El escritor de romances, tragedias y comedias
Cuentan las malas lenguas que existió un escritor con el poder de hacer realidad sus más íntimas fantasías con el simple hecho de tomar una pluma y manifestar sus pensamientos. Aquel hombre, fuente de numerosos rumores y cuentos, se llamaba Aníbal Duarte, el escritor más talentoso y, al mismo tiempo, menos prolífico de la historia argentina.
Se dijo de él una sarta de barbaridades, incontables a decir verdad, sobre el origen de su injusto poder: desde posesiones demoníacas, hasta tratos con editoriales para hacer algún tipo extraño de marketing. Lo cierto era que, sin importar lo mucho que ese hombre se esforzara por mejorar su prosa, nunca logró alcanzar la fama que, desde cierto punto de vista, merecía (porque, en mi humilde opinión, sus escritos no eran malos).
Sin embargo, pocos creían en él. Su nombre era, más bien, un meme, una burla dentro del mundillo literario. Así fue en el transcurso de mi carrera universitaria y, después, durante mi breve estadía como editor de una empresa editorial de renombre en la nación. En lo personal, siempre utilicé su nombre a modo de burla para referirme a los escritores que "soñaban" de forma compulsiva con hacer sus sueños realidad. Esos que, hambrientos de fama, pagaban fortunas con tal de publicar un trabajo mediocre y presumir que habían hecho algo con sus vidas. Esos que, al poco tiempo de su "éxito" eran olvidados por sus escasos fans, por la empresa y, sobre todo, por ellos mismos.
La mayoría compartían el destino que Aníbal sufrió (claro, según la versión considerada verídica). Gracias a un chisme que oí por accidente durante mi último año de carrera, pude saber la verdad sobre aquel enigmático sujeto, el mismo del que me burlé por muchos años.
Aníbal Duarte, un escritor con buena técnica, pero maldito de algún modo, en verdad existió y publicó libros considerados "best sellers en potencia" con la editorial que me acogía, sin embargo, nunca logró el éxito que sus obras prometían. Su fracaso fue tan grande que ninguna otra editorial se ofreció a publicar sus libros, de hecho, incluso se dijo que él llevó a la quiebra a numerosas empresas pequeñas que cometieron el error de confiar en él.
Cansado de fracasar, nuestro grandísimo personaje colgó los guantes, guardó sus cuadernos y no publicó nunca más con ninguna editorial. Sin embargo, su leyenda quedó: ese hombre presumía tener un poder extraño. Según sus palabras, le bastaba con escribir alguna fantasía para hacerla realidad, no obstante, nunca se manifestaba en su vida, sino en la de alguien más.
El ilustre señor Duarte fue una burla para mí, al menos hasta que, vestido con traje y corbata, decidió sentarse frente a mi oficina con un contrato y un cuaderno para tomar notas. Aquel señor rodeado de leyendas lucía un atuendo elegante: un pantalón de vestir negro y un traje que hacía juego con los oscuros colores de su ropa. Su barba era la de un hombre desordenado, sus escasas canas indicaban que sus años de gloria habían pasado y que pronto su casi abundante cabello comenzaría a caerse.
Sin embargo, su propuesta (vale la pena decir, avalada por la editorial) me resultaba un descontrol, una locura.
Aquel hombre no tenía ninguna obra escrita, de hecho, la pensaba planear y desarrollar frente a mis ojos, con el extraño fin de observar su evolución en la vida real para darle un toque especial. Me resultó disparatada su idea, al menos hasta que, cargado de convicción, Aníbal Duarte decidió contarme su historia, con el fin de mostrarme lo que había pasado y por qué la editorial tomó su propuesta tras largos años de ostracismo.
Intrigado, decidí darle la oportunidad de explicar lo que había ocurrido. Me dejé caer sobre el respaldo de mi sillón y escuché con atención lo que el loco tenía que decir.
Según sus palabras, durante su juventud se había encaprichado en ser un escritor prolífico y, en respuesta, su familia decidió abandonarlo. Logró subsistir gracias a Linda, su amada novia. Ella soportó su desfachatez durante un largo tiempo, hasta que, un día, cansada de su inoperancia, decidió romper la relación y echarlo de su casa. No obstante, aquella estricta medida no duró mucho.
Al poco tiempo, él recibió una visita en el albergue transitorio que había adoptado como su nuevo hogar. Era ella, con un papel y una noticia sorprendente: estaba embarazada. Entonces, una inmensa felicidad (una que no logro comprender) se apoderó del escritor que, dispuesto a todo, decidió negociar con su pareja.
