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Capítulo 57

No importa dónde te escondas, tarde o temprano, el destino siempre te encuentra.

*****

Apenas han pasado unos meses, pero el cambio en ella es más que evidente. No es una niña. No queda nada de eso dentro de su ser. Todo rastro de inocencia ha desaparecido. Se ha convertido en una mujer. Incluso se pregunta si alguna vez tuvo opción de no serlo. Si alguna vez tuvo infancia. Ha sido un año intenso y no muy agradable. Su primer amor. Su primer desamor. Su primer desengaño. Todo en el mismo mes. Le entregó el amor que no sabía que guardaba en su interior a alguien que lo desechó como un pañuelo usado. Ha perdido la poca confianza que algún día tuvo en sí misma y ha hecho de su mundo una penitencia donde aquel chico es el lugar de culto. Con el tiempo lo ha idolatrado. Él no se ha portado bien, es cierto, pero a la vez fue el primero y único que se portó bien. Lo que le ha enseñado, el mundo que le ha mostrado, aunque fuera por un breve periodo de tiempo, la ha encandilado. El amor. O más bien el sentirse amada. Necesitada. Deseada. Aquellos sentimientos han ocupado su ser y ahora se niegan a irse. Quiere estar con él. Quiere conseguir ser digna y merecedora del amor que sabe que él le proporcionaría. Aquel joven sentía y sigue sintiendo algo por ella. Algo fuerte e indescriptible. Pero tiene miedo. Miedo de perderse su juventud de la mano de una única chica. Porque cree que debe ir de flor en flor solo porque puede. Y eso hizo. Durante unos meses. Unos meses en los que ella jamás salió de su cabeza. En los que jamás dejó de pensar en ella. La echa de menos. Ninguna ha llenado el hueco que ella ha dejado. Por mucho que intente impedírselo a sí mismo, ya es tarde. Está enamorado.

*****

Hace semanas que no cae una sola gota de agua, pero el sol no ha cesado de incidir sobre las pobres plantas del porche. Todo eso unido a la brutal bajada de temperatura que sufre la noche, están haciendo difícil la remodelación del jardín frontal.

Máxima, que lo observa desde la ventana del salón con una taza de té en la mano, empieza a desesperarse. No sólo porque el trabajo ímprobo de los últimos días no haya servido para dar un aspecto más acogedor al lugar, sino porque la vida lejos de la ciudad, aunque no quiera admitirlo, la agota.

No es un ratón de campo. No es que le importe su manicura, pero tampoco quiere que su vida conlleve tener tierra entre las uñas constantemente. Necesita un trabajo. Y no sólo por las razones obvias, sino porque necesita libertad. La libertad que, irónicamente, te da una rutina, pero también la que te da un cheque a final de mes.

Se avecina una guerra. Una donde las tropas enemigas son invisibles a sus ojos. Una que no sabe cómo o por dónde comenzará. Pero sí sabe cuándo. Exactamente dentro de tres días. Ese es el tiempo que queda para que el monstruo salga del prisionero armario en el que lleva encerrado casi quince años. Y ese es el tiempo que le queda para preparar una sólida defensa que consistirá en esconderse en el agujero más oscuro que pueda encontrar.

De modo que vivir en mitad de un bosque a las afueras de toda civilización no está tan mal, al fin y al cabo. Pero no podrá seguir viviendo ahí si no encuentra un empleo.

Lleva meses intentándolo. Ha perdido la cuenta de cuántos currículums ha mandado, cuestionarios rellenado o mensajes de "no es lo que buscamos, gracias" ha recibido. El mundo está en crisis y las posibilidades de los menos afortunados y experimentados se resienten. La ciudad no da cobijo a don nadies. Y eso es justo lo que es ella.

El sonido de las ruedas de la camioneta sobre la gravilla del camino la traen al mundo real. Aunque la aparición de Travis bajando del vehículo le parece un sueño. Nunca se cansa de esa hermosa visión. Y menos cuando se acerca a ella sonriendo como un niño pequeño que ha ideado alguna travesura.

