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10. El sargento sangriento

A Lucy le habría gustado quejarse durante estos últimos días, pero a decir verdad, no tenía motivos: el pelotón entero había estado bastante ocupado peleando a través de la parte baja del sureste estos últimos días. Casi siempre, se trataba de escaramuzas menores, pero eso no los desanimaba ni un poco: al contrario, en más de una ocasión, Lucy se había sorprendido a sí misma gritando y festejando mientras sus hermanos de armas abatían a los últimos chaquetas rojas en Palizada, en la frontera entre Campeche y Tabasco.

Tan sólo el día anterior, se habían unido a un par de pelotones en Frontera, y por fin, después de unos cuántos días de ir de un lado al otro en medio de la nada, lograron rastrear al grupo de chaquetas rojas que se les escaparon en Frontera: ahora, poco después del almuerzo, habían salido rumbo a Nuevo Progreso: con algo de suerte, llegarían a ellos antes de que se refugiaran en Ciudad del Carmen.

Lucy y Gas fueron los francotiradores designados: ambos subieron al techo del camión que los transportaba, cada uno con un arma larga, agazapados sobre el toldo, apuntándole a los cinco hombres que caminaban a lo lejos, a la orilla de la carretera, escapando de ellos para darle aviso a sus aliados. Detrás del camión de Lucy, cuatro Jeep's militares los seguían con los pelotones que se les habían unido hace poco.

— Los tengo en la mira - Informó Gas a través de su radio. Lucy pudo escuchar la orden del Muerto fuerte y claro: "que ninguno se escape esta vez".

Lucy no se hizo de rogar y jalo del gatillo. Un segundo y medio después, el primero de los fugitivos cayó al suelo. Desde Frontera, El Muerto había tomado la decisión de no coger prisioneros. No podían permitirse alimentar ni a una boca más: de cualquier manera, desde que la jefa de Alba Dorada los contactó para ayudarlos a rastrear chaquetas rojas y dirigirlos a donde estaban las peleas, el Regimiento 69 vivía victorias en el campo de batalla un día sí y el otro también.

Gas disparó justo después y otro de los chaquetas rojas cayó al suelo. Gas le había dado en la pierna, pero si no se quitaba de en medio cuando pasaran, lo atropellarían. Si se movía, alguien del camión se aseguraría de rematarlo.

— Apunta mejor a la próxima - Lo regañó Lucy - Se supone que hay que matarlos de un tiro.

Gas recargó y disparó de nuevo, pero ahora, ya no era tan sencillo: los tres restantes, alertados por la muerte de dos de sus compañeros, había empezado a correr por sus vidas, dudando si echarse a un lado, donde la maleza era tan densa que difícilmente se perderían de vista. Lucy aprovechó para perforarle un pulmón al tercero mientras Gas se preparaba para dispararle al siguiente. Cuando lo hizo, Lucy ya había recargado su arma y, tras perder de vista al objetivo por culpa de un bache, consiguió dispararle en el cuello. No fue un tiro limpio, pero al menos el malasangre moriría.

— Muerto, ya terminamos aquí - Le informó Lucy - Volvemos abajo enseguida.

Dentro de poco, llegarían a Ciudad del Carmen. En la entrada a la isla, otro grupo de militares los esperaba para conducir juntos hacia la isla. Siendo ya más de sesenta para ese entonces, podrían purgar las calles de la isla de los miembros de la Armada Carmesí que la habían ocupado. Con algo de suerte, no tendrían ni una baja al romper el bloqueo a mitad del puente.

Sietes le tendió la mano a Lucy cuando ella bajó del toldo, lista para entrar con los demás pasajeros. Ella la tomó y después, Gas entró sin ayuda de ningún tipo, aunque estuvo a punto de caerse. Lucy pasó la siguiente media hora comiendo algo: quizá la pelea en el Carmen no durara tanto, pero si era el caso, no le apetecía pelear con las tripas gruñéndole. Junto a ella, Sietes y Blanco discutían acerca de si los nuevos iban a aguantar enteros mientras liberaban la isla. Después de todo, no serían el primer pelotón diezmado en lo que iba de la campaña militar del Muerto.

— Me dicen que hay un teniente carmesí en el Carmen - Les informó Rex, quien acababa de recibir un informe de parte de la sede del Alba Dorada. Aún desde el asiento de copiloto, separado del compartimento de pasajeros por una rejilla, el Muerto aguzó el oído, preparado para escuchar el informe de Rex - No es alguien tan relevante, pero podría ayudarnos a saber qué tan protegido tienen Campeche.

