5
Como cada mañana desde hacía poco más de un año, Catalina despertó con el sobresalto de un mal sueño. Lo primero que vio al abrir los ojos, fue el rostro de Juan sonriéndole desde el retrato que tenía sobre su mesita de noche. Al marcharse el hijo menor de su padrino, había dejado tras sí una estela de tristeza que nadie había logrado superar aún. En su pecho se retorcía el dolor y la angustia por el amor perdido, por la ausencia del hombre al que le había entregado su corazón, y al cual se habría entregado en cuerpo y alma de haberla amado en verdad.
¿Acaso todo había sido una mentira? ¿Cada beso, cada caricia, cada promesa de amor? Una parte de su corazón se hacía estas interrogantes una y otra vez, y se llenaba de rencor hacia el traidor que la había dejado atrás sin pensarlo siquiera, pisoteando sus sueños e ilusiones de un futuro donde estuviesen juntos, donde envejecieran unidos, rodeados de hijos y nietos, como habían planeado tantas veces. Pero cuando el amor es verdadero, no importan los errores cometidos por la persona amada, ni la magnitud de los mismos, porque el amor verdadero solo existe, no muere ni desaparece, porque si así lo hiciera, no sería amor, sería solamente una pasión pasajera que el entusiasmo y la conveniencia mantienen viva por una brevedad de tiempo que al llegar a su fin, se desvanece y no deja señales siquiera de su exigua existencia. La contradicción azotaba entonces a Catalina, despertando a la par, sentimientos de aborrecimiento y añoranza por el ser amado.
¿Qué habría sido de él? ¿Por dónde andaría? ¿La extrañaba tanto como ella a él?
_ ¡Tonto, tonto!_ sollozaba haciéndose un ovillo en medio del lecho._ ¿Mi amor no era suficiente para ti? ¿Tenías que marcharte así? ¿Sin despedirte siquiera? Dejándome atrás y sin fuerzas para sacarte de mi corazón... ¿Por qué lo hiciste, Juan? ¿Por qué?
Y los sollozos crecían, y abrazaba una almohada contra su pecho, buscando la forma de aplacar la sensación de profundo vacío que se extendía sobre su lastimado corazón.
¿Volvería a ver algún día a su amado Juan? ¿Sería capaz de perdonarle todo el daño que le había infligido? Más de una vez había imaginado un encuentro entre ambos, donde ella, desafiante y orgullosa, le echaba en cara que ya no lo amaba, que hacía mucho tiempo lo había superado, que incluso, le había entregado ya su corazón a alguien más. Sonreía siempre, pensando en lo celoso que se pondría Juan al saberlo, y ella se regodearía viéndolo sufrir, aunque no lo suficiente como para compensar todas las lágrimas derramadas por su causa. Pero era solo un sueño, una ilusión creada para contrarrestar la tristeza y la soledad. Catalina estaba consciente de que no sería capaz de amar a alguien de la misma forma y con la misma intensidad con que había amado a Juan Santiesteban. Lo superaría, no sabía cómo, no sabía cuándo, porque ningún dolor es eterno, a no ser que se quiera vivir una existencia tortuosa, pero en su alma quedaría siempre grabado a fuego, el recuerdo del primer amor que pudo ser y no fue.
Desde el salón le llegaron voces airadas. Alguien discutía violentamente ¿Por qué Pedro estaba tan furioso? Era el único en la hacienda que no mencionaba el nombre de Juan, y aunque no mostraba señales de tristeza, su carácter se había agriado aún más de lo que comúnmente solía ser. Apenas acababa de amanecer y ya estaba de tan mal humor. Catalina se levantó apresurada, se colocó una bata y recomponiéndose a duras penas el cabello salió de la habitación y descendió la escalinata para hallar a Pedro vociferando y gesticulando como un poseso ante Nana Cruz, que lo escuchaba sin mostrar señales de alteración:
_ Dime qué quieres que haga, Pedro ¿Debo amarrar a tu padre para que no salga entonces de la casa? ¿Eso es lo que quieres?
_ ¡Lo que quiero es que papá deje de martirizarse, de perder miserablemente el tiempo! ¿Acaso piensan que le reporta algún bien eso que hace? ¡No! ¡Al contrario!
Nana Cruz respiró profundamente y acortó la distancia entre ella y el joven:
_ Pedrito... Tu padre aún sufre por perder un hijo, y seguirá sufriendo por mucho tiempo, o por lo menos, hasta que lo recupere otra vez. Lo único que le queda es su esperanza ¿Vas a quitarle eso?
