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Capítulo 5. Las princesas no lloran

TERESA

Primer Mediodía de Floreciente Bosque, 17

Con su título recién recibido y poca emoción en ello, la princesa se dejó embriagar por el olor de los pinos. Custodiaban cada lado del camino cual guardianes. Siempre estaban allí, en cada esquina, en cada puerta, atentos a sus movimientos. ¿Acaso no podría estar a solas jamás, sin vigilancia extrema ni visitas de gente aburrida a la que jamás comprendería?

Claro que no. Era de la realeza. Y como tal debía asistir a todas las cenas, inauguraciones, fiestas y demás que se celebraran en la Isla Oriental. La duquesa Bela seguía parloteando a su lado sobre vestidos y normas y más normas que debía acatar cuando se presentara el vizconde Yorin Torfeus aquella noche.

La gravilla crujía bajo sus pies enfundados en tacones. Los odiaba. En su opinión era de lo más incómodo que existía en el mundo, a parte de las miles de capas que le obligaban a ponerse y las preguntas sobre su vida privada.

¿La nobleza tampoco es inmune a las opiniones de la gente?, se preguntó. Céntrate, Teresa.

A Yorin lo conocía de antes, pero ahora se reunirían en un acto especial. La princesa sabía en qué consistiría, pero el público noble amaba el espectáculo, así que la pedida oficial de mano se haría delante de todo el mundo. Y pensar que en pocas horas dejaría de ser libre, si es que a su vida se le podía llamar así. Observó el ocaso extenderse por el jardín real en oleadas doradas.

—Y no olvides que no pueden ver tu...

—Magia —completó Teresa.

—Exacto.

Su madre, aunque de aspecto severo, era benevolente. Le dedicó una triste sonrisa, formando solitarias arrugas junto a sus ojos. Su cabello ya comenzaba a perder su color, dejando entrever finas canas entre el naranja.

—Sabes que no podemos hacer nada.

—Lo sé. —Su voz sonó más débil de lo que habría querido.

Bela se detuvo y posó las manos sobre los hombros de su hija. Teresa trató de bajar la mirada, apesadumbrada, pero la duquesa le sostuvo la mejilla con firmeza.

—Y sabes lo mucho que te quiero. —Teresa asintió temblando un poco. No dejaría que su madre la viese llorar. Nunca más—. Yo no quería este futuro para ti, pero ya ves. La vida hace lo que le place. —La sacudió ligeramente con dramatismo—. No puedes luchar contra el camino, pero sí destrozarlo poco a poco.

Era una variación de la frase que le decía Frederich a su amada en El Libro de los Dignos, obra popular alhariana. No puedes enfrentarte a algo superior a ti, pero sí ir cambiándolo día a día en tu beneficio. Se acordó de su madre, a quién obligaron a casarse con su padre de la misma forma. Quizás ahora se amasen, pero había pasado mucho tiempo para que diera fruto. Con solemnidad reanudaron la marcha.

Su madre se acercó a un rosal solitario que comenzaba a marchitarse a un lado del camino. Chasqueó la lengua y pasó los dedos por los finos pétalos blancos de una rosa recién florecida. Se agachó para cortarla con unas tijeras doradas que extrajo de su faltriquera.

—Recuérdalo siempre: las rosas que permanecen cerradas duran más.

Se dirigió a su hija y con el filo de las tijeras cortó las espinas, pasando las cuchillas a lo largo de todo el tallo. Le tendió la rosa. Teresa observó los pétalos en cuyos extremos ya comenzaban a aparecer manchas marrones.

—Y las rosas más bellas son las primeras en cortarse —susurró Teresa de forma inaudible.

Entre dos doncellas le tendieron el vestido, que era lo que más dificultaba el movimiento. Tras diez minutos de forcejeos, la tela se encajó en el cuerpo y las doncellas se retiraron de sus aposentos en dirección al ropero. Traerían los zapatos y lo necesario para domar su anaranjado pelo. Teresa aprovechó para acercarse al espejo de pared dando bamboleos.

Estaba bellísima con su vestido azul noche, salpicado de diamantes que simulaban ser estrellas en medio del cielo nocturno. Las mangas eran largas, semitransparentes y vaporosas y la falda tenía varias capas de gasa oscura. Su cabello era lo que más resaltaba, como llamas de vela recogido en dos trenzas gruesas sobre sus hombros. Pero su rostro no reflejaba felicidad.