— Y después lo matamos - Sentenció el Muerto, dejando bien en claro que no pensaba dejar ni a uno con vida: Lucy, quien lo conocía de más tiempo, sabía perfecto a qué se debía la fijación del Muerto respecto a los malasangres y en lo que se terminaron convirtiendo.

Cuando por fin llegaron al puente, otros dos camiones como el del Muerto esperaban a la orilla de la calle, estacionados y esperando a que los demás llegasen. El Muerto se bajó del asiento de copiloto y, tras intercambiar algunas palabras con los hombres que aguardaban a la orilla, regresó al camión y, tras decirle a Atlas que acelerara, se volvió hacia la parte de atrás:

— ¡Prepárense! Me dijeron que tendremos una calurosa bienvenida.

No le dijeron mal: ni bien atravesaron la primera mitad del puente y ya había hombres de la Armada Carmesí corriendo hacia ellos para cortarles el paso. Sin embargo, Gas sacó uno de los juguetes que habían estado guardándose en las cajas que traían consigo en el camión y, tras algunos problemas para subirla a sus hombros, disparó el lanzacohetes contra la improvisada barricada de los chaquetas rojas, haciendo saltar por los aires a más de uno.

Atlas aceleró, dispuesto a arrollar a tantos chaquetas rojas como fuera posible. Gas dejó caer varias granadas de humo mientras unos cuántos hombres bajaron de los otros camiones para dispararle a los chaquetas rojas restantes. El Muerto y su gente, escoltados por un par de Jeep's, atravesaron lo que quedaba de puente y, tras estacionarse detrás de una pared de piedra, saltaron a la acción, donde varios malasangres ya esperaban en esa esquina de la isla: pronto, tendrían a casi todos los guerrilleros frente a ellos.

Si intentaban escaparse, tendrían que correr en sentido contrario y escapar hacia Campeche. Entonces, los seguirían.

Lucy sacó una escopeta con tan sólo unas cuántas cargas y la llevó en las manos: además, traía consigo un par de pistolas estándar y el fusil de asalto en la espalda: sinceramente, llevar tantas cosas consigo la hacía más pesada y no podía correr tanto, pero después de unos cuántos tiros, pudo deshacerse de la escopeta.

— ¡Por aquí! - Gritó Foster, señalando a un callejón por el que varios chaquetas rojas estaban escapándose. Lucy decidió seguirlo y Sietes se les unió. Tan pronto como se adentraron en aquellos recovecos, se dieron cuenta de que los malasangres escogieron escapar por ahí porque conocían mejor el terreno.

Sin amedrentarse, los tres siguieron dando vuelta cada que llegaban a una encrucijada, guiándose por el sonido de las pisadas de los fugitivos. Cuando llegaron a un patio vecinal sin ninguna otra vía de escape, los vieron a los ojos. Dos adolescentes que probablemente aún no llegaban a la mayoría de edad. Asustados, con armas en las manos, pero sin el conocimiento suficiente para empuñarlas como es debido.

— Déjenlas caer - Ordenó Sietes - Si las tiran, pueden irse.

Foster volteó a verlo, como cuestionando la orden del Muerto respecto a no dejar a ni uno con vida.

— Son sólo niños. Puede que ni siquiera estén aquí por elección - Los defendió Sietes.

Uno de ellos soltó su arma y alzó lentamente las manos. El otro siguió su ejemplo. Sin embargo, Lucy notó que se movió la cortina de una ventana del edificio que tenía enfrente. Algo olía mal. Si no se iban pronto...

— Un disparo perforó la frente de uno de los soldados carmesíes. Lucy volteó a ver a sus espaldas y vio a dos de los miembros del pelotón frente a ellos: Kick y el Perro. Por lo visto, fue el segundo quien decidió dispararle y, sin dudarlo ni un segundo, repitió el proceso con el otro.

— Vámonos. Hay gente observando - Les dijo el Perro, señalando a las ventanas con la mirada.

Lucy y Sietes seguían algo conmocionados: Foster, no tanto. Cuando se reincorporaron a la lucha, a Lucy le pareció más bien que se había convertido en una masacre: en el camino de vuelta, encontraron a varios cadáveres de soldados de la edad del par al que atraparon. Pronto, Lucy se dio cuenta de que los habían seguido para emboscarlos y que el par al que perseguían fue tan sólo la carnada. De no ser por Kick y el Perro, Lucy y los otros dos estarían tirados en el suelo ahora. Al menos eso la ayudó a no sentirse tan mal por los chicos a los que el Perro les disparó.

