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Capítulo 13. Cartas sobre la mesa

Roswell, Nuevo México. Julio de 2022.

No fueron las horas de vuelta en el vuelo nocturno de Nueva York a Roswell lo que a Kingsley le cerró el estómago aquella mañana, tampoco el olor a beicon, huevos fritos y café que flotaba a lo largo y ancho de la cafetería. Más bien era ver cómo Williams charlaba con ella mientras desayunaban, perpetuando su mentira a la cara como si nada ocurriera. La única diferencia, era que Kingsley sabía la verdad. Y lo malo, era que no podía utilizarla para detener a ese cabronazo traidor que comía sus tostadas francesas tan tranquilamente, sentado en la barra del local junto a su compañera. Kingsley solo tuvo estómago para un café que ni siquiera bebió, la migraña por falta de sueño y exceso de información en las últimas veinticuatro horas tampoco le permitía mucho más.

—¿Por qué no me dijiste que ibas a Nueva York? Podría haberte acompañado, esto está muerto —preguntó mientras cortaba su tostada y se llevaba un pedazo a la boca.

Kingsley hizo un gesto negativo con la cabeza, quitándole importancia.

—Era mejor repartirnos el trabajo.

—Ya, ¿pero por qué no me lo dijiste? —insistió. A Kingsley no le pasó inadvertido el tono molesto de su voz—. Era mi trabajo informarte de lo sucedido en Nueva York.

Si Williams quería jugar a ese juego, Kingsley no tenía problema. Levantó la mirada hasta él y ni siquiera pestañeó.

—Precisamente tuve que ir yo porque tú no estás cumpliendo con tu trabajo.

Williams se quedó perplejo por unos momentos, dejó los cubiertos apoyados al borde del plato y giró la cabeza hacia ella, frunciendo los labios.

—¿De qué estás hablando?

Si Williams empezaba a sospechar lo que sabía, podía darse por jodida. Tenía que elegir sus palabras con sumo cuidado o todo podría irse al traste en cuestión de segundos.

—Llamé a Nueva York antes de ir —mintió, sin dejar de mirarle a los ojos, tal y como él llevaba haciendo en los últimos dos años—. Miller no tiene tiempo para esperar al papeleo y, cuando llamé, me enteré de que tú no lo habías hecho ni una sola vez. En Nueva York no tienen ni idea de quién es el agente Usher Williams del FBI.

A pesar del ajetreo de clientes que desayunaban apaciblemente y de camareros que iban y venían con las comandas de la cocina tras la barra, Kingsley pudo sentir como el ambiente entre ambos se heló por unos instantes. Fue de manera imperceptible de cara a los demás, pero ella lo vivió como si acabara de hacer estallar un globo con un alfiler.

—¿Insinúas que no estoy haciendo bien mi trabajo?

—Afirmo que ni siquiera lo estás haciendo —sentenció, quizá de forma imprudente.

Williams rio entre dientes, quitándose las miguitas de pan de la boca con su servilleta y negó con la cabeza. Giró ligeramente su cuerpo hacia ella y rascó su frente con incredulidad en su gesto.

—Creo que el trabajo te está sobrepasando, Ash. Sinceramente, necesitas unas vacaciones. Llevas trabajando duro desde la muerte de tu hijo, debes tomarte un respiro. Tenías una hermana en Santa Mónica, ¿no? Ve unos días con ella, descansa, toma el sol. Yo puedo cubrirte —le animó con una cálida sonrisa.

Se recolocó la chaqueta, dejando a la vista su Glock reglamentaria en la funda del cinturón. Puso la mano en su cadera, muy cerca de la culata.

Kingsley apretó los dientes. ¿Le estaba amenazando?

—Se llamaba Addison, ¿cierto? La que tenía una tienda en la playa de Venice.

«No solo me está amenazando, sino que me está demostrando que sabe dónde encontrar a mi hermana».

—¿Qué pretendes, Usher?

El rostro de su compañero cambió a una sonrisa conciliadora y a la vez espeluznante.

—Lo único que quiero es que mi buena amiga y compañera, que está agotada y desvariando con el caso, se aparte de él y nos deje trabajar en paz.

—¿«Nos deje»? ¿A quién? ¿A Abraham y a ti?

La mandíbula de Williams se tensó ligeramente y removió la cucharilla en el café con fingida tranquilidad e indiferencia.

—Nadie va a creerte Kingsley —aseguró convencido, mirando su taza—. Tan solo eres una pobre policía con estrés postraumático y obsesionada con la muerte de su hijo. Intenta que esta no haya sido en vano y hazte a un lado.

Cada músculo en el cuerpo de Kingsley se quedó rígido al escucharle. Clavó sus ojos en los del hombre frente a él y este le devolvió la mirada, llevándose la taza a la boca.

—Lo de Joshua fue un accidente.

No sabía si lo preguntaba o lo afirmaba.

Williams arqueó una ceja.

—¿Seguro? —inquirió, antes de sorber el café.

Si Kingsley tenía alma, cosa que la mujer dudaba en ocasiones, en aquel momento escapó de su cuerpo. Se había quedado de piedra sobre su asiento, sin apartarle la vista a ese hijo de puta, que se puso en pie como si nada mientras se recolocaba la cazadora.

—Deja las cosas como están, Ashley. No tienes ni idea de lo mucho que el cabronazo de Kailan nos ha jodido vivos haciendo lo que ha hecho, ni de la presión a la que estoy sometido, así que no me toques los cojones si no quieres que tu hermanita acabe en el mismo agujero que tu hijo —sentenció con la más escalofriante de sus sonrisas—. Ya lo hicimos una vez, Ash, qué te hace pensar que nos temblará la mano con la segunda.

Solo le había faltado afirmar con una amplia sonrisa que Abraham le daba una paga extra por Navidad.

Sacó un par de billetes de diez dólares de su bolsillo y los dejó en la barra con un golpe seco. Cuando se escuchó la campanita sobre la puerta a la vez que ese cabrón salía de la cafetería, Kingsley se tragó un sollozo y limpió la solitaria lágrima con el dorso de su puño derecho. Se recompuso en cuestión de un segundo.

Metió la mano en su bolsillo, sacó su móvil y paró la grabadora de este.

—Ya te tengo, hijo de puta.



Fort Worth, Texas. Julio de 2022

Kailan

Fue la luz del sol recién salido que se filtraba tras las cortinas lo que me hizo despertar con un agradable suspiro. Normalmente me ponía de mala hostia madrugar, pero en este viaje me había sido relativamente sencillo. Lo más habitual era que me despertara con un humor de perros, pero estando rodeado y aprisionado por unos fuertes brazos protectores cambiaban el sentido de la mañana y eran el motivo de la estúpida sonrisa que tenía en los labios.

Samael era posesivo incluso mientras «dormía», en esa extraña forma de dormir que Lilith me explicó. Nunca me había percatado de ello, pero era cierto, ahora parecía descansar. Miré por encima de mi hombro, sintiendo su cálido aliento pegado a mi cuello, erizándome la piel. Su pelo me hacía cosquillas y me estremeció el calor de su cuerpo.

Podía despertarme así cada día de mi vida sin dudarlo.

Me sorprendió no haber escuchado rastro de esos malos sueños que Lilith relataba con dolor. Samael tenía un gesto apacible, tranquilo. Me encantó verle así, sin esa mueca de culpa o pena que a veces le contraía la cara. Sabía lo culpable que se sentía por haberme mentido y no estaba seguro de si yo había podido procesar del todo que mi padre fuera quien es gracias a que Sam le hizo un favor. Una parte pequeña de mí se sentía cabreada al respecto, sobre todo al saber a qué se dedicaba realmente mi madre, aunque había llegado a comprender que nadie quisiera contármelo porque no era algo fácil de decir, y menos aún que por ello yo hubiera nacido. Ya tenía conocimiento de no haber sido un niño planeado que nacía fruto de una relación romántica de años, pero desde luego, aquello se llevaba el mayor premio. Lo que sí tenía claro en mayor parte, era que el hombre que me abrazaba con protección no tenía la culpa. ¿Había sido el origen? Sí, pero no por ello el responsable de toda la mierda que había tragado. Le miré de nuevo, viéndole descansar con una tranquilidad que hasta entonces no había visto en él.

No, Samael no tenía la culpa de las decisiones de mi padre. Le dio un cheque en blanco y ese cabrón, con sus actos, fue quien lo jodió todo. Bien podría haber decidido hacer algo bueno, pero prefirió ser un auténtico hijo de perra. Los actos de Sam y los de ese capullo eran dos cosas diferentes, no podía seguir como si cargara sobre sus hombros con una mochila demasiado pesada incluso para el Diablo.

Abrí los ojos de par en par al acabar de caer en que me había acostado con el Diablo.

Mierda, si ya tenía el Infierno ganado de antes, aquello me daba directamente el pase VIP con vistas desde el palco. Aunque el Meet&Greet se le daba genial, en mayúsculas y escrito en cartel de neón. Sí, señor.

Me tapé la cara con una mano sin poder evitar una estúpida sonrisa más amplia todavía, porque nunca pensé que sería precisamente el Diablo quien me haría tocar el Cielo con mis propias manos.

—Puedo escuchar tus pensamientos, pervertido.

Le miré con sorpresa, deseando que estuviera de coña.

—¿De verdad puedes leer la mente?

Sus ojos se abrieron, dejándome ver en ellos un brillo divertido reluciendo en mitad de la espesa negrura.