Ambos pensaban lo mismo: abortar al bebé (un acto ilegal y repudiable por aquellos años) no era una opción. Ella deseaba tenerlo, pero no quería criarlo sola, tampoco permitiría que su hijo creciera con un padre vago, encerrado en una afición que nunca podía despegar. Ese era el único obstáculo entre los dos porque, con sinceridad, Linda aún lo amaba.
Herido, pero convencido de que las palabras de su amada eran ciertas, el joven escritor decidió renunciar a las letras para siempre y trabajar en la aduana de Buenos Aires gracias a un contacto cercano. Con su nuevo salario, Aníbal logró cubrir los costos de un pequeño departamento en Barrio Norte. Sin embargo, todo cambiaría para él en poco tiempo.
Su juventud e ingenuidad (mejor dicho, la de ambos) hizo que nunca consultaran al médico por los extraños y recurrentes dolores de cabeza que aquejaban a su esposa que, a pocos días de la fecha de parto, convulsionó mientras cocinaba durante una tarde de invierno.
Aníbal Duarte hallaría a su esposa en el suelo, con el rostro calcinado y una olla con fideos deshechos a su diestra. Desesperado, la trasladó al hospital solo para enterarse de que, en ese momento, llevaba al menos unas cuatro horas fallecida. La causa no la olvidaría jamás: eclampsia.
Tras un largo sermón por parte de la ginecóloga de guardia, quien lo culpó por no haberla llevado a los controles prenatales (puesto que la eclampsia se podía prevenir), volvió a su casa y, sin saber qué hacer, lloró por horas y maldijo a Dios a causa de su desgracia.
Tras enterrar a su esposa en el cementerio de la recoleta (en lo que gastó la totalidad de sus ahorros), decidió retomar su vieja pasión para dejar ir toda la angustia que lo perseguía. Sin embargo, ese sería el comienzo de su penuria.
Quizá por su maldición o algún ajuste de cuentas por parte de su suegra (que, según sus palabras, era una bruja, aunque creo que lo decía en sentido figurado), desde aquel triste día, todo lo que redactaba se volvía real, pero en la vida de otro. Y, de forma indefectible, él conocería a esa persona para comprobar, como tantas otras veces, que el cielo lo había escuchado.
Según sus palabras, su primer obra (la que mi editorial publicó) fue un romance juvenil entre un escritor mediocre y una estudiante de enfermería del conurbano bonaerense, una clara referencia a su historia con su fallecida esposa, Linda. En su obra, además, el final difería de la realidad. Ambos seguían con vida y el muchacho que lo representaba se convertía, tras mucho esfuerzo, en un gran escritor. Sin embargo, su libro no solo fue un fracaso en ventas, sino que, al poco tiempo, un prolífico joven de unos escasos veinte años saldría a la luz con la misma empresa.
Su nombre sería Carlos Moche (The Krlos para los amigos), un joven inexperto que, tras un comienzo mediocre, logró escribir un best seller que festejaría junto con su novia: una enfermera recibida en la UBA que no tardó en convertirse en una especie de celebridad.
Al principio pensó que se trataba de una coincidencia, sin embargo, con el tiempo fue notando que todo lo que él escribía terminaba haciéndose realidad.
En su momento, las editoriales temieron al escritor maldito, sin embargo, en la actualidad lo consideraban una ganga, un hombre con fama (forjada a base de leyendas sin sentido) que, además, escribía bien. La editorial confiaba en que, si se movían de forma correcta, podrían aprovechar el extraño renombre de Duarte para lograr buenas ventas.
No obstante, el proyecto requería de un sacrificio: tiempo, mucho, a decir verdad. Debía corregir lo que Aníbal escribiera lo antes posible para darle oportunidad a continuar la historia y propiciar el seguimiento.
Y, aunque no creí en las palabras de aquel loco, el tiempo le daría la razón.
Deseaba hacer una antología, así que comenzó con un cuento de terror. Su personaje principal se llamaba Jaime Mira, él estaba destinado a obsesionarse con una profesora. Él la acosaría y seguiría hasta su casa todos los días, sin embargo, siempre se negó a contarme el final de la historia.
Al poco tiempo, las noticias hicieron popular el caso de un hombre (que, de hecho, se llamaba Jaime Mira) que había secuestrado y pretendido abusar de su profesora en su propia casa, sin embargo, ella lo apuñaló en defensa de su integridad física y logró llamar a la policía. Finalmente, el criminal cayó presa de una hemorragia fatal.