Conocía a Yorin desde hacía mucho tiempo. Era un amigo de la infancia y de vez en cuando venía a visitarlos. Una de las pocas personas con las que le permitían estar. Empezó a sospechar de sus intenciones tan solo hacía unos meses, cuando dejó de peinarse el pelo a todas horas y se dedicó a hacerle regalos a cada momento. Era raro que Yorin se preocupase por alguien más que no fuese él mismo. Apenas hacía una semana le había pedido matrimonio delante de sus padres, antes de que el rey se marchase a Londra por asuntos oficiales con el Gran Duque Kylus Hordith. Su padre nunca estaba en casa. Y ella lo prefería así.

Había aceptado porque conveniencia de su pueblo, no por amor. Para eso la habían estado educando durante toda su vida. Aún recordaba la cara apenada que había puesto su madre. Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y apartó la vista del espejo. Caminó en círculos por la habitación, decorada en tonos crema y dorados, como en todos los palacios, mientras se metía el colgante verdoso en el interior del escote.

No creyó que fuese algo tan malo. Tan solo extraño, ya que Yorin nunca le había interesado. Quizás gracias a conocerse desde antes con el tiempo acabarían sintiendo algo el uno por el otro.

Suspiró porque en realidad no se lo creía ni ella. Aquello solo pasaba en sus libros de aventuras donde el odiado vizconde (que estaba como un queso) emblandecía su corazón por una humilde doncella.

Las ayudas de cámara regresaron con una caja de oro que podría haber salvado de la hambruna a un pueblo entero. Al retirar la tapa con cuidado, unos relucientes tacones dorados aparecieron en la vista.

Más tacones, pensó horrorizada.

A ese paso se desplomaría nada más cruzar el umbral hacia el pasillo. La tiraron sobre la cama, ya que el vestido casi no la dejaba sentarse y le calzaron aquellos pequeños infiernos sobre las medias blancas. No le permitieron ni un solo segundo de tranquilidad ya que acto seguido le agarraron de los pelos y comenzaron a deshacer las rizadas trenzas para hacerle un peinado propiamente dicho, uno que siguiera las normas de la etiqueta. La cepillaron, desenredándole dolorosamente cada nudo del pelo y le recogieron el cabello hacia atrás, con miles de bucles adornando el moño.

Acabaron colocándole horquillas con diamantes en las puntas, para deslumbrar aún más.

—Con tanto brillo voy a dejar ciego al vizconde —bromeó.

Nadie le contestó, ni profirió una sola risa. Siempre era así: las doncellas venían, hacían su trabajo y se iban. Solo seguían las normas que les dictaban sus amos, como meros objetos. Ni siquiera tenía una dama de compañía para charlar.

Le entregaron un abanico azul marino, con dibujos de vides doradas y la levantaron entre dos de ellas. Mientras la conducían hacia fuera, Teresa pudo ver de reojo como las otras dos doncellas estiraban de nuevo las sábanas, ahí donde se habían descolocado bajo su peso.

El salón de baile estaba a rebosar de gente idiota. Muchos de ellos se carcajeaban con risas quedas, como conteniéndose. Estaba mal visto reírse como el pueblo. Esas diferencias estaban muy presentes en la realeza, desafortunadamente. Si Teresa fuera duquesa, nada de eso ocurriría jamás. Pero la heredera del ducado era su hermana Hilda. Mientras bajaba los amplios escalones hacia la pista, dirigió su mirada al estrado para ver a su hermana conversando con oficiales y altos cargos.

No solían verse mucho. De hecho, la habitación de Hilda estaba en la otra punta del castillo, de modo que jamás pasaba por ahí. Su relación era similar a la que tienen dos personas conocidas, pero sin llegar a más. Como un simple vecino en la esquina de la calle. Hilda, con su pomposo vestido dorado de seda y su cabello anaranjado trenzado sobre un tocado blanco, le devolvió la mirada y la saludó con un gesto casi imperceptible.

—Atenta al vizconde —le recordó Bela a su lado.

Teresa asintió y observó el final de las escaleras, en donde la aguardaba Yorin con su cabello largo y dorado como el sol recogido en una coleta, y sus ojos grises. La miraba embelesado. Pura actuación y ella lo sabía de sobra. Apoyada en su muslo colgaba su daga de hierba del desgajo. Todos los nobles en la Isla Oriental tenían una para protegerse si los abordaban en alguna parte.

—¡Bienvenido! —exclamó la duquesa bien alto, para que todo el mundo pudiera oírlo—. Espero que su estancia aquí resulte del todo cómoda para vos, vizconde Yorin.

—Se lo agradezco, duquesa —dijo inclinándose ligeramente. Se acercó a Teresa y le besó el dorso de la nívea mano—. Princesa Teresa.