Las espesas y oscuras cejas de Pedro se unieron sobre el puente de su nariz. Su mirada fue de Nana Cruz a Catalina, enhiesta y silenciosa a media escalinata, mientras mascullaba con resentimiento:
_ No hacen nada más que engañarse todos en esta casa... ¡Un año! ¡Ha pasado más de un año!..._ señaló hacia la puerta de entrada mientras el tono de su voz continuaba elevándose._ ¡Juan nos abandonó! ¡Nos apartó de su vida como si fuéramos basura, como algo sin importancia! ¡Él se largó y no va a volver! Creo que va siendo hora que lo asimilen de una maldita vez.
Se encaminó a prisa hacia la salida:
_ Pedro ¿A dónde vas?_ preguntó Nana Cruz temerosa.
_ A ver a don Justo Santiesteban. Ya es hora que alguien lo haga volver a la realidad.
_ ¡Pedro espera...!
El portazo fue la respuesta, abrupta y cortada. Catalina se encogió con lentitud y se acurrucó en uno de los escalones. Nana Cruz fue hasta ella y se sentó a su lado, envolviéndola en un abrazo maternal:
_ ¿Algún día volverán las cosas a ser como antes, nana?
Ante la pregunta de la muchacha, la anciana guardó silencio por unos segundos:
_ En esta vida, las cosas empeoran o mejoran, mi niña, pero nada vuelve a ser igual.
_ ¿Es posible que Pedro tenga razón y no le importemos a Juan?... Ha pasado más de un año, y no se ha molestado en llamar siquiera para saber de su padre.
Nana Cruz apretó los labios y acarició la cabeza de la jovencita:
_ A mí también me cuesta creer que el niño que crié con tanto amor, se comporte de esa manera.
Catalina rompió a lloriquear quedamente, apretada al pecho de la mujer:
_ ¿Sabes qué es lo más triste de todo, nana? Que a pesar de lo que nos hizo, a pesar de habernos abandonado sin ningún ápice de consideración, aún seguimos queriéndolo y extrañándolo.
Nana Cruz la acompañó en el llanto mientras decía:
_ Lo sé, mi niña, lo sé. Y estoy segura que Pedro también le echa muchísimo de menos, tanto o más que nosotros, solo que es demasiado orgulloso para demostrarlo.
Vertieron copiosas lágrimas durante unos minutos, hasta que la anciana se puso en pie con actitud determinada:
_ ¡Basta de lamentaciones! Sea como sea, lo que nos toca es rezar para que Juanito esté bien, donde sea que se encuentre, y ahora, ir detrás del loco de Pedro para evitar que le provoque un disgusto a su padre. Salió a buscarlo y no con buenas intenciones.
_ ¿Y dónde está mi padrino?_ preguntó Catalina enjugándose los vestigios del llanto.
Mientras se colocaba un chal sobre los hombros, Nana Cruz se volteó hacia ella, con una significativa mirada:
_ ¿Tú dónde crees que pueda estar?
Cuatrocientos veinticinco días habían transcurrido ya. Cuatrocientos veinticinco días en que bajo sol o lluvia, frío o calor, don Justo no había dejado de ir ni uno solo hasta la entrada de su hacienda, y acomodándose sobre una gran roca apostada allí desde hacía años, aguardar, con los ojos clavados en el camino, por el regreso de su hijo Juan. Aquel día se despertó más temprano que lo acostumbrado. La casa aún dormía cuando salió al jardín, arrebujado en una manta para protegerse del fresco rocío de la madrugada. Con un concierto de grillo como música de fondo, don Justo se apostó, enfocando su mirada en el horizonte nocturno, y una vez más, esperó.
¿Dónde estaría su hijo a esas horas? ¿Qué estaría haciendo? ¿Andaría bien de salud? ¿Se estaría alimentando correctamente? Ciertos de interrogantes abordaban la mente de don Justo, y cada una de ellas tenía como centro a su pequeño Juan. No le importaba que en todo el tiempo transcurrido no le hubiese escrito ni telefoneado para saber al menos de su salud, como tampoco le preocupaba en qué estaría invirtiendo su parte de la herencia. Se conformaba solo con saber que su niño estaba bien, que estaba vivo. Si solo tuviese la oportunidad de verlo una vez más, podría morir en paz y feliz.
El sol empezaba a elevarse cual disco dorado en medio de un cielo grisáceo, con nubes algodonadas teñidas tenuemente con tonalidades rojizas y negras, y batía una brisa matutina cargada de humedad. La claridad era opaca esa mañana y el presagio de lluvia, inminente.
