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Capítulo 11

<<Es preciso que obréis de manera tal que si no podéis hacer todo el bien que deseáis, logren vuestros esfuerzos por lo menos quitar fuerza al mal>>. Tomás Moro. Pensador y teólogo. S.XV.


A Clara le temblaban las manos, e intentó esconderlas entre su vestido para que no se notara. Estiró el cuello para ver a través de los hombres. La preocupación la llevó a acercarse, hasta llegar a la altura de Diego. Hubo un momento de silencio cuando su esposo detectó su presencia; y mirándola de reojo, movió su brazo derecho, para que no continuara. Clara se detuvo, pero fijó la vista al frente. El hombre que tenía delante les miraba malhumorado.

—Entrad dentro —ordenó Diego con los labios fruncidos.

—Diego, déjame hablar con él. Creo que soy la más indicada para aclarar este asunto.

—No deberías estar aquí. No tenéis que hablar nada con este tipo —aseguró de nuevo Diego.

—¿Quién te crees que eres para negarme que vea a mi hija? —preguntó Don Francisco.

     Clara había escuchado perfectamente esas palabras.

—¡Mi esposo! —aclaró Clara con un frío énfasis—. Diego, por favor, retirad el brazo y permitidme hablar con él —susurró de nuevo la joven.

     Clara estaba determinada a resolver ese asunto. La mandíbula apretada de Diego daba muestras de la rabia que le carcomía por dentro, y si no intervenía, era consciente de que todos esos hombres llegarían a las manos o a algo peor, y no estaba dispuesta a permitirlo.

—¡Por favor! — volvió a rogar Clara.

—Está bien —contestó Diego aunque no sonaba muy convencido.

     Clara se volvió hacia Don Francisco de Molina, y le miró atenta. No se reconocía en ese hombre, y mucho menos, en la frialdad con que la miraba.

—Extraña forma tiene usted de conocer a su hija. Tuvo tiempo más que suficiente en dieciocho años para conocerme, máxime... cuando en todo ese tiempo, supo de mi existencia. No sé que motivo le lleva ahora a querer a saber de mi, pero déjeme decirle, que llega demasiado tarde.

—¡Acabo de reconocerte como hija mía!

—Que usted tenga una bula papal en la que se me reconozca como hija, me es totalmente indiferente.

—¡Cómo te atreves! ¡Desagradecida!

      Diego levantó su espada, dispuesto a acabar con la miserable vida de ese demonio.

—¡No! —agarró Clara María a su esposo intentando contenerle.

—¿Desagradecida, dice? ¿Y usted? ¿Qué clase de padre es, que permitió que permaneciera durante dieciocho años encerrada en un convento sin saber siquiera que usted era mi padre? No está usted para darme lecciones Don Francisco de Molina.

—¡Tuve mis motivos! Estos desgraciados te hubiesen matado de saber su existencia.

—Hay formas y formas de hacer las cosas. Dentro del convento, nadie hubiese sabido jamás que yo era hija suya, así que no se justifique delante de mí, porque no me vale. Y otra cosa más, ¿cree que no me he dado cuenta que usted presenció mi boda en el campamento de Santa Fe? ¿Por qué permitió que el enlace siguiera adelante sabiendo que su hija se estaba casando con el hijo de su mayor enemigo? ¿Es así, cómo usted me aprecia? Ni siquiera puedo llamarle padre... —dijo Clara apenada.

     Esa sinvergüenza que tenía por hija, lo estaba poniendo en evidencia delante de los Cueva, y de toda esa maldita chusma. Jamás hubiese imaginado que su propia hija se pusiera en su contra de ese modo, después de todo lo que había hecho por ella.

—Solo voy a decirle una cosa, quiero a mi esposo, y él es la única familia que tengo. Usted y yo no somos absolutamente nada, y no tengo ninguna intención de volver a verle. Mi lealtad está con mi esposo.

—Lamentarás esas palabras...

     Diego furioso, se abalanzó sobre el de Molina, mientras Francisco Ruíz se interponía entre su señor y él.

—No, Diego, no lo hagáis. No merece la pena que os manchéis las manos con la sangre de este hombre. Sus intenciones al venir aquí, de este modo, no son buenas... —le rogó Clara agarrándose al brazo derecho de Diego.

      Girando la cabeza, Clara volvió a hablar.

—No quiero saber nada de vos, y es más, mi esposo ha sufrido varios desafortunados accidentes, espero que no tenga usted nada que ver en eso.

—Yo no sé nada de esos accidentes, pero una cosa te digo, a pesar de que reniegues de tu padre... —dijo don Francisco señalándola con el dedo— tú eres mi hija, y perteneces al linaje de los Molina, por mucho que te pese, y jamás renunciaré a conocer a mi nieto.