Odiaba esa actuación. Odiaba tener que fingir ser una niñata malcriada cuando no lo era. Odiaba que todo el mundo estuviese observándola como si fuera un objeto extraño y curioso. Pero no demostró sus pensamientos. Las rosas que permanecen cerradas duran más.

—¿Me concede el siguiente baile? —preguntó.

Teresa dudó un momento, apretando las faldas de su vestido nerviosa. Todo el mundo los observaba: no podía negarse. Respiró hondo y se obligó a sonreír.

—Faltaría más.

Tomó su hombro y avanzaron por entre el bullicio hacia el centro de la sala. Sus techos altísimos estaban cubiertos de arañas de fino cristal repletas de velas recién encendidas. La luz del sol poniente entraba por los grandes ventanales que rodeaban casi toda la estructura, iluminando las caras de la gente con rayos anaranjados. Todo el lugar resaltaba belleza y pulcritud, y los trajes de los invitados combinaban a la perfección con las cortinas, pensó Teresa. Debía tranquilizarse.

El vizconde la tomó de la mano y posó la otra sobre su cintura, acercándola hacia sí. Teresa no pudo más que sentir repulsión. Comenzaron a danzar suavemente en círculos.

Adelante y atrás, adelante y atrás. Otro giro.

Teresa se esforzaba por mantener las apariencias y se obligó a sonreír por su madre, que la observaba desde una esquina del círculo que se había formado para dejar espacio a los bailarines. El teatro se sucedió con naturalidad, mientras los actores ejecutaban su papel a la perfección y los decorados lo acentuaban. Se preguntó entonces si entre el mar de gente hubiese alguien que se diese cuenta de lo que pasaba en realidad. Apartó los ojos de la opaca mirada de su acompañante y observó al público. La mayoría sonreían y cuchicheaban, pero había algunos que trataban de coquetear con los invitados y no le prestaban ni la más mínima atención al espectáculo del centro.

Al pasar junto a un grupo de doncellas le llegó un murmullo. Una chica le soltaba a otra en el oído un Hacen buena pareja.

No sabes nada sobre el amor, pensó Teresa y volvió a mirar la cara de aquel joven con el que estaba destinada a pasar el resto de sus días.

¿Y qué sabes tú del amor?, le preguntó una voz en su cabeza.

Absolutamente nada. La voz pareció suspirar.

Exacto.

La canción acabó. No había llegado a fijarse que estaba bailando con melodía de fondo. Tan solo se había dejado llevar. Aturdida observó como todos los invitados aplaudían a rabiar, provocando un sonido estridente. Se obligó a no taparse los oídos, pero a duras penas lo consiguió. Tan solo quería tranquilidad, un lugar en paz para descansar durante mil años y no despertar hasta que la tormenta pasara.

Justo en ese instante, el sol se acababa de ocultar en el horizonte, y con sus rayos en el tono más rojizo, iluminó todos los diamantes que Teresa llevaba puestos, tiñendo la tela de negro y el brillo de rojo. La multitud prorrumpió en otra oleada de aplausos y el vestido volvió a su marino al quedar a oscuras.

Yorin le apretó ligeramente el brazo para que volviese al mundo real y sustituyera el vacío de su mirada por su vivo color esmeralda. Jamás se quitaba el colgante para no mostrar sus verdaderos colores. Si lo hacía, la gente se asustaría. Y pasaría de ser un objeto a un monstruo.

La multitud se dispersó de la pista de baile y comenzaron a congregarse en el comedor, listos para degustar la cena. Teresa los siguió del brazo de Yorin como en un sueño. Sin querer que fuera real. Al cruzar el portón que había en la pared derecha de la sala, llegaron a una algo más pequeña, pero con una gran mesa alargada en el centro llena de exquisitos manjares.

Entre los centros de mesa florales, yacían sobre bandejas de oro cinco cisnes asados, todos blancos como la nieve. Teresa tragó saliva.

Eso es lo que les ocurre a las personas bellas: acaban siendo servidas para el deleite de sus amos.

Había también bebidas blancas como la jaika que se servían en copas de cristal transparente con detalles de plata en el borde y la base. Delante de cada plato había un panecillo, y en cada esquina se servía la fruta más fresca del reino. También había sopas, estofados, tortillas y ensaladas con bayas de los bosques de Brottlan.

Teresa tomó asiento en un lateral junto con su madre, su hermana, Yorin y los nobles más importantes. El orden de clase iba disminuyendo en los laterales de la mesa, resultando en frente de la duquesa la persona con clase social más alta. Todos con los peinados más pulcros que pudiesen existir, parecían una hilera de velas de colores castaños, rubios y pelirrojos sobre sillas labradas en oro.

