CAPÍTULO XII - Visión doble
Ya era suficiente con que Leticia se le pareciera, ahora contar con una tercera versión de sí misma era más que apabullante. ¡Tres Anabelles! ¿Cómo era posible?
-Ah, sí -dijo Anabelle, tratando de sonar despreocupada-, esa era yo.
Y salió corriendo, dejando a Leticia más conmocionada que un homo erectus descubriendo el fuego por primera vez.
Escapó de la habitación, pero no rumbo al jardín. Eso ni hablar. Sabía que si se topaba consigo misma o si su familia las veía a las tres juntas se armaría el caos más grande de la ciudad. Así que lo mejor que se le ocurrió fue correr hasta la puerta del sótano, treparse en el techo de la puerta y desde ahí escabullirse hacia el tejado de la casa. Allí nadie la buscaría y estaría a salvo, con el tiempo suficiente para analizar su complicada situación cuando recuperara la calma.
-¡Ahh! -se quejó-, ¿por qué siempre que le pido un deseo a ese genio todo me sale tan mal? Él tiene la culpa por no concederme bien los deseos -y agazapada, se aferraba las rodillas de la frustración-, si tan sólo me hubiera advertido que esto pasaría... -pues ya había caído en la cuenta de cuál era el error-, si me hubiera dicho: Anabelle, no te menciones a ti misma en la historia, porque habrás creado una copia idéntica de ti. ¿Ahora cómo arreglo este lío? ¿Y cómo se supone que escriba una historia sobre mí sin mencionarme a mí misma? ¿Cómo lo habrá hecho Carla?
Y se estremeció, porque se le ocurrió que para salir del paso lo más sencillo sería eliminar a la otra versión de ella y sustituirla.
-¡Asesinato! -exclamó con terror -¿Y si Carla mató a su propia versión para ocupar su lugar? ¿Y si la secuestró? ¿Y si la tiene encerrada en su sótano?
La idea le puso los vellos de punta.
-Yo nunca me hubiera imaginado convertirme en una asesina. Aunque, pensándolo bien, ¿sería un asesinato acabar con una misma? Que yo recuerde, un asesinato es cuando matas a otra persona, pero no es lo mismo si te matas a ti misma. ¡Eso sería suicidio! No, no... Porque ahí dejarías de existir. Y yo no dejaré de existir, ya que en realidad solo estoy matando una copia mía. ¡Ay! ¿Cómo se le llama a cuando te matas sin matarte?
Y se estiró los cabellos, interiorizando el hecho de que, si cometiera algo así, ya no sería una travesura si no un crimen muy serio.
-No, yo no la mataría -dijo, en voz más bajita ahora, porque repetir tanto la palabra «matar» la ponía de mal humor-, seguro que se me ocurrirá algo mejor. Tal vez le proponga un trato. Le diré que soy su versión del futuro y que debemos compartir lugar. O, mejor aún -y se arrastró por el tejado, hasta la claraboya que permitía ver, desde arriba, la habitación que compartía con su hermana-, ¿y si la eliminamos a ella?
Leticia yacía en la habitación, sacando de un cajoncito una madeja de lana verde, que luego desenrolló y estiró sobre su cama. Se dispuso entonces a coser, sobre un gorrito azul, un dibujo de un trébol que ya llevaba por la mitad.
Anabelle visualizó, después de tanto tiempo, al diablito en su hombro derecho, que le dijo:
-¡Maravilloso! ¡Maravilloso! Es una idea brillante, querida Ana, bri-llan-te. Imagina las posibilidades: nos comeríamos sus dulces, seríamos todos más sanos en la familia. ¡Adiós a esas molestas tosecitas de medianoche! ¡A esos partidos de fútbol cancelados por agitación! ¡Adiós a la música de piano a las seis de la mañana! Papá y mamá sólo nos darían cariño a nosotros. Dos Anabelle recibirían todo el amor y la atención. ¡Recibirías el doble! Todo sería mejor.
Pero su conciencia, personificándose en el angelito de su hombro izquierdo, apareció y habló muy enérgico:
-No le hagas caso a este zopenco, pordiosero, rufián, delincuente, desvergonzado, maleducado, badulaque, pecado con patas -y luego con un tono más suave: -Leticia es tu hermana, a pesar de todas las diferencias que puedas tener con ella.
El diablito replicó:
-Una hermana irritante, a la que hay que soportarle sus mocos cada vez que llega el invierno, con la que hay que caminar siempre un paso detrás por si se llega a caer en uno de sus tontos golpes de debilidad. Sí, claro, eso no es una hermana, querido an-ge-li-to, eso es un estorbo.
