XXIII
Solo se escuchaba el sonido energético de las laptops en funcionamiento y, aunque todos observaban al señor Lemacks pasmados, nadie se atrevió a decir una palabra hasta corroborar su próximo movimiento.
Clarissa, anonadada, le tendió discretamente una servilleta que Anthony agradeció murmurando y, sin más, un furioso licenciado se largó del edificio dejando a todos conmocionados. El revuelo de supuestos pronto invadió el recinto cuando lo vieron abordar su vehículo y salir a toda prisa.
Muchos comentarios comenzaron a propagarse, pero, para la fortuna de Anthony, ninguno era una mala conclusión de él porque todos sus empleados lo estimaban tanto que olvidaban la condición que los diferenciaba. En seis años, el licenciado había hecho cambios categóricos en el manejo de la empresa, desde asuntos simples como la locación de oficinas, a complejos como las fieras inversiones que competía con otras multinacionales que, ante cualquier descuido, podían crearle un bache financiero enorme.
—No creo que Anthony haya sido un pendejo con ella —murmuraban en el primer piso destinado a las comunicaciones.
—Pero a veces es un poco torpe con las chicas...
—¿Solo un poco? —comentó una rubia tecleando rápido unos informes—. Solo tiene tiempo para la empresa y sus clases, me da lástima esa chica.
Nadie comentó nada después de eso porque era bien sabido que la rubia fue rechazada en cada intento que se atrevió a dar con su empleador. Lo que era sabido por todos, pero que nadie mencionaba, era que Anthony era extraño. Todo el mundo se divertía cuando discutían con Marcus y, visto desde fuera, el dueño de la empresa parecía el moreno y no el licenciado.
Cuando el señor Levs lo presionaba demasiado, Anthony solía refugiarse con ellos —los de recursos humanos y los de comunicación— y se pasaba la jornada bebiendo café, pidiendo prestado laptops para teclear algunos correos electrónicos y caminando por toda la planta. Siempre pedía lo que ellos querían para comer y beber, pero luego llegaba Marcus a reprenderlo.
Todos amaban a Anthony y, aunque también estimaban a Marcus, este imponía cierto temor. Pero no Anthony, solía ofrecer ayuda siempre y cuando notaba que alguien estaba mal, sin importar quien sea, de inmediato intervenía.
—Oigan, ¿qué dicen si pedimos ese pastel de chocolates que le gusta a Anthony?
—Solo se permite comerlo en acción de gracias —puntualizó la rubia con el bolígrafo en la boca.
—Lo sé, pero será como una sorpresa.
—Me apunto.
Y así todos estuvieron poco a poco de acuerdo para recibirlo con un espectacular pastel cuando regresara.
Pero Anthony, en ese momento, conducía a toda prisa a su departamento. El enfado en conjunto con las diversas incógnitas no lo estaban dejando tranquilo.
Tantos conflictos laborales, agregando los personales, estaban empezando a molestarlo a gran medida. Podía soportar cualquier acto que Theodora se atreviera a hacer, pero que fuera a su trabajo, a increparlo de la forma que lo hizo en un momento tan tenso para la empresa, lo desencajó.
No iba a permitir que la jovencita hiciera con él lo que quisiera. Había una brecha muy fina entre el respeto y su capacidad de tolerancia y Theodora la había salteado sin siquiera argumento alguno. Al menos si se justificara su accionar podría, quizá, entenderla. Pero no encontraba nada que él haya hecho tan horrendo como para que lo atacara de esa manera.
¿Se habría enojado al percatarse quien realmente era? ¿Por ello no lo había llamado? Pensaba y asumía que era lo más probable dadas las circunstancias, pero no había justificación tras su arrebato. Llamarlo de la forma en que lo hizo, insultarlo y luego bañarlo en café —al menos agradeció que estuviera tibio—, no la eximía de otro resultado que se hubiera logrado si tan solo le hubiera pedido hablar con él.
Soltando un bufido, aparcó el coche y se sumergió al edificio con pretensión a ducharse nuevamente porque, al afirmar que no podía esperar otra respuesta de una jovencita, el enfado se volvió contra él.
Apretó la mandíbula presionando con fuerza el botón del ascensor y se maldijo al saber que unas lágrimas le estaban nublando la visión. Llevándose las manos a los ojos, se obligó a soportar el dolor que le provocaba el hecho de que su musa fuera tan joven, pero al saberse un maldito depravado lo obligó a prácticamente correr hasta el departamento para encerrarse en el aseo.