—Así que sí que era algo pervertido, ¿eh?

Le di un manotazo en el hombro que le arrancó una carcajada. Oh, joder, adoraba esa risa despreocupada, necesitaba verle así más a menudo. Me atrajo hacia él con fuerza y comenzó a besuquearme el cuello y la cara, allá donde llegaba, haciéndome reír. Giré sobre mi mismo en la cama para tenerle de frente y acarició mi mejilla izquierda, observándome embobado como si yo fuera una alucinación. A la vergüenza le costó un segundo enrojecerme la cara. Maldita sea, odiaba lo delatado que me dejaba aquello.

—Buenos días —susurré. No sé de dónde saqué la fuerza para sostenerle la mirada y no morir ahogado en mi propia vergüenza.

Su sonrisa se ensanchó.

—Los mejores en milenios de existencia, desde luego. —Con el pulgar recorrió la piel descansada bajo mis ojos y me observó con cierta sorpresa y alivio—. Es la primera vez que no te acosan las pesadillas ni lloras mientras duermes.

Esas palabras me aceleraron el corazón. Fruncí el ceño al principio, sin comprenderle, pero toda la estampida de malos sueños que había tenido en los últimos dos años vinieron a mi cabeza de golpe. Samael tenía razón, era la primera vez que no soñaba con el chico de Phoenix, con cómo lo asesiné golpe tras golpe, con cómo su sangre manchaba mis manos. Mi garganta se hizo un nudo y sentí los labios de Sam en mi mejilla, trayendo a mi cabeza de nuevo a nuestra habitación de motel en Fort Worth.

—No tienes por qué sentirte culpable —susurró sobre mi piel. ¿De verdad no leía la mente o me estaba vacilando? Levantó mi barbilla para poder mirarme a los ojos—. No hay nada de malo en que hayas dormido en paz por una noche, Kailan.

No estaba seguro de que tuviera razón, pero aparté la vista unos segundos y me aclaré la garganta, sonriendo hacia él de nuevo. No quería que mis mierdas estropearan este momento entre nosotros.

—Y habrían sido más horas de no ser por cierto ser sobrenatural e incansable.

Otra carcajada por su parte borró todo rastro de dolor en mi pecho e hizo más grande mi sonrisa. Se tumbó sobre la cama y yo me quedé medio abrazado a él, con la barbilla apoyada en mi mano sobre su pecho para observarle mejor.

—¿Sabes... algo de Lilith? —pregunté, sin saber cómo referirme de alguna forma en específico a esa extraña comunicación mental que tenían digna de entrar en los X-men.

Hizo una mueca de despiste, porque parecía que ni siquiera se acordaba de su existencia hasta que se la había mencionado, haciéndome reír. Negó con la cabeza cuando se supo atrapado.

—Estará dormida. Normalmente ya suele dormir bastante después de cada salida, estar a punto de morir la habrá dejado agotada.

Asentí, frunciendo los labios en un gesto pensativo. Me miró entrecerrando los ojos.

—Esa es la cara que pones cuando vas a acosarme con cientos de tus interminables preguntas.

Palmeé su pecho con ofensa.

—¡Eh! No finjas que no te encanta hablar de ti.

Sopesó mis palabras y terminó por asentir mientras se colocaba la mano derecha tras su nuca, rindiéndose ante la única e indiscutible verdad. Joder, solo con ese gesto ya se me había hecho la boca agua. Tragué saliva ante esa ceja levantada acusadora y su sonrisita ladeada cuando me pilló babeando por él. Me sentía como un puñetero adolescente hasta las cejas de hormonas en llamas. Sacudí la cabeza, alejando esas ideas de mí, y le miré a los ojos, trazando circulitos en su pecho con calma, apoyando mi mejilla en él. Me encantaba la suavidad de su piel ¿acaso Dios lo había hecho de seda? De manera instintiva, su brazo izquierdo me rodeó.

El no escuchar un latido bajo su piel no se me hizo tan extraño como creía, su cuerpo se sentía cálido, mucho más acogedor que todos los brazos entre los que había estado. Ninguno me había tratado con la... adoración, con la que Samael me contemplaba siempre. En cierta forma, me sentía en casa, querido. Dejé un beso justo en ese lugar donde, a pesar de no haber un corazón palpitante, sabía que guardaba todo lo increíble que había en él. Sam me miró sorprendido, como si no se creyera merecedor de aquello.

—Anoche —dije, sin dejar de dibujar con mi índice sobre su piel, con toda su atención puesta en mí—. Cuando extendiste tus alas para salvar a Lilith, sentí...

—¿Asco?

Esa interrupción me hizo levantar la cabeza de golpe, para mirarle enfadado.

—¿Qué? No, Sam. ¿Por qué coño iba a sentir asco?

Una risa cínica escapó de él.

—Porque son horribles, Kailan. Lo sé, tengo plena conciencia de ello y no hace falta que finjas por mí.

Resoplé fastidiado, mirándole. Empezaba a tocarme los cojones que se infravalorara de esa forma. ¿Hasta qué punto le tenía comida la cabeza su propio hermano? Ojalá poder partirle la cara a ese imbécil.

—¿Y eso lo opinas tú o quién?

Resopló, negando con la cabeza y la vista pegada en el techo. Era un puñetero testarudo a veces.

—Esto no tiene nada que ver con Azrael, es un hecho objetivo. Están destrozadas, rotas. No son blancas y perfectas como un día lo fueron.

—¿Y por eso ya deben darme asco? —Me apoyé sobre mis manos a cada lado de su cuerpo, sobre el colchón, para poder mirarle fijamente a los ojos—. Nada de lo que venga de ti puede parecerme horrible o asquearme.

Borró la seriedad en su angelical rostro cuando contuvo una risita y levante mi dedo índice cerca de su cara.

—Y ni se te ocurra soltar un comentario.

Fingió cerrarse la boca con una cremallera invisible, haciéndonos reír a ambos mientras yo volvía a tumbarme, en parte sobre él.

—Sentí dolor, Sam. A eso me refería —murmuré, viendo como suspiraba con pesar—. Me dolió saber que las tuyas eran así mientras que las de ese de estúpido idiota malnacido de tu hermano, con perdón, no tenían un solo rasguño. —Mordió sus labios, aguantando otra sonrisa—. Tan solo quería saber...

—Por qué están así —completó él, arqueando una ceja.

Le miré repentinamente.

—Se acabó, a partir de ahora pienso que puedes leerme la mente y nada va a convencerme de lo contrario.

La sonrisa que me regaló hizo que mi corazón latiera raro unos segundos y, para mi sorpresa, fue su mano entonces la que comenzó a acariciar mi espalda. Tuve que tragarme un ruido de gusto al sentir sus dedos deslizarse por mi columna porque no quería parecer un gato ronroneando.

—Fue a raíz de... mi fracaso de rebelión —confesó, confirmando mi sospecha, que había nacido tras encajar más piezas entre la conversación con Lilith en aquel bar sumado a la imagen mental del estado de sus alas. Me di cuenta de que, por primera vez, Sam estaba hablando de ello—. Creía que... podía hacerlo mejor que mi Padre, que podía gobernar este Plano y el Reino de los Cielos mucho mejor de lo que lo hacía él. Y a veces sigo pensándolo. Pero supongo que me tenía en demasiada estima.

—Pecaste de soberbia.

—Sacabas dieces en religión ¿no, listillo? —comentó con sarcasmo, dedicándome una ladeada sonrisa y un pequeño pellizco en mi espalda que me hizo reír y quejarme con falso dolor—. Sí, supongo que, de entre todos los pecados que me encargué de cumplir con mi rebelión, la soberbia es uno de ellos. El destierro fue mi castigo, y para que nunca intentara subir de nuevo al Cielo... tenían que asegurarse.

Tragué saliva y levanté la cabeza para mirarle mejor, apoyándome en la cama sobre mis codos. Sus caricias se trasladaron a mi brazo derecho hasta mi hombro.

—¿Tu padre te las... rompió?

Me quedé sin voz ante esa dolorosa pregunta y la horrible imagen mental que me taladró el cerebro. Dios rompiéndole las alas a su hijo favorito era... estremecedor.

—No fue... exactamente así. Pero sí quien lo ordenó —añadió, incapaz de mirarme. Mi ceño se frunció—. La plata del Cielo sirve para mucho, pueden hacerse lanzas, escudos, arcos, instrumentos musicales incluso... Y conjurada, puede utilizarse para un sinfín de cosas más.

Su mano sobre mi piel se detuvo y mis ojos fueron a parar hacia ella al instante. El anillo de plata relució sobre su dedo anular izquierdo, cortándome la respiración. No dudé un segundo y, movido por impulsos, tomé su mano entre las mías. Me fije con doloroso detalle como pequeñas cicatrices salían como ramificaciones blancas bajo la piel de su anillo, que se perdían por la misma.

—Por ejemplo, para un castigo —sentenció en un murmullo avergonzado. Parecía un preso confesándose en corredor de la muerte, lo que me hizo no dejar de mirarle y sostenerle la mano en un intento porque se sintiera acompañado. Pocas veces me dejaba ver algo de él por temor y vergüenza, así que quería demostrarle que no tenía por qué sentir nada de aquello—. Azrael me retuvo mientras Miguel vertía el cuenco de plata ardiendo sobre mi mano.