—¡Lo mato! —dijo Diego cuando escuchó esas últimas palabras.

      Los hermanos Alcaraz que estaban detrás de él, tuvieron que sujetarle.

—¡Diego, conteneos! —le susurró Juan de Alcaraz—. Recordad que vuestra esposa está esperando un hijo, estos encuentros no pueden venirle bien.

     Las palabras de su amigo calaron en la mente de Diego, y echándose un paso hacia atrás, rodeó la cintura de Clara acercándola a él. Era cierto lo que decía Juan, su esposa estaba en medio de todo, y su cara descompuesta lo decía todo.

—Mi hijo, no tendrá nada que ver con usted. Si Dios quiere que nazca varón, será el heredero de los Cueva. Y le prometo por lo más sagrado, que ni mi esposa, ni mi hijo, jamás tendrán trato con usted..., así tenga que matarle —agregó Diego.

     Clara bajó la mirada al suelo al escuchar las palabras de su esposo. No podía seguir manteniendo la mirada de ese hombre, rezumaba maldad por todos sus poros. Ese hombre parecía frío e insensible, su calma controlada era lo que más le asustaba. Una sensación amarga en la boca del estómago, le indicaba que don Francisco de Molina no iba a dejar las cosas así como así. Un sudor frío le empezó a bajar por la espalda a Clara, mientras esperaba la reacción de ese hombre.

—Juan, acompañad a mi esposa dentro de palacio —ordenó Diego.

     Clara negó con la cabeza el deseo de su esposo, insistiendo en quedarse.

—Ahora mismo voy, hazme caso.

     Clara asintió. Juan, se separó de Diego, y colocándose al lado de Clara, la acompañó hacia el interior de palacio.

—No volveréis a hablar jamás con ella. Y os juro, que si vuelvo a sufrir algún altercado o robo en mis tierras o en mis negocios, iré a por vos.

—Sois un necio, si pensáis que me detendréis. Clara María, es mi hija, y nunca renunciaré a ella.

—Estáis advertido. Ahora, marchad de aquí —ordenó Diego con una fría calma.

     En ese momento, Francisco de Molina se giró hacia el escribano que tenía a su lado, y que había sido testigo del enfrentamiento. El hombre, nervioso, continuó hablando.

—Señor, como comprenderá, Don Francisco de Molina ha legalizado la situación de su hija, y doña Clara María ha pasado a ser su legítima y única heredera. Ha de saber, que en caso de que usted o su esposa fallecieran, el señor don Francisco podrá solicitar la custodia de su nieto, en caso de haberlo. Así mismo, Doña Clara María heredaría los bienes de su padre en caso de que éste falleciera. Creo que eso es todo... —declaró el escribano, volviendo la mirada hacia Don Francisco.

    Diego advirtió, las amenazas veladas y ocultas, que se dejaban entrever en las palabras del escribano. Debía actuar con prudencia, porque aquello no le gustaba.

—Por encima del derecho discutible de este desgraciado, está el de la familia Cueva. Jamás ocurrirá eso que decís. Y ahora, márchense de aquí, no quiero volver a verles.

      Don Francisco de Molina sostuvo durante unos segundos la mirada de Diego, y haciéndole una señal con la cabeza a sus hombres, terminó por abandonar el lugar.

—¿A qué ha venido eso de que se quedaría con tu hijo en caso de que Clara o tu fallecierais? —preguntó Antón, el hermano de Juan.

—No lo sé Antón, pero no me gusta nada el que se haya atrevido a venir hasta aquí con el escribano.

—¿Piensas que se atrevería a haceros algo?

—Pudiera ser, ese hombre no tiene escrúpulos a la hora de salirse con la suya. No me trago, ese deseo paternal por conocer a Clara después de dieciocho años, algo trama. No quiero que mi esposa sepa nada de esto. Tu hermano lleva razón, no hay que preocuparla en su estado.

—No te preocupes, advertiré a los hombres.

—¡Vamos adentro!

      Diego se giró para entrar al palacio, y se encontró de frente con su padre.

—¡Padre!

—Lo he escuchado todo. Esto no puede quedar así, ese sinvergüenza es capaz de matarte si no hacemos algo.

—No se preocupe, tendré vigilado al de Molina.

—Eso espero, porque si tú no haces nada, yo no permaneceré con los brazos cruzados.

—Déjelo de mi cuenta. Ahora, entremos dentro.

