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II. Entre enemigos

No es tan distinto. De verdad que no lo es. Son las mismas armas cargándose todas a la vez, los mismos pies, pero esta vez marchan en un orden absoluto.

Los golpes son únicos, fantasmales. Responden a un solo silbido, como el del viento entre los edificios.

Y yo soy parte de ellos.

He intentado ser obediente, serles útil. He sido útil.

—Cuando tengas miedo, Adri, cierra los ojos y piensa en Lutz. Si tienes algo por quien hacerlo, se hace menos difícil, — dice Tocmas, de espaldas a mí con un mapa en las manos.

Como teniente tiene una habitación separada de las filas y filas de literas donde yo duermo. Se supone al menos. Prefiero quedarme aquí, donde no hay hombres con intenciones torcidas.

—¿Sólo menos difícil? — No paso por alto ese detalle. Me recuesto sobre la cama desde donde aún puedo ver la ventana y el cielo nocturno, reflejo de lo que fue el pasado. — ¿Quién es tu quien?

Su risa es el susurro de un río, silencioso, estrepitoso, familiar. Las luces están encendidas, me recuerda noches en la habitación de la casa que compartimos de niños y de adultos. Son las mismas paredes blancas y tejados de tabla por dentro y teja por fuera. Estas son más nuevas, claro.

Ambos solíamos reír más.

—Tú, boba. — Deja el mapa sobre la mesita frente a la cama. Es un lugar estrecho, pero suficiente para uno. Somos dos. — Bueno y Lutz, ¿Quién más?

—No lo sé. — Le sonrío y me apoyo sobre los codos para levantarme sobre la colcha gris. — Tal vez tienes a alguien.

Levanto las cejas y él me empuja para que caiga de vuelta a las almohadas. No hace tanto las cosas eran siempre así.

Éramos niños. No sabíamos nada.

Aún no sabemos nada.

—No hay nadie en este abismo de sombras que me interese. Además ¿Para qué perder más?

Cuántas vidas han fragmentado el alma de mi hermano. Veo a través del reflejo café ámbar de sus ojos a las grietas que no muestra. Se esconden bajo paredes de hielo, bajo sonrisas de lado y se expanden poco a poco, se tiñen de negro, se tiñen de rojo.

¿En cuánto tiempo más estaré igual?

Pero mis grietas son distintas. Las torturas que he soportado son otras.

No me cuenta todo. No necesita hacerlo.

—No te cierres así, Toc.

Al acostarme siento todos los puntos donde mis músculos queman por el entrenamiento. Sería más adecuado decir que estoy en llamas.

—No me cierro. Me protejo. Te protejo. — Tocmas chasquea la lengua y se pasa las manos por su cabello de puntas naranja, tan lacio y con tanto gel que ni una tormenta lo movería.. — Duerme lo que puedas. Mañana vas a ver porque nunca te cuento nada.

Y con esa promesa tan alegre como tantas otras, me obligo a dormir, porque las mañanas empiezan oscuras y terminan con cielos rojos.

• • •

El camuflaje negro cubre mis brazos pálidos de la luna congelada. Una máscara de tela negra con trazas blancas de calavera oculta mi boca y mi nariz. El cabello debe estar completamente atado. Yo prefiero las trenzas, son más cómodas cuando usas gorra, también esa es negra.

Nos rodean los árboles. Somos una sola masa negra moviéndose en la oscuridad de las horas antes del amanecer, desperdigados, cargando cada uno más de un arma. En los árboles veo los sutiles movimientos de las sombras al pasar; sus pisadas disipadas por el viento que eriza mi piel.

Una melodía marca el primer aviso y todos nos formamos ante la mirada de Tocamas. Unos se paran apresurados del suelo, otros empujan a los que están en su camino y dejan las cosas tiradas como estaban.

Por un segundo sus ojos se quedan en los míos.

—¿Listos, manada de inútiles? Vamos a entrar y salir. No quiero problemas. No quiero juegos y no quiero retrasos. — Marcha de un lado a otro y se detiene frente a uno de los soldados. Le regale una sonrisa cínica. — Sobre todo tú.

No puedo ver la cara del chico. No es que pueda decirle nada a mi hermano.

