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|| I ||

|01|Terco

De una patada abrió la puerta de su diminuto departamento. Él era un asco y estaba consciente de ello; su cabello castaño estaba hecho un desastre, su uniforme estaba desalineado manchado de comida y apestaba a alcohol. Estresado cerró la puerta con fuerza al momento que se dejó caer de espaldas sobre ella. Estresado talló su rostro con sus manos, intentando mantenerse despierto.

Observo su departamento con odio; era de una sola habitación, tan pequeño, pero ordenado –más que nada ya que casi nunca estaba allí más de dos horas–. El lugar era iluminado por los colores templados del próximo amanecer que se escabullían por su ventana. Fastidiado de la vida y de todo en general se quitó sus zapatos dejándolos en la entrada y fue directamente a la esquina donde estaba su armario y cama. Sobando su cuello adolorido se acercó a uno de los muebles, abriendo el cajón más alto sonrió con pesar al ver todos los ahorros de su vida acumulados en grandes latas de café. Cada lira invertida era un paso más a cumplir su sueño.

Su sonrisa se fue borrando lentamente al levantar su mirada castaña y encontrarse con la mirada sumisa y tranquila de su padre en aquel viejo retrato que le hicieron al alistarse a la guerra; pegado sobre el marco se encontraba la medalla que le entregaron junto con la bandera italiana. Su padre siempre fue un hombre pacifista, aun si fue obligado a luchar. De su mandil saco un par de monedas que gano como propina y las guardo junto con las demás para después sacar del mismo bolsillo aquel folleto que guardaba su promesa.

–Estamos cada vez más cerca, papá –musitó con una pequeña sonrisa antes de dejar la imagen junto con retrato.

Cerró el cajón de manera brusca al igual que hartado de tener que soportar a varios hombres ebrios que intentaron ligarlo creyendo que era una mujer o varios pellizcos en su trasero por parte de esos idiotas; en ese punto no podía hacer nada más que alejarse de ellos, si no quería perder uno de sus trabajos. Agotado se despojó de su mandil, moño de cuello al igual que desabotono los primeros botones de su camisa para poder lanzarse por fin boca abajo contra el desgastado colchón de su cama, pero justamente cuando su rostro toco su almohada y estaba a nada de cerrar sus ojos y caer en los brazos de Morfeo; escuchó como tocaban la puerta de su departamento.

Restregó su rostro contra la tela de su almohada dejando salir un feroz grito de odio. Tenía una idea de quien podría ser; aparte de que solo conservaba un único "amigo". Era una de las escasas personas que sabe dónde vive y jamás se imaginaria que una mujer tan refinada e importante como Giulietta Marcovaldo, lo visitara. Aun a pesar de los años, seguía conservando una valiosa amistad con la hija del alcalde.

Estresado rodo en su cama hasta sentarse en la orilla antes de levantarse a abrir la puerta al maldito que le interrumpió sus veinte minutos de sueño. Ya ni siquiera caminaba, se arrastraba hacia la puerta principal; cual al momento de abrirla se encontró con la mirada molesta de un hombre de traje, alto y delgado –pero con mucha más musculatura que él–, de cabellera castaña muy oscura –casi rozando a lo negro–, bigote bien cuidado y de sombrero de fieltro color gris oscuro al igual que su traje, piel blanca y ojos avellana. En sus manos posaba una caja sellada al igual que su inseparable cigarrillo marca Waternoose entre sus delgados dedos y un periódico sostenido en su axila.

Lo miro con odio y cansancio. Él no debería estar allí hasta la hora en la que lo lleva a su trabajo matutino.

–Te ves de la mierda –dijo en un tono cortante el más alto adentrándose al pequeño departamento dándole un leve empujón.

El menor cerró sus ojos con fuerza, irritado apretó sus puños una vez que la puerta fue cerrada. Ercole Visconti, era prácticamente su transporte y único amigo que no le molesta que nunca esté disponible. Era el bibliotecario de la ciudad, la única razón por la que ambos eran "amigos", aunque también tuvo mucho que ver que ambos perdieran a sus padres en la misma guerra.

–Sabes que siempre duermo un rato antes de irnos –gruñó pellizcándose la fuente de su nariz.

–Lo sé –respondió desinteresado mientras dejaba sobre la pequeña mesa del lugar la caja–, pero me imaginaba que querías ver los libros que pediste antes de irte.

Su expresión cambio por completo, pareciera que el sueño se esfumó de su cuerpo. Miro la caja y luego al mayor; quien lo ignoro para seguir fumando. Rápidamente Paguro fue hacia la pequeña cocina para sacar uno de los cajones un cuchillo y se acercó a la mesa para abrir con prisas la caja –como si fuera un niño recibiendo un juguete nuevo–.

