Capítulo 1 (La Banda del Lazo Blanco)
Día 28, Periodo del Viento, año 1314.
Recuerdo mirar el añil del cielo aquella tarde soleada e imaginar que era libre, vagando por cualquier otra parte del mundo. Pero bastó con bajar la cabeza y fijar la vista al frente para que la fantasía se desvaneciese de inmediato.
Terminé mi jornada laboral en Bajos Hornos, y, como de costumbre, me dirigía al lugar donde mis amigos y yo solíamos tomar un trago antes de volver a casa. Sin embargo, aquel día, me retrasé más de lo habitual. Los encargados de la serrería insistieron en que terminara el marco para las ruedas del ariete que estábamos fabricando. Cuando finalmente salí al exterior, ya no había rastro de mis camaradas.
Cruzando el puente sobre el río Noivren, comencé a caminar hacia la taberna. Con las manos en los bolsillos, observé las mismas escenas de siempre: personas tumbadas en el suelo, suplicando por comida; gatos esqueléticos maullando en busca de raspas; y ratas mordisqueando los cadáveres de los felinos que habían sucumbido a la muerte.
Había recorrido la mitad del camino cuando algo llamó mi atención: un carruaje extraño estacionado cerca de la plaza central. Junto a él, tres hombres encapuchados hablaban con los transeúntes. Algo en mi interior me instó a acercarme con cautela. Sin hacer ruido, levanté ligeramente la capota del vehículo.
—Debo estar soñando... —murmuré para mis adentros.
El interior estaba repleto de joyas doradas y brillantes, como las que había visto en los nobles que venían a Ástbur en busca de esclavos. Sin perder tiempo, llené el zurrón que llevaba al hombro y me alejé antes de que los extraños notaran mi presencia. Mis piernas temblaban mientras corría sin descanso hasta los alrededores de Cripta Escamosa.
Allí, como era frecuente, dos pájaros cantaban posados en el cartel de madera de la entrada. Uno, de plumaje azul cielo; el otro, rojo con tonos oscuros. Empujé las puertas batientes y entré en la taberna.
—Ponme un trago —dije al colocar sobre la mesa la chapa metálica que había recibido en Bajos Hornos.
Oslok, el tabernero, era un hombre corpulento y siniestro, conocido por sus conexiones con los guardias del reino. Sin mediar palabra, sirvió vino en una taza y la deslizó hacia mí.
—¿Qué me miras? —gruñó con tono hostil.
—Nada, disculpa —respondí, desviando la mirada.
Avancé entre los cuerpos de los borrachos tirados en el suelo y llegué hasta la mesa donde mis amigos empinaban el codo.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Saloscon.
—Me detuvieron en la serrería. Querían que terminara un encaje —respondí, encendiendo un liadillo con el cigarro de otro de mis camaradas.
—Esos malditos gusanos... —gruñó Ádatost, apretando con fuerza el asa de su taza—. Me gustaría arrancarles los ojos.
—Cálmate —intervino Galiestre—. Nunca sabes quién podría estar escuchándote.
Éramos cuatro: Saloscon Sanos, Ádatost Rausnola, Galiestre Sánez y yo, Éliarag Andrer. Juntos formábamos la Banda del Lazo Blanco. Cada uno de nosotros tenía una historia que justificaba nuestra rebelión.
Saloscon tuvo, sin duda, la infancia más difícil de todos nosotros. A los cinco años, además de enfrentar el hambre y la sed como todos los marginados, tuvo que aprender a vivir sin sus padres. Nadie sabe con certeza qué les ocurrió. De niño le contaron que un noble adinerado los llevó como esclavos, pero ya adulto, oyó rumores de que quizás fue abandonado. Sea cual sea la verdad, su destino cambió cuando una bondadosa anciana lo adoptó. Le dio amor y le inculcó valores que, incluso en medio de la miseria, lo volvieron un hombre justo. Sin embargo, su felicidad fue breve: la mujer murió pocos años después a consecuencia de la hambruna, dejando a Saloscon completamente solo. Desde entonces, era común verlo en peleas callejeras, buscando quizás un desahogo a su dolor.