-Por el amor de Dios -sollozó el angelito-, mediocre imitación humana, ¿cómo puedes decir semejantes disparates? Una hermana que suele caerse no es un estorbo, es la oportunidad de cultivar las muestras de amor más puras. ¿Pero qué podrías entender tú de esos temas, ser incompleto, si a la impresora que realizó la impresión de tu cerebro se le gastó la tinta al momento de crearte?
Anabelle disipó a los diminutos seres de su pensamiento con una sacudida de la mano. Quería ver lo que estaba haciendo Leticia.
Ella seguía cosiendo el trébol, cuando la puerta se abrió y apareció la otra Anabelle, con las manos sucias, y se aproximó al escritorio de Leticia. Su otra versión agarró el microscopio de juguete que había sobre la mesa sin limpiarse las manos.
-Lo vas a estropear -se quejó Leticia.
-Voy a mirar lombrices, ¿quieres una? -contestó la otra Ana.
Leticia dejó el gorro y la lana sobre el colchón y corrió a arrebatarle el microscopio a Anabelle.
-Lo compramos recién, no lo estropees -decía Leticia, intentando quitárselo a su hermana, pero Anabelle era más fuerte y, con un empujón, se apropió de él y salió corriendo de la habitación.
Leticia llamó a su mamá, con todas sus fuerzas, tirada en el suelo, pero permaneció en el cuarto. Y la sonrisa de la verdadera Anabelle se desvaneció cuando, de repente, Leticia empezó a llorar bajito, con miedo de que alguien la escuchara. Ya no era tan divertido ver a su hermana llorando de esa forma. No era uno de los típicos llantos exagerados que solía soltar. Era un llanto de vergüenza, sincero y tierno.
Nunca había visto a Leticia llorar así, ni tampoco la había visto ponerse de pie tan rápido y secarse las lágrimas, como cuando mamá franqueó la puerta para preguntar:
-¿Qué sucede?
Y Leticia, fingiendo no haber estado llorando, contestó, inexpresiva:
-Anabelle va a ensuciar mi microscopio. Dile que me lo devuelva.
Después de un rato de estar dando vueltas por el tejado, observando a su otra versión y el montón de destrozos que cometía en el jardín, ensuciándose, pateando las plantas, discutiendo con Leticia, que gritaba, a su vez, en coro con mamá, que también gritaba, las regañaba y las perseguía, Anabelle decidió que ya no podía seguir escondida. Además, el sol la broncearía si no se movía. Recordando a Carla y su teoría de la energía concentrada, regresó a la habitación cuando nadie la veía y allí, en la pared, encontró una rendija que no había notado antes. Corrió hacia ella sin dudarlo y, de un brinco, cayó de regreso al escritorio de Carla, en donde Beldán se entretenía tocando una canción de cuna para Carla y Lacey, que dormían apaciblemente sobre la cama.
-La versión que hice de mi historia no me gusta -dijo Ana en voz alta, a lo que Beldán se llevó el dedo a los labios y emitió un suave "shhh", de modo que Anabelle continuó, en un murmullo: -Además, ya está ocupada por mi otra versión y, pfff, qué desagradables son todos, incluyéndome a mí, aunque me cueste admitirlo. No quiero saber nada de aquel libro. Por favor, permíteme escribir uno nuevo en el que pueda describir a la gente que conozco como realmente quiero que sean.
Beldán hizo aparecer, entonces, un reloj de arena en su mano y con un dedo en lo alto, dijo:
-Muy bien, pero espera...
-¿Qué? -preguntó Ana, que se había olvidado de las normas.
-Faltan doscientos granitos más -contestó Beldán, y después de un segundo, añadió: -¡Listo! Ya se terminó el día. Tienes tres deseos más.
El reloj de arena se esfumó y el arpa dorada reapareció en sus manos. Beldán se irguió y se aclaró la garganta, antes de cantar la siguiente estrofa:
-A la niña le apetece un libro nuevo,
ya que desdeña la historia de su vida,
hagamos, pues, que esto sea un juego
en el que todo sea como lo describa.
Y tras un colorido estallido, un nuevo libro apareció sobre el escritorio, tomando el lugar que había ocupado el anterior. Un libro vacío que Anabelle se dispuso a llenar, con el mayor de los entusiasmos. Bebió de la pócima de la memoria y escribió, esta vez sí, poniendo mucho cuidado de no mencionarse a sí misma como un personaje más, ni siquiera en el último capítulo, resolviendo el problema con un sencillo método: escribiría la historia en primera persona, de modo que en donde antes decía: "Anabelle durmió toda la noche", ahora decía: "dormí toda la noche". Por otro lado, a su familia la describió tal como le hubiera gustado que fuera en realidad: a Leticia le quitó toda enfermedad, convirtiéndola en una niña sana, solo que menos simpática que ella, cuyos padres no accedían a ninguno de sus caprichos como en la vida real. A su madre la dotó de un evidente favoritismo hacia ella, y, a papá, lo describió como un hombre que se la pasaba en casa todo el tiempo. También se inventó que era la más popular de la escuela y otros detalles que es mejor que ustedes mismos vean.