–No entiendo cómo es que tienes tiempo para leer y no para dormir o comer –se quejó en lo que expulsaba el humo de sus labios.

–Duermo en mis descansos y como cuando no hay gente que atender –respondió con simpleza en lo que dejaba el cuchillo a un lado y abría la caja con una gran sonrisa–. Además no son cualquier libro son recetarios nuevos que me ayudaran a aprender nuevas técnicas: como las del chef Gusteau.

El mayor lo miro con una ceja arqueada, dejando claro que no tenía ni idea de quien hablaba. A lo que Luca solo sacó con emoción uno de los libros para después tomar asiento y comenzó a hojearlo, sin borrar en ningún momento su sonrisa. Visconti al ver que comenzó a ser ignorado, sostuvo su cigarrillo en sus labios para después dejar caer la portada del periódico en medio de la lectura del menor; quien se extrañó al ver la imagen de un barco bajo el enorme y llamativo título: "El gran príncipe de Maldonia visita Portorosso". Desinteresado levantó su mirada.

–El príncipe llega entre hoy y mañana –comentó tratando de sonar desinteresado.

Luca bloqueó su mirada con fastidio, retiro el periódico de su libro para después cerrarlo y dejarlo sobre la mesa, sabiendo que el mayor odia que no le presten atención. Suspiró.

–Lo sé, todo el mundo habla de ello –aburrido e indiferente hizo un ademan con la mano–. Giulia dice que se quedara en su mansión, que su padre y el rey hicieron varios tratos durante la guerra además que Portorosso ha sido refugio para varios refugiados en especial los soldados de Maldonia. No es algo que destacar solo es un príncipe.

Ercole rodea la mirada con asco al escuchar el nombre de la doncella de Portorosso. Ellos jamás se llevaron bien, a pesar que la mujer más rica y solicitada de toda Italia del norte era una de sus mejores clientas. Luca esbozó una risa y antes que alguno de los dijera algo el horrible sonido de su despertador los interrumpió; ya era hora de vestirse para su siguiente ronda. Se puso de pie y se acercó para apagar la alarma de su mesita de noche y comenzó a desvestirse a la vez que abría su armario.

–Deberías dejar de trabajar en tres restaurantes distintos –comentó serio Visconti con la mirada fija en la llama de su cigarrillo.

–¡Jamás! –exclamó el otro en lo que dejaba su camisa sobre la cama, y antes de colocarse la otra, bajo su mirada al suelo con pesar–...no puedo ahora, estoy muy cerca del pago inicial. No puedo bajar el ritmo estando tan cercas, tengo...

–Tienes que priorizar tu salud, idiota. Mírate, eres un asco –lo regaño apuntando su blanquecino y delgado cuerpo.

Luca se miró en el enorme espejo, su piel tan pálida como el papel, sus ojeras marcadas debajo de sus ojos castaños sin vida, su cuerpo era delgado, apenas se lograba remarcar un poco sus costillas. No obstante también observo la placa militar que adornaba su pecho.

–Sé que trabajas duro para conseguir el restaurante, pero terminaras muerto antes de conseguirlo. Dios, apenas duermes y comes. Por no decir también de todo el acoso que vives por esos animales que se dicen llamar hombres.

Él apenas lo escuchaba, con delicadeza tomo la placa de su pecho. Sabía que era un asco, pero también sabía que todo valdría la pena. Él no tenía la vida tan fácil como su amigo, siempre perteneció a la clase baja. Apenas tenía estudios. Y en esa ciudad, si naciste en el puerto lo más seguro que morirás en el puerto como todos los demás.

Sonrió cansado y lo miro, como si estuviera agradecido de su preocupación:

–Te prometo que una vez que finalice el pago con las hermanas Marino, renunciare a uno de mis trabajos.

–Que sean dos.

Obtuvo una risa como respuesta antes de terminar aceptándolo.

[...]

Los primeros rayos salieron para iluminar el mar junto a la calmada marea. El cielo azul era simplemente hermoso, sin ninguna nube adornándolo y el viento movía sus cabellos castaños blonde bajo su corona. Su encantadora sonrisa no tenía comparación, dejando resaltar su dentadura. Ahí se encontraba el primogénito del rey de Maldonia, parado en lo más alto del barco, con una pose orgullosa. Su escultural cuerpo, piel bronceada y pecas que adornaban sus mejillas y hacia resaltar aún más su mirada esmeralda.

–Oh, sí, sin duda será un gran día –se dijo a si mismo con orgullo, disfrutando del viaje y la luz del sol.