Tartamudeé incrédulo por unos segundos, parpadeando repetidas veces como si eso fuera a conseguir que procesara lo que me estaba diciendo.

—¿Estando todavía caliente?

Me miró fijamente a los ojos, mostrándome la negrura de los mismos.

—Supongo que, si no hay dolor, no hay castigo. —Involuntariamente, apreté su mano entre las mías como si quisiera protegerlo de todo—. Peor fue lo que vino después.

Por unos segundos pensé que mi corazón se había detenido al entenderlo.

La rotura de sus alas.

Nada más que eso impediría su vuelta al Cielo, era lo que él había dicho.

Cerré los ojos unos momentos, pensando en el angustiante dolor que aquello tuvo que suponerle. Yo solo había sido testigo de una fracción de este cuando las extendió para intentar salvar a Lilith. Si todavía le seguía doliendo hasta tal punto de prácticamente desplomarse contra el suelo, ¿qué no habría sentido por primera vez? Sin pensarlo demasiado, besé su anillo y después el resto de su mano, creyendo tener entre las mías lo más frágil de la Tierra. Al abrir los ojos de nuevo, pude ver los suyos al borde de las lágrimas. Parpadeó rápidamente y se pasó una mano por la cara, queriendo despejarse.

Sonreí, buscando recomponerle. Me acerqué a su cara para rozar mi nariz con la suya.

—A mi me encantan tus alas, Samael. No por lo que significan, si no porque son tuyas —juré sobre sus labios, arrancándole una amplia sonrisa—. Son únicas, como tú. Eres como... mi ángel de la guarda personal.

Su gruñido malhumorado no se hizo esperar acompañado de un nuevo pellizco, provocándome una risita malvada.

—Sé demasiadas cosas bíblicas y es muy tentador hacerte enfadar —advertí.

Para mi sorpresa, sus comisuras se elevaron de nuevo y me acarició una mejilla con el dorso de su mano. Sentí el frío de la plata sobre mi piel mientras me miraba a los ojos.

—No me importaría.

—¿Qué te haga enfadar?

Rio ante mi ceño fruncido, negando con la cabeza.

—Ser tu ángel de la guarda.

Estaba seguro de que, en cualquier momento, iba a estallarme el corazón dentro del pecho. Tomé nuevamente su mano y dejé un último beso en ella. Samael no dejó de observarme con esos ojos que solo parecía tener para mí.

—Lo bueno es que me dieron un arma de doble filo, que podía conjurar a mi antojo —admitió dando un vistazo a su anillo, como si hubiera estado pensando al respecto, con esa sonrisa altiva que tanto adoraba ver en él—. Gracias a ello Lilith puede ir y volver del Infierno, y yo tomar el poder del mismo si lo necesito, cosa que no suele pasar porque ya soy bastante poderoso.

—No sabía que había hecho un trío con tu egolatría y contigo —dije poniendo los ojos en blanco, haciéndole reír—. ¿El Infierno tiene poder?

Asintió con orgullo en su gesto.

—Y si no lo manejas bien, puede volverte loco —afirmó, demostrando la gran hazaña que era para él que no le hubiera pasado.

—Oh, ya, ahora entiendo muchas cosas —bromeé, provocando que me atrapara entre sus brazos y me mordiera la mejilla con suavidad. El muy capullo se aseguró a lo largo de la noche de dejarme todo tipo de marcas—. ¡Socorro!

—Nadie va a poder liberarte de las garras del Diablo —dijo, dejando besos por toda mi cara y mi cuello, haciéndome reír.

No existía sensación que se pudiera comparar a sus labios sobre mi piel. Le bastaba solo tocarme, mirarme o hablarme para que yo ya estuviera al borde del desmayo, pero los besos eran sencillamente un nivel superior a mí. Ni siquiera sabía cómo había podido aguantar todo lo de esta noche sin que me hubiera deshecho como un helado al sol entre sus hábiles manos.

Y lengua.

—Tampoco lo pretendo —dije con fingida inocencia, aleteando mis pestañas en un gesto dramático tras recuperar la compostura. Acerqué mi boca a su oído—. Me encanta todo lo que puedes hacerme con ellas.

—¿Cómo puedes tener la osadía de soltar esa clase de comentarios y después sonrojarte? —Me contempló con esa mirada radiante de cabrón altivo que se le ponía en los momentos más oportunos y que me derretía en segundos—. Eres mi pecado perfecto.

Mordí mis labios para no sonreír, cosa que no logré muy bien, y me encogí de hombros.

—No sé de qué me hablas.

Me estiré sobre él mientras reía, tumbándolo en la cama.

—Me gusta por dónde va esto —aseguró, besándome el pecho.

—Intento ver qué hora es, enfermo —mascullé entre risas nerviosas al comprobar con mi propia piel lo desnudos que estábamos.

Carraspeé para intentar centrarme y alargué el brazo para comprobarlo de la pantalla del teléfono viejo que T.J. me dio. ¿Qué sería de ese tarado encantador? Una vez en Nueva York le preguntaría a Sully si nos lo podíamos quedar. A él y a su «polloneta».

—Las siete y cuarto de la mañana.

—Anoche, en la cena, dijiste que hasta Jackson habría otras seis horas, ¿no? —preguntó Sam mientras volvía a mi sitio entre sus brazos. Asentí—. Quizá tendríamos que comenzar a prepararnos para salir lo antes posible, así llegaremos cerca del mediodía.

Refunfuñé como un crío, negando con la cabeza mientras me desparramaba contra su cuerpo, intentando ejercer presión patéticamente con el mío, porque lo más probable era que con su fuerza pudiera levantarme tan solo con un dedo. Escondí mi cara contra su cuello y me llené los pulmones de ese aroma divino que su piel y su pelo desprendían. Decía que yo olía bien, eso era porque no se había olido a sí mismo. Era una mezcla dulce, besar su cuello era como saborear una cucharada de miel acompañada del aroma que desprende la canela, un olor hogareño y un sabor adictivo. Jamás pensé que alguien como Samael podía tener un aroma dulce, aunque sí inigualable.

Sus dedos se clavaron en mi espalda y me di cuenta de prácticamente estaba devorándole el cuello sin una orden previa de mi cerebro.

—Tenemos la habitación hasta las diez —susurré contra su boca.

Rio entre dientes y mordió mi labio inferior, tirando de él para después lamerlo.

Tragué saliva. Solo ese gesto por su parte había sido más que suficiente para ponérmela dura en segundos. Mierda, Samael me había roto el autocontrol.

—¿No se supone que debo ser yo quien te arrastre a la tentación? —preguntó en mi oído.

Escucharle fue como una corriente eléctrica suave que me recorrió desde la coronilla hasta los talones. Esos benditos labios descendieron por mi cuello, haciendo y deshaciendo a su antojo.

—¿Es que te ha comido la lengua un demonio?

Sonreí, porque fui incapaz de decir algo que tuviera la más mínima coherencia, viéndole colocarse entre mis piernas mientras sus manos se perdían por la piel que ya conocían. El calor empezaba a devorarme el abdomen, subiendo hasta mi cuello y mis mejillas. Me besó como si fuera la primera vez, como si no lo hubiera hecho esta madrugada durante horas. Cosa de la que, por supuesto, no me había quejado en absoluto.

Que me metan un tiro en la frente cuando lo haga.

Me besó con suavidad y lentitud, acariciando mi lengua con la suya, atrapando mis labios con sus dientes. Todo, mientras su mano subía y bajaba por mi miembro al ritmo y velocidad a la que me besaba.

Ya entendía lo de las torturas. Si en el Infierno eran así, me pedía todos los turnos.

Dios...

Su cuerpo se congeló sobre el mío y yo me quedé de piedra. Apartó la cara muy lentamente, apuñalándome con esos dos ojos negros. Me mordí los labios y me llevé las manos a la boca de golpe.

—¿Qué coño acabas de decir? —gruñó, arqueando una ceja.

Quise evitarlo, pero no pude, cuando me di cuenta ya se me había escapado la risa. Por supuesto, su mano había abandonado su fantástico trabajo para tener ambos brazos a cada lado de mi cara, sosteniéndose ante mi sobre el colchón.

—Mierda, Sam, se me ha... se me ha escapado, te juro que no quería... perdóname, por favor.

A más intentaba disculparme más enrojecía y más me partía de risa en su cara. Él mordió el interior de su mejilla, con una mezcla entre enfado y diversión que empezó a no gustarme una mierda por cómo me recorrió con la mirada. Su mano acarició mi mejilla con una extraña dulzura hasta perfilar mi mandíbula y sostener mi barbilla. Deslizó su pulgar por mi labio inferior y, por primera vez desde que había despertado, mi cuerpo entero tembló ante ese brillo irreconocible en sus ojos.

Y, por supuesto, Samael lo notó.

—Oh, él no va a poder darte la ayuda que necesitarás, mi pequeño demonio —susurró, estremeciéndome de pies a cabeza. Pegó su boca a mi oreja antes de gruñir—. Y te aseguro que vas a rogar por ella. Boca abajo, ahora.

Tragué saliva con lentitud y pude ver en sus ojos lo mucho que lo estaba disfrutando. Mis músculos obedecieron a la orden casi al segundo de decir la frase, dejándome escuchar su risita orgullosa antes de darme un suave azote.

—No te pases —siseé en advertencia, asesinándole con la mirada por encima de mi hombro.

Si mis mejillas enrojecían más, corría riesgo de que se prendieran fuego.