     Don Luis asintió, y entró detrás de su hijo. Había escuchado el enfrentamiento entre su nuera y el de Molina. Descubrir que ese degenerado conocía la existencia del paradero de su propia hija, había sido una sorpresa, sobre todo porque nunca había dado muestras de ello. Había intentado justificar su acción, alegando que los Cueva podrían haber matado a la niña, y no habría andado desencaminado en sus conjeturas. Si hubiese sospechado de la existencia de la hija del de Molina, se hubiera encargado de hacerla desaparecer. Así, no tendría ahora la complicación de tener que aguantarla. Pero todavía estaba a tiempo. Ni quería a la hija del de Molina, ni a su vástago. Un nieto del de Molina, no heredaría todo por lo que había luchado todos esos años. Diego estaría mejor sin ella. En poco tiempo podría enamorarse de otra; era joven, y un hombre no podía prolongar su luto toda la vida.

     Cuando Diego entró dentro del salón, Clara se hallaba sentada esperándolo. Sin dudarlo, se dirigió hacia ella. Se agachó delante de sus piernas, y la miró. Su mirada estaba perdida, seria. Y no le hizo ninguna gracia comprobar ese brillo acuoso en sus ojos.

—¡Eh, no dejarás que ese maldito te inquiete! —dijo Diego cogiéndole sus manos entre las suyas, besándoselas.

      Clara vio la cabeza de su esposo en su regazo, mientras le daba un beso. Con su mano, acarició su pelo, pero no podía evitar preocuparse.

—Nunca añoré haber pertenecido a una familia, sobre todo porque las hermanas suplieron esa falta. Sin embargo, todo hubiese sido distinto de saber que tenía un padre. Te das cuenta de que todavía, no sé quién fue mi madre...

—No te preocupes por ello. Tú misma lo has dicho, yo soy tu familia. Formaremos una tan grande, que este palacio se llenará con las sonrisas y los juegos de nuestros hijos.

     Clara le sostuvo la mirada a Diego.

—¡Eso suena tan bonito!

—Y lo será, Clara. Tú sabes que te quiero. Ese hombre no volverá a molestarnos.

—Yo también te quiero, Diego.

—Continuaremos con nuestras vidas como hasta ahora... —dijo Diego mientras tocaba con su mano la barriga de Clara—. Hoy te llevaré a dar un paseo, ¿qué te parece? Te prometí que te enseñaría nuestras tierras.

—Me agradaría... —contestó Clara.

—Entonces, borra esa tristeza de tu cara. Cuando acabe el día, ni te acordarás de lo sucedido.

     Clara cogió entre las palmas de sus manos, el rostro de Diego.

—No sé qué haría sin ti.


—¡Llevad esta carta de inmediato! No quiero que nadie os vea entrar en el palacio —dijo Don Luis a uno de los sirvientes—. Y en cuanto tengáis la contestación, venid de inmediato.

—Sí, señor.

     El sirviente se marchó, dejando a Don Luis a solas. Necesitaba meditar qué hacer y lo más importante, cómo hacerlo. Sin embargo, antes quería respuestas, y solo Juan de Segura se las daría. Había llegado hasta sus oídos, la noticia de su regreso a la ciudad. Hacíamos muchos años que no veía al primo del de Molina, e intentó recordar cuánto tiempo hacia de aquello. Pensándolo bien, la última vez que vio al de Segura, fue en el funeral de su esposa y de eso, hacía...

—Dieciocho años exactamente... —digo Don Luis en voz alta, con una sonrisa tranquila—. ¡Que me jodan, si no es casualidad! No debieron de sentarte muy bien los cuernos, Juan de Segura...


     Esa misma noche, en el palacio de los Segura, Don Luis era recibido por el que una vez fue más que un adversario, un aliado. Juan de Segura no soportaba al que se suponía que era su primo.

—¡Don Juan Segura! ¡Cuántos años sin verle! —dijo Don Luis tendiéndole la mano.

—Lo mismo digo Don Luis; me alegro de verlo, después de todo este tiempo... —reafirmó Don Juan de Segura—. Ha sido una sorpresa, recibir su carta. No esperaba su visita, sobre todo después de lo que me han contado hoy.

—No me lo recuerde. Imagino que se preguntará qué hago aquí.

—Pues sí, lo reconozco, me pica la curiosidad. Usted y yo, siempre hicimos buenos negocios, a pesar del tonto de mi primo. Sin embargo, como imagino que su visita no es una mera casualidad, siéntese y me cuenta a lo que ha venido.

     Cogiendo dos vasos, los puso en la mesa, y sirvió una generosa cantidad de licor en ellos.

—¿A qué debo el honor de su presencia?

—Vengo buscando información. Ya sabrá que por desgracia, he emparentado con el desgraciado del de Molina.

—Sí, ya me han llegado los rumores...

—Quiero que me cuente la historia completa. Sobre todo, por qué el de Molina mantuvo en secreto la existencia de esa hija.

—Es algo difícil de contar —contestó Juan de Segura.