Anthony se llevó las manos al rostro intentando al menos por unos días que le llevaría la tarea, no ser un irresponsable. Limpiándose las lágrimas con rabia, se desvistió arrojando su camisa blanca manchada con café a un lado.
Había comprendido, desde que se enteró, que no solo fue un irresponsable, sino que ardería en lo más profundo del infierno por haberla profanado de ese modo. Sentía tanta vergüenza por quien era, que verla ahora le resultaría chocante, pero fue un egoísta y decidido a enmendarse por el bienestar de su eterna amada, decidió residir en lo más bajo de las escalas de las prudencias y, sobre todo, a no tener jamás la osadía siquiera de mirarla nuevamente.
Era indescriptible el dolor que Anthony sentía en ese momento, todas sus instancias pasaban por situaciones tan bajas y delirante que, él estaba seguro, era lo menos que se merecía por ser un profanador.
Sabía que el enojo que lo movía ahora era imperativo para llevar a cabo la despedida, al menos momentánea, hasta que ella estuviera realmente segura en su adultez. Pero él no sería el responsable de arrancarle su juventud, no lo haría, aunque le costara varios inicios de traumas.
De modo informal, Anthony se presentó a la preparatoria. Su intención era pasar inadvertido entre los docentes que ya lo reconocían, pero, lo que no sabía, era que con aquella camiseta, jeans y tenis negros estaba más sexy que de costumbre llevándose la mirada de todos. Incluso un sinfín de estudiantes lo observaron descaradamente, intercambiando opiniones lujuriosas acerca de su persona.
Anthony, ignorante a la curiosidad que había despertado, se dirigió con determinación a la oficina del director Masson, encontrándolo fumando un puro mientras leía unos documentos.
—¡Licenciado Lemacks! ¡Cuántas visitas consecutivas! ¡Pase, no es necesario que llame! —exclamó incómodo, aunque irónico, para luego tenderle la mano—. Siempre es un gusto, por favor, tome asiento.
Anthony soltó un suspiro ignorando el saludo y procedió a sentarse mientras abría su portafolio sacando una carpeta que le tendió tratando de mantener la calma.
—Mis abogados vendrán en breve —fue lo primero que dijo. El director, con manos temblorosas, abrió el archivo acomodándose los anteojos—. Trato de ser razonable, paciente e, incluso, peco de ingenuo, pero con los estudiantes no. Ahora, explíqueme eso.
—Usted es un hombre de negocios... sabe cómo está la economía hoy, es difícil mantener una institución con los pocos fondos que el estado nos envía.
—Lo sé, ahí entro yo —masculló.
—S-sí. No digo que sus donativos sean escasos...
—Lo que leo ahí es que miles y miles de dólares se han perdido por tres años consecutivos. Esos miles de dólares estaban predestinados para becas estudiantiles. ¿Quiere explicarme qué sucedió?
—El edificio ha sufrido un incendio hace tres años...
—Lo sé, invertí en ello también. Aguarde... Invertí en la restauración completa —dijo ya molesto de sus excusas, por lo que se puso de pie y poniendo las manos sobre el escritorio, fue muy breve cuando le dijo—: Mis abogados se están encargando de investigar donde se ha fugado el dinero, será mejor que hable porque terminaré por saberlo. Por lo pronto, no tengo el poder para despedirlo hasta que el estado no revea esta situación, pero sí me haré cargo de todo lo que suceda aquí como nuevo rector temporal. Usted no será más que un decorado. ¿He sido claro?
—¡Usted no puede hacer eso! —exclamó poniéndose también de pie—. ¡Hace más de veinte años que trabajo en este instituto!
—Aquí —comenzó ignorando su parloteo—, está la licencia del actual rector quien, por múltiples causas detalladas aquí —murmuró buscando el archivo pertinente—, se ausentará, por lo tanto, ocuparé el puesto durante esos meses —afirmó tendiéndole otro documento que avalaba y certificaba todo lo que le estaba informando—. Pediré reunión con el cuerpo pedagógico y, usted, me enviará detalladamente quienes integran el consejo académico. Espero poder conocer a todos antes de que finalice la semana.
» Y no me sorprende que las bajas en sus estudiantes sean tan altas, no entiendo cómo han permitido que esté tantos años. Sí me hace la tarea dificultosa, la prensa solo espera un leve asentimiento de mi parte para hacer público el hecho. Su reputación y libertad está en juego, no tiene alternativa.