Sonrió con su habitual soberbia y después mordió y besó allí donde ahora quedaba una clara marca de su mano. Estupendo, había firmado mi culo como su propiedad. «Será cabrón» gruñí para mis adentros, tragándome un jadeo y escondiendo mi avergonzada cara contra la almohada. Le escuché reír entre dientes una vez más y le miré de nuevo.

Desnudo y erguido sobre sus rodillas, observó con adoración y lujuria el tatuaje de Tezcatlipoca en mi espalda como si se estuviera mirando en un espejo, y me esforcé fallidamente en no temblar ante lo mucho que me encendió esa imagen. Se inclinó y, desde mi baja espalda, lamió el tatuaje subiendo por mi columna hasta morder nuca.

A mi traidora garganta se le escapó un largo gemido que me dejó los ojos en blanco.

Samael pegó por última vez su boca a mi oído.

—Ayer fui gentil, Kailan Miller...

Arqueé las cejas, en mitad de esa neblina de fuego en mi interior que me estaba cegando.

—Ah, ¿lo de anoche era gentilidad?

Sonrió satisfecho y mordió el lóbulo de mi oreja, arrancándome otro jadeo cuando sentí su mano izquierda agarrarse a mi cadera. Mis dedos temblorosos se aferraron a las sábanas y al colchón. Con su derecha me tomó por el cuello con sumo cuidado y giró y levantó mi cabeza para que le mirara a los ojos. Podía sentir mi pulso acelerado contra sus dedos y su pecho en mi espalda.

—Imagínate entonces cómo va a ser lo de ahora —gruñó contra mi boca.

¿Era demasiado tarde para pedirle clemencia al Diablo?



Llevaba ya unos minutos despierto, pero el traqueteo de la camioneta pick up que habíamos comprado de segunda mano en Fort Worth la tarde anterior tras nuestra salida al centro comercial, acompañado del sonido de las gotas de lluvia estampándose contra los cristales y el techo, hacían del ambiente una banda sonora reconfortante y agradable que me impedía despertar del todo. La suerte de este tipo de coches era que los asientos estaban unidos a modo de banco acolchado, por lo que me permitió estirarme todo el viaje, apoyando la espalda en la puerta del copiloto y las piernas en el regazo de Samael. No recuerdo un solo minuto en el que no hubiera sentido sus dedos acariciarlas por encima del pantalón deportivo con una mano mientras que con la otra conducía. La calidez de la calefacción duplicaba la sensación acogedora y me volvía más complicada la tarea de despertarme del todo.

—Abre ya los ojos, marmota, sé que estás despierto.

Mis labios se curvaron hacia arriba.

—En serio, ¿cómo chingados puedes saberlo todo siempre? —murmuré haciéndole caso, para después estirarme, desperezándome.

—Tu corazón y respiración se ralentizan cuando duermes y vuelven a su ritmo normal al despertar.

Alcé las cejas.

—Vaya, qué respuesta tan humanamente normal.

Su risita inundó el interior de la pick up, acelerándome el corazón al verle como si fuera la primera vez que lo hacía. Llevaba el pelo medio recogido a lo Thor en todas su pelis a petición mía, aunque él había alegado que «el hijo de Odín no se peina siempre así, pero vale» dejándome boquiabierto una vez más. Un suéter negro (que le obligué a comprar en el centro comercial cuando le dije que debía aparentar tener frío) marcaba sus hombros y la tensión suave de sus brazos al conducir y seguir en su tarea de acariciarme las piernas, solo que ahora mantenía su mano derecha sobre mi rodilla y me acariciaba con el pulgar. Era la perfección hecha persona.

O Diablo, más bien.

—Y, de nuevo, ¿de quién es la culpa de que no haya dormido y además ahora esté tan cansado? —añadí mientras me estiraba a por mi mochila en los asientos traseros, junto con nuestras cosas y las de Lilith—. No sé ni cómo puedo mantenerme en pie.

Puse mala cara ante su carcajada.

—La próxima vez tendrás más cuidado con lo que dices —respondió sin más, encogiéndose de hombros felizmente, volviendo la vista a la carretera desierta y plagada de niebla.

—Si el resultado va ser siempre ese... —Saqué el teléfono del bolsillo de la mochila y le miré fijamente con picardía—. Creo que vas a escuchar muchas cosas que no te gustan a menudo.

Se le oscureció la mirada, más si era posible, y en sus labios se reflejó con una sonrisa lo mucho que le gustaba mi rebeldía.

—Cuidado, Kailan.

Puse mis mejores ojos del Gato con Botas de Shrek e hice un puchero.

—Yo solo soy bueno e inocente, el Diablo quiere corromperme.

Me apretó la pierna y se le escapó una de esas risas entre dientes que me alertaban del peligro y de las altas posibilidades que había de que detuviera el coche a un lado de la carretera. Volvió a mirarme, arqueando una ceja.

—Cuidado, Kailan —repitió, con lentitud y la diferencia de que el tono ronco de su voz me hizo temblar y agachar la cabeza para clavar la vista en el móvil. Odiaba mis mejillas encendidas con todas mis fuerzas—. Buen chico.

Levante la cabeza y quise darle una patada, pero me lo impidió con una sola mano. Humillado y refunfuñando desvaríos, busqué el número de Sully para llamarle. Con todo lo sucedido, se me había olvidado que debía informar de mi situación. Y era mejor centrarme en el teléfono antes de que se nos fuera de las manos de nuevo, porque dudaba que mi integridad física aguantara más por hoy.

No hizo falta decirle a Sam lo que estaba haciendo, en cuanto sonaron un par de tonos y escuché la voz de Sully, supe que él también podía hacerlo al verle girar la cabeza hacia mí. Puse los ojos en blanco cuando cincuenta mil cosas sobrenaturales más encajaron en mi puzle mental.

—Justo iba a llamarte yo también —dijo sin darme oportunidad a hablar primero.

—Eso es porque compartimos la misma neurona.

Me alegró hasta el infinito y más allá escuchar su voz y su risa de nuevo. No sabía cuánto había echado de menos a mi pelirrojo favorito hasta entonces.

—¿Qué tal todo por ahí? ¿La policía volvió a chingar con sus mamadas? —pregunté, dejando la mochila en el suelo a mi lado.

—Ah... no, qué va. Por ahora nos han dejado en paz.

Torcí el gesto.

—Qué raro.

—Se habrán buscado a otros a los que molestar, pero de todas formas nos mantenemos alerta. ¿Y tú qué tal? ¿Hacia dónde os dirigís el desconocido del que todavía no me has hablado y tú?

Reí con fuerza ante semejante comentario de vieja chismosa cabreada porque no le había puesto al día de nada.

—Bien, estamos bien.

Se hizo el silencio por unos instantes y me hizo alarmarme.

—Tengo que preguntártelo, Kailan... ¿Te lo estás tirando?

El móvil estuvo a punto de resbalar de mis manos cuando casi se me salen los ojos del sitio. Samael giró la cabeza hacia mí de nuevo con una divertida mirada y yo abrí la boca con ofensa.

—¡Pero tú por quién me tomas!

—Precisamente porque te conozco lo pregunto.

Tartamudeé el inicio de una frase incoherente mientras Sam se tapaba la boca para no largarse a reír en mi puta cara.

—Yo no... yo... es... es largo de explicar, ya te contaré.

—Me lo tomaré como un sí —masculló para sí mismo, como un periodista de la prensa rosa que entiende lo que quiere, incluso me lo imaginé anotando en una ridícula libretita mientras asentía.

Cerré los ojos y me pellizqué el puente de la nariz, apoyando la cabeza contra la ventana. Suspiré exageradamente.

—Hemos salido de Fort Worth hace un par de horas y vamos dirección a Jackson —dije, respondiendo a su última pregunta y deseando que siguiera mi tema de conversación antes de avergonzarme de nuevo.

Un ruidito afirmativo se escuchó al otro lado de la línea.

—¿Sabes a qué hora llegaréis?

Alcé las cejas, pensativo.

—Salimos sobre las diez, son unas seis horas de carretera y ya llevamos dos... así que haz los cálculos. Probablemente sobre las cuatro pasadas, cerca de las cinco quizá. No pararemos a comer porque... —Miré a Sam y sonreí, prefiriendo obviar el pequeño detallito de que mi acompañante no comía «alimentos humanos»—. Bueno, llevamos comida así que no nos hará falta. Comeremos algo al llegar. ¿Por qué lo preguntas?

Tardó varios segundos en responder.

—Me siento algo impotente sin poder ayudarte mucho más desde aquí y me preguntaba si querías que os reservara habitación en algún hotel o buscara algún restaurante tranquilo por la ciudad, que no sea muy concurrido.

Sopesé su idea, la propuesta tenía sentido y nos ahorraría tiempo a nosotros.

—Me parece bien —admití—. Y Sully, ya has hecho mucho por mí. Has estado ahí para mí en todo momento y no me has dejado vendido, tío. Te estoy más que agradecido.

El silencio se hizo entre ambos una vez más. Sabía que seguía ahí porque le oía respirar, pero parecía más callado de lo habitual y me apenaba notarle preocupado por mí.

—Solo quiero ayudar —terminó por decir. Me extrañó que pareciera más para convencerse a sí mismo que una respuesta.

—Y ya lo haces, Sean, no lo dudes —respondí de inmediato. Solo quería hacerle saber que todo saldría bien y no tenía de qué más preocuparse.