—No tengo prisa —se encogió de hombros Don Luis mientras agregaba con cierto desdén—: Puede empezar, por contarme cómo fue que su queridísimo primo le puso los cuernos con su mujer.

—El tiempo ha pasado, pero sigue siendo el mismo. Jamás ha tenido tiempo para las sutilezas de la vida.

—Prefiero, ir al grano.

     Juan de Segura, contempló el líquido ambarino del vaso, y con la mirada perdida, relató con todo lujo de detalles la miserable traición de ambos.

     Cuando terminó de hablar, Don Luis lo miró fijamente.

—¿Todavía está dispuesto a vengarse de su primo?

—No lo dude, pero ¿qué ganaría usted con todo esto?

—Está claro, quiero que esa joven desaparezca de mi familia. Jamás aceptaré que un nieto del de Molina, sea mi heredero. Mi hijo, se ha vuelto débil con esa mujer. Cuanto más tiempo permanezca con ella, peor será.

—¿Y su hijo?

—No se preocupe por él, yo me encargo.

—¿Qué propone?

—Creo, que un desafortunado accidente...

     Media hora más tarde, ambos hombres se despedían.

—Muy bien —dijo Don Luis levantándose del sillón—. Entonces le deseo buenas noches. ¿Le importa si salgo por aquí?

—No —contestó el de Segura—. Esto no es un juego, ni debemos arriesgarnos sin necesidad. Pero es obvio que la prudencia y la inteligencia son imprescindibles. Mi primo no puede enterarse de nada.

—En eso coincidimos al parecer. Le mantendré informado, usted limítese a cumplir lo acordado.

—De acuerdo. Así lo haré.


     Varios días más tarde, Diego fue al encuentro de Clara. A pesar de que le había permitido ayudar a las hermanas del convento, Clara no había salido de palacio desde los incidentes, y el desafortunado desencuentro con el de Molina, a excepción de la tarde que pasaron fuera. Últimamente, la descubría con la mirada perdida, a pesar de que intentaba disimular en su presencia. Su esposa era una persona alegre, optimista, llena de vida..., pero una melancolía se había apoderado de ella en los últimos días, arrebatándole ese brillo tan especial de su mirada. Y Diego, se sentía responsable de ello. Hasta sus hombres, le habían preguntado si le pasaba algo a Clara.

     Salió a buscarla al jardín, pensando que podría hallarla allí, pero al no encontrarla, le preguntó a uno de los sirvientes.

—¿Sabe dónde se encuentra la señora?

—En la biblioteca, señor.

     Diego asintió, y se encaminó hacia el lugar. Al abrir la puerta, Clara se encontraba sentada en el sillón, de espaldas a él. La cerró despaciom y se acercó a ella sin hacer ruido. Estaba dormida; últimamente, el sueño la vencía en cualquier lugar o momento, sobre todo a media mañana. Oculta por la penumbra de la habitación, se agachó frente a ella y la contempló. Su rostro relajado, era adorable; con el embarazo su cutis había adquirido una belleza deslumbrante. Verla dormir, le embargaba de una enorme ternura incapaz de explicar con palabras. Los hombres que vigilaban el palacio, le habían asegurado, que se pasaba el día prácticamente sola, sin más compañía que unos cuántos libros o las plantas que solía cuidar. Sus obligaciones le impedían poder pasar más tiempo con ella, y eso le carcomía. Clara María no estaba bien, y él no sabía qué hacer.

     Había estado leyendo un libro, pero este reposaba en su regazo, abierto por la página por la que se había quedado. Cogió despacio su mano, y la besó. El simple roce de sus labios consiguió despertarla de su letargo, y una brillante sonrisa iluminó su cara al descubrirle frente a ella.

—¡Estáis aquí!

—Sí, no quise despertaros, pero no pude resistir la tentación... —sonrió Diego.

—Me quedé dormida sin darme cuenta.

     Diego acarició su vientre, en los últimos días, Clara estaba empezando a dar muestra de su estado, y su estómago ya no era liso, un ligero abultamiento se podía apreciar bajo sus ropas.

—He venido a por ti.

—¿Pasa algo? —preguntó Clara con el ceño fruncido.

—No, no te preocupes, solo quería pasar el día contigo, siempre y cuando no te quedes dormida de pie.

—No me lo recuerdes, no puedo con este sueño a todas horas. Jamás había dormido tanto.

     Diego contempló su hermoso perfil mientras volvía a besar su mano. Nunca pensó que sería tan feliz al lado de su mujer. Sentía que su dicha no podría ser mayor, hasta que supo que sería padre.