Todo aquel mineral provenía de la Isla Septentrional, concretamente de las Minas de Grisell, la principal producción de joyería y minería de todo el continente alhariano. Casi toda la riqueza de Rikenber nacía en su comercio con piedras preciosas, en sus pescas en las costas del sur del país y en sus ríos helados que albergaban carpas para aburrir.

La orquesta tocaba una animada melodía con violines y un piano en una de las paredes de la amplia sala. Se fijó en los altos techos mientras los comensales procedían a comer con un repiqueteo de cubiertos y copas. Las conversaciones y las risas se oyeron más que nunca, poblando la mente de la princesa, que ya no aguantaba tanto ruido. Las carcajadas resonaban entre sus oídos y no le dejaban pensar en siquiera comer.

Su madre, sentada a su derecha junto a Hilda, posó la mano sobre el brazo de su hija menor en un intento por tranquilizarla. Teresa cerró los ojos y volvió a respirar hondo. Frente a ella en su plato había un guiso de garbanzos con verduras picadas muy finamente. Olía que alimentaba, pero por alguna razón solo le revolvió más el estómago, acrecentando el nudo en sus cuerdas vocales.

Levantó su cuchara plateada lentamente y probó un poco del guiso. Con los nervios le pareció que sabía a ceniza. Se sentía en mitad de un ataque de pánico.

—¿Os lo pasáis bien? —preguntó Hilda desde la derecha de su madre, observando impasible a Teresa.

—De maravilla. ¿Vos?

Hilda no respondió. Tan solo asintió y volvió a mirar al frente, conversando con una de las doncellas. Eso era lo único que solían decirse la una a la otra. Su padre había decidido separarlas así para que no hubiese problemas y no se encariñasen. Parecía seguro de que la una podría influir en la otra de forma desastrosa.

Quizás el carácter rebelde de Teresa podría contagiar a su hermana. Ella siempre era la que se oponía a todo, la curiosa, la inconformista. Hilda era la pensativa, la severa, la imperturbable... Quizás por ello había resultado nacer con poderes.

Pensó en su colgante de malaquita. Su madre le había contado hacía poco qué era y para qué servía, así como la responsabilidad que tenía de protegerlo. Le dijo que, al nacer, un nigromante se había presentado en su alcoba días después del alumbramiento.

Al principio sus padres se habían mostrado agresivos, ya que había pasado un año desde la Separación de Alharia y las teorías de que fue por obra de magia estaban en su máximo apogeo. Pero el nigromante consiguió convencerlos y les contó lo que en verdad había ocurrido y lo que estaba destinada a hacer: matar a Mortus. Permitieron que el colgante de hilo de oro blanco se quedara en torno al cuello de Teresa y juraron protegerlo con su vida.

La cena continuó de la forma acostumbrada, pasando por los entrantes, el plato principal y el plato secundario, acabando con un postre de flan de huevo y café con pastas para cada comensal.

Llegó el momento de la noche que todos estaban esperando menos Teresa. Sus nervios se acrecentaron, y un filo de hielo atravesó su corazón, paralizando todos sus músculos. Yorin se levantó. Esa era la señal.

Me niego, pero no lo demostró.

Levantando su copa y golpeándola con una cucharilla del postre pidió silencio. Los invitados se callaron al momento, observando expectantes la escena.

—Doncellas y señores de bien: nos hemos reunido hoy aquí para un acontecimiento importante que marcará el rumbo de los reinos de Brottlan y Grinnlan, uniendo estas dos grandes naciones en una sola. —carraspeó un poco y se reverenció ante Teresa—. Yo, el vizconde Yorin Torfeus de Grinnlan, tercero en línea sucesoria de Tephania, pregunto si vos, princesa Teresa Golthry de Brottlan y segunda en línea sucesoria —Se oyó una exclamación por parte de los presentes—, estaríais dispuesta a casaros conmigo.

Yorin la miraba con una sonrisa en el rostro que daba diabetes. Recordó entonces que ella también tenía que sonreír y mandó a la mierda su expresión amargada. Se enderezó en la silla y puso la expresión más natural que podría haberle salido en esas circunstancias. Pensó, y fue un gran error.

Aún estaba a tiempo. Aún podía negarse. Miró de reojo a su madre, casi sin mover la cabeza. ¿Lo haría por ella? Llevaba toda su vida haciendo lo posible por complacer a sus padres, pero ¿alguna vez se había complacido a sí misma? ¿Alguna vez había rechistado o había desatendido sus obligaciones?