Estaba tan sumergido en su entorno que no se daba cuenta que su asistente un hombre de estatura promedio, ojos castaños y cabello rubio rizado lo buscaba aterrado por todo el barco. Hasta que uno de los asistentes del capitán le avisó de donde se hallaba el joven príncipe de veinticuatro años.

–¡Su majestad! ¡¿Qué estás haciendo allá arriba?!

El príncipe como si nada bajo su mirada encontrándose con el semblante molesto de su asistente –y más probable cuidador–, no obstante él sonrió con emoción y bajo de un saltó del techo para pararse a su lado.

–¡Ciccio! Qué bueno que has despertado, temía que el viaje te haya enfermado, amigo –golpeó sin medir su fuerza la espalda del hombre provocando que él se tropezara un poco. Aun así el rubio recupero la compostura arreglando su traje y cuando estaba a punto de regañar a su majestad, él ya estaba caminando directamente hacia su habitación.

–¡Príncipe Alberto, de tomarse este viaje enserio!

–Sí, sí, lo que dijiste –hizo una ademan con su mano restándole importancia a lo que decía–. Mira que hermoso son los campos de Italia –dijo acercándose a pasos rápidos al borde del barco, sonriendo en grande al ver que ya estaban por llegar al puerto–. Me imagino que las mujeres serán igual de hermosas.

–¡Señor, debe concentrarse, usted vino para casarse con la doncella Marcovaldo! ¡No debe pensar en ninguna otra mujer!

–Lo sééé –exclamó con hartazgo, se mordió el interior de su mejilla, antes de reaccionar y volver a emocionarse.

Sin decir nada se adentró a la recamara real; aquella enorme y lujosa habitación donde descansaba la realeza. Su asistente lo seguía ya hartado del imperativo comportamiento del joven, quedándose extrañado al verlo buscar algo entre su enorme armario. Lanzando prendas y accesorios al azar. Ciccio hacia todo lo posible para atrapar cada uno de los objetos que el menor lanzaba.

–¿Qué está haciendo, su majestad?

–Estoy buscando alguna prenda con cual pasar desapercibido y explorar la ciudad –respondió tomando una de las camisas más "sencillas" que tenía y observarse en el espejo para ver si era algo precavido.

Al escucharlo, el rubio dejo caer las cosas al suelo y rápidamente cerró la puerta del armario, pero fue demasiado tarde al ver como el príncipe se alejaba para comenzar a desvestirse.

–¡Señor, no puede hacer eso! –lo regañó– tiene que ir directamente a la mansión Marcovaldo.

–Caaaalma, Ciccio, solo quiero explorar un poco la ciudad.

–Habló enserio, señor, recuerde porque tiene que casarse con la doncella de Portorosso.

Obtuvo una mueca de desinterés por parte del menor.

–Sera triste dejar a todas mis admiradoras sin un pedazo de su príncipe –dijo con pesar mientras tocaba su pecho.

Miro de reojo al rubio al ver si caía ante sus encantos, pero no, él seguía mirándolo molesto. A lo que no tuvo de otra que exhalar rendido.

–Solo un momento, Ciccio, luego nos presentaremos con los Marcovaldo como se debe –propuso mientras se dejaba caer en uno de los sillones elegantes de la alcoba y tomaba su ukelele para luego comenzar a jugar con los acordes–. No puedo librarme del matrimonio eso me lo dejo claro mi padre.

–No, señor, su padre le comentó que era la única forma en la que usted podrá tener una vida como la que ya está acostumbrado.

Alberto chasqueo la lengua con fastidio.

–De acuerdo, seguiré con mis deberes, si salimos a recorrer las calles un momento.

El asistente apretó sus puchos ya hartado de la situación. Respiró hondo y apretando la mandíbula respondió:

–Solo un momento, después se ira a seguir con su deber como príncipe.

Una enorme sonrisa apareció en el menor, dejando a un lado su instrumento para levantarse de un salto del sillón para abrazar con fuerzas al mayor, alzándolo del suelo, antes de dejarlo caer al suelo e ir rápidamente hacia su armario para seguir buscando.

[...]

El centro de la ciudad se movía con rapidez y eficacia en esa madrugada, los autos inundan las avenidas y el tranvía recorría como todas las madrugas su recorridos por todas las zonas de Portorosso; de las más ricas hasta las más humildes. La ciudad pesquera estaba llena de vida y música, no era sorpresa estando a unas semanas del gran carnaval anual.