—¿Qué te parece si te llevo al mercado? A primera hora, estaba bastante concurrido, y a lo mejor encuentras algo interesante que comprar. Todavía no has empezado a preparar la ropa del bebé.

     En vez de animarse, Clara María parecía más abatida todavía.

—¿Qué sucede? ¿No te alegras?

—No es eso, sabes que las labores de costura, no son lo mío. Me aburro...

—Nadie te ha dicho que lo hagas, puedes ordenarle a Mencía que lo haga, para eso está a tu servicio.

      Los ojos de Clara se le iluminaron.

—Tú compra lo que necesites, y seguro que Mencía lo coserá.

—¡Es una idea estupenda! No se me había ocurrido.

—¿A qué esperas entonces? Busca a Mencía, y que nos acompañe al mercado. Ella te guiará.

—Pero ¿nos acompañarás? —preguntó Clara ilusionada.

—Ya te he dicho que sí, por eso estoy aquí.

—Entonces, espérame aquí. No me tardo.

—Aquí te espero —dijo Diego levantándose, permitiendo que Clara María fuera en busca de Mencía.

     Su esposa no era nada convencional, pero jamás la hubiese querido de otro modo. No sabía coser, ni bordar, pero era capaz de coser y curar una herida abierta sin pestañear. Era incansable en la labor de curar a los demás, pero por lo visto, era nefasta en cuanto al cuidado de su persona.


     Tan solo dos hombres, habían acompañado a Diego en su salida. Varios pasos por detrás, permitían que la pareja caminara juntos sin ser molestados. A la altura de uno de aquellos puestos, Clara y Mencía se detuvieron a contemplar unas telas que podían serles de utilidad, y las dos mujeres se pusieron a hablar con el comerciante.

—¡Clara!

—Dime... —dijo la joven volviéndose hacia Diego.

—Estaré allí enfrente con los hombres, mientras tu terminas aquí.

—Está bien, me reuniré contigo en cuanto acabemos.

     Durante un rato, las dos mujeres estuvieron examinando qué telas eran más apropiadas.

—Mire señora, toque esta tela.

     Clara María hizo lo que Mencía le sugirió.

—Llevas razón Mencía, es bastante suave al tacto. Entonces, ¿cuánta tela consideras que podrías necesitar para empezar?

     Mientras las dos mujeres hablaban ensimismadas, un tumulto se escuchó al inicio de la calle donde empezaba el mercado. Al estar de espaldas, ninguna de las dos, se percató del carro que bajaba por la cuesta sin control alguno.

     Diego y sus hombres, volvieron la cabeza al escuchar el jaleo. Solo tuvieron el tiempo justo de tirarse al suelo, antes de que les atropellara. Los tres hombres rodaron por el suelo, mientras el carro seguía su camino. Diego no hizo más que caer cuando se giró en busca de Clara.

—¡Clara! ¡Apártate! —gritó desesperado mientras contemplaba incapaz cómo el descontrolado carro iba derecho hacia su esposa.

     Intentó levantarse corriendo para intentar alcanzarla, pero en un abrir y cerrar de ojos, el carro estaba encima de su esposa.

     Al escuchar el grito, ambas mujeres se volvieron. Tan solo una décima de segundo, bastó para que Clara se diera cuenta del enorme peligro e intentara apartarse. El comerciante más rápido de reflejos, agarró con fuerza a la joven y la empujó con fuerza hacia los rollos de telas. Debido a la fuerza del empuje, Clara se encontró medio volando por el aire y al caer, se golpeó la cabeza con el suelo, perdiendo el conocimiento al instante. Mientras Mencía no corría la misma suerte; sin darle tiempo a reaccionar, no había hecho más que empezar a correr, cuando el carro se le echó encima aplastándola entre sus ruedas.

      Diego corrió desesperado hacia su esposa, pero la parte trasera del carro ocultó de su vista, la suerte que había corrido Clara. Los tres hombres se precipitaron hacia el puesto, mientras el vehículo continuaba su camino sin siquiera detenerse, pero dejando un devastador escenario. Tanto los comerciantes, cómo las personas que presenciaron el atropello, corrieron a auxiliarlos.

—¡Clara! —gritó Diego—. No me la quites, señor..., no me la quites —rogaba Diego por dentro con el miedo metido en el cuerpo.

     Como un loco llegó al lugar, y el cuerpo desmadejado de Mencía yacía en el suelo con una postura antinatural. Al instante comprendió que estaba muerta, pero no veía a Clara.

—¡Clara! ¿Dónde estás?

      En ese momento, el comerciante con la cara ensangrentada, se sentó en el suelo y señaló hacia una esquina del puesto. Diego se abalanzó sobre donde señalaba el hombre, y mientras gritaba el nombre de Clara sin ser consciente de ello, intentó apartar todos aquellos rollos de tela que impedían ver a su esposa..