Lo cierto es que esa sonrisa se le antoja extraña. Hace días que el ambiente en esa casa no es distendido y natural. Hace días que duermen en la misma cama sin tocarse. Hace días que cohabitan sin conversar largo y tendido. La convivencia se ha ido enfriando y ninguno habla del porqué, simplemente se dejan ir. Hasta hoy.

—Buenos días, mi Julieta —la saluda.

La llama así porque ella ha salido al porche y está apoyada en la barandilla mientras él está medio metro más abajo, sobre el suelo del jardín. Ella no puede evitar sonreír, a partes iguales, por la ternura del momento y por la sorpresa de que él conozca esa referencia.

—¿Qué has hecho? —le pregunta ella con una sonrisa nerviosa al ver la cara pícara de Travis y al notar que esconde algo tras su cuerpo.

—Te equivocas de pregunta —responde—. Lo importante no es lo que he hecho, sino cómo vas a agradecérmelo —continúa sonriendo de medio lado y levantando una ceja—. Aunque tengo algunas ideas —sugiere.

—Espero que sean sucias —le sigue la broma ella, contagiada de su buen humor y emocionada ante la expectativa de una sorpresa.

—Cuando te incluyen a ti, siempre lo son —dice guiñándole un ojo y produciendo un escalofrío en el epicentro de su cuerpo.

Últimamente, ha estado bastante distanciada de él. Ha tenido la cabeza llena de cosas que la absorbían por completo y no ha sido consciente de que hace más tiempo del que le gustaría que no nota su tacto en un beso, una caricia o entre las sábanas.

Y tiene la impresión de que dicho distanciamiento no ha sido sólo por su parte. Por eso, el cambio de actitud en él le resulta inesperado y atrayente.

En ese momento, ella se apoya más sobre la barandilla acercándose a él con sensual tranquilidad. Travis, sin poderse resistir a esos labios que anhela, se acerca a ella y posa su boca sobre la suya para sumirse en un suave beso que se convierte en algo anhelante y profundo.

Máxima rodea su cuello con sus manos y lo atrae más hacia sí sin dejar de besarlo, hasta que está lo suficientemente cerca y lo necesariamente distraído como para arrebatarle lo que sujeta en sus manos escondidas tras su espalda.

—¡Eh! —exclama a la vez que Máxima se aleja entre risas— ¡Vuelve aquí! —la llama antes de echar a correr tras ella.

Con increíble facilidad, Travis escala la precaria barandilla de madera, que se resiente y chirría debido a su peso, y salta por encima de ésta en busca de su escurridiza ladrona. Máxima, al ver esa rauda y ágil subida, lanza un grito de risueño terror cuando comprende que va a alcanzarla más rápidamente de lo que pensaba.

Intenta abrir la puerta de la cabaña, pero la mosquitera, que siempre se atranca, le hace perder unas milésimas de segundo muy preciadas impidiéndole entrar. Si no hace algo pronto, la cogerá. De modo que decide ir dirección al bosque. Baja las escaleras de un salto y corre lo más rápido que puede. Va en pijama y con las zapatillas de andar por casa, que se quita como puede sin dejar de correr. Y de reír.

La risa no colabora a su propósito de huir. Aunque más bien su propósito es el juego. Hacía días que no reía de esa forma. Que no sentía esa calidez en su pecho. Esa felicidad y plenitud. Cuanto más se adentra entre los árboles, cuanto más cerca está él de ella, más llena se siente.

Entonces, frena. En seco. Tanto que Travis derrapa a su lado, no sin antes reaccionar y sujetarla por la cintura, llevándosela consigo de tal forma que ambos caen sobre la seca hierba que cruje bajo ellos.

Travis, que cree que volverá a escaparse, la atrapa bajo el peso de su cuerpo y le sujeta las muñecas sobre la cabeza sin dejar de sonreír. Ella observa su rostro bañado por unos leves rayos de sol que se cuelan entre los frondosos árboles. El sol siempre le ha sentado tan bien. Le favorece tanto. Su pelo es aún más dorado, sus ojos más azules, su sonrisa más blanca y su piel más morena. Sin poder reprimirse, hace ademán de besarlo.