Ante el trote de cascos de caballo, don Justo volteó la cabeza, solo para dar un respingo y encogerse más. El jinete bajó de un salto del animal. Las espuelas de sus botas emitieron chasquidos metálicos ante cada zancada, y su mirada sombría permanecía casi oculta bajo el ala del sombrero, negro como ala de cuervo:
_ Papá... ¿Qué crees que haces?
Don Justo ignoró la pregunta de su hijo mayor:
_ Te hacía ya en el campo a estas horas._ dijo con voz cansina.
_ Lo haré, en cuanto te acompañe de regreso a la casa.
Intentó tomarlo por un brazo, pero el hombre lo apartó con un gesto:
_ No te molestes. No pienso irme de aquí por un buen rato.
_ Papá, no digas tonterías. Mira el cielo, dentro de poco estará lloviendo. Podrías enfermarte.
_ ¿Qué más da? Hay cosas más dañinas que una simple gripe provocada por la lluvia.
Pedro frunció los labios. La tozudez de su padre estaba a punto de hacerle perder los estribos:
_ Papá, por favor, deja que te lleve de regreso a la casa. Aquí no tiene objetivo alguno que estés.
Nuevamente quiso asirlo por un brazo, y otra vez, don Justo lo esquivó:
_ No te pido que entiendas porqué hago esto, Pedro. Pero te exijo que respetes mis acciones, aunque no te agraden.
_ Entender tus acciones... ¡¿Entender qué, papá!? ¿Qué quieres que entienda? ¿Qué llevas más de un año torturándote? ¿Castigándote aquí sentado por horas? ¿Y para qué? ¡Juan se largó! ¡Nos dio a todos una patada y se fue! ¡Creo que ya va siendo hora de que lo asimiles de una buena vez!
Una sonrisita triste apareció ligeramente en los labios de don Justo, y solo amor y paciencia se advirtió en su voz al decir:
_ Cuando tengas tus propios hijos, comprenderás porqué actúo de esta manera.
_Tal vez, pero por ahora, no pienso quedarme a ver como malgastas tu tiempo y salud en alguien que sencillamente no lo merece.
Con la elegancia propia de un jinete experimentado, Pedro subió de un impulso al lomo de su corcel y se alejó a trote veloz. Las primeras gotas de lluvia asaetaron suavemente la tierra y el rostro de don Justo, cayendo como una ligerísima cortinilla húmeda y plateada. El anciano se arrebujó bajo la manta y permaneció sentado sobre la piedra, como si se hubiese adherido a esta, mientras sentía estallarle la cabeza ante tantas preguntas sin respuestas... ¿Qué había hecho mal? ¿En qué se había equivocado con sus hijos? Siempre se había preocupado por darles lo mejor. Se había roto la espalda trabajando con tal de que no les faltase nada y dejarles un buen legado cuando él ya no estuviera. Cierto, habían perdido a su madre siendo pequeños, y una madre siempre es necesaria. Pero nada justificaba que el menor de sus hijos hubiese hecho sus maletas, marchándose sin dar señales de su paradero por más de un año, o que su primogénito tuviera en el pecho no un corazón, sino una roca de la cual manaba constantemente amargura y resentimiento.
Don Justo lloró con auténtico dolor, sintiéndose un fracaso como padre. No había sido capaz de cumplir con el divino mandato de educar debidamente a sus dos hijos. En vez de hombres de bien, solo eran seres colmados de arrogancia, egoísmo y mezquindad ¿Cómo podía ser posible? ¿Habían sido en vano tantas pláticas, tanto empeño y esfuerzo por mostrarles el verdadero sentido de la vida? Ser útiles, ser personas de bien capaces de amar y perdonar.
Mas, aun así, nada haría que dejara de amarles. Eran sus hijos, imperfectos o no. Eran carne de su carne. Sangre de su sangre. Eran dos pedazos vivos de su alma, y su amor por ellos era y seguiría siendo ilimitado. No importaba cuanto le tomase, su corazón le decía a gritos que un día su pequeño Juan regresaría, y hasta ese entonces, aguardaría por él. Sería el primero en recibirlo, y su alegría de padre rebasaría los límites de todo posible rencor, ya que habría recuperado a su pequeño, y volverían a ser la familia de antaño.
La llovizna no tardó en convertirse en una lluvia pesada, aunque no muy fuerte. Don Justo no se percató de la presencia de Catalina a su lado hasta que la chica le tocó un hombro. Llevaba consigo un paraguas negro para guarecerse, y a unos metros estaba Nana Cruz, con otro de color marrón. Catalina le ofreció una sonrisa:
_ Padrino, creo que lo mejor es regresar a la casa.
El hombre negó con la cabeza:
_ No pienso moverme de aquí.