—¿Y mi esposa?

—Ahí, señor, está ahí —dijo el hombre aturdido mientras continuaba señalando.

     En cuanto retiraron con rapidez los tejidos, a Diego se le congeló la sangre en las venas, al contemplar el cuerpo de su esposa tirado en el suelo como sin vida.

—¡Clara, Clara...! —gritaba mientras la medio incorporaba, apoyándola sobre su pecho.

      La cabeza de Clara cayó hacia atrás, y su cuerpo desmadejado, no reaccionaba. Diego acunó el rostro de su esposa, lleno de sangre, sobre su pecho mientras arrodillado se desgarraba de dolor abrazándola. Sus hombres miraban impasibles ante la escena dantesca que se desarrollaba delante de ellos.

—¡Señor! Déjeme comprobar el estado de la señora —pidió Juan de Alcaraz.

      Pero Diego roto por el dolor, no lo escuchaba. Juan, tuvo que chillar para que le prestase atención.

—¡Está muerta, Juan! —gritó Diego con el pecho desgarrado por el dolor.

—¡Por favor, déjame que lo compruebe!

     Con los ojos inundados por las lágrimas, Diego separó el rostro de su esposa de su pecho permitiendo que Juan la contemplara.

     El hombro tocó el pulso de Clara en su cuello, y alarmado le dijo a Diego:

—¡Vive! Todavía está viva, Diego.

     Diego observó estupefacto a su amigo Juan, y volvió la mirada rápidamente hacia Clara. Tocando de nuevo su pulso como había hecho Juan, detectó un ligero latido. Tuvo que respirar dos bocanadas rápidas de aire para poder hablar.

—¡Dios mío, Clara! No te vayas. No me dejes todavía, te lo ruego —le pidió Diego sin poder contener las lágrimas que se empecinaban en emborronar su vista.

—No hay tiempo que perder, Diego. Levántate, por el amor de Dios. Necesitamos que el físico la vea.

—Sí, si..., ayúdame Juán —pidió Diego jadeando mientras un temblor se había apoderado de sus piernas impidiéndole levantarse.

      Los dos hombres, ayudaron a Diego que no soltaba a su mujer de sus brazos.

—¿Y Mencía? —preguntó Diego en medio de su aturdimiento.

—No hay nada que hacer por ella, señor —dijo el otro hombre serio.

      Con su carga entre sus brazos, Diego todavía pudo pensar algo y les ordenó:

—Que uno de vosotros lleve el cuerpo a palacio.

      Juan le hizo una seña a su compañero y el hombre asintió. Juan acompañaría a Diego en busca del físico. Diego, jamás había corrido tanto en su vida. Ni siquiera veía por dónde iba, Juan le abría el camino, y él, se limitaba a seguirlo.


—¿A dónde vamos? —preguntó Diego aturdido al cabo de unos minutos.

—Diego, vamos derechos a la casa del físico. No podemos perder tiempo en llevar a tu esposa a palacio.

—Sí, llevas razón. No puedo pensar —declaró Diego víctima de los nervios.

    En menos de cinco minutos, se encontraron a las puertas de la casa del físico. Tan solo, unos dos metros, separaba el hogar de Abraham de la casa de la Inquisición. Sin embargo, ninguno de los dos hombres reparó en ese detalle.

     Los golpes en la puerta, alarmaron al anciano que presto, acudió a abrirla.

—¡Señor! ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Abraham alarmado al contemplar a la joven esposa de Don Diego, ensangrentada y sin conocimiento.

—Acaba de atropellarla un carro —explicó Diego con un hilo de voz.

—Entrad, daos prisa... —le indicó el físico abriendo la puerta de inmediato.

     En cuanto depositó a Clara sobre la superficie que el hombre le indicaba, el físico llamó a voces a alguien.

—¡Sarah!

     Una joven salió del interior del hogar, alarmada por las voces de su padre.

—¿Qué ocurre, padre?

—Traedme agua limpia para limpiar la sangre, y mis utensilios, corre.

—Sí, padre —dijo la joven nerviosa ante la imagen de la mujer ensangrentada y de aquellos dos hombres.

     Diego no supo cuánto tiempo llevaban allí, pero se le hizo eterno. El anciano, desabrochó ligeramente a Clara de su ropa y comprobó que no tuviese ninguna herida interior.

—No ha sufrido ninguna herida interna.

—¿Y la sangre? —preguntó Diego preocupado.

—La sangre, es del golpe que ha recibido en la cabeza. Se ha abierto una brecha, se la coseré ahora mismo.

     Una vez que Abraham eliminó la sangre de su rostro, Clara volvió casi a aparecer la misma.

—¿Por qué no despierta?