La pelea no se había quedado en el malecón: varios malasangres estaban de rodillas en el suelo, vigilados por unos pocos soldados, mientras que la gran mayoría ya había muerto: un par de pelotones habían salido a seguir a los pocos que consiguieron replegarse antes de ser ejecutados. El Muerto estaba al lado de un par de sábanas grises, que cubrían los cuerpos de un par de soldados caídos Lucy no tenía que ser demasiado perspicaz como para darse cuenta de que eran dos de los sargentos que se unieron al Muerto. Ambos muertos.

— ¿Son todos los que quedaron? - Preguntó el Muerto, refiriéndose a los prisioneros carmesíes. Atlas contestó asintiendo con la cabeza - Bien, átenles las manos y amárrenlos en los postes de los muelles. Cuando suba la marea, se ahogarán solos.

Lucy se alarmó y volteó a ver al Muerto, quien ni siquiera se esforzó en devolverle la mirada: sin embargo, Sietes sí se atrevió a cuestionarlos.

— ¿Por qué no ejecutarlos rápido? - Preguntó, provocando que el Muerto volteara a verlo.

— No gastaremos ni una bala de manera innecesaria. Si les cortamos el cuello o los apuñalamos, esta gente tendrá que lavar la sangre de sus calles cuandos nos larguemos. Dejar que se ahoguen será tardado, pero costará menos limpiar después. Además, dudo que merezcan una muerte rápida.

Lucy sentía que estaba a punto de vomitarse sobre el cadáver del sargento nosequién. Primero, lo de la iglesia hace unos días. Ahora con esto. Empezaba a preguntarse qué tan apta era en realidad para este tipo de tareas.

Aquella noche, Lucy no pudo conciliar el sueño. Tras cerrar los ojos después de seis intentos fallidos, todavía podía ver la expresión de los chicos que recién soltaron sus armas antes de ser acribillados por el Perro. El padre de la iglesia, recibiendo una ráfaga en el pecho. Los ahogados en el muelle, retorciéndose cuando poco a poco, el agua empezó a llegarles al cuello y finalmente, casi media hora después, empezaron a retorcerse, intentando a toda costa mantenerse a flota hasta que, uno a uno, empezaron a hundirse.

Al final, decidió levantarse del suelo en el que decidieron acampar y dar un par de vueltas para despejar su cabeza. Después de todo, en unas horas, irían a Campeche y su campaña militar se acercaría cada vez más a su final: Lucy empezaba a arrepentirse de haber dejado de lado a su novio (y a sus amigos) de manera impulsiva. Al parecer, trataba de escapar de sí misma y no lo entendió hasta que se vio en medio de una ejecución pública donde varios chaquetas rojas murieron retorciéndose en el muelle.

Pronto, se dio cuenta de que no era la única despierta. Frente a ella, a escasos metros de la orilla que separaba la banqueta del muelle, se encontraba Sietes, de pie mirando en dirección a la bahía, entre el puente y tierra firme.

— ¿Tú tampoco puedes conciliar el sueño, verdad? Me gusta creer que los más decentes no dormiremos hoy - Se dirigió a ella el soldado.

— ¿Qué es lo primero que ves al cerrar los ojos? - Quiso saber ella.

— Al chico que atropellamos en Frontera, cuando se nos escaparon algunos - Respondió Sietes, todavía sin voltear a verla.

— Yo al padre de la iglesia en Ciudad Hidalgo - Admitió ella - ¿Cuándo te diste cuenta de que esto no es lo que creías?

— Frente a la iglesia, en Ciudad Hidalgo. Pensé que le haría un bien al país participando en esto, así que me enlisté.

— ¿Y por qué no Alba Dorada? Ellos son más puritanos con esto de matar a sangre fría.

— No confío en Alba Dorada - Contestó a secas Siete, abrazándose a sí mismo mientras apartaba aún más la mirada.

— No eres el único.

Lucy sintió la tentación de contarle su propia historia, pero se contuvo. Por lo visto, Sietes pensó lo mismo respecto a la suya, así que ninguno de los dos habló durante un buen rato.

— ¿Qué harás cuando termine la campaña y le ganemos a la Armada? - Preguntó Sietes.

— Volveré a mi rancho y fingiré que todo está bien así la Armada vuelva a atacar.

— Es bueno saber que tienes a dónde volver - Contestó Sietes - Mi pueblo fue quemado por un ejecutor de Arze cuando nuestros viejos se negaron a unírsele. Yo me salvé porque trabajaba fuera, pero...

