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Capítulo 46




En multimedia: Landon Pigg - The way it ends.




Cuando piensas en el futuro, todo lo que puedes hacer es tener esperanza; porque, a menos de que la hayan comprado —la vida—, dudo de que alguien pueda hacer planes sin tener miedo de no despertar al día siguiente. Yo abrí los ojos y ya había pasado un día. Cuarenta y ocho horas más tarde, el médico me dio de alta (la mano enyesada, la cara cubierta de vergüenza y el alma hecha trizas).

Nadie se dio cuenta de ello; porque yo me limité a responder con monosílabos y sonrisas. Afuera de la clínica me encontré con dos agentes de la policía; mi familia y amigos me rodearon para tratar de protegerme.

Lo único agradable de todo, era que Siloh —salvo por la herida de su ceja— estaba perfectamente bien.

—Quiero terminar con esto —le dije a mi madre, que se negaba rotundamente a que fuera al departamento de justicia.

Sam me sujetó la mano con fuerza, indicándome que me comprendía. Yo tenía los pulmones apretujados bajo una sensación de ahogo; tenía miedo de que el gusano que se comía mis intestinos en esos momentos sobreviviera.

No tenía deseo alguno de ahogarme. No cuando mi vida estaba en un subterfugio de muerte. No cuando Cristin y Nash me habían dado un motivo más para dedicarme a la psicología. Ahora tenía una experiencia que contarle al mundo.

Porque sé que no soy la única en una situación como esta.

Siloh también nos acompañó; a mi madre le hacía falta no sentirse sola y yo estaba consciente de que mi tía Maggs no era buena compañía en esas situaciones. Mi primo, en cambio, dejó que mi madre se ajustara a sus pasos y mantuvo la pose protectora que, de haber vivido, tal vez habría adoptado mi padre.

Mientras caminaba hacia el interior de una sala con una mesa cuadrada, rodeada por vidrios ahumados y rendijas que dejaban pasar un poco de luz, me repetí que no era necesario que narrara todo con lujo de detalles. Hubo un tipo que trató de hacerme sentir culpable; era el policía malo, el típico padre de familia que, como ha criado bien a sus hijos, piensa que todos debemos ser como ellos. Me mostró la hoja impresa de una de las webs que tenían como encabezado mi foto.

Le dije lo que ahora sabía: el padre de Nash se negaba a que mantuviera una relación seria con alguien, porque no quería perderlo nunca.

—¿Como si estuviera enamorado de él? —se burló.

Estaba sola en el interior, con Daryel, porque era mayor de edad y mi madre les era innecesaria dentro. Tragué saliva antes de responderle. Me pensé muy bien las palabras que iba a decir. Al fin y al cabo, ya no tenía ningún caso que culpase a alguien cuya existencia había cesado para siempre.

Los culpables vivos eran los que tendrían que dar cuentas. Y esa, como le dejé en claro al hombre uniformado, era la última vez que repetía mi discurso.

—Si quieren buscar un culpable —le dije—, vayan al bar de su familia. Probablemente Eíza haya puesto sobre aviso a sus empleados. Pero es mi palabra contra la suya. Pruébeme.

Estaba al borde de las lágrimas. Y, al ver que me contenía para no derramarlas, el semblante del policía demudó en uno más apacible. Me dijo que la casa le había pertenecido a la familia Singh desde que había sido construida.

Emma Singh murió allí, diez años atrás.

—Lamento mucho decirle que vamos a tener que repetir la entrevista, pero delante de un juez —me dijo.

Su tono era sincero, de disculpa. No le respondí porque intentaba procesar todo en mi mente; el corazón me latió con energía, lleno de miedo, de ansiedad. Aún me pesaban los párpados a causa de los medicamentos y las soluciones intravenosas. Alcé la mirada hasta toparme con un par de ojos que me observaban, pacientes.

—Le dije que podía ayudarla —murmuré; desgraciadamente, se me deslizaron dos lágrimas por las mejillas. Daryel me extendió un pañuelo, pero no lo acepté de inmediato. Lo retorcí entre mis manos y dije—: Él hubiera podido calmarla. Pero, en cambio, se dedicó a humillarla. Como hizo siempre. Porque cometió un error. Y luego la comparó conmigo.

