó Diana aquella mañana mientras íbamos a la plaza.
—No lo sé, muy bruja, creo yo... En definitiva, no me acepta ni me aceptará —bufé algo frustrada.
—Bueno, lo importante es que te acepte el hijo, ¿no? —comentó Diana divertida—. Lo de las suegras siempre será todo un tema.
—Me hubiera gustado agradarle. —Me encogí de hombros.
—¿Y tu mamá? ¿Has hablado con ella de Bruno desde que estuvieron en su casa?
—Sí, ella dice que parece un buen chico, pero tiene miedo que sufra, ya sabes. Él es de otra clase social y todo eso la lleva a pensar que puede no funcionar. Esta tarde vendrá junto a mí, vamos a ir a ver a un viejo amigo de la familia que nos pidió que lo visitáramos —añadí.
—¿Sí? ¿A quién?—preguntó Diana.
—Sí, es un hombre que era el mejor amigo del abuelo Paco, trabajaban juntos. Llevamos mucho tiempo sin verlo, desde que se retiró hace como diez años... Dijo que tenía algo importante que hablar con nosotras —comenté. La verdad es que me sentía con mucha curiosidad al respecto.
—Qué raro, ¿no?
—Bastante, a decir verdad —asentí encogiéndome de hombros.
Mi mamá llegó a la plaza junto a mí al mediodía. Nos fuimos a almorzar juntas y me llenó de preguntas sobre el almuerzo en lo de Bruno.
—Cuídate, Celeste —dijo, y yo solo asentí—, las relaciones entre personas de diferentes clases no siempre salen bien. Además, su madre tiene mucho poder.
—Bruno no es como su madre, a él no le importa el dinero. —Mamá suspiró.
—No quiero que pienses que tengo algo en contra de él, ni que me molesta que estén juntos. Es solo que no te quiero ver sufrir, hija —murmuró con ternura.
—¿Crees que sufriré? —le pregunté con temor. Después de todo, se dice que las madres siempre tienen la razón, ¿no?
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Celeste... Yo... mmm, hija... ¿Se están cuidando? Ya sabes... a lo que me refiero —dijo muy nerviosa. No podía creer lo que mi madre me preguntaba.
—¿Qué? —pregunté. Ella no era de esas personas con quien uno podía hablar de todo.
—Solo... no quiero que pase algo y él se largue. Un niño en tu situación sería demasiada complicación. Además, su madre tiene mucho poder... y...
—No te preocupes, mamá —la interrumpí sonriendo incómoda sin querer entrar en detalles al respecto—. No sucederá. —Ella sonrió asintiendo igual de incómoda, pero aparentemente conforme con mi respuesta.
Cuando el almuerzo terminó, tomamos un taxi y fuimos a la casa de Alberto Méndez, a quien yo cariñosamente llamaba tío Beto, para finalmente enterarnos por qué quería vernos.
—¿Cómo están estas mujeres tan hermosas? —nos saludó amablemente. Había envejecido mucho desde la última vez que lo vi, y lo acompañaba un hombre de unos cuarenta años.
Nos guio a una especie de biblioteca, donde nos sentamos en una mesa redonda, y nos sirvió té.
—¿Juan no pudo venir? —preguntó entonces.
—No puede dejar el negocio —respondió mamá— Ya sabes, los tiempos han cambiado.
—Sí... lo sé —asintió el tío Beto—. Bien, ¿Carlos, les quieres explicar? —dijo entonces observando al otro hombre.
—Buenas tardes —saludó el hombre—. Mi nombre es Carlos Méndez, soy su sobrino. —Señaló a Beto con un movimiento de cabeza y el anciano asintió.
—Es el hijo de mi hermano menor, Matías, ¿lo recuerdas, Carol? —Miró a mi madre.
—Sí, hace mucho que no veo a Matías —respondió mi madre, y luego miró al señor Carlos—. ¿Cómo está tu padre? —preguntó.
—Vive en Francia —agregó Carlos con una sonrisa.
Por lo que mamá me había explicado, Alberto y mi abuelo Paco habían sido mejores amigos desde niños. Cuando mi abuelo murió, dejó un testamento en manos de Matías, el hermano menor de Alberto, quien era abogado. Mi madre había recibido el vivero en el que ahora trabajaban, que era el negocio de mi abuelo Paco y mi abuela Vanessa.
Ahora Carlos, el hijo de Matías, llevaba sus casos, pues éste también se había jubilado.
—Su señor padre —expresó muy formalmente hablando directamente a mamá—, ha dejado un testamento. —Ella asintió.
—Sí, me dejó el vivero y su casa —sonrió.
—Sí, pero dejó otro más, que debía ser abierto cuando la joven Celeste cumpliera los veintiún años —explicó.
—Pero ya tengo veintitrés. —Solté sonriendo.
—Exacto, a mi padre se le pasó el tiempo y yo lo encontré mientras arreglaba sus archivos, les pido disculpas por ello —dijo Carlos con tono avergonzado. Mamá y yo reímos.
—¿De qué se trata? —Quiso saber entonces mamá.
—El Señor Ramírez —ese era el apellido de mi abuelo— dejó una casa a la señorita Celeste Maldonado Ramírez.
—¿Qué? —preguntamos ambas al unísono.
—Debe haber un error, él no tenía otra casa —exclamó mamá confundida.