Mi intento de tranquilizarle pareció dar sus frutos.

—Nos vemos pronto, tío, ten cuidado. Te enviaré la ubicación del restaurante en cuanto encuentre algo. —Escuché su suspiro apagado—. Te quiero mucho, ¿vale?

Sonreí.

—Y yo a ti, mano, y yo a ti. Ya lo sabes. No te preocupes por mí. —Mis ojos se posaron en Sam—. Tengo a mi propio ángel de la guarda.

Samael, que había estado atento a toda la conversación, sonrió y negó con la cabeza, con esa comisura derecha que amaba ver levantándose con cierto gusto y orgullo.

La risa de Sully, acompañado de su «estás pirado» que siempre solía dedicarme, subió nuestro humor ante la pena que parecía haberle invadido. Colgué el teléfono bajo la mirada de Sam y lo guardé nuevamente en la mochila. Me encontré con sus ojos y me sorprendió verle el gesto serio.

—¿Qué ocurre?

Me miró fijamente y después al teléfono ya guardado. Volvió a apretarme la pierna con cariño y negó con la cabeza una vez más, de forma despreocupada.

—Nada.

Pero sus labios fruncidos no parecían decirme lo mismo. 



Jackson, Misisipi. Julio de 2022

Lucifer

Con el crujir de la nieve bajo la suela de nuestros zapatos, empecé a preocuparme todavía más respecto a los repentinos cambios climáticos que sacudían el país. Por no hablar de todo el Plano Terrenal. Aquello no me gustaba en absoluto y, si mis estúpidos hermanos no movían su angelical trasero para hacer algo con el lunático de Azrael, podían echarlo todo a perder.

Alargué el brazo abruptamente para sostener a Kailan ante su pequeño desliz por la nieve sobre el asfalto del parking, viendo como reía aferrado a mí y me intentaba convencer de que, al salir, teníamos que hacer una batalla campal de bolas de nieve. La sonrisa curvó mis labios con vida propia. ¿Había desaparecido de ellos acaso desde anoche? Abrí la puerta del restaurante para que entrara antes que yo y procurar así que su nariz y mejillas perdieran la rojez por el frío y dejara de frotarse las manos entre sí para calentarlas.

Sería fruto de la desconfianza propia de quién inventó los males, las artimañas y la desconfianza, pero mi instinto infernal me alertó de la extraña inactividad de los alrededores del restaurante a un lado de la deshabitada carretera, aunque todo el pueblo parecía estarlo. Ciertamente podía entenderlo, a los humanos les afectaba gravemente el frío y era lógico no ver a ninguno merodeando por aquí ante el clima inusual. De todas formas, esa misma lógica no apagaba mis alarmas, que se habían encendido desde la curiosa actitud del amigo irlandés de Kailan. Aunque, si era honesto conmigo mismo, tras el incidente en el almacén había extremado precauciones. Intenté no mostrar mi preocupación una vez entramos al restaurante de comida rápida y seguí a Kailan hasta una de las mesas con bancos granates pegadas al gran ventanal, que sustituía toda la pared derecha. Tenía otras preocupaciones rondando por mi mente que, sin Lilith ahí para ayudarme a ordenar mis pensamientos, comenzaban a ganarle la batalla a la razón.

Me aclaré la garganta y contemplé como Kailan se quitaba la capucha, quedándose con la chaqueta vaquera puesta, imagino que para salvaguardarse del frío que todavía sentiría, y comenzaba a ojear la carta en busca de algo para comer. Eran casi las cinco de la tarde y había comido una mísera bolsa de patatas fritas, por lo que supuse que debía de estar hambriento dado su ya conocido estómago. No estaba muy seguro de cuan sano podía ser que se alimentara únicamente de comidas rápidas, pero me dejó claro que esto era un caso excepcional debido a nuestra situación y que normalmente solía comer más sano y variado por sus entrenamientos. Desde luego, el campo de las dietas humanas era todo un mundo a descubrir para mí.

—¿De verdad no vas a comer nada? Aquí hay cosas con muy buena pinta —dijo, mirándome divertido y alzando las cejas repetidas veces.

Sonreí.

—Preferiría que me ejecutaran, gracias.

Su risa no se hizo esperar, provocando la mía. Apoyé ambos codos en la mesa y di un vistazo al par de clientes del local repartidos en otras mesas lejanas a nosotros, que comían con tranquilidad. Un camarero se aproximó libreta en mano y preguntó por nuestra comanda, que Kailan no dudó en ordenar. Fruncí el ceño y me centré en un punto fijo para poder escuchar mejor el acelerado latido del corazón del camarero. Tomó nota sonriéndole a Kailan, mirándole de arriba abajo, y después me miró a mi.

—No quiero nada, gracias —respondí secamente, mostrándole una tensa sonrisa.

Kailan arqueó las cejas y el chico tragó saliva antes de asentir y marcharse raudo a la cocina. Pasados unos segundos, esos ojos verdes acusadores se posaron de nuevo en mí, escrutándome de forma analítica.

—¿Y esa cara?

Hice una mueca de incomprensión.

—¿Qué cara?

—La de Christian Bale en American Psycho que le has puesto al camarero. —Puso los ojos en blanco cuando le observé todavía más confuso—. Oye, en parte me gusta que seas posesivo, pero el camarero tan solo pretendía ser amable.

—¿Te gusta que sea posesivo?

En sus ojos entrecerrados relucía las ganas que tenía de estrangularme tras mis palabras y borré mi sonrisa. Enrojeció ligeramente y carraspeó.

—Un... un poco sí —reconoció tímidamente—. Nunca he tenido una relación, o algo que fuera serio, ya me entiendes. Lo de Archie no cuenta, aquello no era... nada. Y supongo que esa sensación de sobreprotección me... me hace sentir querido.

Enmudecí ante esa confesión. Tan solo podía contener mis ganas de lanzarme a besarle por vigesimocuarta vez en menos de veinticuatro horas y jurarle que iba a hacerle sentir querido el resto de mi existencia. Pero fue justamente ahí donde el peso de su mortalidad y mi eternidad cayó sobre mis hombros. ¿Yo podía ofrecerle una relación real? ¿Algo estable? ¿Una vida a su lado? Sentí su mano posándose en mi antebrazo y alcé la mirada de golpe hasta él.

—¿Qué te ocurre?

El tono preocupado de su voz ardió en el centro de mi pecho.

—¿Te arrepientes de lo que ha pasado entre nosotros?

Esa frase salió a bocajarro de mí y no me di cuenta de ello hasta pasados unos segundos. Kailan parpadeó impactado, incluso se echó ligeramente hacia atrás como si eso le ayudara a asimilar mis palabras.

—No, claro que no, Sam. ¿A qué viene ese miedo?

Odiaba en demasía que me conociera tanto. Cerré los ojos y me pincé el puente de la nariz, suspirando pesadamente.

—Yo... quiero darte lo que me pides, Kailan. Una relación, una vida, pero... ¿de verdad puedo hacer eso? Darte una estabilidad, una existencia tranquila y normal. ¿De verdad puede el Diablo hacer algo así?

El sube y baja intranquilo de su garganta me hizo sentir culpable. Se perdió en su propia mente unos instantes, quizá sopesando la realidad de mis palabras, pero incluso así, no apartó la mano de mí como si temiera que me fuera a levantar para marcharme por dónde había venido. Descansé mi mano izquierda sobre la suya, queriendo tranquilizarle.

—No importa, yo...

—No, tienes razón. —Clavó esos ojos esmeraldas en mí, derribando toda barrera impuesta por mi temor. Su sonrisa ayudó a quemar mis inquietudes—. Pero hasta ahora nada de lo que hemos vivido ha sido normal y aquí seguimos, Sam. Dime, ¿cuántas normas has roto para estar junto a mí?

Sonreí inevitablemente, acariciando el dorso de su mano bajo la mía.

—Todas. Y lo volvería hacer.

Se le entrecerraron los ojos al sonreír ampliamente para mí. Podría pasarme horas contemplando su rostro así.

—¿Quién decide lo que es normal y lo que no? Nunca he vivido dentro de la normalidad, Sam. Incluso mucho antes de que aparecieras, mi vida era una maldita locura. No quiero únicamente cosas normales, yo te quiero y no me importa lo difícil que...

Enmudeció y a mí me robó el aliento. Levantó la mirada y abrió la boca inmediatamente, pero el inicio de una frase murió en sus labios y enrojeció, sonriendo.

—Repítelo —susurré, tomando sus manos entre las mías, con la incredulidad vibrando en mi voz.

Agachó la cabeza contra sus brazos, ocultando su rostro emitiendo un quejido lastimero, haciéndome reír. ¿De verdad me había dicho toda clase de obscenidades a la cara y decir aquello le daba vergüenza? Se incorporó ligeramente y me miró a los ojos, tomando aire y con ello toda la seguridad que parecía haber perdido.

—Te quiero, Sam. Y te quiero junto a mí. —Apretó mis manos, sonriendo altivo—. Y te querré hasta que el Infierno se congele.

Sonreí ampliamente al escucharle usar mi frase. Se acabó, no podía contenerme mucho más. Me puse en pie para sentarme junto a él y rio avergonzado mientras me dejaba un hueco, haciéndose a un lado. Pasé mi brazo izquierdo por sus hombros, dejándolo sobre el respaldo, y puse mi mano derecha sobre su mejilla para mirarle fijamente. Me fascinaba saber que solo me bastaba tenerle cerca para que todo miedo en mí se desvaneciera. Cerré los ojos, inhalando su aroma, y le besé con lentitud y dedicación. Con todo el tiempo del mundo, como solo él se merecía. Me acarició la mejilla con su mano izquierda y sonrió en mitad del beso.