Se me quebró la voz a media retahíla. Alguien irrumpió en la habitación de forma abrupta.

Para cuando me di cuenta, mi madre me sostenía en sus brazos y, de fondo, escuchaba las voces de Daryel y su padre; Ashton no se aparecía casi nunca por mi vida; vivía en Colorado. Pero había sido muy amigo de mi padre (actualmente, era al apoderado de mi madre). Era abogado corporativo también.

—Creemos que ha sido suficiente —señaló, con voz impasible—. Si ya tienen un sospechoso no hay más de qué hablar. La condición de mi sobrina no es apta para repetir lo que sucedió. —La fricción de papel llenó el espacio y luego la voz de mi tío de nueva cuenta—. Tenemos la orden de restricción para Eíza Singh. Falta que giren la orden...

—La declaración de su sobrina es contundente —lo interrumpió el agente—, pero Cristin Lambert no ha dicho una sola palabra. El psiquiatra vendrá para hacer una evaluación.

Mi madre me ayudó a levantarme. Daryel y su papá se quedaron en la oficina de interrogaciones. Al tiempo que me abrazaba a mí misma, eché un vistazo alrededor. No sabía si buscaba a Cristin, o si de verdad esperaba que algún policía entrara en el departamento con Eíza esposado por las manos.

Era algo perturbador, pero tenía muchas ganas de ver su rostro; me pregunté cómo se sentía. Me pregunté qué le había pasado por la mente ahora que no vería jamás a su hijo. Porque, aunque nadie quisiera aceptarlo, él era el culpable. Si alguien asesinó a Nash, no fue Cristin dos días antes. No. Su padre le mató poco a poco: porque le envenenó el alma y le ayudó a quedarse revestido de pesadillas. Lo obligó a seguir su ejemplo. Lo entregó por completo a la destrucción.

El ser humano es así de complejo; a veces, cuando le tienes miedo al cambio, te ahogas en tus propios demonios. Quizás Nash no padecía depresión ni ningún trastorno clínico, pero nada en él era correcto. Ni la forma en la que amaba ni la manera en la que podía, de proponérselo, destruir a otros.

Si Nash cometió un error con Cristin, no fue el hecho de pensar que no le haría daño en el sótano; en realidad, lo que hizo mal fue subestimar los alcances de su amor. Lo amó tanto que esta fue su manera de liberarlo de mí, o de él mismo.

Lo cierto es que nunca lo sabré.

Aún si hubiera tenido la oportunidad, yo sabía que no me lo hubiera contado. Porque Nash no confiaba en mí.

—Siéntate aquí —señaló mi madre, y regresó a la sala.

Busqué a Sam y Siloh. Apreté los ojos al recordar que ellos me iban a esperar en la casa de mi tía Maggs, porque el trámite en el departamento de policía auguraba una tarde llena de tropiezos. Estaba al lado de un escritorio; una policía se acercó con una caja cubierta por una manta negra. Se alejó minutos después. En la orilla de la tapa, había una etiqueta que rezaba el apellido Singh, seguido por un número que no comprendí.

La gente pululaba a mi alrededor. Después de comprobar que ningún policía estaba cerca, y que la mujer que había dejado la caja con evidencia se encontraba hablando por teléfono a un par de metros de distancia, me puse de pie, le quité la manta a la caja y eché una mirada dentro.

Lo primero que vi fue un montón de papeles; el sobre que contenía mi estudio clínico, fotos mías en el campus, yendo de un lado para otro. Volví a mirar hacia la policía. Me daba la espalda. Recorrí la caja hasta mí y hurgué en el interior. Más papeles; la letra pulcra de Nash en uno de ellos.

Eran sus borradores.

Comencé a llorar otra vez y ahogué mis gemidos cuando vi el libro de tapas negras, en piel, que se encontraba junto a una vieja fotografía. También era mía. En ella, se me veía concentrada al lado de Daryel; estábamos en el campus, afuera, y el sol hacía que me brillara el cabello. Yo reconocí la toma porque en el ángulo aparecía la mano de Siloh; la había tomado Shon en el verano del año anterior, durante el curso.

