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15 || late night talking

Helena Silva

Más que un apartamento, podría calificarse como una casa hecha y derecha. Una entrada amplia, salón-comedor limpio y ordenado, conectado directamente con la cocina, y dos habitaciones, además de un cuarto de baño y de un balcón con vistas al bosque que colindaba con el conjunto de edificios.

Arrastré la maleta por el suelo de parqué mientras Charles dejaba las llaves en una mesita que presidía la entrada y caminaba hacia la cocina.

—¿Quieres comer algo? —me preguntó—. Hice la compra esta tarde.

—No te molestes —me apresuré a decir—. Nos dieron la cena en el avión —mi barriga parecía bastante satisfecha.

La noche cerrada nos invitaba a bajar la voz, aunque no hubiera nadie a quien molestar. Sus vecinos más próximos estaban lo suficientemente lejos de allí, así que no había motivo alguno por el que charlásemos con moderación.

—¿Tienes sueño? —se apoyó contra la isla, que debía actuar como mesa siempre que estaba por Italia.

Negué con suavidad.

—No, aunque puedo adivinar cuál es tu siguiente pregunta —bromeé.

—Pero yo no soy capaz de adivinar tu respuesta, chérie —su sonrisa nerviosa me nubló durante un instante.

Saber que se sentía incluso más inquieto que yo fue reparador. Si no me hubiera revelado su faceta más frágil, no habría podido manejarlo correctamente. Tendía a olvidar que Charles no se contenía ni fingía cuando estábamos juntos. Que fuera tan distinto a mí, hacía que me gustara más, que no pudiera sacarme de la cabeza su tiernas risitas, agitadas y enardecidas.

Me acerqué la maleta, agarrando con fuerza su asa de metal.

No podíamos aplazar por más tiempo. El fulgor en sus ojos verdes no me dejaba mirar hacia otra parte.

—Sí —tragué saliva—. Quiero que hablemos.

El alivio bañó su rostro como una cortina de agua cayendo sobre el desierto.

—Bien —masajeó sus dedos—. ¿Quieres ponerte cómoda primero? —me propuso.

Yo acepté y él me indicó cuál era su habitación, la principal, y cogió una muda de ropa mientras yo usaba la estancia para cambiarme. Si bien no elegí un pijama de los que solía ponerme, me decanté por unos pantalones largos de mi pijama favorito y una camiseta básica de manga larga. También me cambié el sujetador por uno más suave, de encaje, menos desahogado, porque no me veía con el valor de ir y venir a través de su casa con tan pocas prendas encima.

A los minutos, después de revisar mi móvil y de recoger la maleta un poco, salí de su cuarto. Fui al cuarto de baño y me retiré las lentillas. Tenía la vista cansada. Estuve a punto de ignorar mi pobre visión, pero agarré las finas gafas plateadas de su estuche y me las puse. No quería perder detalle de lo que ocurriera a partir de ese momento.

El salón me recibió a oscuras y, al no localizarle, levanté la voz para que me escuchara.

—¿Charles?

—¡En el balcón! —me respondió, veloz.

Un tanto dudosa, caminé hacia la puerta de cristal y tiré de su pomo. Él, sentado en uno de los sillones y con una manta de pelo cubriendo sus piernas, me sonrió.

—¿No hace frío aquí fuera? —pregunté, echando algunos mechones tras mi oreja derecha.

—Tengo mantas —señaló las piezas, mullidas y cálidas—. Aquella vez me dijiste que te gusta mirar al cielo para relajarte —desvió la mirada y yo me di cuenta de la maravillosa vista que se abría ante nosotros al alzar la cabeza. El cielo estrellado me serenó por completo—. Podemos quedarnos aquí un rato —dijo, esperanzado.

Me había guardado un sitio a su lado, así que, sin dejar de admirar ese telón nocturno, me acomodé junto a él y tomé una parte de la manta que estaba usando para cubrirse de la brisa primaveral.

Subí mis piernas, cruzándolas. Charles se aseguró de que no pasaría frío al colocar mejor la gruesa tela sobre mi regazo.

—Sí —algunas constelaciones se distinguían con mucha claridad—. Es un paisaje precioso.