_ Pero la lluvia está arreciando... ¡Padrino te puedes enfermar!
_ ¿Qué tiene si me enfermo?_ explotó don Justo._ ¡Dios! ¡Siempre la misma cantinela!
Y comenzó a remedar:
_ ¡No hagas esto, papá! ¡No haga esto otro, señor! ¡Padrino, esto no le conviene a su salud!... ¡Ya paren! ¡Déjenme en paz!
Catalina se mordió los labios y dirigió una mirada suplicante a Nana Cruz, que con sus arrugadas facciones negras mostrando una absoluta seriedad, se acercó al hombre:
_ No he venido hasta aquí mojándome por gusto... Voy a regresar ahora mismo a la casa, y usted se va conmigo, don Justo.
El tono de su voz era tan firme, tan autoritario, que Catalina parpadeó confundida. Don Justo levantó la mirada hacia la sirvienta. Cruz podía ser intimidante cuando se lo proponía. Pero él era el patrón, el amo, el señor:
_ Aún soy el dueño de esta hacienda, Cruz._ manifestó con voz gutural.
Nana Cruz dibujó un mohín indiferente en su semblante:
_ Lo sé, no lo he olvidado, y es por esa misma razón por la que nos preocupamos por usted, porque queremos que siga siendo el amo y señor de estas tierras por mucho tiempo. Enfermo, solo nos daría preocupaciones y dolores de cabeza, además de más trabajo que el que ya tenemos.
Don Justo no pudo evitar soltar una risita triste que se esfumó de manera casi inmediata. Sus ojos se perdieron en el lejano horizonte nublado:
_ ¿Tú también perdiste la esperanza, Cruz?
La pregunta hizo que a la sirvienta se le formara un nudo en la garganta. Se inclinó sobre su patrón de tantos años, más que patrón, un buen amigo al que pensaba servir hasta el fin de sus días, y respondió con toda la suavidad que podía otorgar a sus palabras:
_ No, y nunca la perderé, porque una vida sin esperanzas, no es vida. Sé que nuestro Juanito regresará. Lo sé, mi viejo corazón me lo dice. Pero no creo que sea hoy, don Justo, no con esta lluvia.
Don Justo tragó en seco. Catalina aprovechó que había bajado la guardia y se aferró a su brazo, sugiriendo más que suplicando:
_ Vamos a casa, padrino.
Aún opuso resistencia, pero terminó cediendo ante las dos mujeres que lo escoltaron, caminando despacio por el sendero de retorno que empezaba a llenarse de pequeños charcos de agua formados por la lluvia que había arreciado hasta convertirse en un denso chubasco. Andaban en silencio, con los ojos clavados en los círculos que las gotas de lluvia dibujaban en los aguachares. El camino le parecía mucho más largo y pesado el andar, tal vez por el hecho de que no deseaba volver. Sentía una sensación extraña en el pecho, algo así como un ardor que jamás había experimentado. Mientras más se alejaba de la entrada, más sentía que debía volver sobre sus pasos. Finalmente se detuvo en seco, lo cual sorprendió sobremanera a Nana Cruz y a Catalina:
_ ¿Padrino?_ preguntó la muchacha.
_ ¿Qué ocurre don Justo?_ indagó la sirvienta.
Guardó silencio. Algo en el aire había cambiado, lo sentía por encima de la humedad, del frescor, del olor a tierra mojada. Poco a poco fue alzando los ojos, sintiendo como su respiración se iba alterando paulatinamente. Tenía miedo de girarse, miedo de enfrentarse a un descubrimiento que le hiciera perder la razón. Tragó saliva con dificultad mientras con lentitud iba volteándose. Todo su cuerpo empezaba a temblar a causa de una emoción repentina que iba invadiéndole cada fibra de su ser. Ni siquiera escuchó las exclamaciones entrecortadas de sobresalto de sus acompañantes. Por un momento creyó que su corazón saldría disparado de su pecho, tal era la velocidad con que latía. Contuvo un sollozo y ni siquiera supo cuando echó a andar, solo al sentir la lluvia golpeándolo en pleno rostro.
Parado bajo el arco de la entrada de la hacienda había una figura recortada, un espectro oscuro cubierto de harapos mojados, tiritando de frío. Don Justo y el espectro continuaron su avance lento hasta que quedaron frente a frente.
Juan no se atrevía a levantar los ojos del suelo. Sabía que su padre estaba ante él, podía sentir su respiración agitada. Cuando los guardaespaldas lo habían dejado fuera de la propiedad de don Lucio, había sentido que por fin era libre nuevamente. Sin pensarlo mucho, emprendió el camino de regreso al hogar paterno. Cuando vislumbró a lo lejos la hacienda, todos los recuerdos acudieron en tropel a su mente, y a pesar del agotamiento del viaje que había emprendido, casi corrió, pero mientras más se acercaba, el miedo y las dudas se iban apoderando de él.