Anabelle, con gran excitación, se sumergió en esta nueva historia suya y al llegar, lo primero que comprobó, con un suspiro de alivio, era que no había copias exactas de ella en el jardín ni en ningún otro lugar. Solo existía una única, inigualable y maravillosa Anabelle. Y Leticia estaba allí, saludable y se movía con más ánimos que de costumbre, manteniendo la postura erguida y los hombros hacia atrás, aunque mamá y papá siempre le encomendaban todos los quehaceres, ya fuera barrer el piso, regar las plantas, limpiar la estufa, preparar el almuerzo, mientras Anabelle disfrutaba de los servicios como una reina. Ahora Anabelle era la consentida del hogar. En el comedor, papá le acercó un plato con una montaña de wafles que Anabelle comenzó a devorar con feroz apetito, y al ver a su hija tan emocionada, papá dijo:
-Oh, pero miren cómo degusta los manjares mi reina, si tan solo me permitiera ser el guerrero que conquiste todas las montañas de wafles en su nombre, lo haría con gallardía. Colocaría la bandera en la cima de cada una y pronunciaría en voz alta: ahora esta tierra le pertenece a la reina Anabelle, ríndanle tributo poniéndose de rodillas, porque nadie es tan noble como para estar a su nivel.
Leticia, convertida en una cenicienta ahora, limpiaba el piso y se detuvo para contemplar los wafles rociados de miel, lamiéndose los labios y poniendo ojos de súplica, pero papá, muy serio, le dijo:
-Primero termina de limpiar el piso, cuida que ninguna migaja ensucie los pies de tu hermana. Después podrás disfrutar de la mitad de un wafle como recompensa. Anabelle necesita comer suficientes wafles, hasta que se sienta satisfecha.
-Eso es verdad -dijo mamá, que de pronto salió de la cocina, trayendo una bandeja que colocó sobre la mesa-, y no solo hay wafles, mi reina, también hay panecillos con crema de maní y un licuado de plátanos con vainilla.
Levantó la tapa y los apetitosos alimentos se ofrecieron ante Anabelle, que los fue devorando al instante, atiborrándose como si no hubiera comido hace milenios. Mientras tanto, Leticia contemplaba la escena, desde una esquina, con resignación, apretando la escoba entre sus manos.
Cuando Anabelle terminó de comer, su mamá le limpió las mejillas con una servilleta y dijo:
-Es hora de ir a la escuela, hijita.
-¿Ahora? -preguntó Ana y vio que el reloj de la pared marcaba las 12 del mediodía. Un tanto contrariada, se lamentó de no haber especificado en su libro que no hubiera más escuela, pero aceptó la proposición ya que la comida le había levantado el ánimo. Además, estaba ansiosa por volver a ver a Christy.
-Pero no te preocupes, hija, quita esa cara -dijo su mamá-, que ya todo está listo. Solo tienes que cambiarte de ropa.
-¿Y no puedo ir como estoy vestida? -preguntó Ana.
Su mamá entornó los ojos, porque Anabelle aún vestía su pijama, la miró de arriba abajo y aplaudió complacida.
-¡Qué magnífica idea! Por supuesto que sí.
Así que Ana fue a la escuela ese día en pijama.
En la entrada de la casa había un vehículo deportivo aparcado, porque hasta eso se había inventado en su delirante imaginación, un coche anaranjado con dibujos de gatitos en las puertas, el capó y los alerones. Papá tomó el volante de la caricatura esa y encendió el motor, con Anabelle y mamá a bordo. Sus papás se colocaron gafas de sol, que para Anabelle eran demasiado cool, y gritaron: "¡A toda velocidad!". El coche emprendió la marcha, justo cuando Leticia salía de casa, corriendo detrás, tratando de ponerse un zapato, sin detenerse.
-¡Esperen! ¡No me dejen!, ¡no me dejen! -gritaba.
Anabelle sacó la cabeza por la ventana y le hizo una mueca con la lengua afuera, a lo que Leticia respondió con un suspiro de resignación, pues así era como Anabelle lo había descrito: ante cualquier injusticia que recibiera, Leticia suspiraría resignada. No se entristecería, ni se enfadaría. Anabelle no quería verla llorar, no le gustaba, así que prefería que afrontara su desgracia sin emoción alguna. Sin embargo, incluso bajo esa ley, los suspiros de resignación removían una fibra en el corazón de Ana, un sentimiento que no supo identificar. Era una sensación rarísima e incómoda.
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