Ádatost, en cambio, siempre fue el más responsable del grupo. Detestaba los conflictos, aunque ser parte de la banda lo llevó inevitablemente a enfrentarse a algunas grescas. Fue el primero de los cuatro en formar una familia. Ahora es padre de dos niñas: una de cinco años y otra de apenas seis meses. Siempre ha sido alguien dispuesto a ayudar a los demás, un hombre en quien se puede confiar. Su pasión por los libros de historia parece ser una herencia familiar; tanto su padre como su abuelo fueron entusiastas de los acontecimientos del pasado. Aunque a los marginados nos prohíben poseer textos históricos, su familia logró mantener ocultos algunos libros antiguos. Mi abuelo también tenía uno, y hoy ese volumen invaluable está en mi poder. Ádatost, sin embargo, no se conformaba con solo custodiar esos fragmentos del pasado. En su interior ardía un deseo más profundo: entender la historia del mundo y las razones que llevaron a nuestra raza a este abismo de injusticias.
Galiestre, aunque nació el mismo año que nosotros, es considerado el mayor del grupo. Alegre, curioso y observador, siempre está investigando cualquier cosa que despierte su interés. Es casi imposible engañarlo: aunque a veces parezca distraído, su mente registra todo lo que sucede a su alrededor. Su cariño por los niños lo llevó a convertir su casa en un orfanato, donde acoge a pequeños que han perdido a sus padres. Vive con ellos en una finca a las afueras del pueblo. A pesar de admitir que es cobarde por naturaleza, cuando se trata de proteger a los huérfanos, se convierte en alguien temerario y valiente. Fue precisamente ese amor por los niños lo que lo llevó a unirse a la Banda del Lazo Blanco. Galiestre soñaba con darles a esos pequeños no solo alimento y un techo, sino también algo que a nosotros nos fue arrebatado: una verdadera infancia.
Volviendo a aquella tarde, apoyé los brazos sobre la mesa y exhalé el humo del liadillo.
—¿Dónde están vuestros lazos? —pregunté al notar que ninguno llevaba el pañuelo de la banda atado al brazo—. Hace tiempo que me di cuenta, pero hasta ahora no había dicho nada.
Mis amigos bajaron la mirada, esquivando mi pregunta.
—¿De verdad vais a renunciar a nuestro sueño?
Ádatost fue el primero en hablar. Con un gesto serio, apagó su cigarrillo y limpió el vino que se había salpicado en la barba.
—Escúchame, Éliar, ya no somos críos. Debemos enfrentar la realidad y aceptar nuestra ventura.
Sus palabras me golpearon como un jarro de agua fría, aunque no puedo decir que me sorprendieran del todo. Desde hace un tiempo, había comenzado a sospechar que el sueño de Ádatost, ese que alguna vez nos unió a todos, llevaba tiempo apagándose. Su tono resignado, sus miradas evasivas cuando hablábamos del futuro... todo apuntaba a que ya no compartía las mismas esperanzas que antes.
A pesar de mis sospechas, escuchar como lo decía en voz alta me llenó de rabia. Clavé con fuerza el cuchillo que llevaba en el fajín sobre la mesa y hablé con un tono áspero.
—Quiero pensar que no estás hablando en serio. Nosotros no tenemos por qué soportar esta mierda de vida. ¡No hemos hecho nada para merecer este castigo! Y lo sabes de sobra.
—Por supuesto que lo sé —respondió, con el rostro enrojecido por la rabia—. ¿Acaso crees que no quiero que mis hijas vivan felices, lejos de la hambruna?
—Entonces, ¿por qué estás dando la espalda a nuestros ideales?
—No estoy dando la espalda a nada, Éliar —Ádatost apoyó la cabeza sobre su mano izquierda—. Nuestra lucha nunca ha sido más que un juego de niños. Nunca hemos hecho nada relevante como para pensar que seremos capaces de cambiar lo que nadie ha cambiado en quinientos años.