¿Su padre lo recibiría siquiera? ¿Y si al ver que era él, lo expulsaba de sus tierras? ¿Y si ya había dejado de quererlo y no lo aceptaba siquiera como un trabajador de la hacienda? ¿Y cómo reaccionaría su hermano Pedro? Era el encuentro al que más temía. Su padre era un hombre bueno y piadoso, tal vez se mostraría comprensivo, pero Pedro...Ya de pie justo en la entrada, había estado a punto de dar vuelta atrás sobre sus pasos y desaparecer de una vez y para siempre. Nana Cruz, Catalina y su padre regresaban a la casa bajo los paraguas cuando los vio detenerse y a su amado padre voltearse y reconocerlo.
Sintió la suavidad de sus dedos bajo su barbilla, impulsándolo a levantar la cabeza, obligándolo a mirarle. Sus mejillas se encendieron por la vergüenza. Luego de su comportamiento, luego de sus acciones... ¿Cómo verle a los ojos? Pero lo hizo, una mirada breve. Esperaba encontrarse un rostro endurecido por la ira, y al contrario, halló una faz tranquila donde la emoción hacía temblar párpados y labios incapaces de articular palabra. Fue demasiado para Juan, estalló en un llanto convulso mientras caía de rodillas en el suelo enlodado, con el rostro hundido entre las manos de su padre, que apretaba entre las suyas:
_ ¡Perdón papá! ¡Perdón por todo! ¡Jamás debí marcharme! ¡Nunca debí abandonarlos! ¡Perdóname!
Catalina y Nana Cruz sollozaban, unidas una a la otra, y sonreían a la vez mientras se acercaban al padre y al hijo. Don Justo tomó a su pequeño Juan por los hombros y lo obligó a ponerse de pie. Juan continuaba sin atreverse a mirarlo a los ojos y proseguía con su discurso de arrepentimiento que el llanto interrumpía en no pocas ocasiones:
_ Sé que te ofendí mucho... Sé que te hice mucho daño cuando me fui... ¡Les hice daño a todos!... Pero estoy aquí, regresé... ¡No hace falta que me vuelvas a acoger como tu hijo! ¡No!... Me conformo con ser uno de los peones de la hacienda... Yo...
Lo hizo callar. Lo atrajo con fuerza hacia su pecho y lo estrechó con intensidad, mientras le decía entre lágrimas al oído:
_ Tú eres mi hijo... ¡Mi hijo!... ¡Yo sabía que ibas a volver! ¡Mi corazón me lo decía!
Lo apartó un poco para mirarlo, sosteniéndole el rostro entre sus manos mientras le acariciaba las mejillas con los pulgares. Sonrió a través del diluvio de lágrimas y dijo con las palabras cargadas de solemnidad:
_ Bienvenido a casa... Mi pequeño... Mi niño... Mi hijo.
Y nuevamente volvió a acunarlo contra su pecho. Juan lloró con fuerza, aferradas las manos a la espalda de su padre. No era digno de su amor, ni de su perdón, pero lo estaba recibiendo. La vida le daba una segunda oportunidad. Su padre le estaba dando una segunda oportunidad. Volvió a apartarlo, para mirarlo con amor, con orgullo, un orgullo del que no se sentía merecedor, pero que estaba ahí, en la mirada sincera de su anciano progenitor, que lo abrazaba una y otra vez y le cubría la cabeza y el rostro de besos, sin importarle que ya fuera un hombre adulto, como si el tiempo hubiese retrocedido y fuera un niño otra vez recibiendo los mimos y cariños de su papá:
_ ¿Ves Cruz?_ sonreía don Justo con la voz cargada de exaltación._ ¿No te dije que valía la pena? ¿No les dije a todos que la espera no sería en vano? ¡Juanito ha vuelto! ¡Mi hijo ha regresado a su casa, a donde pertenece!
Y entonces fue el turno de Nana Cruz de tener entre sus brazos a su niño. Sin importarle el mal olor de sus ropas y su cuerpo, sin importarle nada más que poder abrazarlo y comprobar que era cierto, que estaba allí. Ya se encargaría ella de bañarlo y vestirlo con ropas limpias, ya se encargaría de atenderlo y atiborrarle de comida para que no pareciera una calavera de huesos secos.