—No me engañarás dos veces con el mismo truco, brumby —comenta divertido y con la respiración agitada por la carrera antes de chocar sus labios en un corto y fugaz beso—. Has sido muy traviesa... —la regaña cómicamente mientras le quita el papel que le ha robado.

—Travis-esa —bromea Máxima dándose cuenta por primera vez de la similitud.

Al decirlo en español, él no comprende el juego de palabras, sólo entiende su nombre, que susurrado entre los labios de esa hermosa joven le provoca una sensación eléctrica y cálida. Ahora la mira, serio. Admirando cada detalle: sus ojos color caramelo oscuro, sus cejas negras, su pelo caoba lleno de hojas verdes debido al revolcón, su cara redonda, su nariz recta, su boca de piñón. Su boca...

El azul de sus ojos se concentra en esos labios con la intensidad de la luz del sol que, al igual que éste, quema todo a su paso, haciendo arder a Máxima con sólo una mirada. Como suele ser costumbre, no necesitan hablar, sólo actuar.

El papel que los ha traído hasta ahí queda olvidado a un lado entre las hojas caídas de los árboles. Ahora lo único que importa son ellos. Sus cuerpos. Sus caricias. Sus besos.

El tiempo que hacía que no se tocaban y se sentían hace que la prisa y la impaciencia se hagan con el momento. El bosque abraza a sus amantes con la suave brisa de la mañana y les regala el momento de pasión que tanto necesitaban.

Travis se hace con su boca, su mandíbula y su cuello mientras, casi inconscientemente, aprieta con más fuerza sus muñecas con una mano y le baja la camiseta con la otra rompiendo una de las tirantas y liberando su turgente y suave "objetivo" que lame con cuidado.

—¿Aquí? —gime Máxima excitada y sin aliento al entender lo que su captor pretende.

—Aquí —sentencia contra su seno.

Pelo lacio y concienzudamente peinado hacia atrás. Está más largo que de costumbre, debería cortárselo. Traje a medida. Hombros cuadrados. Corbata impecablemente anudada. Zapatos italianos relucientes. Todo perfecto.

El reflejo que el espejo del ascensor le devuelve es justo lo que necesita ver. Un hombre. Un dios. Una persona a punto de recibir el ascenso que hace tiempo que merece.

Con un leve temblor, el ascensor indica que ha llegado a su destino. La planta 21. Por fin puede pisar ese parqué a 100 metros de distancia de cualquier mortal que camina por el suelo del mundo real sintiéndose parte de ese lugar.

Lo primero que encuentra al adentrarse en la planta, es una enorme mesa semicircular negra y brillante con una joven que le da la bienvenida con más seriedad de la que esperaba. Tras ella, una enorme pared de ventanales límpidos y transparentes por los que puede verse el puerto de Sydney en su máximo esplendor. Y, sobre ésta, un elegante rótulo con el nombre de AusTech. Sólo ver eso es suficiente para erizar su piel.

A la derecha, dos gorilas enormes custodian la entrada a los despachos de los consejeros y accionistas mayoritarios y a la izquierda se encuentran los despachos de la creme de la plebe: secretarios, ayudantes, recaderos, gestores... Todos de primera categoría, todos involucrados en los mayores negocios de la ciudad, pero todos esclavos de los que realmente mandan. Ante esas puertas no hay ningún segurata. Esos no merecen tanta importancia.

—Montgomery Wellington —se presenta ante la joven.

—Por supuesto, señor, sé muy bien quién es —le responde con una sonrisa nerviosa y poco natural—. Le están esperando.

—Por supuesto, lo sé muy bien —contesta él con retintín imitando la respuesta de la chica y cortando de raíz cualquier confianza inapropiada que ésta creyera que puede tomarse. El efecto de su tono es inmediato en ella, que traga con dificultad.

—Jimmy le acompañará —alcanza a decir señalando a uno de los hombres de negro apostados en la enorme puerta de madera que permanece cerrada.

Wellington mira al susodicho, extrañado de que necesite acompañante. "Jimmy... Valiente nombre para un hombre adulto", piensa. Más ridículo aun cuando dicho hombre tiene pinta de armario empotrado. No le apetece la respiración asmática de ese tío enorme sobre su cogote.