—¡Esos jóvenes no tienen futuro! Lo único que hago es ser estricto, pero en cuanto ven un poco de eso, se largan. ¿Quiere que seamos unos permisivos y permitamos toda clase de delitos en nuestra institución? Usted no tiene idea la clase de jóvenes que viene aquí. ¡No puede venir y hacer lo que quiera! —dijo amenazante.
—Lo que me queda claro es que a usted le falta humanidad. Ahora, si me disculpa, veré qué oficina está disponible. ¡Oh! Envíeme ahora los expedientes de los estudiantes más sobresalientes, creo que podrá con eso —espetó largándose y dejando a un director enteramente estupefacto—. Como su nuevo rector, espero eficiencia en su desempeño.
***
La edificación contaba con cinco macizas plantas que eran ocupadas por diversos salones que se repartían en grados. La preparatoria pública Wolffarhell de ciencias y tecnologías, era conocida por la rigurosidad en sus registros: no se permitía el ingreso de absolutamente nada ilegal, pero, como siempre, Theodora se las ingenió en sus tiempos de proveedora.
La arquitectura era simple, rigurosa y apagada; el único verdor que había eran los frondosos árboles que se hallaban fuera de la alta valla; la construcción ocupaba una cuadra y solo había un ingreso permitido que era vigilado por cuatro de los varios guardias de seguridad que trabajaban allí.
Lógicamente que los docentes y el cuerpo académico tenía pase libre, pero no los estudiantes: una vez que pasaba el horario de ingreso, el tosco guardia impedía de manera terminante que los estudiantes ingresaran al colegio.
Theodora y Ryan habían llegado tarde porque se entretuvieron comprando pastelillos y era por ello que ahora habían estacionado el vehículo fuera del instituto sentándose en el cofre del mismo a engullir las delicias dulces mientras miraban, Ryan relajado y Theodora furiosa, la construcción.
—¡No puedo creerlo! —exclamó la pelirroja con migajas en la comisura de sus labios y barbilla—. Primera vez que llegamos tarde y no nos dejan entrar.
—Tenías cita con el consejero —comentó Ryan para luego continuar comiendo. La joven de inmediato lo miró impresionada.
—¡No me jodas, pendejo!
—Están preocupados por tus múltiples ausencias este último semestre —dijo encogiéndose de hombros.
—¡Me lleva el diablo! ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¡Voy a entrar! ¡No pienso venir a clases de verano a este infierno!
—No se puede, roja. Además, las clases de verano no son tan malas. Me han dicho que se la pasan durmiendo sobre el pupitre, algo que haces a diario.
—Prefiero dormir en mi cama —farfulló limpiándose el azúcar en su playera para luego descender del cofre—. ¿Vienes?
—No estoy tan demente —dijo como si fuera obvio ingiriendo, ahora, de su botellín de cola.
La pelirroja le enseñó el dedo del medio y, soltando un suspiro, bordeó el perímetro por la derecha, lejos de los guardias, evaluando minuciosamente por donde era mejor saltar. Sabía que el aparcamiento era más seguro para su salud física, dado que debía trepar y luego saltar la valla, pero corría riesgo de que la vieran y fácilmente podría ser expulsada.
Cuando estaba doblando en la esquina se percató que los ventanales estaban abiertos —debido al agradable clima que hacía— dándole como panorama los salones de clases u oficinas y, desde donde estaba, se podía ver claramente lo que estaba haciendo.
Exclamando una maldición, corrió a toda prisa a la parte trasera del edificio que, además de ser aparcamiento, había un amplio patio que distanciaba y dificultaba la visión hasta la valla.
Frunció el cejo al calcular cuánto tiempo le llevaría trepar esa altura de tres metros. La caída era otra cosa, eso sería rápido, pensaba. Contempló por varios minutos el sitio y al no notar movimiento, se apresuró en treparla —agradeció internamente tener práctica cuando, tiempo atrás, debía escapar de la policía— y estaba por alcanzar su victoria, pero no se percató que la tensión del alambrado en el centro era nulo por lo que llegando al extremo comenzó a moverse cuál gelatina y, perdiendo el equilibrio, se lanzó al interior desgarrándose su playera.