El encuentro con Catalina no se hizo esperar. Ella olvidó por completo las tantas veces que había ensayado aquel enfrentamiento, olvidó su altanería, su orgullo lastimado. Él estaba ahí, ante ella, pidiéndole en silencio otra oportunidad, pidiéndole en una silenciosa súplica que volviera a aceptarlo, que volviera a amarlo ¿Por qué no hacerlo?... El abrazo y el largo beso le devolvieron la vida, las ganas de vivir y reír. Hicieron renacer todos sus sueños. No importaba lo que había hecho en su ausencia, no importaba a quien o a quienes había conocido, solo importaba el presente y un futuro donde ya nada podría separarlos otra vez.
Desde una ventana de la casa, Silvana contempló la escena y al reconocer a Juan rompió a gritar como una posesa y salió corriendo bajo la lluvia para saltar sobre el muchacho y colgarse de él como una lapa, a punto de hacerlo caer y provocando la risa de todos. Varios empleados salieron también a dar la bienvenida a Juan. Don Justo anunció que esa misma tarde habría fiesta en la hacienda, por lo que ordenó a varios peones que buscaran el becerro más gordo y lo mataran, y a Nana Cruz, que cocinara toda clase platos deliciosos de los que solo ella era capaz de preparar. Silvana se buscó que la mandaran a callar cuando soltó sin tapujos, que antes de festejar, lo primero que debía hacerse era darle un baño a Juan, porque apestaba. Juan estaba tan de buen ánimo que por un momento olvidó todos sus miedos y se dejó llevar por la alegría de estar nuevamente en su hogar y ver que todos estaban felices por su regreso... Hasta que sus ojos se posaron en un silencioso jinete, que erguido sobre la montura del animal bajo su cuerpo, resistía el embate de la lluvia con el sombrío rostro oculto bajo las alas de un sombrero negro como alas de cuervo.
Instintivamente Juan dejó de sonreír y retrocedió unos pasos. Don Justo se percató del movimiento y descubrió el motivo del mismo. Cubrió a su hijo menor con la manta entripada que llevaba y se acercó a su hijo mayor, que descendió del caballo y se dispuso a conducirlo a las caballerizas, sin voltearse ni una vez a mirar a ninguno de los presentes. Catalina y Nana Cruz se aferraron a Juan, mientras Silvana sacudía las manos en espera de que una bomba fuera a estallar de un momento a otro. El resto de los empleados permaneció en un silencio denso y profundo, alterado solo por el repicar de la lluvia al caer. Don Justo le dio alcance a su hijo mayor y se interpuso en su camino:
_ Pedro, espera... ¿A dónde vas?
_ A guardar mi caballo. Por hoy terminé mis labores.
Quiso continuar pero su padre no se apartó:
_ Tu hermano Juan volvió.
Los ojos de Pedro se tornaron dos finas líneas y sus mandíbulas se tensaron. La voz le fluyó ronca al decir:
_ Si, ya me percaté.
Luego se tornó sarcástica y cínica:
_ ¿Anda de visita? Debo admitir que me sorprende que alguien que heredó una gran fortuna vista de forma tan... cochina.
Se cruzó de brazos y agregó:
_ ¿Será que ya lo gastó todo y viene a buscar más?
Don Justo cerró los ojos y aspiró con dificultad. Comprendía el estado emocional de su hijo mayor, pero no dejaría que su acritud influyera sobre su felicidad. Trató de sonar comprensivo al espetar:
_ Pedrito, por favor... No es momento de tales actitudes. Tu hermano regresó... Ven, vamos a verlo, salúdalo.
Intentó atraerlo, pero el semblante de Pedro volvió a congelarse súbitamente, sin mostrar señales de burla o sarcasmo. Su mirada era puro hielo, como el tono de voz que empleó al mascullar:
_ Tiene que ser una broma lo que me pides.
Y comenzó a alejarse. Juan se quitó la manta de los hombros e intentó marcharse, pero Catalina y Nana Cruz se lo impidieron, reteniéndolo firmemente, cada una por un brazo. El mayor temor del joven acababa de hacerse realidad. Su hermano se oponía a su presencia allí:
_ Deja que tu padre se encargue de Pedro._ le dijo Nana Cruz besándole en la frente y atenta a Pedro y a don Justo, quien habló al hijo que se alejaba.
_ Pedrito, no es momento de rencores. Dejemos todo eso atrás. Es hora de celebrar, de hacer una gran fiesta porque tu hermano ha vuelto. Todos decían que nunca regresaría, pero aquí está con nosotros otra vez. Ven a celebrarlo.
