II. La ilusión
Lo que soñaba se confundía con sus recuerdos y su mente volaba a los últimos días del pasado verano, cuando Santa Águeda se había visto azotada por una de esas tormentas veraniegas que parecen anunciar el fin del mundo por la violencia con la que descargan agua sobre la tierra.
—Es solo un chaparrón, pasará enseguida —había dicho su madre al verlo pegado al cristal contemplando el fuerte aguacero que le impedía ver con claridad la casa vecina.
Igno y Ciro habían planeado una excursión en bicicleta hasta el bosquecillo atravesado por el río Guador, a media milla al norte del pueblo. Allí habían pensado cazar ranas y soltarlas luego para ver cuál regresaba primero al agua, delegando en esos resbaladizos anfibios su pasión por las carreras. Pero la sorpresiva lluvia, que apenas amainó cuando el ocaso pintaba el valle de tonos anaranjados, truncó el plan.
La mañana siguiente el cielo amaneció limpísimo y ese azul inmaculado se reflejaba en los charcos que habían quedado por los caminos. Parecían espejos e Igno quiso saltar sobre uno de ellos para hacerlo añicos. Solo porque sí, por ver qué pasaba. Saltó y, al hacerlo, se hundió en el charco y aterrizó en otro lugar. No se dejó turbar por ello, ya que en los sueños existe esa magia de desafiar las leyes de lo posible y sentirlo como algo natural. Se encontraba rodeado de haces de paja, en el cobertizo de Eulalio Villena, al que todos conocían como el viejo Lalo por la imposibilidad de su lengua trabada para pronunciar bien su nombre. A su lado, unos ojos castaños con vetas verdosas aguardaban con diversión el resultado de la última travesura de aquel verano.
—Y ahora a esperar a que Agripina siembre el caos —susurró Ciro, asomado tras el montón de paja donde habían corrido a esconderse.
—¿Agripina?
—Me ha parecido buen nombre para una pava, ¿o le ves más cara de Clotilde? No, no, María Angustias, ¡eso es!
Igno le dio un golpe en el hombro como respuesta y dio su veredicto a la vez que contenía una risa.
—Eres idiota.
Se escuchó entonces un estridente glugluteo seguido de una algarabía de mugidos. Los ladridos de un perro no tardaron en unirse al estruendo. María Angustias, o como fuera que se llamara aquella pavita negra que habían sacado momentos antes del gallinero, había cumplido con su cometido de asustar a las vacas del viejo Lalo y desatar el caos en el corral donde la habían metido.
No había pasado ni un minuto cuando vieron cómo el hombre salía de su casa y se llevaba las manos a la cabeza.
—¡Por Quisto bendito! ¿¡Comallegao la pava ahí!? —exclamó al tiempo que echaba a correr para atrapar al ave que aleteaba entre las espantadas vacas. Curiosamente, no necesitó su inseparable garrota para desplazarse.
Ciro se incorporó satisfecho y alentó a su compinche con un «corre, corre» para abandonar el cobertizo y desaparecer de allí mientras el viejo seguía ocupado tratando de capturar al animal, que se había convertido en una escurridiza rana gigante. Igno salió justo después con tan mala suerte que se resbaló con el barro fresco y cayó en un charco.
—Miércoles —masculló.
Ciro volvió sobre sus pasos para ayudarle a levantarse y fue entonces cuando el viejo Lalo clavó su mirada en ellos desde la distancia que los separaba.
—¡Dedesagraciaos! —les gritó.
La pava, que ahora era rana, docenas de ranas inquietas, se revolvió en sus brazos y saltó a sus espaldas y él tuvo que girarse para seguir persiguiendo a tan imposible presa y esos valiosos momentos bastaron para que los dos chicos echaran a correr de nuevo. Sin necesidad de cruzar palabra, ambos sabían que querían regocijarse un poco más en el resultado de su trastada y el barro decidió por ellos que no fueran demasiado lejos. Resbalaron con el desnivel del terreno y acabaron en la pila de estiércol del viejo e iracundo Lalo.
—¡Ya os en… entreteraréis! —seguía chillando él a lo lejos.
Igno sintió en ese momento un irrefrenable impulso por reír a carcajadas y Ciro se echó sobre él para taparle la boca y que no hiciera un sonido que pudiera delatarlos de nuevo. Eulalio Villena tenía que pensar que ya se habían marchado, así podrían hacerlo de verdad cuando volviera al gallinero para encerrar a la pava.
—Shhhh, que nos va a pillar. Y no me mires así o seré yo quien se descojone y con ganas. —La voz de Ciro sonaba cerca, muy cerca de su oído. La risa también bailaba en sus comisuras elevadas, así que se mordió el labio inferior para controlarla.
Igno notaba el peso de su amigo dejado caer sobre él. Miró su boca, su sonrisa contenida, e inspiró por la nariz. El olor a excrementos inundó sus fosas nasales y apretó por lo menos un centenar de nudos en sus tripas. Se sintió liviano, ingrávido, mientras observaba las motas verdes en sus iris castaños, como si fueran la paleta de un artista para pintar un bosque plagado de misterios, y luego cayó en sus pupilas…
… y se encontró sobre su cama, con la sensación de haber estado al borde de un abismo infinito y no saber si se había despeñado por él o no.
Se incorporó sobre el colchón de lana, apartó la colcha porque se sentía acalorado y pegó las rodillas al pecho. La claridad incipiente del nuevo día empezaba a colarse por la ventana e Ignacio dedicó ese breve interludio antes de tener que levantarse a pensar para espantar el desasosiego que sentía. No era la primera vez que soñaba con ese día, el último día de Ciro en Santa Águeda hasta el siguiente año. Habían sido sus últimos momentos de felicidad plena, de no necesitar nada porque se sentía completo. Ni siquiera le importó que sus padres lo castigaran teniendo que ayudar al viejo Lalo a limpiar su corral durante todo el otoño —uno que se dilató más de lo acostumbrado por el retraso de las primeras nevadas—; había merecido la pena porque había sido otro de esos grandes recuerdos creados junto a Ciro.
Mientras crecía, nunca creyó que llegaría un día en que tuviera que recordar a su inseparable compañero porque no estuviera con él. El verano anterior, tras tantos meses separados, fue dolorosamente consciente de que cada rato que pasaba en su compañía ya no era parte de su día a día, como cuando eran niños, sino que iba directo a un cofre de recuerdos ubicado justo en su corazón. Ya no tenía a Ciro, solo memorias para paliar su ausencia; por eso siempre lo recordaba, siempre lo tenía en su corazón, porque lo echaba tanto de menos que no podía esperar a estar de nuevo con él.
Porque Ciro era una luz en su vida y ahora estaba en penumbra.
~ ~ ~
—Ignacio, hijo —había dicho Hortensia esa mañana cuando él estaba en el umbral de la puerta, sentado sin hacer nada. Ella se había llevado una mano a la altura de la frente a modo de visera, las puntas de los dedos arrugadas de lavar ropa en la pila, y la otra descansando en la cadera—, deja de estudiar cómo vuelan las moscas y riega las macetas, hazme el favor, que con el sol que está haciendo se van a secar todas las flores y es una pena, hijo, una pena, con la alegría que me da ver tanto color desde la ventana de la cocina mientras hago la comida, ay, sí, que tengo que ponerme en cuanto termine de lavar y… —Y siguió con su soliloquio a media voz para hacer gala de esa costumbre suya de no guardarse sus pensamientos para sí misma; mientras, Ignacio iba y volvía de llenar la regadera de hojalata con agua de uno de los cántaros que traían del pozo.
Estaba absorto en su tarea y el abrumador colorido de esta, mientras permanecía ajeno al continuo murmullo de su madre. A lo lejos, las campanas de la ermita comenzaron a repicar —una, dos, tres veces—, pero apenas notó su sonido; si hubiera mirado a su alrededor en ese momento, con toda seguridad se habría dado cuenta de que las contraventanas de la casa de los Ribera estaban abiertas, habría sabido lo que eso significaba y no se hubiera sobresaltado como lo hizo cuando escuchó su grito:
—¡Igno! ¡El último que llegue a la higuera es un mendrugo, corre!
Se quedó paralizado tan solo un segundo, al siguiente la regadera estaba en el suelo y él corría con todas sus fuerzas al encuentro de Ciro. Nunca cincuenta y nueve metros le parecieron tan largos.
—Gané —declaró Ciro casi sin aliento, con una mano apoyada en el tronco de la higuera.
Igno llegó a su posición pero no frenó hasta que los dos cuerpos chocaron en un abrazo que ambos acogieron con los brazos abiertos.
—Pero solo porque tenías seis metros de ventaja, maldito tramposo —acertó a decir a media voz. Apretó los brazos con fuerza alrededor de él, sin poder creer que fuera real y no producto de un sueño que le dejaría abrazando el aire cuando abriera los ojos—. Estás aquí.
—Sí, pero como no me sueltes me vas a romper. Qué bestia eres abrazando, con razón no lo hacemos nunca.
No era una exageración decir que los abrazos que se habían dado se contaban con los dedos de una mano e incluso así sobraba uno. El primero fue casi dos años atrás, la primera vez que tuvieron que despedirse. Se sintió algo extraño, sin duda. Los siguientes fueron al inicio y al final del verano anterior, con su reencuentro y despedida; ese último con un añadido de risas, barro y olor a estiércol impregnando su ropa. Y ahora este. A pesar del apelativo empleado, Igno veía la mejora producida en su habilidad para dar abrazos y, aunque no le apetecía separarse de Ciro —no le importaría pasarse toda la vida sintiendo su corazón tan cerca del suyo—, lo soltó y dio un paso atrás.
—Hola —dijo Ciro.
—Hola —respondió Igno.
Y se quedaron unos instantes así, solo mirándose, hasta que soltaron una carcajada al mismo tiempo.
—¿Cómo habéis vuelto tan pronto? Pensaba que no te vería hasta junio.
Antes de contestar, Ciro se apartó un mechón que caía sobre su frente y casi le cubría el ojo.
—Pues verás, al final adelantamos el viaje porque mis clases terminaron antes de la cuenta, padre ya no tenía cosas de trabajo pendientes y… eso. —Se encogió de hombros y, después, extendió los brazos y dejó caer la cabeza hacia atrás para decir—: No te imaginas cuánto me alegro de estar ya aquí, ¡necesitaba tanto respirar! Pero sobre todo tenía ganas de verte otra vez.
—¿Sí?
—Pues claro, Igno, vaya pregunta. Quería comprobar que sigues siendo el mismo pequeñajo de siempre. —Levantó la mano para revolver su pelo castaño oscuro con un gesto cariñoso mientras Igno trataba de esquivarlo.
—¡Ya, para! —Los dos reían como los niños que no habían dejado de ser—. Hay cosas que nunca cambian, ¿eh? —dijo al cabo de un rato.
—Tienes razón. Nosotros seguimos siendo los mismos y este verano volveremos a hacer alguna de las nuestras. ¿Trato?
Ciro extendió su mano derecha en el espacio entre ambos, a la espera de que Igno se la estrechara para cerrar el acuerdo. Se sostuvieron la mirada y vieron en los ojos del otro una infinitud de posibilidades para los próximos meses. Ciro dibujó una media sonrisa en sus labios.
—Trato.
En ese momento, escucharon la voz de Hortensia, que desde la puerta de la casa se dirigía al recién llegado:
—¡Ay, Ciro, qué alegría que ya habéis vuelto! ¿Cómo estás? ¿Cómo está tu gente?
Él respondió a esos gritos en la distancia elevando también el tono:
—¡Todos bien, muchas gracias! Yo también me alegro de verla a usted, señora Vega. ¿Puedo robarle un rato a su hijo? ¡Lo tendrá en casa para comer, no se preocupe!
—Está bien, pero no os metáis en líos, ¿vale? ¡Que los dos juntos sois un peligro! —concluyó cuando se agachaba a coger la regadera que su hijo dejó tirada.
—¡Entendido, madre!
—¡Sí, entendido, hoy no haremos nada malo, puede estar tranquila!
Igno no podía asegurarlo desde tan lejos pero estaba convencido de que su madre habría torcido el gesto al escuchar ese «hoy» y después habría negado con la cabeza, resignada, acompañada esa mueca de un susurro en la línea de «estos muchachos no tienen remedio».
Ciro le echó un brazo sobre los hombros y así emprendieron el camino a su casa. Igno le preguntó por sus hermanos y así supo que Aldo Ribera, el mayor, permanecía en la capital, encargado de los negocios de la familia.
—Desde que trabaja con padre se ha vuelto un aburrido, nada que ver con el Aldo que conocimos, te lo aseguro. Pero mira, mucho mejor, así no hace falta que le pidamos su bicicleta cuando queramos ir al bosque.
—¿Y la Belisa?
Ciro hizo un gesto con la cabeza para señalar al frente.
—Ahí está.
Belisa Ribera, única hija del matrimonio de sus padres, alegraba con sus dieciocho primaveras y su vestido verde la entrada de la casa. Acababa de salir por la puerta, los brazos cargados con una pila de sábanas de un blanco impoluto, un bastidor y un costurero sobre ellas. Se sentó en una mecedora de madera, sin percatarse de que su hermano y su amigo se acercaban por el camino. Desde esa distancia, Igno notó que la larga, larguísima melena que de pequeña llevara recogida en dos trenzas, medio deshechas la mayoría de las veces, no llegaba ahora a rozar sus hombros. El cuidado peinado en nada se asemejaba al desenfadado cabello de su niñez más que en el color: negro como la más oscura de las noches.
—Vaya, qué guapa —dijo Igno en voz baja.
Nada más escuchar el cumplido dirigido a su hermana, Ciro señaló con el dedo índice a su amigo en una —a todas luces falsa— actitud amenazadora.
—Ni se te ocurra, es demasiada mujer para un pequeñajo como tú. Además, tiene un medio pretendiente o algo así. —Se encogió de hombros al decirlo—. Eso creo al menos.
—¿En serio? —Las cejas de Igno se elevaron con sorpresa ante la noticia.
—Sí, es un doctor. Los fines de semana viene a almorzar a nuestra casa y después mi hermana y él salen a pasear por el jardín mientras madre los vigila desde la ventana. Una cosa rarísima. Pero, bueno, a mí me parece simpático y no muy estirado. No se le puede pedir más a alguien de ciudad, ¿no? —bromeó, en tono confidente.
Esa conversación los había llevado casi a las puertas de la casa de la familia Ribera y Belisa por fin había reparado en su presencia.
—¿Se puede saber qué andas cuchicheando? En fin, tú siempre igual. Hola, Ignacio, cuánto tiempo —saludó con una sonrisa.
—Hola, ¿qué tal todo?
Ella hizo un gesto con la mano para abarcar las telas y útiles de costura que descansaban en su regazo.
—Pues ya ves, aquí liada con mis cosas.
Ciro volvió a hablar, con la clara intención de fastidiar a su hermana, una tradición que no había perdido con los años sino que había perfeccionado: ya no le daba tirones de las trenzas, ahora las palabras eran el arma empleada.
—Sus cosas son preparar su ajuar. Va a bordar muchas florecitas, pajaritos y el nombre de su amorcito. ¿Verdad, hermanita?