—No podemos permitirnos más espectáculos —murmuró sobre mis labios.

Gruñí y resoplé con hartazgo, dejando un último beso sobre los suyos, tomándole por la barbilla.

—Sé que no puedo asegurarte demasiado, pero prometo intentar darte la estabilidad que mereces —juré, mirándole a los ojos.

Le sentí temblar a la vez que sonreía, contemplándome de esa forma en la que me hacía sentir digno de él, aun sabiendo que no lo era.

—Es la segunda promesa que me haces.

Levanté las cejas con asombro, tenía razón. Me miró divertido, como si observara ante él un curioso hallazgo.

—Vaya, el Diablo prometiendo una relación estable y un futuro, quién te lo iba a decir, ¿eh, Sami?

Aparté la mirada, riendo ligeramente avergonzado. ¿Eso que temblaba en mi interior era timidez? El muy sabelotodo había dado en el clavo. Desde luego, aquello no era lo que se esperaba de mí. En eones de existencia jamás contemplé la posibilidad de que todo aquello pudiera sucederme.

—Bueno, no vamos a ceñirnos a la normalidad y lo esperado a estas alturas, ¿no?

Reí con él, tomando nuevamente su mano para acariciarla.

Sabía que sería difícil, pero como un demonio pelirrojo me dijo muy sabiamente: que fuera difícil no lo convertía en imposible. Y si algo me prometía también a mí mismo, era dejar en el camino hasta la última parte de mí intentándolo.

Por Kailan merecía la pena, lo sabía.

Me quedé estático cuando me di cuenta. Kailan miró mi ceño fruncido con preocupación y yo abrí los ojos de par en par, levantando la vista hacia el local.

—¿Qué ocurre?

—Los clientes, ya no están —dije casi sin voz al comprobarlo.

La tensión se apoderó de mi cuerpo y Kailan se percató.

—Se... se habrán marchado...

—No —gruñí, poniéndome en pie a un lado de la mesa, inspeccionando el lugar con la mirada—. El camarero tampoco está, no oigo su corazón. No oigo el de nadie salvo el tuyo.

Comprendí entonces que el camarero no estaba mirando a Kailan porque le gustara, si no porque se estaba cerciorando de que era él exactamente. Cerré los ojos con rabia unos segundos al entender que el acelerado latido de su corazón se debía al nerviosismo.

—¡Mierda! —gruñí entre dientes.

Si no me hubieran cegado los estúpidos celos, no habríamos caído en una maldita y estúpida trampa.

—¿Qué está...?

Su pregunta se interrumpió cuando vio tras la ventana los dos furgones policiales bloqueando las principales salidas del parking y un seguido de policías, protegidos y armados, desplegándose alrededor del restaurante. La furia, que empezaba a desatarse en mi interior cuando apreté los puños, se congeló cuando la campanita de la puerta contraria por la que habíamos entrado, sonó al abrirse esta. Con una rodilla clavada sobre el asiento y medio erguido, Kailan se giró hacia esa dirección a la vez que yo.

Una mujer afroamericana, con el pelo muy corto y las manos en los bolsillos de un largo abrigo negro, se acercó a nosotros hasta una distancia prudencial, acompañada por los mismos «clientes» que habían estado aquí segundos atrás. Apreté los dientes y tuve que rogar a las fuerzas del Infierno porque mis ojos no ardieran. Ella sonrió, sacando una cartera de cuero del interior de su americana bajo el abrigo.

—Agente Ashley Kingsley, del FBI —dijo, antes de guardar la identificación en su lugar. Sus ojos se posaron en Kailan—. Eres escurridizo, Kailan Miller, pero me temo que tu excursión se termina aquí. 



Kailan

Mi rodilla se movía arriba y abajo con nerviosismo, sin poder apartar la mirada de esa tal Kingsley, sentada en el banco frente a nosotros. Para mi desgracia era recíproco, porque la tipa dura me sostenía la mirada. Llevaba el pelo afro muy corto y una americana azul oscuro sobre su camisa blanca. Joder, era como tener delante a Viola Davis en Escuadrón suicida.

La buena. Aunque si mal no recordaba también aparecía en la peli de Ayer.

Estaba cruzada de brazos, alternando sus pupilas en Sam y en mí, y de vez en cuando miraba su reloj de pulsera sin decir ni mu. ¿Me estaba vacilando? Tensé la mandíbula y di un vistazo a los policías que aseguraban los alrededores, así como los que controlaban desde la puerta tanto el interior como el exterior.

—Es consciente de que no ha atrapado al pinche Joker, ¿verdad, Amanda Waller? —espeté entre dientes, señalando con la barbilla hacia los polis armados hasta las putas cejas.

Sam puso una mano en mi muslo, queriendo calmarme, pero por cómo apretaba la mandíbula no parecía mucho mejor que yo.

La mujer hizo una mueca que parecía el principio de una sonrisa y me sobrecogió ver en su cara un gesto nostálgico.

—Te gustan las películas de superhéroes y villanos, ¿eh?

¿Había reconocido la referencia? Desde luego, no tenía pinta de ser una friki de Marvel o DC.

—A mi hijo le gustaban. Mucho, de hecho —explicó, respondiendo a mi pregunta mental. Su vista se levantó hacia la mía y me sacudió un escalofrío—. Hasta que lo asesinaron una madrugada, hace ya un año.

Fruncí el ceño sin entender muy bien a qué venía eso.

—¿Y qué tengo yo que ver? Es decir, lamento mucho su pérdida, pero no estoy entendiendo una mierda.

Kingsley apoyó los codos sobre la mesa con las manos entrelazadas, acercándose hacia nosotros.

—Quienes le mataron, fueron los hombres de tu padre mandados por él. O al menos tengo parte de esa certeza. Todo este equipo no es para protegernos de ti, si no para protegerte a ti de tu padre y los suyos.

Mis ojos se abrieron de par en par con incredulidad y tuve que cerrar la boca debido a la impresión. ¿Qué coño significaba todo aquello?

—Entonces, ¿no estoy detenido?

—Por el momento no.

—¿Y eso qué chingados quiere decir? —gruñí, empezando a cabrearme.

La agente volvió a cruzarse de brazos, reclinando la espalda en su asiento como si eso le sirviera para mirarnos a Sam y a mí con perspectiva. Me ponía la piel de gallina cómo miraba a Samael, como si pudiera ver las alas tras su espalda. Sonreí ligeramente al ver que, en el duelo de miradas, mi Sami no parecía dispuesto a perder.

—Que todo dependerá de cuánto decidas colaborar con nosotros. Igual que hizo anoche tu amigo, Sean O'Sullivan.

El mundo cayó sobre mí como si el derrumbe de media montaña me hubiera aplastado la espalda y los pulmones, robándome el aire de la misma forma. Mis manos sobre la mesa, comenzaron a temblar. Sam resopló con una risa sin una pizca de humor en ella.

—Sabía que ese cabrón te había vendido.

Parpadeé y me rasqué el cuello en un gesto inconsciente que intentaba aliviar la sequedad de mi garganta. No, no podía ser cierto. Sully nunca me haría algo así.

—No la creas, Samael. Conozco muy bien los truquitos de la poli para hacerte flojear. Sully no me ha vendido.

La triunfal y brillante mirada de la agente Kingsley me puso de los nervios y la sangre me hirvió. Sus ojos se posaron en Sam a mi lado.

—¿«Samael»? Creía que te llamabas Adán.

Giré la cabeza bruscamente hacia él sin comprender un carajo y apretó los dientes más si era posible.

—Veo que ha hecho bien su labor como policía.

—Es a lo que me dedico —respondió la mujer con suficiencia hacia él, como si pudiera atravesarlo con sus pupilas—. A buscar y resolver todo aquello que no encaja.

No me gustó una mierda como le soltó aquella frase. Si me hubieran preguntado, juraría que esa mujer sospechaba algo de Samael. Este me miró con decepción, como si odiara tener que ser el encargado de darme malas noticias. Me apretó el muslo con cariño, buscando reconfortarme.

—¿No te parece raro que tu amigo te preguntara hacia dónde íbamos y sobre qué hora llegaríamos? ¿Qué se ofreciera a buscarnos un restaurante?

Agaché la cabeza, clavando la mirada en la mesa. Me tapé la cara con ambas manos hasta colocarlas tras mi nuca, resoplando. No podía ser, tenía que ser una puta broma, aquello no me podía estar pasando. Mi mejor amigo de la infancia no podía haberme hecho algo así después de todo lo que me había ayudado hasta entonces.

—Si te sirve de consuelo, no lo hizo queriendo. De hecho, se resistió bastante —dijo la mujer ante mí, ganándose mi atención—. Al igual que tú, él tampoco tenía opción.

La observé con el rostro desencajado. ¿Qué clase de mujer despiadada era esta?

—«¿Al igual que yo?»

—En el tiroteo frente a tu antiguo hogar, del que imagino que ya estás enterado porque tu amigo te filtraba la información, se cargó a uno de los hombres de tu padre. Su primo y él estaban metidos en un buen lío y, o daban una muestra de buena voluntad o se pasarían una larga temporada a la sombra.