Como herido por un rayo, Pedro Santiesteban se volteó, con el rostro enfurecido, llameándole la mirada, los puños crispados y la voz gutural, quebrada por la indignación y el resentimiento:
_ ¿Celebrar? ¿Celebrar qué? ¡No tengo nada que celebrar! ¡Sería un hipócrita si me quedara a fingir que estoy feliz por el regreso de ese!
Y señaló con el rostro de manera despectiva hacia donde se encontraba Juan. Luego encaró a todos, abriendo los brazos y escupiendo veneno verbal:
_ ¡No los entiendo a ninguno! ¿Ya se olvidaron de lo que nos hizo? ¿De cómo nos mandó a la mierda y se largó? ¿Y ahora qué?... Aparece fresco y todo arrepentido luego de haberse gastado un dineral en fiestas y mujerzuelas, y espera que le abramos las puertas de par en par y hagamos de cuenta que nada ocurrió... Bien, ustedes háganlo sin quieren, pero conmigo no cuenten.
Don Justo le tomó una mano, queriendo retenerlo, pero Pedro se soltó frenéticamente y estalló, quitándose el sombrero y arrojándolo al suelo:
_ ¡No, don Justo Santiesteban! ¡No vas a convencerme!_ se golpeó el pecho varias veces._ ¡Toda mi vida! ¡Te he dedicado toda mi vida!... He estado siempre a tu lado como un perro fiel. Obedeciéndote, apoyándote, sirviéndote. Me he roto el alma trabajando en estas tierras para que te sientas orgulloso de mí, para que me quieras... ¿Y qué he recibido a cambio? ¡Nada! Más órdenes y más trabajo. Jamás te has dignado a reconocer lo que he hecho todos estos años por ti. Jamás has preparado siquiera una cena especial en mi honor._ sonrió con amarga ironía._ Y hoy, el hijito de papá regresa luego de un año de haber desaparecido sin dejar rastro y quieres organizar toda una celebración para festejar su desvergüenza y su...
_ ¡Basta, Pedro! ¡Basta!_ rogó don Justo tomándolo por los hombros y sacudiéndolo.
En su voz no había ofensa ni dolor por el sermón recibido. Justo Santiesteban estrechó a su hijo mayor contra su pecho, y sintió el calor de las lágrimas del muchacho, quemándole a través de la frialdad de las ropas mojadas. Lo sintió perdido, lastimado, convertido en todo un lío de emociones encontradas y en total desacuerdo. Había dado rienda suelta a tanto dolor reprimido, que había perdido todo control de sí. Le cubrió la cabeza y el rostro de besos, tal y como había hecho con Juan, y con su cara entre sus manos, le miró fijamente a los ojos:
_ Pedro, hijo mío... Te quiero... Nunca dudes eso. Eres mi primogénito, mi orgullo, y tienes razón, siempre has estado junto a mí. Pero ahora quiero que escuches esto que voy a decirte: No necesitabas esforzarte tanto para hacerte merecedor de mi afecto. Yo nunca te obligué a nada. Tú mismo te negaste a seguir estudiando y escogiste dedicarte a trabajar en la hacienda, y sí, te has desempeñado muy bien todos estos años, pero en el fondo... ¿Por qué lo hacías? ¿Porque realmente te gustaba hacerlo o porque querías impresionarme y ganarte mi favor?
Pedro tragó saliva y no se atrevió a responder la pregunta. Sus labios temblaban. Don Justo le acarició los cabellos mojados:
_ Tienes mi cariño desde el día en que naciste. Ese es mi deber como padre: amarte y cuidarte, tanto a ti como a tu hermano Juan.
_ ¿Cómo puedes perdonarlo tan fácil después de haberse comportado como lo hizo? ¿Luego de habernos lastimado tanto? ¡A ti sobre todo!
Don Justo sonrió, todo amor, todo bondad, todo paz:
_ Porque ante todo, soy padre. Y una de las tareas más difíciles y obligatorias para un padre, es justamente esa: perdonar los errores cometidos por los hijos, sin importar que tan grande sean esos errores. Tu hermano Juan se equivocó. Tomó una mala decisión... ¿Por qué castigarlo más de lo que ya lo han hecho sus errores? ¿No es más fácil acogerlo y perdonarlo, olvidando todo lo malo y empezar un nuevo capítulo todos juntos?
Pedro se apartó exasperado:
_ ¡Pero nos lastimó! ¡Nos hizo mucho daño!
_ ¡Y ahora está aquí, arrepentido! Hijo, tú tienes razón en algo, las acciones de tu hermano nos lastimaron, causaron heridas, pero ya es hora de que esas heridas sean curadas y se cierren.
_ ¿Y las cicatrices?_ continuó Pedro tras una pausa brevísima.