Se escuchó un fuerte ruido sordo seguido de la alarma del vehículo. La joven, mascullando una maldición y gimiente, se apresuró a moverse del techo de aquel vehículo blanco que le había producido un abollón y, caminando de manera lamentable, se escondió tras un contenedor de residuos en el momento justo que hacía aparición uno de los guardias junto a personal de limpieza.
Esperó un largo rato que parecieron eternos y cuando terminaron de revisar todo y la alarma del vehículo se había cansado de sonar, escuchó que tenían que dar con el director, quien resultó ser el dueño del vehículo, o más bien, su esposa. Theodora al escuchar eso maldijo en medio de murmullos porque si se enteraban de que fue ella la causante de semejante daño, el director no solo la expulsaría sino que levantaría cargos.
La primera campana de receso sonó y, Theodora, aprovechó la muchedumbre de jóvenes que usaban el patio para tomar aire para filtrarse entre ellos.
La joven se movió con paso lento debido al entumecimiento de sus músculos, además que le dolía asquerosamente la espalda. Soltó un resoplido cuando se percató que su tenis también se había dañado con el alambre de la valla y maldijo estruendosamente al saber que no podría comprarse otras.
Fue directo a secretaria que se hallaba en el primer piso y rogó que no tuviera que subir las escaleras porque, aseguraba, le llevaría un año. La mujer madura, pelirroja al igual que ella, la miró de inmediato y luego frunció el ceño.
—¿Te encuentras bien, cielo?
—Sí. Tenía reunión con el consejero. Soy Anderson, de último año.
—Anderson... —murmuró mientras tecleaba rápido en la pantalla—. Sí, aquí estás. De hecho... la reunión era antes del receso. Debieron ir a buscarte a tu clase, ¿no lo hicieron?
—Es que me sentí mal y estaba en el aseo —dijo rápido, inmutable frente a la mentira.
—Ya veo —masculló—. De todos modos tienes cita con el rector... en cinco minutos. Será mejor que te apresures, es nuevo y bastante estricto.
—¿O-oficina?
—Piso dos, oficina tres. En el ala izquierda. —La joven asintió asustada y, presionando las tiras de su mochila, abandonó la secretaría.
Vio el final de su instancia educativa muy cerca. Después de todo se lo tenía merecido: el incendio al laboratorio, la venta de estupefacientes, el tiempo mayoritario que dormía en clases, las innumerables de veces que perforó la ruedas de los vehículos de los docentes, y sin contar que cuando se aburría en extremo solía armar algún tipo de desmadre entre sus compañeros para al menos reírse por un rato. Soltó un suspiro porque definitivamente merecía la expulsión.
El rector jamás la había llamado, es más, solía guardarle cierto recelo cuando pidió ser parte del programa que premiaban a aquellos estudiantes con las calificaciones más elevadas otorgándoles una beca. Como ella cumplía con los requisitos, se apuntó, pero fue rechazada por diversos asuntos hasta que un día decidió no insistir más. Eso fue lo que le indicó que ella jamás podría ir a una universidad y, el director Masson, se lo había dejado muy claro cuando le espetó que a la universidad no iba a poder ir a dormir en el pupitre y que era una vergüenza que los docentes le coloquen la calificación que recibía.
Estaba segura de que al fin se habían enterado de al menos algo de todo lo que había hecho y era su oportunidad para expulsarla. Maldiciéndose, la joven subió la escalera descansando en cada tramo porque aún le dolía muchísimo el cuerpo.
Cuando al fin llegó al segundo piso se llevó las manos a la espalda, por debajo de la mochila, en un intento de masajear la zona. Esperaba no haberse quebrado alguna costilla. Los pasillos estaban atiborrados de estudiantes y el maldito bullicio le estaba empezando a molestar porque solo incrementaba su nerviosismo.
A paso lento fue en la dirección indicada y, cuando estaba por golpear la puerta de madera con vidrio difuminado, salió una alta profesora. La joven reconoció enseguida a la estirada de aritmética y fingiendo un saludo se apartó para darle paso.
—Anderson —dijo señalándola y haciendo un leve inclinamiento de cabeza a la espera de su confirmación, por lo tanto, la joven asintió—. El rector la espera.
—Gracias —susurró agotada.
La rubia de bote le dedicó una enorme sonrisa fingida y se retiró con prisa. La pelirroja, reuniendo agallas, limpió la sudoración de sus palmas en su playera, y golpeando levemente la puerta la abrió mientras decía:
—Soy Anderson, tenía una cita... ¡¿Pero qué demonios?!
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