— Lo lamento - Atinó a contestar Lucy. Probablemente, Sietes era uno de esos fugitivos oaxaqueños que no se le unieron a la Armada Carmesí cuando empezaron a reclutar carne de cañón.

— No sé si a mi madre le hubiese parecido bien que yo participe en esto - Admitió Sietes, con una tenue nota de tristeza en la voz - Casi se infarta cuando me tatué. Al menos ya no está viva para ver lo que he hecho últimamente.

— A mí me consta que todos en mi pueblo creen que soy una especie de demonio - Se burló Lucy - Como no me casé a los quince ni tuve hijos antes de la mayoría de edad, soy una bruja o algo así.

Sietes no pudo evitar reírse: al menos, ya no lucía tan tenso como antes. Lucy se sorprendió un poco a sí misma al sentirse aliviada por ello. Al menos, uno de los dos ya no se sentía tan mal como antes.

— Buenas noches, Sietes.

— Buenas noches, Luci - Se despidió él. Probablemente seguiría ahí un rato más.

Apenas ayer, estaban a las puertas de la isla. Hoy, casi a la misma hora, estaban por llegar a Campeche: hacía poco dejaron atrás Champotón y ahora, estaban a punto de plantarle cara al último gran remanente de la Armada Carmesí en el sureste. Con algo de suerte, después de hoy, tendrían que perseguir a uno que otro hasta Mérida, pero fuera de pequeños detalles, hoy podría ser el día en el que Lucy decidiera volver a casa.

— Nos cuentan nuestros amigos del Alba Dorada que hay al menos doscientos carmesíes a lo largo del malecón y otros doscientos a lo ancho de la ciudad. Un grupo de cadetes dorados se atrincheró en el campus de la universidad estatal desde hace semana y media. Estamos solos - Informó Rex.

— Hay siete de ellos por cada uno de nosotros - Contó el Muerto desde su asiento de copiloto - Antes habíamos peleado contra chaquetas rojas que nos triplicaban en número y salimos ilesos. Podemos con esto.

Y aunque los números no estaban a su favor, la experiencia parecía estarlo: entre el pelotón del Muerto y los refuerzos que se le fueron uniendo los últimos días, eran casi sesenta personas marchando a liberar el último bastión del sureste que permanecía ocupado por la Armada Carmesí.

Lucy volteó a ver a Sietes, que abrazaba su fusil con nerviosismo. Parecía pensar lo mismo que Lucy: "ojalá no haya otra masacre como la de ayer".

— Oye... si te parece bien, en los terrenos de los Maza siempre hay trabajo para todos. Si quieres, puedes venir al final de la guerra.

Sietes asintió con la cabeza: si bien no dijo nada, el gesto significaba mucho para él. Significaba un hogar. Significaba paz.

Pero, por ahora, esa promesa era más bien lejana. Cuando el primer camión se barrió frente al del Muerto y los soldados bajaron de un salto, a toda prisa, Lucy supo enseguida que algo había salido mal. Por la radio de Rex, se alcanzó a escuchar un "son demasiados" antes de que los disparos hicieran evidente la emboscada.

Lucy bajó del vehículo junto a varios otros de su pelotón: a sus espaldas, el camión que se detuvo primero estalló: probablemente, le dieron a su depósito de gasolina. A su derecha, el Muerto y Atlas habían bajado también, ambos armados, mientras otros miembros del pelotón abrían fuego contra una enorme cantidad de hombres vestidos de rojo, armados con machetes y armas de fuego herrumbradas, pero con una presencia abrumadora.

Gas arrojó un par de granadas contra ellos; Kick logró cargarse a gran parte de la primera fila y Foster había sacado una pesada ametralladora de dos manos de la parte trasera del camión, preparado para accionarla.

Los hombres de otros pelotones empezaron a caer, víctimas de la marea roja que se cernía sobre ellos, intentando rodearlos como...

— Como en Coatzacoalcos - Murmuró Sietes, al lado de Lucy.

— ¿Cómo sabes que...?

— Estuve ahí cuando pasó - Escupió Sietes - No eres el único reemplazo aquí, ¿sabes? Nos dejaron entrar y cuando nos confiamos, nos cortaron las salidas. Nos rodearon. Nos dividieron y mataron a casi todos. No sé de otros sobrevivientes, yo... estuve horas debajo de otros cuerpos hasta que pasaron por mí.

A Lucy se le retorcieron las tripas. Sabiendo todo esto, y tras ver la expresión horrorizada de Sietes, se hizo evidente que no era tan viejo como aparentaba. Era un adulto joven (quizás demasiado joven) y estaba aterrorizado.