—Lo es —reconoció.

Después de pasar un tiempo hablando de las estrellas, con Charles tratando de adivinar cuál era la Osa Mayor y cuál la Menor, me fijé en que apenas se oían algunos insectos a lo lejos. También diferencié a alguna que otra lechuza ululando, pero, por lo general, el silencio de aquella zona nos ayudó a establecer la conversación que tanto había retrasado.

Primero comentamos cómo había decidido quedarse en una casa como aquella. Según me explicó, su apartamento de Mónaco era todo lo contrario y, cuando tuvo que decidirse por esa segunda vivienda en Italia, solo sabía que quería la tranquilidad, la discreción, que nunca encontraría en su ciudad natal.

De ahí pasamos a otros temas hasta que, inevitablemente, llegamos al principal. Él no ponía impedimentos a las diferentes preocupaciones que le expresaba. Escuchaba y, cuando yo acababa, me proponía varias soluciones realistas que no perjudicarían nuestros sentimientos.

En plena charla, entorné la cabeza y la apoyé en su hombro izquierdo, descansando por primera vez en semanas.

—No ... No me gusta ser el centro de atención —le dije—. Y una relación como esta sería ...

—Si ese es el problema, no me importa que lo mantengamos en secreto —aclaró—. Puedo demostrarte que no te sentirás incómoda. Solo es cuestión de tiempo —se posicionó—. Si esa es tu razón principal para no darnos una oportunidad, me ofendes —bromeó un poco—. No dudes de lo que estoy dispuesto a hacer con tal de esperarte, Helena.

—Pero no podremos escondernos para siempre —lo pensé durante unos segundos—. Tampoco quiero que nos escondamos eternamente —suspiré—. No es correcto. Estaríamos traicionando lo que sentimos y no me parece justo.

No lo era. No quería esquivar las miradas curiosas de la gente en público. No saldría bien. Contenernos suponía cortar las alas a una relación sana y libre, impedir que creciera con naturalidad.

Charles me agarró de la mano, reclinando también su cabeza contra la mía.

—No hay nada eterno en esta vida —farfulló—. No me importa ir con cuidado de cara al resto. Lo hagamos público o no, sea la semana que viene o dentro de un año —dio una cifra aleatoria—, no cambia que quiero estar contigo.

Pegué mi mejilla a su hombro, más afectuosa de lo normal.

—Tú me lo pones tan fácil y yo solo lo complico ... —apunté, dolida por no ser capaz de amar sin limitaciones—. Supongo que temo al abandono —le reconocí y me di cuenta de que nunca había expuesto ese miedo a nadie. Era ... Era la primera ocasión en que alguien lo escuchaba de mi propia boca—. Muchas personas me han dejado sola y no quiero que tú seas el siguiente —añadí a la explicación.

Me aterraba pensar lo que podría suceder. Enamorarme de él y que, finalmente, no funcionara. Que tomásemos caminos distintos a pesar de estar condenados a vernos todos los días. ¿Podría soportarlo? ¿Arriesgarme merecía la pena?

La paz que pululaba a mi alrededor confirmaba la respuesta a dicha pregunta, pero lo callé y aguardé a su voz.

—¿Y por qué te abandonaría? —inquirió, curioso.

Sí. Esa es una buena cuestión, Helena.

Además, si lo hiciera, nunca se lo reprocharía.

—No lo sé —entrecerré los ojos, apenada—. Porque nunca he sido la primera opción de nadie, supongo —deduje tras indagar en mi estresada memoria.

Aceptaba que fuese una hipocondríaca en cuanto al amor. Lo aceptaba, con todo lo que eso conllevaba y siendo muy consciente de que tendría que luchar contra cientos de miedos insulsos, raquíticos, que tratarían de perturbar el descanso que tanto habíamos añorado.

—Pues déjame demostrarte que eres mi primera opción, tesoro —su susurro me agitó.

—¿Lo soy? —debía procesarlo antes de sonreír como una estúpida.

—Claro que lo eres —besó mi cabello—. Estaría demente si no lo fueras —exclamó, alegre.

Con mi pecho henchido, me aferré a su declaración y me adueñé de ella, pues pensaba exactamente igual.