—El golpe en la cabeza ha sido fuerte, pero recobrará el conocimiento, no se preocupe.

—Haga todo lo que sea posible, no puede morirse —rogó Diego desesperado.

—Tranquilícese, señor. Su esposa no morirá...

—¡Dios le oiga! —dijo Diego sin advertir siquiera que ese hombre era judío.

     Juan contempló el desasosiego y la desesperación de Diego, desde un rincón de la sala. El físico trabajaba sobre Clara intentando limpiar toda aquella sangre, y en ese momento enhebraba una aguja para coserla. Si la mujer de Diego muriese, sería una completa desgracia para su amigo. Diego se encontraba abatido sobre una silla, con los codos sobre las rodillas, mientras que con sus manos se tapaba su cara. Esa mujer era lo más importante para él, y no había sido hasta ese momento, que Juan comprendía cuánto.

     De repente, un leve quejido resonó entre las paredes de piedra de la casa. Diego se levantó como un resorte y se acercó hasta Clara que continuaba inmóvil.

—¡Clara!

—¿Diego? —preguntó la joven sin poder abrir los ojos—. ¿Qué ha pasado? Me duele la cabeza.

—No te muevas, te has hecho una herida en la cabeza, y el físico te va a coser.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Clara aturdida.

     Diego comprendió que Clara no se acordaba.

—Has tenido un accidente, pero no te preocupes, te repondrás.

—¿El bebé? —preguntó la joven de repente.

—Es un poco pronto para saberlo, pero me atrevería a asegurar, que el embarazo sigue su curso. No se preocupe. El golpe lo recibió en la cabeza.

     Diego que se había colocado en el lado contrario del físico, suspiró de alivio. Ni siquiera había caído en el detalle de su embarazo. Cogiendo la mano de Clara entre las suyas intentó darle ánimo.

—Te pondrás bien, mi amor. En cuanto puedas incorporarte, te llevaré a casa.

—Me duele todo el cuerpo —dijo Clara abriendo los ojos por primera vez.

      En ese momento, Clara supo la gravedad de lo ocurrido, por la cara desencajada de Diego.

—¿Y esa sangre que llevas? —preguntó Clara preocupada.

—Es tuya. Al traerte hacia aquí, te cogí en brazos, pero no te preocupes, no es nada serio.

—¿Por qué tienes esa cara? ¿Y Mencía?

—Luego te explicaré, ahora no hables —intentó disimular Diego ante ella.

—Me alegro tanto de que estés aquí.

—No más que yo, te lo aseguro —dijo Diego bajando el rostro y besando su frente—. No vuelvas a asustarme así otra vez.

     Mientras Abraham cosía minuciosamente los dos bordes de piel, Clara cerró los ojos pero no soltó la mano de Diego. Cuando hubo acabado, Diego le preguntó al físico:

—¿Puedo llevármela?

—Por supuesto, pero es posible que se encuentre un poco mareado por el porrazo. Vigílela, unos días y me avisa si le nota algo raro.

—Está bien.

—Diego, ¿por qué no esperas aquí y voy a por un carro para llevar a Clara?

—Sí, será lo mejor —respondió Diego.


     Diego no era un hombre que estuviera acostumbrado a ocultar su miedo, por la sencilla razón de que jamás lo había experimentado. A la vuelta a palacio, Clara había conseguido encontrar una escapatoria a su dolor de cuerpo acurrucándose sobre el pecho de su esposo. Su cara descansaba debajo de su barbilla, mientras Diego la abrazaba junto a él.

      Cuando llegaron, el palacio estaba patas arriba. Don Luis estaba en la puerta, esperando la llegada de su hijo.

—¿Qué ha sucedido?

—Han atropellado a Clara.

—¡Ya lo sé! He visto el cuerpo...

—Más tarde, padre —cortó Diego la conversación de su padre. No quería que Clara se perturbase en ese momento por la muerte de Mencía.

     Don Luis comprobó el aspecto de su hijo. Parecía como si hubiera luchado en la peor de las batallas. Sin decir nada, se retiró hacia un lado, mientras Diego entraba al interior el cuerpo de su esposa. Una vez, que desapareció en el interior, Don Luis le preguntó a Juan:

—¿Cómo se encuentra?

—¡Vivirá! —dijo Juan serio echando a andar detrás de su amigo, sin reparar en el ceño fruncido de éste.

—¡Maldita sea! —pensó Don Luis—. Había muerto la mujer equivocada.


      Durante toda la tarde, Diego no se apartó del lado de Clara. Sentando en un sillón, enfrente del lecho, la contemplaba dormir. Por fin, estaba a salvo. Abraham, había visitado de nuevo a su esposa esa tarde, y le había dicho que su vida no corría peligro, pero el miedo le duraba en el cuerpo. Una llamada ligera en la puerta le hizo volver la mirada.

—¿Se puede?

—Pasa Juan...

—¿Sigue dormida? —preguntó el hombre lo que era evidente.

—Sí, ha despertado cuando ha venido el físico, pero se ha vuelto a dormir.

—Solo venía a decirte que ya hemos dispuesto el cadáver de Mencía. Mañana, será el entierro.

—¿Y sus hijos? —preguntó Diego acordándose de ellos.

—De momento, se quedarán con un pariente hasta que dispongas algo.

—Sí, mañana me haré cargo de ello. Hoy no tengo la cabeza para nada más.

—Ha sido una suerte que saliera con vida —dijo Juan observando el lecho.

—Sí, si hubiese estado en el lugar contrario, hubiese sido ella la que hubiese muerto... ¿Se sabe algo del carro?

—Nada. Los muchachos están buscándolo por toda la ciudad, pero no lo encontramos.

      Diego levantó el rostro extrañado.

—Quiero saber de quién era. Ha muerto una mujer, y ha estado a punto de matar a mi esposa.

—No te preocupes, Diego. Daremos con él.

—Gracias, Juan.

—¿Quieres que te suba algo de comer?

—No, se me ha ido el apetito. No te preocupes.

—De acuerdo, me retiro entonces. Que descanses.

—Igualmente, Juan. Hasta mañana —dijo Diego volviendo la mirada hacia Clara.

     A mitad de la noche, Diego se despertó al escuchar la voz de Clara.

—¡Clara! ¿Qué te sucede? —preguntó levantándose de forma precipitada.

—Tengo sed —dijo la joven.

      Diego fue hasta la jarra del agua, y echó un poco en un vaso.

—Toma, aquí tienes —dijo ayudándola a incorporarse sobre las almohadas.

—Gracias —dijo Clara agarrando con ansia el vaso.

      Cuando Diego, volvió a dejarlo en su sitio, Clara le observó. Su aspecto cansado y demacrado, la preocupó.

—¿Por qué no te acuestas a mi lado? —preguntó Clara observándole.

     Diego, la miró un segundo y asintió. Desnudándose, se metió entre las sábanas, intentando alejarse del cuerpo de ella.

Clara se giró hacia él, y lo miró. Diego tenía la vista clavada en sus propios ojos, y la miraba con una seriedad mortal.

—¿Crees que si me acerco hacia ti, se te quitará esa cara de preocupación?

     Durante unos segundos, Diego no contestó, pero de repente, se movió con una rapidez sobrenatural, acercando su cuerpo al de ella. Abrazándola, con cuidado, la colocó de tal forma que su espalda se quedara junto al pecho de él. El brazo derecho de Diego, se acomodó debajo de la cabeza de Clara, mientras su brazo izquierdo, la rodeaba con delicadeza.

—No me vas a hacer daño, no te preocupes.

     Diego, no pudo pronunciar ninguna palabra. Los ojos se le empañaron; era la primera vez que perdía el control de sus emociones y lloraba. Aunque intentó estar en silencio, Clara se percató de las lágrimas que mojaban su cuello. A pesar del dolor, se volvió y contempló los ojos rojos y vidriosos de Diego.

—¡No llores! No ha pasado nada después de todo.

     Diego era incapaz de decirle a Clara el destino de Mencía.

—Hoy me he llevado el susto de mi vida. Durante unos instantes, creía que te había perdido —dijo Diego cerrando los ojos.

—Cariño, no te preocupes. Estoy bien —dijo Clara intentando calmarle—. Mejor dicho, estamos bien.

—No me dejes nunca —dijo Diego mirándola desesperado.

—No lo haré, te lo prometo —contestó Clara.

     Clara tocó con la palma de su mano el rostro de Diego, y acercando sus labios, lo besó. Diego se sintió perdido cuando los labios de su esposa lo reclamaron. Y ávido de sus besos, se apoderó de su boca mientras la abrazaba atormentado.

—Te quiero, te quiero... —dijo Diego con todo el amor que sentía por ella—. Te quiero con toda mi alma, y hasta hoy, no he sabido cuanto —expresó Diego abrazándola junto a él.

     Durante horas, Diego permaneció con su esposa entre sus brazos mientras la tensión iba disipándose lentamente de su cuerpo. Se había acostumbrado tanto a tenerla cerca, que ese maldito momento en que creía haberla perdido, no se le iba de la cabeza. Cuando Clara se recuperara, él mismo buscaría ese maldito carro y no pararía hasta encontrarlo. Mataría al culpable que había estado a punto de matar a su esposa. Jamás volvería a atropellar a ninguna mujer.

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