Cerca de ellos, Blanco estaba a punto de arrojar una granada de fragmentación cuando recibió un tiro en el pecho, dejándola caer a sus pies, tambaleándose y sin fuerzas para patearla al frente o recogerla e intentar arrojarla nuevamente. Gas y Kick corrieron a otra parte en cuanto lo vieron, a sabiendas de que su compañero estaba perdido.

Tras esa explosión, los chaquetas rojas empezaron a ganar terreno. Empezaron a rodearlos y pronto, el mar de machetes empezó a oprimir al pequeño grupo de hombres armados. Cuando la ametralladora de Foster se quedó sin balas, el soldado prefirió dejarla caer y correr a cubrirse en vez de intentar recargarla. Kick recibió una herida superficial en la muñeca cuando intentó pegarle con las cachas de su pistola y, negándose a soltar su arma, recibió más de cuatro machetazos antes de dejar de moverse, ya en el suelo.

Atlas apenas e iba armado. Otra baja. Mientras Lucy, Sietes y el resto se replegaban, ella pudo notar que de los otros pelotones, quedaba apenas la mitad. El Perro logró darle en la frente a un carmesí que se les acercó demasiado, pero poco a poco, dejaron de tenerles miedo. Los estaban aislando.

"Como en Coatzacoalcos", murmuró la voz de Sietes dentro de la cabeza de Lucy, quien volteó a ver al Muerto y, más como orden que como petición, dijo:

— Si no nos vamos, nos matan a todos.

— ¡Cuidado! - Gritó Foster, metiéndose entre el Muerto y un disparo, cayendo a los pies del grupo. Ya quedaban solamente cinco.

— ¡Fernando, ya vámonos! - Le gritó Lucy - ¡No vamos a ganar esta!

El Muerto decidió ceder.

Los otros pelotones ya estaban rodeados y cayeron en cuestión de segundos. Mientras el Perro y Rex les abrían paso, El Muerto decidió que, si se alejaban del malecón tendrían más chances de sobrevivir. Lucy no se negó y, tras gastarse las balas de su fusil, decidió tirarlo a un lado en vez de intentar recargarlo. Con las pistolas tendría que bastarse.

— ¡Ah! - Gritó alguien más. Rex había recibido un disparo en la pierna y cojeaba, pero seguía moviéndose tras ellos.

— ¡Un callejón! - Les indicó Sietes, apuntando a una estrecha calle empedrada. No lo dudaron ni por un segundo.

Rex se volvió por un momento para disparar contra un par de malasangres que se habían acercado demasiado. Al entrar al callejón, Lucy buscó posibles rutas de escape: no iban a encerrarse solos como en el Carmen.

— Por aquí - Les indicó el Perro - Cabemos de uno en uno, solo...

Se escuchó una ráfaga de disparos. Rex se desplomó en el suelo. El Perro se ofreció a cubrirlos mientras pasaban por una sección del callejón que era del ancho de una sola persona.

— ¡Váyanse! ¡Voy detrás de ustedes!

Un malasangre cayó al suelo, víctima de un disparo de Rex. De inmediato, los que estaban sobre él, se apresuraron a rematarlo. El Perro recibió un par de disparos antes de que lo pasaran al filo de los machetes: El Muerto estaba entrando ya por el estrecho corredor cuando...

— ¡Mierda! - Exclamó Sietes. Le habían dado en el hombro.

— ¡Sietes! - Chilló Lucy - ¡Sigues tú, corre!

Pero su hermano de armas se negó.

— Ve tú. Yo te cubro.

— No. No te atrevas. Vas a venir conmigo. Volveré a Última Frontera contigo así me cueste la...

— No te hagas esto - Le dijo Sietes, justo antes de recibir el segundo disparo.

Sin pensarlo ni un segundo más, Sietes la empujó al corredor y, como si ya lo hubiese premeditado, disparó a un soporte sobre ellos, provocando que varias tejas y láminas cayeran entre él y Lucy. Antes de que ella tuviese tiempo de gritar, lo hizo él, sintiendo el descuidado hierro cortando su piel.

— ¡Sietes! - Chilló Lucy, congelada en donde estaba, a punto de empujar aquellas láminas para traerlo consigo.

Sin embargo, una callosa mano la cogió del brazo y tiró de ella: El Muerto la trajo consigo hasta salir a otro patio vecinal y aún ahí, no se detuvo, pese a que Lucy tiraba con fuerza en dirección opuesta. Quería matar a esos desgraciados, quería...

"Como en Coatzacoalcos", repitió la voz de Sietes, una vez más.

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