A cada frase, me había ido echando más hacia atrás hasta apoyarme por completo en el respaldo del asiento sin dejar de mirar a la agente Kingsley.

—Pero no te preocupes, tu amigo Sean es un chico muy listo, te cubrió las espaldas y las suyas propias. He aquí la razón de... —Señaló a la cantidad escandalosa de policías que protegían el lugar—. Tanta seguridad.

¿Sully había hecho todo eso por mí? Cerré los ojos, suspirando con pesadez. La tensión tiró de mis hombros al imaginar a mi pobre pelirrojo en esa situación de mierda para salvar a su familia y también a mí. Sabía cuánto se jugaba si los trincaban, tampoco podía culparle.

—Qué es lo que quiere de mí.

Kingsley no apartó la vista en todo momento.

—Tu... amigo irlandés, tenía en su poder información que uno de los hombres de tu padre descuidó. Hombre que, imagino, estará muerto tras haber perdido semejante información. Transacciones a cuentas bancarias de empresas fantasma residentes en México. Desde Puerto Vallarta, hasta Cancún, pasando por Guadalajara, Ciudad de México y una que quizá te es conocida: Ciudad Juárez.

Tuve que disimular el hecho de que casi me atraganto con mi propia saliva. Mordí el interior de mi mejilla y torcí el gesto fingiendo confusión. Repetí exactamente las mismas palabras que un día mi tío me advirtió que quizá terminaría usando:

—No sé de qué me está hablando, yo no tengo nada que ver en los negocios de mi padre. Tan solo soy un peón. Estoy fuera de todo lo relacionado con sus asuntos.

No sé si había sonado muy mecánico, pero el hecho de que Kingsley no me respondiera y tan solo parpadeara sin apartar la vista me estaba poniendo un pelín histérico. Sam me miró un tanto confundido, se había mantenido callado hasta ahora, pero le conocía lo suficiente como para conocer el significado de esa mirada.

No se creía una mierda de lo que había dicho.

—Y tienes razón —dijo Kingsley, señalándome brevemente—. Hemos registrado todo, cada dato, cada operación bancaria, cada ingreso. El dinero va de los Estados Unidos a México, e incluso una parte se desvía a cuentas bancarias en Barbados, las Islas Caimán... curiosamente todo paraísos fiscales, cuyas cuentas bancarias están, más curiosamente todavía, a nombres de esos mismos dueños de las empresas. ¿Y a sabes a nombre de quién más? De algunos de los hombres de tus padres, entre los cuales está tu ex pareja, el ya bien muerto Archie Harris. Tiene razón esa gente que dice que el dinero es circular, que siempre vuelve. Pero para volver, antes tiene que llegar. ¿Cómo llega, Kailan?

Mi silencio fue la respuesta más audible del lugar. Kingsley se atusó la americana y se cruzó de brazos otra vez. Yo me había quedado tan estático que empezaba a sospechar que no podía moverme sin temblar. Esa hija de puta parecía saberlo casi todo y solo quería la última pieza del puzle.

—Tienes razón, tu no apareces en ninguno de esos rastros —insistió, intentando retorcer la tuerca y calmar el ambiente—. Tu dinero proviene de las ganancias de los combates y lo recibes del equipo, es lícito, no hay ningún problema, pero... ¿Cómo es posible que, con la cantidad de combates que has perdido, tu padre se estuviera haciendo de oro?

No me atreví a levantar la cabeza, estaba claro que el combate verbal lo tenía ganado ella y yo no podía salir de mi esquina. No me quedaban muchas más opciones, excepto salvar a mi tío y dejarle todo lo fuera de aquello que pudiera para que no le salpicara.

—¿Qué obtengo yo a cambio?

La mirada sorprendida de Samael a mi lado, no la olvidaré jamás.

—No ir a la cárcel por el asesinato de Spencer White, por ejemplo, así como por ocultar su cuerpo —respondió Kingsley con total tranquilidad. Mi pierna volvió a moverse intranquila y Sam, a pesar de no saber la verdad, estuvo ahí para mí una vez más—. Todo este recorrido delictivo entre muertos y robos de coches quedará olvidado. Podrás vivir tranquilo en Nueva York con tu familia, una nueva vida, un nuevo nombre. Lo que creas más conveniente. Nada habrá pasado.

Levanté las cejas con escepticismo.

—¿Todo eso por una confesión?

Esa mueca equivalente a una sonrisa en ella apreció de nuevo y me provocó un escalofrío. No me gustaba hacia dónde iba esto.

—Y de que nos ayudes en un operativo para detener a tu padre.

Sentí mi corazón detenerse unos segundos, estoy seguro de que aquello ocurrió aun sabiendo que era imposible. Sam rio de nuevo sin gracia alguna en su tono, negando con la cabeza y relamiéndose sus tensos labios.

—Venimos huyendo de ese hijo de puta para que no le mate, ¿y ahora quiere usarlo como cebo? Y una mierda.

Tenía razón, me jugaba el pescuezo con lo que me estaba proponiendo.

—No tiene ni idea de lo peligroso que es mi padre, señora.

Levantó el mentón, haciéndome pequeñito ante esa mirada impasible.

—Sí, sí que lo sé —me recordó—. No es la primera vez que intento encerrar a tu padre, y cuando me acerqué lo más mínimo, me arrebataron lo que daba sentido a mi vida. Te aseguro que daría lo que fuera por volver atrás en el tiempo, así ahora no tendría que preguntarme cada noche en qué agujero en el desierto estará enterrado mi hijo.

Me sentí como un gilipollas al momento. Oh, joder, no me podía creerme el saco de mierda que era mi padre. Ese cabronazo tenía que pagar por todo lo que había hecho. Froté mi rostro y apoyé mi frente en ambas manos, convertidas en puños.

—Tanto tú como yo tenemos las mismas ganas de llevarlo ante la justicia y meterle entre rejas, pero te aseguro que eso no podrás hacerlo solo. ¿Cómo te ha ido hasta ahora? A juzgar por cómo quedó Brendan Baker, yo diría que no demasiado bien —masculló, haciéndome apretar los dientes y asesinarla con la mirada—. Tan solo tienes que elegir entre ayudarnos, o una cárcel y una tumba. Porque te aseguro que irán de la mano. ¿Te crees que después de quitarte de en medio no irá también a por tu familia? Estás muy equivocado.

—¡Para qué me da a elegir si no tengo ni una sola opción salvo la suya! —gruñí, palmeando la mesa.

Un par de policías, los mismos que habían sido los supuestos clientes, se giraron hacia nosotros con las manos puestas en las culatas de sus respectivas armas a modo de advertencia y Kingsley levantó la mano hacia ellos. El corazón se me iba a salir del pecho.

—Tan solo quiero que seas consciente de todo lo que te estás jugando. Tú decides si quieres una celda en una cárcel de Nevada por asesinato, por cómplice de aquello en lo que tu padre esté metido y a tu familia muerta... o una tumba junto a la de ellos. Quizá un panteón familiar os salga más rentable.

Sentí como las entrañas me ardían de rabia.

—Hija de...

—Sé listo por una vez en tu vida, Kailan Miller —me interrumpió, mirándome fijamente, acercándose a mí de nuevo.

Mordí mis labios y aparté la vista, clavándola en la nieve sucia que se acumulaba al lado de la calzada.

La mitad del camino recorrido había sido extremadamente difícil con mi padre y sus secuaces dándome caza, a lo que se sumaba un ángel con problemas mentales. Si hasta entonces casi me atrapan en varias ocasiones y había perdido a dos de los míos, nada me aseguraba que eso no volviera a pasar. Era cuestión de tiempo que ese imbécil volviera a atacar a mi familia o a mí. Todavía quedaban miles de kilómetros para llegar a Nueva York y podía sucedernos cualquier cosa.

Miré a Sam sin saber muy bien por qué, imagino que necesitaba encontrar en él la respuesta. Aunque yo ya la sabía. Sabía lo que tenía que hacer. Cerré los ojos, pellizcándome la nariz. Suspiré con pesar a la vez que me hundía en mi asiento, más que harto. Tensé la mandíbula y observé a Kingsley.

—Los combates amañados son una buena forma de blanquear dinero.

Dos pares de ojos se abrieron más de lo normal por unos segundos, sin dejar de contemplarme ante semejante confesión. Me sentía como en un puñetero interrogatorio, solo que aquí no había poli bueno.

Solo había Ashley Kingsley.

Y ella comprendió al instante que yo ya había aceptado su trato.

—¿Dinero procedente de dónde? —preguntó, prestándome su total atención.

—Del narcotráfico mexicano.

El silencio se hizo ante mis palabras durante unos segundos. La mano de Samael no se movió de mi regazo en ningún momento y me miró como si me animara a seguir hablando, como si con sus ojos me dijera que nada malo iba a pasar.

Esperaba que fuera verdad.

—Explícate.

Me crucé de brazos igual que ella y elegí el orden de mis palabras antes de hablar, aclarándome la garganta.

—Mi padre recibe el dinero negro que cruza por la frontera, amaña el combate y apuesta siempre sabiendo el resultado de la pelea, el tipo de victoria, el número de asaltos o el ganador... y si el otro equipo se niega a sus condiciones, les ofrece una cantidad superior a la que ganaran con el combate y los compra. Es eso, o hundirles la carrera.