Don Justo le prodigó una tierna caricia:
_ Por supuesto que van a quedar. Pero... ¿Por qué vamos a preocuparnos por ellas?
_ Lo ves todo de una manera tan fácil, papá.
_ Y tu orgullo y tu rencor se empeñan en hacerlo ver todo más difícil... Pedro... ¿Crees que no haría lo mismo por ti? ¡Adelante! ¡Haz como tu hermano! Recoge tus cosas y vete. Llévate lo que quieras. Pero te garantizo, que cada día que dure tu ausencia, me sentaré aquí mismo, a la entrada de esta hacienda para esperar tu regreso con los brazos abiertos. Porque un padre que se precie de serlo, nunca se cansa de esperar el retorno de su hijo. Y tú y Juan son mis hijos, mi mayor tesoro y orgullo. A pesar de lo brutos y cabezones que puedan llegar a ser.
Se volvió hacia Juan y extendió un brazo. Juan se aproximó con pasos lentos, con los ojos fijos en el suelo. Los hermanos quedaron frente a frente, sin mirarse. Justo se apartó un poco para dejarles espacio. Juan se inclinó, recogió el sombrero de su hermano y se lo alargó. Con un gesto mezcla de torpeza y brusquedad, Pedro se lo arrancó de la mano, pero Juan no la retiró, la dejó extendida, aguardando que fuera estrechada.
El corazón de Pedro palpitaba convulso, y sentía un martilleo continuo en los oídos que le provocaban deseos de alejarse corriendo dando alaridos. No quería mirar al sujeto que tenía delante ¡NO! Aunque su padre dijera lo que dijera, no iba a olvidar tan fácilmente como Juan se había largado sin pensar en nadie: ni en su padre ni en él. Habían crecido juntos. Habían hecho juntos múltiples travesuras. Tal vez, al crecer se habían evidenciado las diferencias de caracteres de cada uno, y se habían distanciado un poco entre los estudios de Juan en la universidad y su trabajo en la hacienda. Pero seguían siendo hermanos... ¡No tenía ningún derecho a romperle el corazón como lo había hecho!
Levantó los ojos para mirarle de forma acusadora. Quería que se sintiera mal, que se diera cuenta de todo el daño provocado, de hacerle ver y saber que no se ganaría tan fácilmente su perdón. Y por primera vez, sus ojos se encontraron directamente. Las manos de Pedro apretaron con fuerza el sombrero que aún sostenían, y sus ojos se humedecieron al contemplar la figura pálida, sucia y endeble que mostraba su hermano... ¿Dónde estaba el joven apuesto y altanero que hacía más de un año se había marchado? ¡Por todos los santos del cielo! ¿Qué le había pasado a su hermanito para que se viera de aquella forma?
Algo dentro de su pecho se quebró, quizá el odio y el resentimiento que tanto se empeñaba en alimentar. Y de repente, sin esperarlo siquiera, a su mente acudió un recuerdo inesperado. Retrocedió muchos años atrás y se vio a sí mismo, un niño, de pie en la habitación en penumbras de sus padres, junto al lecho donde yacía su madre gravemente enferma y a punto de morir:
_ Pedrito, prométeme que vas a cuidar y a proteger siempre a tu hermanito Juan.
_ Te lo prometo mamita._ había asegurado él entre lágrimas.
Lacerado por aquel recuerdo fugaz, dio rienda suelta a un llanto incontenible que terminó limpiando todo vestigio de rencor, porque a pesar del dolor que pudiera existir, los lazos que les unían a Juan y a él, eran mucho más fuertes que cualquier falta. Eran lazos de sangre. Eran lazos de amor.
Tomó su mano, no para estrecharla, sino para tirar de ella y fundirse los dos en un sólido abrazo fraterno, un abrazo de perdón y reconciliación, al que don Justo se unió, acogiendo entre sus brazos a sus amados vástagos.
Ninguno de los presentes parecía haberse percatado que había dejado de llover. Catalina alzó los ojos opacados por el llanto emotivo a causa de tanta felicidad, y elevó al cielo una plegaria silenciosa. Dio gracias infinitas a Dios por el regalo de aquel día, que por mucho tiempo esperaba guardar en su memoria.
Un racimo de nubes se descorrió en el firmamento, como el majestuoso telón de un teatro, y el sol llenó de cálida luz las tierras de Justo Santiesteban. Catalina sonrió y comprendió que eran ciertas las palabras que Nana Cruz le había dicho muy temprano en la mañana: Las cosas no tenían por qué volver a ser como antes. Estaba absolutamente segura, de que en lo adelante, serían mucho mejores.
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