—Mira, hermanito —le respondió en el mismo tono—, ¿qué te parece si te vas un rato a pastar? Así por lo menos tendrías la boca ocupada con la hierba y no soltarías más estupideces.
—Gracias, pero no me apetece, ya almorcé bastante hace un rato.
Igno asistía divertido a ese duelo dialéctico entre hermanos y se solazaba en la familiaridad de ese enfrentamiento. ¡Cómo había echado de menos a los hermanos Ribera!
En un momento dado, Ciro dejó a su hermana con la palabra en la boca y se dirigió a Igno.
—Por cierto, tengo algo para ti.
—¿Algo para mí? —Frunció el ceño con incredulidad.
—Sí, en mi cuarto, vamos. —Lo tomó del brazo para que lo siguiera pero fueron interceptados en medio del pasillo, justo antes de llegar a las escaleras.
La señora Gracia de Ribera era una mancha negra en contraste con el blanco de las paredes. Vestido negro, medias negras y un fino chal del mismo color sobre los hombros. El cabello, también negro con apenas unas canas pintando sus sienes, lo llevaba recogido en un moño bajo. La mujer mantenía el luto por su difunta madre aunque hacía ya al menos cuatro años desde que había fallecido; todo rastro de color había desaparecido de su armario desde aquella fecha. El verde de sus ojos era lo único que rompía la monocromía de su apariencia.
—Ya decía yo que no te encontraba por ninguna parte —le dijo a su hijo, con un tono de voz a medio camino entre la reprimenda y la resignación—. Anda que has tardado en ir a buscar a tu cómplice de fechorías, ¿eh? Más os vale no estar pensando en hacer una de las vuestras. —Segunda advertencia materna sobre el mismo tema en apenas unos minutos; qué bien los conocían—. Y tú, Ignacio, mírate. Estás hecho ya todo un hombrecito, si es que ya no sois unos críos, está claro. Os pido una cosa: tú no te dejes arrastrar por este hijo mío en sus trastadas, tened un poco de cabeza y no os metáis en jaleos como el año pasado. ¿Tú sabes el viaje que echamos con esta criatura oliendo a corral? Qué calamidad, por favor. ¿Cómo se os ocurre hacer eso justo cuando teníamos que marcharnos ese mediodía? —Hizo una pausa para mirar a ambos muchachos; ellos se miraron entre sí, sin decir nada—. ¿Sabes cuántos baños hicieron falta para quitarle ese olor? Tres, Ignacio, tres.
Igno se mordió el interior de la mejilla, algo que hacía cuando estaba nervioso y necesitaba encontrar las palabras apropiadas. Se animó a hablar porque creía que podría terminar de calmar las aguas despertando la compasión de la señora Gracia.
—Yo necesité cuatro. Y estuve todo el otoño trabajando para el viejo Lalo, así que no me libré precisamente del olor…
—¿Todo el otoño? Vaya. —Silbó Ciro a su lado, sorprendido por el castigo de su amigo.
—Le aseguro que aprendí la lección y sé que Ciro tampoco querrá repetir algo parecido. Nos portaremos bien este verano —se apresuró a prometer, pero su mano derecha, oculta tras su espalda, mostraba los dedos índice y corazón cruzados. Ciro notó el gesto por el rabillo del ojo y reprimió una sonrisa.
La mujer elevó una ceja con incredulidad.
—O por lo menos yo no me enteraré de cuando os portéis mal, ¿no?
—Madre, ya ha dicho lo que se estaba guardando desde hace meses, ya está, esta noche dormirá tranquila —intervino Ciro—. Ahora… ¿Nos deja irnos? Por favor.
Suspiró y les dirigió una nueva mirada en la que no pudo disimular el cariño por su hijo ni el aprecio que sentía por aquel otro chico al que había visto crecer.
—Claro, anda, ve a darle a Ignacio su regalo.
«¿Regalo?» pensó Igno. En ese momento, mientras subía las escaleras hacia el piso superior, supo que lo que la madre de su mejor amigo había dicho antes no era verdad. Por supuesto que eran unos críos, ¿quién si no un niño podría sentir semejante ilusión?
Llegaron al dormitorio e Igno lo encontró justo como la última vez que lo vio, salvo por el polvo que cubría los muebles. La cama a mano izquierda, pegada a la pared; a sus pies, el baúl donde Ciro guardaba sus libros, un tirachinas y el viejo balón de su hermano mayor, con el que los tres habían jugado incontables veces con otros niños del pueblo. Al otro lado de la habitación, un armario, una silla y un pequeño escritorio sobre el que se encontraba su inesperado regalo.
—El año pasado —empezó a decir Ciro al tiempo que se acercaba a la mesa— fue la primera vez en toda nuestra vida que me perdí tu cumpleaños. Y para colmo ni te felicité después, qué desastre soy, ¿eh? Este año he querido compensar eso, así que… —Le entregó un cuaderno y un pequeño estuche cuyo contenido Igno no acertaba a adivinar con exactitud—. Un cuaderno y carboncillos, para que dibujes. Con retraso, pero felices catorce años, Igno.
Igno lo miró con extrañeza pero con una sonrisa cosquilleando en sus labios. Si le hubiera preguntado de antemano por el regalo que quería, jamás se le hubiera ocurrido algo así pero, ahora que lo tenía en sus manos, sabía que no podía existir un mejor obsequio para él.
—Muchas gracias, pero… —Se rascó un segundo la cabeza, súbitamente avergonzado por lo que iba a decir. Un azoramiento comprensible pues era la primera vez que pronunciaría algo así en voz alta— ¿alguna vez te había dicho que me gusta dibujar?
Ciro negó con la cabeza.
—No, pero yo te miraba, ¿sabes? Y veía que durante las lecciones de Barba de heno tú te dedicabas a dibujar cosas por los márgenes del cuaderno, vigilando que no se diera cuenta y te castigara con uno de sus reglazos. —Al decir eso, ambos compartieron una breve mueca de dolor. Habían conocido el efecto de esa regla de primera mano. En más de una ocasión—. Bastantes pájaros y algún que otro bicho pero, sobre todo, muchos ojos, ¿me equivoco? Te salían muy bien los ojos, y cada año mejor.
Saberse observado en esa faceta que no había compartido con nadie llenó a Igno de un extraño sentimiento de vulnerabilidad. ¿Sospecharía Ciro a quién pertenecían esos ojos? ¿Qué pensaría si supiera que él era el dueño de esas miradas?
Lo que restaba de mañana lo pasaron allí mismo, sentados en el suelo, la espalda apoyada contra la cama, hablando de todo y de nada al mismo tiempo. De vez en cuando, Igno acariciaba con disimulo el borde de su cuaderno con la yema de los dedos.
Cuando la señora Gracia apareció para anunciar que ya estaba la comida preparada, Igno supo que era el momento de regresar a su propia casa.
Nada más entrar por la puerta, su padre, sentado a la mesa, se fijó en el cuaderno y el estuche de carboncillos que sostenía en su mano derecha.
—Ignacio, ¿qué es lo que llevas ahí?
Ni siquiera tuvo tiempo de morderse la mejilla, la severa mirada de su padre lo empujó a contestar de inmediato.
—Esto, eh… Un regalo que me ha traído el Ciro. Para dibujar.
—¿Para dibujar? —Soltó un bufido, terminó de cortar un pedazo de pan con su navaja y sentenció—: Otra inutilidad para perder el tiempo.
No permitió que aquella aspereza en las palabras de su progenitor afectara a su ánimo. Se sentía dichoso; su amigo, su todo, ya estaba de vuelta en Santa Águeda.
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