—No creo que me pierda de aquí a la sala del Consejo, señorita... —responde, haciendo notable que no sabe su nombre y que es una completa desconocida para él—. No necesito un guardaespaldas.

Acto seguido coge su maletín, que había dejado posado en el suelo, y emprende el camino hacia los portones de madera que lo separan de su ansiado destino. Entonces, el tal Jimmy le impide el paso.

Wellington, haciendo uso de la ínfima paciencia que le queda, se cierne lentamente sobre ese hombre, al que le saca un par de cabezas, y lo fulmina con la mirada. No permitirá sublevaciones absurdas.

—Apártese —ruge en un susurro. Jimmy mira a la joven, que asiente con la cabeza, y éste se retira para permitirle el paso—. Bien, ahora abra la dichosa puerta —le ordena y Jimmy obedece.

Satisfecho, alza la cabeza, aspira y se coloca la corbata. Está cerca. Está muy cerca. Un amplio y luminoso pasillo de madera caoba aparece ante él. Nunca antes había estado allí. En todos los años que llevaba trabajando en esa empresa, jamás había accedido a esas estancias.

Sin tiempo que perder, se adentra en ellas y las puertas se cierran tras él. Con paso firme, comienza a andar. Es en ese momento cuando siente que no está solo. Como si una presencia lo siguiese. Se para y se gira lentamente. Jimmy.

—Por el amor de Dios —replica en un suspiro y poniendo los ojos en blanco.

Ni ese momento tan gratificante iban a permitirle disfrutarlo en soledad y tranquilidad. Sabe que no conseguirá que ese cabeza-hueca lo deje en paz, así que permitirá que lo escolte hasta la sala y luego lo perderá de vista hasta nunca jamás. Será el primer despedido en cuanto forme parte del Consejo.

Ambos, en absoluto silencio, recorren el pasillo de madera. Pasan por varias puertas sobre las que hay placas doradas con los nombres de los dueños y señores de AusTech, hasta que, al final del pasillo, una puerta más grande que las anteriores aparece ante él. Sobre ella, otra placa: Sala del Consejo.

Los labios de Wellington dibujan una sonrisa infantil. Su corazón comienza a latir con fuerza. Entonces, mira a Jimmy y Jimmy lo mira a él, serio.

—¿A qué espera? Ábrala —vuelve a ordenarle y Jimmy vuelve a obedecer.

Callado, silencioso y obediente. Quizás no le disgusta tanto como cree, al fin y al cabo.

La puerta de abre y la presencia de Wellington inunda la sala en cuestión de segundos. Todos se giran para mirarlo. Y él se deja admirar. Mentiría si dijera que no está disfrutando. Aquellos hombres poderosos por cuyos culos ha tenido que pasar su lengua en infinidad de ocasiones, están ahora ante él y, en breve, a la misma altura que él.

Recorre la sala con la mirada. De nuevo, la madera caoba baña el ambiente. El olor a whisky caro y a puros habanos invade la habitación. Lámparas de Tiffany cuelgan del alto techo, también de madera, proporcionando un brillo dorado a la estancia. A un lado, hay dos grandes sofás verde esmeralda y varios sillones a juego alrededor de una gran mesa de café de cristal. Al otro lado, una imponente mesa de madera maciza con el nombre de AusTech tallada en ella y con cómodos sillones negros en derredor.

Sobre dicha mesa, una carpeta. De piel. Y abultada. Llena de papeles. Su contrato, supone. De nuevo esa sonrisa interna que lucha por salir triunfante.

—Buenos días, caballeros —saluda estrechando las manos de todos y cada uno de los siete miembros. Con suerte, dentro de poco serán ocho.

—¿Quieres una copa? —le pregunta su mentor—. Reconozco que es algo temprano, pero una buena copa siempre ayuda a calmar los nervios. Wellington achaca ese comentario a los nervios por la firma del contrato y la acepta—. Toma asiento, Monty —le dice a la vez que lanza una mirada a Jimmy y éste sale de la sala cerrando la puerta tras él.