—Tú también eres mi primera opción, Charles.

No había nadie más en mi cabeza. Nadie opacaba el escenario en el que se movía y nadie se compararía a él en ningún maldito aspecto. Porque, con sus defectos y problemas, porque los tenía, seguía siendo mi favorito en todo.

—No hay prisa. Podemos ver hacia dónde nos lleva esto —expuso, acercándose a mí—. Quién sabe. Puede que acabe antes de tomar consistencia, pero no quiero pensar en lo que podría haber sido y nunca fue por miedo a la repercusión mediática o al qué dirán. El arrepentimiento es uno de los peores sentimientos que existen —concluyó su reflexión.

Ciertos tintes de dolor corrieron entre esas palabras. No pasaron desapercibidos a mis oídos. Sin embargo, me negué a rebuscar en sus recuerdos más dolorosos. No estaba allí para sacar a flote momentos de una vida que conocería poco a poco. Charles me mostraría su oscuridad. Lo haría. Yo esperaría a que fuera el momento indicado y recibiría sus resquemores con los brazos abiertos.

—Arrepentirse nos hace humanos —musité.

—Sí, pero no quiero añadir nada más a esa lista —dijo, nostálgico.

Sostuve algunos de sus dedos, pensando en ese último mes, en los giros se habían producido desde que lo conocí. Fue un flechazo. Ni siquiera amor a primera vista porque mis ojos no se cruzaron con los suyos entonces. Solo ... Solo unimos nuestros destinos de una manera inequívoca, férrea y, en algún instante, ilógica.

Me cargué con una buena bocanada de aire.

—No me arrepiento de haber ido a aquella fiesta en Baréin —y, al decirlo en voz alta, él también fue partícipe de mi pensamiento.

—Yo tampoco —me apoyó—. Debe de ser una señal para que sigamos hacia adelante, ¿no? —su insistencia era tan adorable que reí.

Una carcajada solitaria, impulsada por esperanzas que viajaban entre ambos.

—Es probable —rocé uno de sus anillos con mi dedo índice y dejé de negar lo innegable—. Intentémoslo.

—Ah ... Música para mis oídos —soltó, aliviado.

Sonreí, aunque no demostré dicha alegría verbalmente.

—Pero, de momento ...

—No se enterará nadie —me aseguró—. Nuestra privacidad es lo primero y que te sientas cómoda lo es todavía más.

Proteger lo que teníamos era la base de todo. No avanzaríamos si nos veíamos coaccionados por su posición o por la mía en el equipo, así que debíamos cuidar nuestra relación a toda costa. Solo de esa manera lograríamos vislumbrar un futuro realista y sincero. Al menos, los primeros meses. Serían semanas decisivas para mis sentimientos, para los suyos. No había mucho que aclarar porque el amor inundaba su bonita terraza, pero mi tozudez impedía que le diera ese título. Aún no estaba preparada.

—¿He dicho ya que no te merezco? —inquirí, pegada a él.

Charles no me dio la razón. Se apretó contra mi costado, disfrutando de la cercanía que yo misma había propiciado.

—Mereces más, chérie —dijo, muy contundente—. Muchísimo más.

—¿Más que un campeón de la Fórmula 1? —intervine, sacándole unas risitas—. Lo dudo —mi escepticismo le divirtió más de lo que había previsto.

—¿Qué pretendes? —me interpeló—. Seré yo quien se sonroje esta vez.

Sonreí tanto que mis comisuras empezaron a doler.

—Disfrutas burlándote de mi poca tolerancia a todo lo que viene de ti, ¿verdad? —le eché en cara.

—No me burlo —se defendió, haciéndome reír un poco—. Es que eres demasiado tierna —indicó. Mis pómulos hirvieron a fuego lento después de escucharlo—. Tus mejillas granates me dan la vida.

—Ya basta, por favor ... —lloré, escondiéndome en su camiseta.

—Está bien —dijo al cabo de unos segundos—. Hora de dormir —se palmeó el muslo. Yo me separé mínimamente para que pudiera ponerse en pie y estirarse. El cansancio acumulado resonó junto con el crujir de sus huesos. Tras el breve estiramiento, concentró su atención en mí—. Mañana haremos todo el turismo que desees y procuraré medir mis palabras para que la sangre no se te suba tanto a esa cara hermosa que tienes —y me ofreció su mano derecha.