Coloco mis manos en mi espalda, como se espera de mí, la mirada al frente, en el oficial, pero mis ojos están perdidos en el mosaico que forman las ramas con el sol, el sol que no hace tantos años era poco más que un recuerdo, un cuento de fantasía y una leyenda antigua.

Este sería un lugar de fantasía de no ser por los soldados. O quizá ellos son parte del escenario. Un claro en medio del bosque, la tensión en el aire, la promesa de aventura. Horrible, pero una aventura en fin.

—Valer, la batalla está aquí abajo, no en las nubes, — llama mi hermano.

Lo miro con desprecio, aunque sé por qué lo hace. Tengo que regresar a tierra, anclar los pies y dejar de pensar. Hay algo en este pueblo que buscar.

¿Dónde se lo llevaron? ¿Dónde están todos los niños que se llevan?

Un silbido como una aguja hace eco entre los árboles. Tocmas sube la tela hasta cubrir su boca del todo. Con un gesto indica al primer grupo que avance.

Se derriten en las sombras del bosque, algunos con más torpeza que otros. Esos serán los primeros en caer. No puedo creer que sean todos tan idiotas como para pelear esta guerra.

Quizá ahora soy una de esos idiotas.

Ciertamente para cualquiera lo seré cuando me vean trepar los árboles junto al segundo escuadrón.

Un segundo silbido de Tocmas se pierde entre las ramas cuando se adentra en el bosque con el primer grupo. Yo le sigo el paso.

Miro a mi lado, a las otras mujeres que han subido junto a mí en árboles vecinos. Una de ellas lleva el caos en los ojos. Miro al frente, a las siluetas de casas silenciosas, con sus oscuros y pandeados tejados, las paredes blancas de siempre. No puedo ver las puertas, ni las ventanas, pero puedo adivinar cómo son. Son casi todas iguales. Con un piso o dos, con detalles en piedra o no, pero las mismas ventanas circulares.

He estado aquí una y mil veces, del otro lado, del lado que el ejército abandonó cuando pueblos más importantes chillaron por ayuda.

He estado aquí, pero nunca aquí específicamente.

Esperas la señal. Saltas a la siguiente rama. Si tienes suerte. Sino te desplomas y, en cambio, te aferras a la siguiente rama por tu vida.

En silencio. Nada como los gritos en el entrenamiento. Pero hasta los improperios del capitán se quedan cortos ante los dispares que estallan como el tiempo, como el amanecer sobre las montañas.

Aterrizó sobre las hojas empapadas por las lluvias. Al frente, las primeras casas llevan al centro por callejones estrechos. Detrás los soldados son hormigas, esperando al siguiente movimiento.

El pueblo explota en el compás sincronizado de armas que se cargan y disparan. Cuando empiezan, ya no paran.

Golpean como los gritos.

La electricidad, como un insecto, me recorre igual que el miedo. Me paraliza en su camino desde las manos al pecho. Se detiene como una carga que nunca llega a soltarse

A mi lado pasan como un enjambre los cuerpos vestidos de negro, chocan contra mi y amenizan con pasarme por encima.

—Sigue moviéndote. Recuerda por que estás aquí, — grita Tocmas a mi lado, camino al epicentro de un movimiento caótico como ningún otro.

No entendía el miedo hasta que tuve a mi niño, hasta que perderlo parecía tan real. Es real. Tengo que encontrarlo.

Das un paso y luego el otro. Termina por volverse automático.

El bosque se abre a un pueblo más grande que el mío. Las casas son iguales, tapadas por costales apilados, uno sobre otro. Manchadas por el camuflaje negro y el camuflaje verde.

El polvo se levanta entre las calles en un tarro entre gris y rojo. Opaca la vista, pero las siluetas son claras.

Todo está bloqueado aunque no durará demasiado. Hay demasiado negro y no el suficiente verde. Nunca el suficiente verde.

No entienden que no sirve de nada.

Hay tanto ruido, pero encuentro el silencio cuando me agacho junto a otro. No me importa quien sea. Tiene los ojos verdes, verde como los caramelos de los niños.

Hay gritos sobre los disparos.

