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XVII. El derecho a divertirse.

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   La nieve caía suavemente sobre los torcidos tejados y los adoquines de las serpenteantes calles, cubriendo de blanco la noche. Una bella mujer caminaba con tranquilidad, familiarizándose con la ciudad y el frío de esta. Le gustaba la sensación de paz y silencio que se había creado esa noche gracias a la nieve y las calles desiertas. La mayoría parecía haberse acostado temprano, pocos locales se encontraban abiertos a esa hora con ese clima y los que sí, tenían pocas mesas ocupadas. Con clientes que solo buscaban relajarse.   

   Con su vestido verde musgo, sus botas negras y su abrigo de piel, blanco, observaba las estrellas, camino a una taberna que un amigo le había recomendado. Se detuvo unos minutos a mirar los puestos del mercadillo, todos cerrados. Silencio puro, interrumpido por algunos pájaros cantarines. Dobló a la izquierda, subió las escaleras hasta la plaza principal. En el otro extremo pudo ver la taberna Pozo del Aguamiel. Rodeó el gran cerezo con paso tranquilo mientras las flores rosadas caían al suelo y se enroscaban en traviesos remolinos, mientras observaba la Luna cuarto menguante detrás del castillo. En las ramas del árbol las golondrinas la seguían con la mirada, agitaban sus pequeñas alas para sacarse la nieve de encima.

   Se detuvo un segundo para mirar El Palacio de los Zorros cubierto de nieve, perdiéndose entre las nubes, cuando un tambaleante hombre tiró de su brazo mientras balbuceaba, generando nubes de vapor con su boca. Ella no se movió, lo observó luchar intentando llevársela a su casa. El borracho empezaba a enfadarse, hasta que ella le regaló una sonrisa, él se la devolvió. Sin borrar la sonrisa de su rostro, la mujer lo golpeó en la garganta, luego en el estómago. El hombre cayó adolorido al suelo sin aire, mientras la bella mujer lo observaba. Las golondrinas cantaron.

   Se acomodó el abrigo, se dio la vuelta y continuó su camino hacia la taberna, como si nada hubiese ocurrido. En la entrada, un hombre apuesto de cabello largo en un desenfadado recogido, un cuerpo robusto y de apariencia suave, fumaba un habano. Divertido la observaba.

   —Iba a ofrecerte ayuda, pero veo que puedes solucionarlo sola —dijo el desconocido, mientras soltaba el humo por la nariz. Ella simplemente lo miró y empujó la puerta, pero se detuvo cuando él le ofreció una calada de su humeante habano, con aroma a tabaco y chocolate.

   —Vine a relajarme —soltó ella, aceptando la invitación. Fumó un par de caladas para luego devolvérselo—. No vengo a hacer sociales, quiero estar en compañía de mi misma y olvidarme de mis responsabilidades al menos una noche.

   —Claro, todos tenemos derecho a divertirnos de vez en cuando —respondió mientras apagaba su habano contra la pared y lo guardaba en un estuche. A continuación, se paró a su lado ofreciéndole el brazo. 

   Luego de analizarlo sin tapujos, ella entrelazó su brazo con el de él y entraron juntos en la casi vacía taberna.

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   El sol comenzó a hacerse paso en el horizonte, derritiendo parte de la nieve. Los jóvenes muchachos partieron a sus respectivas escuelas, cargados de libros, abrigos y cantimploras con infusiones calientes. Sus padres se dirigieron hacia el puerto, el mercado o sus respectivos trabajos. Las niñas salieron a la calle con sus palas, limpiando los caminos mientras las carretas pasaban a su lado a gran velocidad, gritando obscenidades.

   En el límite de la ciudad, donde el Pinar Nevado se mezclaba con las últimas casas, había un viejo granero transformado en Hostal hace no muchos días, le llamaban "El Granero de los árboles durmientes". Tenía unas pocas habitaciones, con camas de heno en el suelo y altos tejados con telarañas el cual compensaba con un gran desayuno incluido en el precio. En una de las habitaciones, el hombre y la mujer dormían sin ropa alguna, enredados en blancas sábanas con nubes grises bordadas. Cabellos revueltos y músculos cansados.

   Afuera, los sonidos del día comenzaron. La mujer se incorporó mientras frotaba sus ojos. Miró a su izquierda, sonrió a la espalda del hombre con el que había pasado una maravillosa noche. Estaba repleta de lunares, como flores en un prado. Ella se puso de pie, se calzó los calcetines y su camisa , mientras recogía el resto de las prendas del suelo. El hombre de largo cabello se despertó y la miró con una enorme sonrisa, ella se la devolvió.

   —¿Ya te vas? —susurró el hombre, memorizando cada uno de sus rasgos, apenado por su partida. Se sentó en la cama, con la espalda en la pared y prendió un nuevo habano.

   —Muy bonito el derecho a divertirse, pero sigo teniendo mis responsabilidades —dijo ella mientras se terminaba de acomodar el verde vestido y se calzaba sus botas negras.

   Él dejó escapar una carcajada que calentó el corazón de la mujer, con una sonrisa se acercó a la cama y lo observó.

   —Por cierto, me gusta el tatuaje de tu espalda. Los Dioses saben que tenía buena vista de él... —Le dijo seductor, mientras apartaba el habano y se arrodillaba en la cama, quedando frente a frente con apenas unos centímetros que separaban sus rostros. La mujer río y cubrió su rostro con una de sus manos, recordando la noche anterior. Él la tomó de la cintura acercándola, sus frentes tocándose. En un susurro le preguntó—: ¿Volveremos a vernos?

   —Cuento con ello —dijo ella sonriendo, tomando su rostro entre sus manos, depositando un suave beso en sus labios—. Sao, por cierto.

   —Vilkas —respondió él, sonriente le devolvió el beso mientras acercaba más sus cuerpos.

   Ambos soltaron una suave carcajada, soñando con las posibilidades.


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