Por supuesto, la cogí.

Algo me decía que no volvería a soltarla.

Entramos dentro. Él se encargó de cerrar la puerta de la terraza. La suave calefacción consiguió que entrara en calor enseguida. Mis dedos fríos, igual que la punta de mi nariz, se vieron reconfortados al segundo. Su casa me transmitía una calidez similar a la que traía siempre consigo.

Comentó algo sobre la habitación, pero estaba tan ocupada en agarrar de nuevo su mano que, lamentablemente, no pude discernir sus palabras. Charles me llevó por el oscuro pasillo y frenó delante de su cuarto. Dijo que dormiría en la habitación de invitados, que yo podía usurpar su cama. Me la prestaba. Se lo habría agradecido de no ser por la maldita sensación que me ahogó la garganta.

Enterada de sus planes, mantuve la fuerza con la que sostenía su mano, impidiéndole llevar a cabo lo que se había propuesto sin consultarme. Cuando tuve sus ojos verdes descansando en mi rostro, la voz huyó de mi interior para expresar esa opinión con total claridad.

—Charles —me observó, comedido—, duerme conmigo —y guardé silencio.

Estaba abriendo otra cerradura que, hasta entonces, había permanecido bloqueada.

No recordaba haber dormido con alguien más que mi madre, mi abuela y David, aunque ninguno de los tres contaba porque eran mis familiares más cercanos. En realidad, fue también una sorpresa para mí misma, pues no concebía mayor intimidad que esa. Además, dormir suponía algo sagrado en mi vida. Amaba la calma previa al sueño, ese merecido reposo después de un largo día de trabajo. Y, precisamente por eso, nunca me había planteado compartir un acto tan personal, tan íntimo, con nadie más que mi hermano pequeño o mi difunta madre.

Pero Charles era mi excepción, claro.

Necesitó de unos segundos para procesar mi petición. El movimiento de sus labios, que intentaban formular una respuesta coherente y digna de lo que le solicitaba yo, me zarandeó duramente.

¿Había algo más adorable que verle dudar, a pesar de ser la persona más determinada y valiente que conocía? No. No lo había.

Aquel pinchazo en mi pecho bastó para que esperara su resolución final.

Sei sicura? —quiso asegurarse de que no lo hacía por cortesía u obligación. Asentí, con las esquinas de mi boca intentando levantar el vuelo y formar una nerviosa sonrisa—. Okay, bene ... —se revolvió el cabello mientras acariciaba el dorso de mi mano con el pulgar—. Deja que vaya un momento al baño, sí? —preguntó por mi visto bueno.

—Te espero en la cama —no me di cuenta del atrevimiento que implicaba y lo dije sin más.

Nunca había dicho algo así. A nadie. Sin embargo, fue una de las cosas más placenteras que podría haber experimentado. Analizar su bonita mirada, cargada de ilusión por compartir ese reducido espacio conmigo, arrasó con mi sentido común. Estuve a punto de encadenarme a él para el resto de la noche, pero permití que se marchara al baño y orienté mis deseos hacia la amplia cama que, sin lugar a dudas, olía a Charles.

Era cómoda, blandita y con capacidad más que suficiente para dos personas. Me metí bajo las sábanas, un poco nerviosa, aunque también emocionada por todo lo que estaba pasando. Mientras dejaba mis gafas en la mesilla de noche, la realidad lo agitó todo nuevamente.

¿Alguna vez pensé que habría alguien que me querría por cómo era? ¿Que no se encapricharía de mi supuesto potencial y trataría de cambiar mi desastrosa actitud? No. Nunca entró en mi expectativas. Me resigné a estar sola porque me gustaba eso de lidiar únicamente conmigo misma, pero Charles lo puso todo patas arriba porque añoraba pasar hasta el último minuto del día a su lado, si me era posible.

Yo, una de las personas menos sociables sobre la faz de la tierra, deseando unir mi vida a la de otro individuo de carne y hueso.

Una maldita locura.