—Él tenía una propiedad en la ciudad vecina de Arsam —explicó Carlos extendiéndonos unos papeles—. Aquí está el título. —Lo observamos cuidadosamente y, en efecto, estaba a nombre de mi abuelo y con su firma—. Por voluntad del señor Ramírez, esa propiedad pertenece ahora a la señorita Celeste Maldonado —mencionó él tomando un bolígrafo y pasándomelo—, sólo necesito que firme estos papeles.
Así fue como, de un día para el otro, me convertí en dueña de una casa que no sabíamos que existía. Salimos del lugar muy confundidas. Mamá recordó que él solía hablarle de una casa en el campo de Arsam, una propiedad que él había adquirido antes de casarse con mi abuela Vanessa, aunque no sabíamos si la había heredado o la había comprado. Mamá nunca había ido a ese lugar y pensaba que el abuelo la había vendido hacía muchísimo tiempo.
Quería ver la casa, pero debía esperar unos días. Iba a coordinar con Diana para escaparnos a Arsam un fin de semana y poder conocer el lugar, me hacía mucha ilusión ver la casita. Según Carlos, la casa nunca había sido alquilada y había sido cuidada por el tío Beto durante todo ese tiempo, como pedido especial de mi abuelo. La sola idea de pensar que perteneció a mi abuelo Paco hacía latir con ansias mi corazón.
—¿En verdad te ha dejado una casa? —me preguntó Bruno cuando se lo conté por teléfono.
—Así parece, pero no tengo idea de qué clase de casa es, aparentemente de campo... No sabemos la historia de la casa, porque el abuelo jamás la mencionó —expliqué.
—Eso es muy extraño —afirmó Bruno del otro lado de la línea—. ¿Cuándo irás a verla?
—El próximo fin de semana quizás, o si Diana consigue un permiso, iremos en la semana —informé ilusionada con la idea.
—¡Me gustaría ir también! —exclamó entusiasmado.
—Podríamos coordinar —sonreí.
El jueves de esa semana las cosas empezaron a cambiar. El día amaneció gris y pesado, el aire estaba denso y anunciaba la llegada de una tormenta, aunque esta no estaba pronosticada hasta el sábado. Se suponía que la cola del huracán Marina —que estaba atravesando la región— alcanzaría partes del país. Diana y yo habíamos quedado en que el próximo sábado iríamos a ver la casa y Bruno dijo que intentaría llegar para ir con nosotras.
Ese día decidí no ir a la plaza, por miedo a que la lluvia me cayera encima; el tiempo no se veía para nada bien. Aproveché para descansar, dormí un poco más de la cuenta y desperté cerca del mediodía para hacerme algo para comer. El teléfono sonó, era Diana, atendí.
—¿Has visto el periódico de hoy? —preguntó alterada.
—No... no he visto nada. ¿Qué sale?
—Tu foto con Bruno... —zanjó ella, e hizo silencio.
—¿Y qué dice?
—«El heredero de Roger y Gloria Santorini está de novio con una chica discapacitada» —leyó Diana.
—Idiotas —murmuré.
—Pero no es malo el artículo, solo comenta que se los vio muy enamorados por las calles de Salum y que estás en silla de ruedas —comentó.
—Pero me molesta que lo digan de esa forma, cómo si ser discapacitada fuera... algo especial. Y no digas nada, sé que lo es. Solo me molesta —bufé.
—No te sientas mal —Diana intentó consolarme—. Serás la envidia de todas las chicas —añadió riendo.
—¿Crees que la madre de Bruno ya lo haya visto? Odiará esa noticia —suspiré al imaginármela viendo esas fotos.
—Lo sé... Es probable que ya se la hayan mostrado. ¿Bruno te dijo algo? —inquirió con curiosidad.
—Acabo de despertarme, no he hablado con él aún —respondí.
—Bueno, no te preocupes, es solo una tonta noticia en el periódico —añadió para intentar que mis ánimos no decayeran.
—Eres una buena amiga. —Le agradecí el detalle de avisarme de aquello y luego cortamos, ya que Diana debía volver a trabajar.
Revisé el celular pero no tenía ninguna llamada ni mensaje de Bruno. Me senté a pensar sobre aquella noticia: señalar mi discapacidad parecía hacerla más importante. Nadie nunca pondría una noticia que dijera: «El heredero de tal familia está de novio con una chica pelirroja o una chica rubia», pero «una discapacitada» sí que era noticia. Lamenté eso, odiaba que la gente señalara mi discapacidad, no porque odiara mi diferencia en sí, sino porque no me permitían ser alguien normal si siempre me estaban señalando como alguien diferente.
¿Acaso no pienso? ¿No tengo los mismos sentimientos, ganas, deseos, sueños que cualquier otra persona? Suspiré. Se supone que todos somos distintos, ese no era el problema. El problema tenía que ver con ser tratado de forma diferente.
Si yo no hubiera sido discapacitada, ¿qué diría en ese titular? Probablemente algo así: «El heredero de Roger y Gloria Santorini, está de novio». ¿Por qué entonces señalar mi diferencia? ¿Por qué señalar mi discapacidad?
Hola, sé que estoy atrasada con las actualizaciones, pero hoy me pondré al día subiendo varios capítulos. Y probablemente a mediados de febrero, regresemos con las actividades que tenemos pendientes. Este capítulo corresponde al domingo 6 de enero.
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