Cierro los ojos un segundo, sólo un momento. Levanto mi cuerpo sobre el escudo de las piedras. Disparo. Me oculto. Disparo. No me importa si le di a alguien. Siempre importa.

Hay disprosios que me rozan los brazos y cortan la tela.

Hay dispares que cortan más que la tela y lanzan cuerpos al suelo a mi lado.

Solo disparo.

Me agacho para evitar las balas y no importa ya quien esté o quien caiga. Salir con vida.

No puedo ver mada. Me guío por el movimiento, por lo que gritan y apenas entiendo aunque sea mi mismo idioma

¿Qué órdenes son para mi?

—¡Retrocedan!

Esa seguro no es para mi.

Un silbido largo y avanzó. Uno corto y nos lanzamos al piso.

Aprieto el mango del arma con tanta fuerza que la piel en mi mano queda tan roja como los ladrillos de la calle.

Que importa.

Ruedo para avanzar, corro arriesgándome a convertirme en colador. Cargo una ronda de balas tras otra; caen al piso, se incrustan en paredes, en carne y huesos.

Todo pasa en un interminable segundo.

Mis manos permanecen como la blanca porcelana. Las armas de carga tienen esa ventaja. Pero la sangre tiene su forma de llegar.

Rebota, salpica, de pega en las botas y se cuela entre la culpa.

Cuando el verdadero silencio llega, se asienta entre las pilas de lo que fue vida. Enemigos, amigos. No sabría decir cual es cual.

Todo parece detenerse en ese instante de respiraciones agitadas, algunas menguantes. Algunos quedan con las armas en alto, otros quedamos con la espalda contra una pared agujerada.

El sol del mediodía evapora el sudor sobre mi frente y en mis brazos, usualmente pálidos; hoy manchados de gris. Mi chaqueta quedó en el suelo a metros de distancia, cerca del bosque. Solo me quedan los guantes negros sin dedos, una camiseta y pantalón apretado de camuflaje gris y botas lo suficientemente gruesas para detener las balas.

Los de mayor rango se llevan la protección contra las balas. Hipócritas, porque nosotros somos los que tomamos el primer frente.

Una nueva melodía indica victoria, rompe con la gruesa capa del silencio aventado entre las llamas, entre el rojo de las piedras sobre las calles.

Los gritos de victoria ya los había escuchado. Oculta entre lo que quedaba de una casa, milagrosamente viva.

Nada ha cambiado, mi escondite tal vez, pues ahora me oculto tras las paredes de una casa en un patio amplio de flores pisoteadas y enlodadas.

Pero el horror sólo empieza.

La mejor suerte que te puede tocar son las balas.

El metal se pega a mi mano, caliente y helado. Mis ojos buscan las siluetas que se ocultan tras las paredes en las calles.

Grito cuando una mano se posa en mi hombro. Me convierto en un ovillo, en una piedra más. Me retuerzo para cerrarme, para cubrir mi cuerpo, cubrir lo que ya me fue quitado.

Entre gritos de euforia este es el mío.

—Adria, soy sólo yo. No te van a volver a hacer nada. — La voz tan familiar de mi hermano me habla desde el suelo a mi lado. — Solo soy yo. Ven aquí. No puedes dejar que te vean así.

Sus palabras son un corte en el agua oscura, como los lagos en invierno. Quiero llorar, pero no hay más lágrimas ¿Que estoy haciendo? ¿Cuántos forman parte de las pilas por mi culpa?

Antes mataba monstruos nada más, pero no sé ya lo que define a un monstruo.

Tocmas toma mis manos y me levanta con cuidado. El sol se refleja en sus ojos. El frío viento que de vez en cuando empuja el calor del sol, despeja también el de mi cara y me fuerza a respirar.

—No dejes que te vean caer. Si saben que pueden quebrarte, van a quebrarte. — Tocmas gira la visita al caos de soldados en las calles.

Las conversaciones reemplazan el silencio profundo en mis oídos. Preguntas, órdenes, pasos y risas. Como si no fuera más que otro entrenamiento y todos los que matamos muñecos. 

Entran y salen de las casas, ríen, pisan. Pisan los rastros de las huellas calmadas , de los canastos tejidos que alguna vez llevaron comida, tal vez cultivos o quizá, los dulces para algún amigo.