Esa misma tarde, Aníbal me trajo su relato completo y, para mi sorpresa, el Jaime Mira ficcional también había muerto en un intento por perseguir a su profesora.
Al principio pensé que debía tratarse de algún tipo de broma, que este hombre tenía, de forma milagrosa, contactos dentro de la policía y, sin censurar datos, escribía de forma oportuna para dar la ilusión de que todo se hacía realidad. Si era el caso, se trataba de una jugada muy peligrosa por parte de la editorial.
No obstante, sus relatos siguieron llevándose a cabo, dejó el terror y se enfocó en el romance, la comedia e incluso tramas de superación que, de modo sorprendente, terminaban por hacerse realidad. Tal y como Aníbal había dicho, eventualmente conoció a esas personas y yo, al ser su eterno acompañante, fui testigo de aquellas horribles coincidencias.
—¿Acaso le preocupa algo, editor? —me preguntó una tarde, él nunca se refirió a mí por mi nombre.
—¿A usted no le perturba nada, señor Duarte? —inquirí.
Él me sonrió y me observó con aquella mirada tan vacía que lo caracterizaba.
—Muchas cosas, pero nada que deba interesarle, editor—mencionó, justo antes de llevarse su manuscrito consigo.
—¿No tendría que darme eso? —insistí.
—Esta será mi última obra, luego, podrán hacer lo que quieran con lo demás. Deseo que se conserve este relato tal y como lo he escrito, sin cambios, sin ediciones que le quiten... lo mágico.
—Lo aterrador, querrá decir—le corregí—, ¿no ha tenido... problemas?
—¿Por esto? Por supuesto que no, muchachito—me respondió, con una sonrisa victoriosa en su rostro—. Al menos... por ahora.
—No se haga de rogar, señor. ¿Me dirá de qué trata? —inquirí con curiosidad por lo que podría pasar.
Él me sonrió y, sin intenciones de revelar sus secretos, respondió:
—Un ajuste de cuentas.
Y dichas esas palabras, el escritor maldito abandonó mi estudio para no volver. En mi lugar, cualquiera se hubiera aterrado ante aquellas palabras, no obstante, yo no me preocupé ante sus dichos. El señor Duarte era, por mucho, un hombre ilustre e inofensivo o eso demostró hasta ese día.
Aquella tarde fatídica quería retirarme temprano y aprovechar el permiso que Aníbal me había dado de forma indirecta, me esperaban largas horas de sueño y, a decir verdad, necesitaba un respiro de la ajetreada vida que había obtenido tras la llegada del señor Duarte. No obstante, el editor en jefe apareció para encomendarme más trabajo: por lo visto, quedaba una caja de manuscritos por revisar. Eran obras inéditas del escritor maldito, obras que redactó durante todos los años que estuvo lejos del mundo de la literatura.
Por lo visto, Aníbal había manifestado su interés por añadir aquellos manuscritos a su larga colección de relatos. Ese día tomé la molesta decisión de llevar el trabajo a mi casa, no porque me apasionara, sino porque deseaba quitarme esa pila de responsabilidades lo antes posible.
Me asombró ver que, a pesar de todo, Aníbal no había escrito ningún relato de terror que implique desastres sobrenaturales, invasiones de alienígenas o apocalipsis horribles. No. En su lugar, encontré muchas comedias románticas y relatos que, por lo visto, resultaban simplones y lineales. Los descarté, nunca incluiría literatura basura en una antología de tal calibre.
Aquellos extractos eliminados trataban de lo mismo: parejas rompiéndose, personas que ganaban la lotería, jóvenes que triunfaban y alcanzaban la fama, entre muchas otras tramas sin relevancia.
Una teoría emergió en mi mente: al ser consciente de su poder, comenzó a venderlo. No obstante, era usual ver la repetición de un mismo relato de forma casi cíclica: Linda Milano, su fallecida esposa, volvía de la muerte junto con su hijo con el objetivo de hallar al amor de su vida.
Su relato final me dejo boquiabierto y, en cierto punto, llegó a molestarme. En él, un escritor mediocre era recibido por una editorial famosa con el fin de publicar su más preciada novela. Las ventas serían un éxito, alcanzaría la fama y, en última instancia, la felicidad que tanto había esperado. Se trataba de un relato simple, sin mucho sentido e incluso inverosímil, uno que no podría ser publicado junto con su antología, al igual que todos los que había desechado horas atrás. Sin embargo, era evidente que, a esas alturas, yo era parte de su juego. Y, a decir verdad, no lo culpaba.
Aníbal Duarte era como un titiritero, había aprendido a utilizar su poder para beneficio propio y, por lo visto, yo mismo era parte de su juego.