Sujeté la foto entre mis dedos y alcé el antiguo diario de Nash.

Sin que nadie se diera cuenta, cubrí la caja otra vez y me senté en mi lugar; la policía tardó varios minutos al teléfono antes de dejarse caer en una silla al otro lado del escritorio y comenzar a revisar el interior.

—¿De dónde obtuvieron todo eso? —le pregunté, una vez que ella comenzó a examinar los documentos a detalle.

—Del departamento de la señorita Cristin Lambert —dijo, recelosa—. Hacía mucho que cuidaba de usted. ¿Cómo no se dio cuenta? —Dejó a un lado un puñado de fotos. Las miré y estiré la mano para agarrarlas. La policía no puso objeción—. Por los cortes de su cabello y las temporadas del clima —señaló, porque en algunas yo lleva el pelo más corto y en otras más largo; en unas eran tardes nubladas, días soleados o noches de nieve—, supongo que la seguía de cerca.

—Nunca pensé que tenía que cuidarme la espalda —susurré.

—Según el historial —repuso—, antes había sufrido un percance con el occiso, ¿por qué no denunciarlo?

Sonreí.

Muchos me lo habían preguntado, pero, irónicamente, nadie lo hizo por tener ganas de escucharme. Pocos habían querido entenderme. Salvo Sam, la mayor parte de las personas que supieron acerca de mi relación con Nash, se limitaron a sacar sus propias conclusiones.

Yo era, a decir verdad y para todo el mundo, una adolescente con muchas ganas de romper reglas; por eso le había permitido tanto a Nash.

—Porque estaba enamorada de él —dije. La policía me dedicó una sonrisa débil; la vi mientras ella hojeaba anotaciones en una libretilla. Así que me animé a preguntarle—: Suena estúpido, ¿verdad?

Con el ceño fruncido, la mujer se levantó de la silla; sonrió más ampliamente.

—De ninguna manera —comentó y sujetó la caja por las asas—. Siempre que les pregunto, todas responden lo mismo.

Todas.

Asentí.

Ella estaba a punto de marcharse, y no sabía que yo tenía oculto bajo mi suéter el tenebroso diario en el que Nash había hablado sobre mí y sobre él.

—¿Esto pasa a menudo? —inquirí.

Su gesto fue indescifrable. Antes de que dijera algo, yo supe, por su careta, lo que iba a decirme.

Contuve la respiración.

—Más de lo que quisiera.

Se marchó con lo que supuse que terminaría por condenar a Cristin. Pensé en ella; en lo que le deparaba.

Uno de los agentes que me visitó en la clínica, dijo que la habían atrapado dos horas después de que recibieran una llamada anónima para indicar mi paradero. También me explicaron que la llamada la había hecho una mujer.

Abrazada de mi estómago para que no se notara el bulto del cuaderno, me levanté y caminé hasta el pasillo por donde se había ido la policía con la evidencia. Lo contemplé durante varios minutos seguidos, sin parpadear. Hasta que una mano fuerte y cálida me apretó el hombro.

Al volverme, me presioné de un solo paso contra el pecho de mi primo, que me rodeó con sus grandes brazos y me dio un beso en la frente. Su padre y mi madre estaban en el umbral de la sala de interrogaciones. Ashton se encontraba dándole la mano al agente. Suzanne y él nos guiaron a través de los fríos pasillos del departamento. Bajamos sin prisa al primer piso y, para cuando llegamos, yo ya sentía que no me alcanzaban las fuerzas.

La piel del diario me quemaba en el abdomen.

Una vez que entré en el automóvil de Daryel y nos despedimos de su padre (que se iba a quedar hasta que encarcelaran a Eíza), lo saqué. Estaba sentada en el lugar del pasajero, pero no quise hojearlo. No todavía.

Solo tenía una intención para el cuaderno.

Suspiré y eché la cabeza en el respaldo del asiento. Por alguna razón, evoqué las clases de Clarisa; imaginé lo que habría sentido la mujer al enterarse de lo que Cristin y Nash acababan de hacerse el uno al otro.

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