En esas casas hay más mujeres. Mujeres que pelearon y hoy se ocultan.

No voy a dejar que les hagan lo mismo.

—Entonces tampoco dejaré que quiebren a otras.

Es fácil permitir que el temor se vuelva ira. Empieza como un fuego negro que escala a un infierno rojo. Lo toma todo.

Levanto el arma del suelo y respiro el aire que apesta a químicos y muerte.

Tocmas no va a detenerme. Vendría conmigo si pudiera.

Esta vez no hay fuego que consuma las casas. Hay mares de soldados.

Paso frente a un hombre de camuflaje verde de rodillas en un charco de sangre. Su rostro torcido en una mueca, es más ceniza que piel, más dolor que persona. Una mano cubrierta en camuflaje negro lo sostiene por el cabello.

Aparto la mirada.

Tengo problemas más apremiantes, problemas que no son míos y que pienso hacer míos.

Paso sin ver, sin respirar, a la primera casa en que los civiles, los inocentes, se escabullen para huir de las manos cobardes, desesperadas, pegajosas, asquerosas.

Camino por un pasillo a medias oscurecido por los focos reventados. En el piso hay vidrio; crea un camino a otra de las habitaciones. Las súplicas rebotan en las paredes, dichas entre la música terrible del llanto. Los pasos se opacan con la alfombra roja plagada de huellas de lodo.

—Quédate quieta mierda, o te disparo.

La llega a mi por el pasillo, una voz que me resulta tan monstruosa como familiar.

El sargento, por supuesto , porque no puede ser nadie más sino el que debería dar ejemplo al resto.

Son la mayoría. No es ninguno y son todos. No todos.

Muerdo mi labio hasta que el dolor cubre el miedo y lo suelto. No puedo sentir nada. No puedo mostrarlo. Me apoyo contra la pared y cruzo los brazos sobre el pecho.

Lo observo, parado frente a ella en medio de la habitación, al pie de una cama y sobre una alfombra antes roja, enlodada, desprestigiada. Los estantes de libros frente a la cama crean una sombra sobre el ovillo que es la mujer, como intentando protegerla en su impotencia.

—Vaya, yo que creí que no caería tan bajo, sargento. — Estoy arriesgando mi vida por idiota, por salvar la vida que podría haber sido mia.

Se gira a verme. Retiene a la chica con una bota sobre su espalda.

—Largo de aquí, Valder, o serás la siguiente.

La amenaza me sabe a mierda. Vana, ridícula. No van a volver a tocarme.

Río sobre el ruido muerto de la habitación. Paso sobre los pedazos de una silla y me detengo donde un rayo de luz que entra por las ventanas circulares calienta mi espalda.

Todos podrían mirar. Pero nadie se preocupa por mirar. Saben cómo girar la vista.

—No, sargento. Creo que no me entiende. Déjeme ponerme a su nivel. — Cargo el arma y apuntó a su cabeza.

El sargento no muestra nada, pero su cuerpo lo traiciona cuando retrocede y su bota se aleja de la mujer.

De espaldas a la luz busco los ojos de sargento, verdes, como un charco estancado. Una mujer se cubre la cabeza a sus pies, solloza palabras que ya no puedo entender, pero que puedo imaginar porque alguna vez compartí su lugar. Su cabello dorado cubre su rostro.

El sargento no lleva su arma consigo. No está en sus manos ni en las mesas cercanas. Estaba demasiado ocupado con botones y cinturones para ocuparse de ello.

—¿Usted va a dispararme, Valer? — Ríe, una risa de cultivos pisoteados y calles incendiadas. — No me malinterprete. pero vi suficiente hoy. No piensa disparar. — Me enderezo y ajusto los dedos sobre el gatillo. Será él quien se encoja esta vez. Sí, me demoré en entrar, y que, No significa nada. —Regrese y quédese callada. Así son las cosas.

Así son las cosas. ¿Que es una mujer? Un juguete. Un premio de victoria.

Es una llamarada violenta la que me lleva a apretar el gatillo. Una voz que es mía pero no me pertenece.

—Créame sargento. — Pero él ya no me escucha y para mi hay un puesto libre entre los puestos de oficiales de la armada. — Aún no ha visto nada.

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