Con la solitaria luz de la mesilla de noche como único farol en el cuarto, su figura entró en mi reducido campo de visión. Se acercó al lado derecho de la cama. Si bien no sabía cuál era su lado preferido para conciliar el sueño, deduje que debía ser ese, pues no dijo nada al respecto.

Dejó su móvil sobre la mesilla más próxima.

No le quitaba la vista de encima, por lo que vi en primera fila cómo se sacaba la camiseta de un movimiento limpio. Estupefacta, contemplé sus abdominales de una manera que, desde luego, podía calificarse de exhaustiva y detallada. A pesar del rápido ritmo que tomó mi corazón, no logré apartar la mirada de su trabajado torso, ni siquiera cuando Leclerc puso su rodilla izquierda sobre el colchón y reparó en mi desvergonzado examen.

—¿Te importa? —me lanzó una mueca, temiendo que no me sintiera tranquila si se sacaba la ropa tan repentinamente—. Esta casa es muy calurosa —justificó su exhibicionismo.

—¿Eh? —exclamé. Solo obtuve una mirada suya—. No. Claro que no —negué, aferrada a las sábanas.

Apartó las mantas y se metió en la cama mientras intentaba que su sonrisa más pícara siguiera oculta. Distinguí cómo apretaba los labios y me sentí ... Me sentí más pequeña y transparente que nunca.

La penumbra de aquella habitación no me ayudaba a esquivar sus ojos. Él descubrió pronto que mis mejillas estaban rojas y lo saboreó tanto como quiso.

—¿Te quedarás tan lejos? —se apoyó en la almohada, risueño—. No voy a comerte —me prometió.

Ciertamente, estaba bastante apartada de Charles. En la esquina contraria, más bien, y, al no mostrar ninguna señal de acercamiento, él debió preguntarse si no se había comportado con demasiada libertad para ser la primera ocasión en que llevábamos a cabo una actividad tan íntima.

—Es que ... —se me secó la boca y tuve que cubrir parte de mi cara con las sábanas—. Dios mío —mi español le provocó una dulce risotada—. Es la primera vez que, conscientemente, duermo con un hombre que, para más inri, anda medio desnudo —los hoyuelos de Charles aminoraron un poco la velocidad de mis latidos—. Mi hermano de seis años no cuenta —hice un pequeño inciso.

—Me cambio de camiseta en el box muchas veces —rescató de mi memoria alguna de esas ocasiones—. Es imposible que no me hayas visto así antes —sentenció.

—Siempre miro hacia otra parte —dije, avergonzada de mi propio pudor. Él apenas pudo aguantar la sonrisa al morder su labio inferior—. Es ... Es demasiado para mí, ¿sabes? —me expuse, ansiosa.

—¿De verdad? —sonrió más—. Vamos, acércate, chérie —sentí su mano reptar bajo las sábanas y agarrar mi cintura con suavidad—. Haré que tu primera vez sea inolvidable, d'accord? —dijo, haciéndose el gracioso.

Me arrastró hacia él. No opuse resistencia. En un abrir y cerrar de ojos, me encontraba enjaulada contra su amplio y cómodo pecho, como si ese lugar hubiera tenido mi nombre grabado desde que puse un pie en su apartamento.

Un tanto apocada, deslicé mi brazo izquierdo por su costado. El calor de su piel me regaló una sensación reconfortante y ridículamente cautivadora.

—No me hagas reír —su perilla cosquilleó mi nariz—. Esto es algo importante —le solté de broma.

—Ven ... —me abrazó y yo enterré la cara en su cuello—. No es como si fueras a tocar algo que tuvieras prohibido —murmuró.

Suspiré, a punto de enloquecer gracias a la loción de baño que se había rociado en algunas zonas después de cambiarse de ropa.

—Deberías prohibírmelo ... —y moví mi mano para evitar la trayectoria que me llevaba a su firme abdomen.

Relajándome, descansé los dedos en su espalda.

—Ya hablaremos de condiciones y reglas —besó mi cabeza, incapaz de mantener la boca lejos de mi cuerpo—, pero no hoy, tesoro ... —decidió, abandonándose a la tranquilidad de ese abrazo.

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