Luca se mostraba ansioso, casi queriéndose lanzar del auto de su amigo para ir corriendo hacia la cafetería donde trabajaba. Una vez que estacionaron, no espero a que el mayor apagara el motor cuando salió a todas prisas del vehículo. A pasos torpes que casi provocaban su caída, además de las miradas ajenas, terminaba de amarrarse su mandil para adentrarse al local anticuado. Se adentró con prisas anotando en el cuaderno de la entrada su llegada.

Varios de la clientela al verlo le regalaron una sonrisa y un buenos días; todos conocían al joven Paguro, muchos adoraban su comida y postres desde que él era un niño que cocinaba para los pescadores. El respondía con una sonrisa avergonzada como también les deseaba un buen desayuno a la mayoría de los trabajadores de las fábricas cercanas. Mientras tomaba su cuadernillo de apuntes y colocaba su lápiz en su oreja, Visconti fastidiado de su comportamiento solo se quitó su sombrero antes de tomar asiento en uno de los banquillos de la barra. Desdobló su periódico para continuar con su lectura al mismo tiempo que le pidió a su amigo su café expreso de todo los días.

Rápidamente Luca se metió al otro lado de la barra para servírselo.

–Ya era hora que llegaras, muchacho –habló de manera burlona el chef, un hombre de color obeso que siempre tenía un cigarrillo en sus labios y su uniforme sucio.

–Solo he llegado tarde por un minuto –gruñó mientras le entregaba la taza a su amigo–, te quiero recordar que tú has llegado más de media hora varias veces y yo he tenido que cubrirte.

–Sí, sí, como sea –hizo un ademan con su espátula antes de entregar dos enormes bandejas al joven; que casi pierde el equilibro al ser tomado desprevenido–. Mesa uno, seis y nueve, ya.

Fue todo lo que dijo ordenándole a quien entregar, Paguro no tuvo de otra que gruñir y continuar con su trabajo mientras escuchaban como la puerta del local se abría de manera brusca, mostrando al otro mesero. Luca al ver a su compañero rodeo la mirada y siguió entregando las órdenes a los clientes.

–¡Luca! –gritó dramáticamente el otro mesero lanzándose a los brazos de su comparo una vez que entregó la comida.

–Guido, déjame, tengo que seguir trabajando –comentó irritado–. Otra vez casi llegas tarde, ya es la tercera vez de esta semana.

–Lo sé, lo sé, pero no puedo evitarlo me da pereza levantarme que no entiendo como lo haces tú.

–Es porque él muchacho no duerme –se burló el cocinero soltando una carcajada burlona–, todo para conseguir su amado restaurante.

Luca volteó a verlo con un semblante furioso como asqueado, se soltó de los brazos de su compañero para dirigirse de nuevo a la cocina siendo seguido por el castaño.

–Ya ríndete, muchacho, las probabilidades de que tu consigas tu restaurante son las misma en la que mi ex mujer me deje ver a mi hija.

–Pues déjame anunciarte que ya estoy muy cerca del pago inicial –dijo con una sonrisa orgullosa mientras servía una taza de café para él.

–¿A si? ¿Por cuánto?

El menor se sobresaltó y lo miro molesto.

–Oye, más te vale que no se te queme mi desayuno de nuevo –exclamó cambiando rápidamente de tema.

El cocinero al ver el humo saliendo de la estufa se alteró un poco.

–Oh, vamos, Luca, no crees que mereces un descanso, que te parece ir a bailar mañana en la noche –propuso Guido en lo que tomaba las nuevas órdenes en su bandeja.

–Sabes que no puedo, además si descanso es para dormir o estudiar –expresó dejando la bandeja sobre la barra y se preparaba para pedirle la orden unos hombres que se sentaron en la mesas de afuera.

–Guido, sabes que Luca no conoce la palabra: diversión –habló por primera vez Visconti en un tono indiferente antes de darle un trago sofisticado a su café–. Para él solo existe el trabajo y su cama.

Paguro ofendido cerró su mirada y en lo que caminaba hacia la salida exclamó irritado:

–No es que no conozca la diversión, solo que estoy acostumbrado a trabajar desde que era un niño –abrió molesto y sin mirar al frente la puerta–, que no salga no significa que-...

No logro terminar, ya que al momento en que salió del local no se fijó que alguien venía a su dirección; provocando que él cayera al suelo, por su baja estatura y nula fuerza. Guido estaba a punto de dejar su bandeja a un lado para socorrerle, pero Luca al levantar la mirada no solo se encontró con una mano en frente, sus mejillas se tiñeron de un suave carmesí al ver aquella mirada esmeralda y pecas que resaltaban con los primeros rayos del sol del día. El extraño le sonreía de manera encantadora, pero todo encanto se esfumó cuando abrió la boca para decir en un tono coqueto y ronco:

–¿Estás bien, preciosa?

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