No sabía si el jefe de la editorial era consciente de lo que ese hombre estaba haciendo, sin embargo, si decía algo me arriesgaba a quedar como un paranoico o, en el peor de los casos, un loco.
Pensé que podría hablar con él al otro día, pero su ausencia se hizo sentir en el estudio. Primero creímos que se había olvidado o, en el peor de los casos, caído preso de una molesta enfermedad. No obstante, la semana pasó sin noticias del escritor maldito y, al vencerse su plazo, el jefe decidió denunciar su desaparición y charlar con el abogado la posibilidad de elevar una demanda contra él.
El tiempo pasó, los uniformados dieron con el departamento en el que Aníbal Duarte se había hospedado gracias a una denuncia por parte del administrador del consorcio. Él denunció que los vecinos se quejaban por el mal olor, no solo eso, sino que uno de los inquilinos llevaba tiempo sin salir de su habitación. Sospechaban lo peor.
Esa tarde, en las noticias se hizo pública la muerte de Aníbal Duarte, quien, según los uniformados, se había suicidado con un arma que se hallaba extraviada.
Aunque el tiempo pasó y mi trabajo demandaba mi total atención, me resultó imposible no dudar sobre los reportes que la policía emitió. Además, y aunque me cueste aceptarlo, me intrigaba saber qué era lo que había escrito ese hombre antes de morir.
Gran parte del personal en la editorial no se cuestionó la supuesta decisión de Aníbal Duarte. Lo atribuían a su triste pasado, su eterno fracaso y el hecho de que, a pesar de que estaba haciendo mi mayor esfuerzo por mejorar sus relatos, se presumía que su último trabajo sería un completo fracaso, incluso peor que el primero.
Trascurridos varios años de su muerte, decidí hacerme pasar por un escritor novato y aprovechar mis contactos dentro del cuerpo de policía para obtener información del caso Duarte, el cual no dejaba de rondar por mi mente como si tuviera la obligación de hallar la respuesta. Fue así que el detective Martínez se presentó y, fascinado ante la idea de inspirar un libro, me dio acceso a los datos de la investigación.
En efecto, Aníbal Duarte falleció de un disparo en la cabeza que acabó con su vida en el acto. Sin embargo, no tardé en hallar un detalle que me resultó inquietante. El orificio de entrada se encontraba sobre el hueso occipital, es decir, en la parte de atrás de la cabeza.
¡Solo un imbécil pensaría que se trataba de un suicidio! Al señor Duarte lo habían matado y, por lo visto, la incompetencia policial se hacía presente una vez más para entorpecer todo. No obstante, mi ira se esfumó en cuanto hallé el preciado último manuscrito del escritor maldito, el cual se mantenía preservado en un sobre de látex que delataba unas cuantas manchas oscuras.
Tan pronto posé mis ojos en aquellas letras, noté que algo estaba mal en ese relato. Se narraba una tarde apacible en la que un escritor famoso, feliz con su vida, decidía abandonar para siempre del mundo de las letras. Sin embargo, mientras meditaba con tranquilidad sobre su retiro, un fanático entró en su casa, arrasó con su familia y, por último, con el escritor. El asesino tenía nombre y apellido: Ian De Andrés. La policía, incompetente, determinaría que el caso era un suicidio a pesar de lo obvia que resultaba la investigación. No obstante, aquello tenía una razón que, aunque forzada, intentaba subsanar la coherencia del relato.
El hombre que supervisaba la operación también se llamaba Ian De Andrés, detective Ian De Andrés.
Tan pronto leí aquel párrafo, pretendí no haberlo visto nunca, guardé el papel en su sobre y me dispuse a salir del lugar lo más rápido que pude.
—¡Hey! ¿A dónde vas? —me detuvo el detective—¿Viste un fantasma? Ah, ya sé, fueron las fotos del incidente, ¿no? No imaginé que un escritor de policiales fuera tan... blando.
Yo solo asentí a todo lo que dijo mientras mis ojos se posaban sobre su placa, la cual llevaba escrito su nombre: "Detective Ian De Andrés". Le mentí, aseguré tener la presión baja y escapé de la comisaría lo más rápido que pude.
¿Acaso se trataba de un castigo de Dios? Tal vez, en su afán por acabar con el éxito de un escritor, redactó, sin quererlo, su propio destino. Era difícil saberlo, tal vez no podamos saberlo nunca. No obstante, lo cierto es que, hoy en día, todos conocen al gran Aníbal Duarte: escritor argentino de novelas románticas, trágicas y cómicas.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro