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XIII. EL PEQUEÑO DE LOS ROJAS

Las cosas bonitas no pasan en los libros de cuentos. O cuando suceden, pasa algo malo a continuación. Porque de lo contrario la historia sería aburrida y nadie la leería.

—Holly Black, El Príncipe Cruel


Cerré el libro con más fuerza de la necesaria, cansada de leer y no entender. Leía un párrafo entero y luego me daba cuenta de que no me había enterado de nada. Esa mañana tenía la cabeza más ida que de normal, era incapaz de concentrarme en nada. Los pensamientos iban y venían caóticamente. Además de que había grupos de chavales chillando a mi alrededor que me impedían concentrarme en el libro.

El Corredor del Laberinto.

No era muy de mi estilo, la verdad. Estaba demasiado acostumbrada a la fantasía que a la ciencia ficción, pero aun así el libro me estaba gustando bastante, por lo menos lo poco que llevaba leído.

Cuando Ulises volvió a comentar lo de intercambiar libros, pensé que me daría el Imperio Final, porque había dicho que era su favorito, pero no, me había dado la primera parte de esta trilogía de James Dashner.





Fruncí el ceño cuando me dio ese libro en vez de su favorito.

—¿Por qué no...?

—<<El Imperio Final>> es mi favorito, pero creo que deberías leerte ese antes. Para sacarte un poco de tu zona de confort, y también porque es otro de mis favoritos.

Asentí.

—Es el primer libro que me he leído y le tengo bastante cariño. Me apuesto cualquier cosa a que te gusta bastante.

Sonreí. Me estaba ofreciendo el primer libro que se había leído en su vida. Bueno, seguramente sin contar los que leía todo el mundo a los siete años de <<Gerónimo Stilton>>.

—¿Cualquier cosa?

—¿Quieres apostar, Kolovos?

Me recorrió un escalofrió al escuchar que me llamaba por mi apellido. Nunca nadie me llamaba así.

—Supongo que sí.

—¿Y qué quieres apostar?

—Me es igual.

—Vale. Yo digo que si gano yo porque el libro te encanta...

—Me tiene que encantar, eh, no vale con que me gusta un poquito. —Le interrumpí.

—Está bien. Pues si te encanta, no podrás negarte a una cosa que te pida.

—¿Qué cosa?

—Te lo diré cuando gane —afirmó con seguridad.

—Eso no vale.

—Pues claro que vale. Te toca.

—Viendo que tu apuesta es algo injusta, la mía también lo será. —Me lo pensé bien durante unos segundos. No estaba segura de sonar tan firme como él, pero lo intenté. —Un cuadro. Tienes que pintarme un cuadro. O un dibujo en papel, lo que sea.

Ulises levantó las cejas.

—No lo veo tan injusto, pero bueno, si lo que quieres es un dibujo roñoso te lo haré aunque no ganes la apuesta.

Sonreí de oreja a oreja y negué con la cabeza.

—No, solo si gano. Y la cosa es que no me vale un dibujo o un cuadro mal hecho.

—Pero no sé pintar.

—Ahí está la trampa. Tendrás que currártelo.

Ulises sonrió de lado.

—De acuerdo.





Guardé el libro con cuidado en mi bolso y me giré hacia Donna, que estaba tomando el Sol en la tumbona a mi derecha.

—Doughnut.

Se bajó las gafas de Sol hasta la punta de la nariz y me miró con desaprobación.

—Tus motes son una mierda, Nusi-pussy.

—¿Los míos, dices?

—Ajá.

—Ya, sí. Mucho peores que los tuyos, seguro —ironicé. —Por un momento he pensado que te habías quedado dormida, como estabas callada.

Me miró mal y volvió a colocarse las gafas.

—Si no decía nada era porque estaba pendiente de las tremendas vistas que tenemos.

Miré al frente.

Sí, lo cierto es que la playa estaba siempre súper limpia, y el agua cristalina, pero no pensaba que a Donna le impresionasen esas cosas.

—Esas no. Gira la cabeza a la derecha un poquito.

Lo hice y al instante volví a girarme hacia ella con cara de ¿en serio?.

No era muy difícil adivinar a qué vistas se refería Donna.

A unos cuantos metros de distancia, había un grupo de chicos de nuestra edad, entre ellos, mi primo, y el resto eran los del equipo de natación, o eso creía. Estaban jugando a vóley-playa.

—¿Has visto a ese cómo se pone para sacar culo?

Donna volvió a bajarse las gafas a la punta de la nariz, como para verles mejor.

—Agh.

—Voy a meterme al agua un rato. —Me levanté de mi tumbona. —¿Vienes? No te vendría mal refrescarte un poquito.

—Tengo que ponerme morena este verano, Nusi. Así no ayudas.

Rodé los ojos y caminé sola hasta la orilla.

Esa mañana habíamos quedado Donna y yo para ir a la playa. Héctor nos mandó un mensaje diciendo que él iba a ir con los del equipo de natación, pero que luego nos llevaría a casa. Y menos mal. Bastante había sido aguantar los comentarios de Donna durante el camino: <<qué pereza andar>>, <<¿por qué me habías dicho que el innombrable de tu primo no nos llevaba??>>, <<¿acaso son más importantes sus amiguitos que nosotras?>>, <<a este paso, de tanto caminar al Sol, me pongo morena, pero con la marca de la camiseta>>, <<le mato>>...

El agua estaba lo suficientemente fría como para refrescarme, pero no tanto como para que meterme en él fuera complicado.

Me hice un moño bajo para no mojarme el pelo y seguí adentrándome en el mar hasta que me cubría justo por los hombros.

—Hey.

Me giré sobresaltada.

—¿Ulises?

—Acabo de llegar. Hemos quedado con tu primo.

¿Hemos?

Miré sobre su hombro.

Ícaro. Acababa de unirse al partido de vóley.

—Ah.

—Venía a saludarte. Y a preguntarte qué tal el libro, por supuesto.

Me encogí de hombros.

—Sin más. No me desagrada, pero tampoco me encanta.

Ulises sonrió con una ceja levantada. No se lo creía. Y hacía bien.

—Me da que vas a tener que pedirle ayuda a alguien para que te enseñe a pintar. —Sí, puede que con ese alguien me refiriese a Ícaro.

—No lo creo. Lo que sí creo es que me estás mintiendo.

—Es lo que te gustaría creer.

—También.

—¿Y tú qué tal releyendo el Príncipe Cruel?

—Ahí andamos. Me está pareciendo igual que la primera vez que lo leí.

Le miré mal.

—Ya me ha dicho tu hermano que no sabes apreciar el arte.

Ulises sonrió divertido.

—No sé apreciar el arte abstracto, tampoco me gusta el figurativo. Soy más de fotografía que de pintura, supongo. —Se encogió de hombros. —Pero la literatura sí. Él que no la aprecia es él, que, de todos los libros que le he obligado a leer, no le ha gustado ninguno.

—Puedo imaginarme qué libros le hiciste leer para que no le gustasen —me burlé.

—De todos los tipos: romance, misterio, fantasía, ciencia ficción, policiacos, históricos... y nada. Los aborrece todos y cada uno de ellos. Al final me he dado cuenta de que no le gusta leer por los problemas que se presentan en los libros.

—Hay millones de libros en los que no se habla de problemas. —Fruncí el ceño tratando de pensar en alguno.

—No. Los libros tienen todos un nudo, donde se le presenta un problema al protagonista.

—Ya, bueno, es verdad. Pero de eso van todos los libros ¿no? De que el protagonista supere todos los problemas que le van surgiendo.

—Y eso es lo que no le gusta a mi hermano.

—Es decir, que no le gusta ni un solo libro.

—Básicamente.

—¿Y poemarios?

—Casi todos tratan sobre algún drama del autor.

Fruncí los labios.

Los libros te enseñan cosas nuevas, lugares nuevos, personajes distintos, diferentes maneras de actuar que tienen... y sí, se les presentan problemas, pero merecen la pena.

—Ícaro es un rarito.

Ambos nos giramos para mirarle, y nos dimos cuenta de que él también tenía sus ojos sobre nosotros, aunque no tardó en volver su atención al partido.

—Estoy convencido de que no le gusta leer porque los libros no le parecen tranquilos, todo lo contrario, y está empeñado en ser la persona más calmada del universo. Así que sí, puedes llamarlo rarito, o un poseso del sosiego.

No sabía en qué momento habíamos empezado a hacerle un estudio psicológico a Ícaro, pero sí que cada vez estaba más incómoda. Su hermano le conocía bien, y me estaba contando demasiado sobre él a mí, a una desconocida, y me sentía mal. Como si estuviera invadiendo su privacidad. Cierto era que solo estábamos hablando de que estaba empeñado en estar, o parecer, siempre alguien tranquilo, pero no creo que a Ícaro le emocionase que su hermano me contase eso.

—Yo me salgo ya, que empiezo a tener frío.

—Sí, yo también.

Caminamos de vuelta a donde estaba Donna.

Seguía en su tumbona, pero ya no estaba sola. Héctor estaba ahora sentado en mi tumbona, que estaba pegada a la de mi mejor amiga. Estaban bastante pegados mientras hablaban, ambos con el ceño fruncido.

—Eh, ¿ya estáis peleando otra vez? Separaros un poco, no vayáis a terminar pegándoos.

Me acerqué a mi primo para empujarle y tirarle de la tumbona, pero no lo conseguí.

—¡Eh, Nusa! ¿Te ayudo?

Me giré hacia esa voz con el ceño fruncido. No era de mi primo, ni de Donna, ni de Ulises. Y yo no conocía a más gente. Más bien, no me conocía nadie más.

Ah, bueno. Guille.

—No, es igual.

Mi primo me agarró del brazo y me sentó en la tumbona a su lado mirándome mal.

—Eh, bruto.

—¿Bruto yo?

Guille cayó sobre la arena.

Miré a Donna sorprendida.

—¡Bua, Donna! —Chilló Guille, estando ya a nuestro lado.

Mi primo se levantó y se sacudió la arena de mala gana.

—Para que luego digáis que tengo mal gusto —habló Guille entre risas mirando al grupo de chavales que le habían seguido.

Mi primo le miró mal. Parecía que iba a responder, pero terminó sentándose a mi lado otra vez y mirando mal a Donna también.

—¿Seguimos con el partido? —Preguntó un moreno al que conocía de vista. Era del equipo de natación de Lastres, como todos los chicos que ahora nos rodeaban.

—Paso, tío. —Le contestó Héctor. Después me empujó a mí tirándome a la arena, a donde había estado él segundos atrás, para poder tumbarse en mi tumbona.

No había reaccionado todavía cuando unas manos me agarraron por la cintura levantándome.

—¿Estás bien?

Tenía que ser él, por supuesto.

Joder, los Rojas no podían dejarme sin ataques al corazón constantes. Porque sí, era eso lo que me pasaba cada vez que los veía a ambos.

Asentí mirando a los ojos castaños de Ícaro brevemente.

—A ella sí que la ayudáis a levantarse, eh, capullos.

—¿Por qué será? —Comentó entre risas otro chaval.

Me giré hacia él con mala cara y vi por el rabillo del ojo que mi primo e Ícaro le miraron aún peor.

—Cuidado con lo que insinúas, Marco.

El tal Marco sonrió inocente y levantó los brazos.

—¿Tú te vienes a jugar, Donna? —Preguntó el moreno.

Entonces me di cuenta de que Donna le había estado mirando de reojo.

Menuda tía.

—Claro. —Se levantó de un salto. —Tú también, Nusi. —Hizo el amago de cogerme del brazo pero lo aparté.

Ni de coña me iba a poner a jugar con veinte mastodontes, puede que fueran incluso más, a un deporte sobre arena. Si ya de por sí me costaba andar sobre la arena, como para ponerme a correr sobre ella.

—No cuentes conmigo —le susurré al oído.

Donna me fulminó con la mirada. Ya sabía que no se iba a dar por vencida a la primera, así que, rápidamente, me tiré sobre su tumbona. No iba a obligarme mientras hubiera tantas personas mirándonos.

Le sonreí y saqué el libro de mi bolso.

No tardaron mucho en irse a jugar otra vez, excepto los Rojas. El pequeño se sentó a en la que era mi tumbona, a los pies de Héctor, y declaró que no le apetecía jugar; el mayor se quedó mirándonos a los tres hasta que pareció decidirse e ir tras los otros.

Ulises y mi primo se pusieron a hablar de la próxima competición de natación. Yo dejé de escucharles y seguí leyendo el libro.

Una vez en casa, me tiré sobre el sofá con el libro todavía en la mano. Sinceramente, me tenía algo enganchada, pero no lo diría en voz alta estando Ulises delante.

Al abrirlo para seguir leyendo donde lo había dejado antes de irnos de la playa, un papel que no había metido yo cayó sobre mi estómago.

Sonreí sabiendo ya de qué se trataba, y quién lo había escrito.

04-07-2022

Juraría haberte visto sonreír mientras leías el libro, pero como me has dicho que no te gusta, supongo que he debido imaginármelo ¿no?

Bueno, iré pensando qué tendrás que hacer si gano la apuesta, por si acaso.

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