Sentí un nudo en la garganta mientras tragaba saliva.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo que oyes, nuestra banda siempre ha sido una farsa.
Sus palabras me dejaron sin aliento. Me obligué a recuperar la compostura antes de pronunciar, casi en un susurro:
—¿Y nuestro amigo Maner? ¿Te has olvidado de él? —pregunté, incrédulo—. Solo han pasado cuatro años...
La reacción de Ádatost fue explosiva.
—¡No me hables de ese cretino! Nadie le obligó a entrar en la arboleda.
—¡Lo hizo para conseguir comida! —repliqué con vehemencia—. Escucharte hablar así de un antiguo miembro de la banda me provoca asco.
Golpeé la mesa con el puño y señalé a los otros dos.
—¿Y vosotros no vais a decir nada?
Saloscon y Galiestre intercambiaron miradas. Fue Saloscon quien respondió primero, con un tono cargado de tristeza.
—Éliar, creo que Ádatost tiene razón. Nuestro objetivo es noble, pero todo lo que hagamos será en vano. No hay forma de revertir nuestra situación.
—Yo seguiré ayudando a los niños del orfanato —Galiestre me miró con resignación—. Puedes unirte si lo deseas.
Me quedé en silencio unos instantes, sintiendo cómo el peso de la decepción se acumulaba en mi pecho.
—¿De verdad que ya no soñáis con una vida lejos de este vertedero? ¿Habéis olvidado nuestro juramento? Prometimos cruzar el bosque y rehacer nuestras vidas fuera de Ástbur. ¿Lo recordáis? Dijimos que nos alistaríamos en el ejército, que con el tiempo ascenderíamos a nobles y regresaríamos para comprar la libertad de nuestras familias.
Ádatost me agarró del brazo, su rostro endurecido por la irritación.
—Éliar, ¿te has parado por un momento a escuchar las idioteces que estás diciendo? —preguntó con dureza—. Teníamos tan solo siete años cuando hicimos ese estúpido juramento. Por favor, abre los ojos de una vez.
Sus palabras me dejaron sin respuesta. Me quedé inmóvil, luchando con la frustración y la decepción, hasta que recordé lo que llevaba escondido en el zurrón.
—En ese caso —dije con un tono frío, mientras descolgaba la alforja de mi hombro—, supongo que no estaréis interesados en lo que tengo aquí guardado.
Dejé caer la alforja sobre la mesa. Su contenido, parcialmente expuesto por la embocadura, dejó a mis amigos boquiabiertos.
—¿Qué demonios? —susurró Galiestre, con los ojos clavados en el interior.
Ninguno de ellos podía creer lo que veía. Jamás habíamos tenido algo así tan cerca. Saloscon, sin pensarlo, tomó un collar de perlas y lo levantó para observarlo más de cerca.
—¡Guarda eso, idiota! —Galiestre le reprendió, mientras tiraba del collar para devolverlo a la alforja—. No dudarán en matarnos si se enteran de que poseemos semejantes alhajas.
—¡Éliar, no dejarás de sorprenderme! —exclamó Ádatost, alzando su taza antes de dar un largo trago—. ¿Dónde demonios has encontrado estos tesoros?
—Los he robado.
El sonido de las puertas batientes rompió el momento. Alguien había entrado en la taberna. Mi cuerpo se tensó, y vi cómo los rostros de mis amigos perdían color.
—¡No habrás sido tan idiota de sustraer las pertenencias del grupo de nobles que ha venido hoy a Bajos Hornos! —exclamó Ádatost, alarmado—. ¡Eso es cruzar el límite, imbécil! Te has sentenciado...
—¡Cállate de una vez! Esto no se lo he quitado a ninguno de esos repulsivos ricachones —repliqué, metiendo el zurrón bajo la mesa—. Se lo he quitado a ellos.
Señalé discretamente hacia la entrada. Allí estaban los tres forasteros, detenidos junto a las puertas batientes, observando cada rincón del local con ojos vigilantes. Todos vestían pañuelos rojos al cuello, decorados con un pequeño broche con forma de llama de fuego.
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