Wellington se sienta en uno de los sillones. Supone que deberá hacer un poco de paripé y socializar antes de ir directos al grano. Está ansioso, pero ha esperado cinco años, puede esperar un poco más.

De modo que aguanta, paciente, las cordiales preguntas que su mentor le hace. Hasta que el accionista más reciente en el Consejo, pero no por eso el más joven, interviene. Parece que Wellington no es el único que tiene prisa.

—Señor Wellington —interrumpe—. Como sabrá, somos hombres ocupados. Aunque me encantaría continuar esta agradable conversación sobre su vida y logros, me temo que hay temas más importantes que tratar —dice de forma hosca.

—Ya lo creo, señor —responde él mostrando una ligera sonrisa. "Por fin", piensa.

—Supongo que será conocedor de la situación económica en la que se encuentra sumido el país y el mundo entero —comienza el accionista irritado—. La compañía, nuestra compañía —hace hincapié con un gesto que sólo incluye a los siete—, no está en su mejor momento. Hemos tenido que prescindir de varios departamentos, vender algunos negocios y ajustar la plantilla —usa como eufemismo para referirse al despido masivo—. De hecho, usted fue el precursor de uno de esos ajustes. Por cuenta propia y sin previo aviso, decidió prescindir de toda una empresa. MKM, ¿lo recuerda?

Johnson y su deprimente equipo de la planta 4 se dibuja en su mente. Hacía tiempo que había olvidado a esa rata rastrera.

—Sí, señor —admite satisfecho—. Son decisiones duras que un directivo debe tomar. Demostrar iniciativa y mano dura, antes de que la tormenta acontezca, es crucial en el mundo empresarial.

—Me alegra ver que coincidimos en ese respecto —responde con tono malicioso el accionista—. Así me será más sencillo hacerle comprender la razón de porqué está aquí —a Wellington no le gusta su forma de hablar, ni su mirada oscura. Algo no va bien.

—Su salud —interviene otro—, díganos, ¿en qué condiciones está?

Esa pregunta se instala en el sistema nervioso de Wellington provocándole un shock de forma automática. Sus músculos se tensan y la mano con la sujeta la copa aprieta ésta con fuerza en un acto reflejo. Inquieto, se remueve en su asiento.

—No... No comprendo la pregunta, señor —titubea.

—Tenemos serios indicios de que está usted gravemente enfermo, Montgomery —interviene el primer accionista—. Fuentes fiables y hechos innegables nos lo confirman.

Wellington queda enmudecido. ¿Cómo es posible? Había tomado todas las precauciones posibles. Había eliminado todo rastro de médicos, hospitalizaciones, recetas médicas. Había untado a todo el que le había diagnosticado para que no hablaran. Nadie lo sabía. Nadie en el mundo. Excepto James. Y Máxima...

¿Sería capaz? ¿Sería capaz de traicionarlo de esa forma tan vil? ¿Después de que se ofreció a ayudarla? Quizás sólo fue una maniobra para cubrir sus huellas en este maquiavélico complot. Quizás el rencor y las ansias de venganza son más grandes que cualquier corazón humano.

No. No es posible. Ella no. No la ve capaz. Ella no le haría algo así. Al menos no conscientemente. Pero no puede obviar el hecho de con quien vive. De con quien comparte casa, cama y una vida. Ella no se lo contaría a esos hombres, pero sí podía habérselo contado a él... Ese bastardo...

—Señor Wellington —le llama la atención su verdugo—. ¿No es cierto que estuvo usted hospitalizado en la clínica privada Hugh Oswald los días diez y once de este mes? ­—lo inquiere—. ¿No es cierto que sufrió usted un ataque en las instalaciones de esta empresa momentos antes de ese hecho? —continúa incansable ante la falta de respuesta—. ¿No es cierto que viene cada día a trabajar bajo los efectos de fuertes sedantes que afectan a su conducta y raciocinio? Una empleada de la limpieza dice haberle visto sudoroso y desorientado a altas horas de la noche, tirado sobre la alfombra de su despacho y oliendo a alcohol. ¿No es cierto, señor Wellington, que padece usted Huntington?





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