Kingsley aparta la mirada unos instantes, asintiendo con lentitud como si eso le ayudara a procesar la información en su cabeza.

—Así no solo blanquea el dinero, sino que además obtiene beneficio de ambas partes.

Asiento.

—Mi padre sabe que ese mundillo es peligroso, que de esa vida no te retiras hasta que te mueres o te matan. Por eso pretende hacer más dinero que no venga únicamente de eso. Quiere pasta, sí, pero es más cobarde que avaricioso. Si yo soy un peón en el juego de mi padre... —No pude evitar sonreír—. Él lo es un juego mucho más grande.

Mi sonrisa triunfante se ensanchó al ver de soslayo la mirada rebosante de orgullo de Sam. Supongo que cobró sentido aquello que le dije cuando nos conocimos en ese Mustang negro bajo las luces de Las Vegas.

El dinero que mi padre había perdido cuando yo tumbé a Noah Thornton contra la lona, no era únicamente suyo, y esa gente no se andaba con gilipolleces, iba a reclamarlo a toda costa y él se iba a pudrir saldando esa deuda.

En parte hasta comprendía que quisiera matarme.

Kingsley asintió una vez más, como si se confirmara algo a sí misma mentalmente.

—De acuerdo —dijo, extendiéndome una tarjeta con sus datos—. Dirigíos hacia Atlanta y una vez allí, llámame. Gracias a un... infiltrado en contra de su voluntad, sabemos que tu padre va de camino para reunirse con uno de sus socios en busca de financiación, cosa que ahora entiendo por qué. Será allí donde le atrapemos con tu ayuda.

Se puso en pie y yo boqueé como un imbécil, sin comprender.

—¿No sé supone que deberíais protegerme? En plan protección de testigos o alguna mierda por el estilo.

Kingsley se puso de nuevo su largo abrigo negro y me mostró esa mueca. ¿No podía sonreír y ya?

—Tranquilo, nada va a pasarte, te doy mi palabra. Además, debe parecer que esta reunión no ha sucedido. Por lo que sé te han perdido la pista, pero si alguien de los suyos te ve escoltado por la policía, tu tapadera para la operación se irá a la basura. —Se colocó los guantes y miró a sus acompañantes, señalando la puerta con la cabeza—. Cuando me llames, no digas tu nombre, usa tu inicial. Nos vemos en Atlanta, Kailan Miller.

Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo unos instantes y nos miró por encima de su hombro derecho.

—Y no intentes huir, si te he encontrado una vez, puedo hacerlo dos. —Posó sus analíticos ojos en Sam y le escrutó de pies a cabeza—. Un gusto conocerte... Adán.

Entrecerré los ojos.

Prefería a mi padre como enemigo, antes que a esa tía.



Lilith

Levantar la cabeza hizo que el cuello me doliera horrores. Al intentar llevarme una mano a la nuca queriendo mitigarlo, me di cuenta de que las tenía atadas. Abrí los ojos despacio y comprobé que no era fruto de un error. Efectivamente, mis manos estaban atadas con cadenas lacerantes a la silla del escritorio de Lucifer, solo que puesta delante de este. Apreté los dientes al ver que Eligos estaba sentado de nuevo en su trono, observándome con una triunfal sonrisa mientras afilaba uno de sus cuchillos.

Oh, por mis hermanos demonios, quería arrancarle la pierna coja y golpearle con ella en esa cara de imbécil.

—Veo que ya has despertado, ¿has dormido bien?

—Eres despreciable —gruñí, forcejeando contra las cadenas.

—Muchas gracias, querida. Pero no hace falta que sigas intentando liberarte, ya sabes que no eres un demonio completo y necesitas descansar para recuperar tus fuerzas del todo.

Hizo un puchero que convirtió mi sangre en fuego. Mis ojos se volvieron negros en su totalidad.

—¿Te has vuelto loco, Eligos? ¡Qué demonios pretendes hacer!

Se reclinó en el trono como si la situación le aburriera, soplando sobre la hoja de su cuchillo sin tan siquiera dignarse a mirarme.

—Verás, Lilith, mi pasión es la guerra. Es para lo que existo, para lo que fui creado. Me gusta pensar que es mi arte, mi destino. Y llevo milenios soportando vuestra parsimonia, ¡viendo como nuestros hermanos no hacen nada! Ellos, que fueron los perfectos soldados de la rebelión, estaban vagueando y divirtiéndose, entregándose a todo pecado posi...

—Oh, por favor, eres un amargado, ya me ha quedado claro —gruñí interrumpiéndole, poniendo los ojos en blanco y echando la cabeza hacia atrás—. ¿De verdad me vas a explicar todo tu plan de villano? ¡Me da igual como empezara, pedazo de escoria! Voy a disfrutar tantísimo cuando Lucifer y mis hermanos te despedacen...

Apretó los dientes y fingió que no le había reventado por dentro que estropeara su minuto de gloria, pero me recorrió un escalofrío ante esa brillante mirada azul que parecía afilada por la astucia.

—¿Qué Lucifer? ¿El que está babeando tras un patético humano? ¿El que parece haber olvidado ser el Rey poderoso y mezquino que estaba destinado a ser?

Chasqueé la lengua. Odiaba con todas mis fuerzas que la mayoría de quienes no le conocían, pusieran en él unas expectativas que le obligaban a cumplir para sus propios beneficios.

—Lucifer nos ha regalado una oportunidad y una vida, Eligos —siseé alzando el mentón con orgullo—. Querían convertir este lugar en nuestra tortura y sin embargo él lo transformó en un hogar para todos nosotros, un Reino que él nunca quiso. Nos lo ha dado todo, incluso a ti te liberó de tu encierro ¿y así se lo pagas? ¿Traicionándole? ¿Por qué? Todo por una estúpida guerra que lo único que traerá será muerte y barbarie para los nuestros.

Resopló poniéndose en pie, jugueteando con el cuchillo en su mano.

—Os habéis vuelto unos conformistas.

Reí con amargura y me incliné hacia él cuando le tuve lo suficientemente cerca.

—Nos hemos vuelto consecuentes —sentencié—. Esta es nuestra vida, nuestra familia, y lucharemos por y para defenderla si es atacada, no por algo que no traerá nada bueno para nadie.

Su sonrisa se ensanchó y abrió los brazos, señalándome.

—Es exactamente eso lo que vamos a hacer, defendernos. Antes pretendía que la profecía se cumpliera, por ello motivé a Lucifer a salir del Infierno, pero ahora...

Se encogió de hombros y yo parpadeé frunciendo el ceño, sin entender absolutamente nada.

—¿Profecía? ¿De qué profecía estás hablando?

—Oh, Lilith, Lilith... —Negó con la cabeza, paseándose a mi alrededor—. Lo vi claro hace milenios. Apareció como un destello, como todas mis visiones del futuro: «Cuando el Diablo camine entre los mortales, el mundo temblará. Pero cuando encuentre en él a su verdadero y único amor, será el Cielo el que lo haga». Y el futuro es cambiante a voluntad de su dueño... así que tenía que hacer lo posible para que esto sucediera.

Pude percibir el temblor de mi cuerpo como si un frío gélido hubiera sacudido la estancia desde el abismo. Mi labio inferior temblaba y mis ojos se posaron en toda la extensión del Reino por unos momentos.

¿El Cielo temblará cuando Lucifer encuentre a su único amor?

Ya lo había encontrado.

Miré a Eligos, como si fuera la personificación de esa guerra.

Sentí el aire comenzando a faltarme. No, no podía ser cierto. Pero dudaba mucho que fuera un invento del demonio, porque encajaba perfectamente con el extraño y obsesivo comportamiento de Azrael. Lo entendí, entonces lo entendí. Por ello quería que Lucifer volviera al Infierno y, si no lo conseguía, alejar a Kailan todo lo posible de él.

Matándolo si era necesario.

Si el amor de Lucifer moría, el Cielo no temblaría, ¿no? Supuse que esa fue su misma conclusión. Pero ya estaba ocurriendo, toda la Creación al completo estaba temblando, todos sus Planos. Aquí abajo se preparaban para una guerra, Azrael mataba humanos sin ton ni son y los temporales y tempestades sacudían la Tierra. Tragué saliva, siendo consciente del destrozo que teníamos sobre nuestros hombros.

Aquello podía ser el fin.

—¿Cómo...? ¿Cómo sabes eso? —conseguí preguntar entre temblores.

—Por lo visto existe un Cuaderno de Profecías en el Cielo donde se escriben todos aquellos hitos que marcarán la Creación. Lo que se escriba, se cumplirá. A menos que algo les suceda a los implicados, por supuesto. —Se sentó de nuevo en el trono, frotando su rodilla herida y suspirando—. Y es eso lo que está a punto de pasar.

Mis ojos no se apartaron de él y lo que, en un principio hacía temblar a mi cuerpo de miedo, entonces fue de rabia.

—Qué vas a hacer —ese gruñido entre dientes resonó por toda la alcoba.

Sonrió y ladeó la cabeza, mirándome de arriba abajo.

—¿Yo? Nada, tan solo cumpliré con mi papel. Me han prometido una guerra y yo la pienso liderar.

Fruncí el ceño.

—¿Quién te ha prometido...?

Un carraspeo interrumpió mi pregunta y me hizo girar la cabeza en dirección a la puerta.

Azrael, apoyado en el marco de la entrada de la alcoba, me saludó dedicándome una ladina sonrisa.

—Hola, mi odiada Lilith.

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