Ni una sola. Siempre había acatado sus órdenes en silencio y con responsabilidad. Pero ahora debía tomar una decisión: seguir viviendo del mismo modo por el resto de sus días o....

Libertad. La palabra resonó en su mente como una revelación. Nunca había sido libre, ahora que lo pensaba. ¿Y si pudiese vivir a su antojo, sin estúpidas normas o constantes vigilias? Cabalgaría hacia el amanecer en busca de nuevas tierras, allá donde el sol iluminaba perpetuamente. Dejaría de bordar interminables y sosos tapices y de probarse tantos vestidos que acababa con roces en los pliegues de la piel. Podría cantar sin miradas acusadoras y leer todos los libros de aventuras que quisiese. Tocaría las nubes, encontraría al amor verdadero, y por encima de todo se volvería humana, una persona real.

Todo el mundo aguardaba a una respuesta que ya estaba tardando demasiado. Pero Teresa ya había liberado su imaginación y ni siquiera pensó en las repercusiones que traería en el futuro cuando contestó:

—No. —Un silencio sepulcral recorrió todos los confines de la sala, creando estatuas congeladas a su paso.

¿No?

¿De verdad lo había dicho? Teresa tampoco se movió. Podía palpar la tensión que se acababa de acumular de golpe en el ambiente. Todos la observaban, la mayoría resentidos. Acababa de privar a toda la Isla Oriental de una alianza que acabaría por instaurar la paz en sus dos ducados. La mandíbula de Yorin empezó a temblar sin que pudiese hacer nada por evitarlo.

De pronto, notó algo punzante y ácido atravesar su piel. Giró la cabeza y se encontró con una imagen perturbadora. Aprovechando su proximidad y el hueco que nadie podía ver bajo el mantel, Yorin le había clavado su filo de hierba del desgajo en el brazo. El mango era el de una daga normal, pero el filo, hecho de cristal duro de las Minas de Grisell, contenía fibra de la hiriente hierba en su punta. En principio no mataba, pero si causaba un dolor insoportable mientras el ácido carcomía la carne.

Teresa se sintió desfallecer mientras sus ojos se empañaban y boca se abría y se cerraba buscando aire al que aferrarse.

—¿Se encuentra bien, mi señora? —preguntó una doncella desde la otra punta de la mesa. Todos aguardaban decepcionados.

No tuvo ocasión de responder porque Yorin la tomó en brazos y la levantó.

—La princesa se encuentra indispuesta. Voy a llevarla a sus aposentos.

Y se marchó con el cuerpo de Teresa colgando sobre sus brazos y dejando a la multitud complacida y asombrada por la ternura con la que la trataba tras aquella respuesta. Pero Yorin sabía que Teresa lo había dejado en mal puesto. Su madre se levantó con intención de seguirlos, con la angustia clavada en el rostro.

Avanzó por un pasillo de suelo tapizado y grandes cuadros iluminados por lámparas de velas tras ellos. En un tramo del camino se encontró con dos guardias Torfeus, uno a cada lado de la pared, con expresiones inescrutables. Vestían uniformes azules, y estaban armados con dos lanzas picudas. No deberían estar ahí. Pero la duquesa estaba más preocupada por otro asunto así que no dijo nada y continuó caminando. Al pasar junto a ellos le cerraron el paso cruzando las lanzas en un rápido movimiento. Ella los miró escandalizada.

—¿Cómo osáis cerrarme el camino en mi propia casa? —preguntó.

—No puede pasar —dijo uno de ellos fijando su mirada en la de la duquesa con desdén.

—¡Soy la duquesa!

—Nuestras órdenes no provienen de este ducado —replicó el otro recordándole la ley de Obediencia Terrenal, que rezaba que los habitantes de un territorio solo podían seguir las órdenes de otro si estuviesen infringiendo alguna de las normas vigentes del lugar.

—¡Pero estáis desobedeciendo mis normas!

—Corrijo: las normas del duque —se atrevió a decir el de la derecha.

—¡El duque...!

—El duque no está aquí, majestad.

La mirada de la duquesa los fulminó de pura rabia, pero nada podría haber hecho ella contra dos hombres armados.

—Tomaré cartas en el asunto —escupió, pero ninguno de los guardias le prestó la más mínima atención.

Resentida, vio cómo a largos metros de ella, el vizconde giraba la esquina con su hija en brazos.

Teresa, en medio de su episodio de agonía cayó en la cuenta de que Yorin, al ser tercero en la línea sucesoria solo tendría esta oportunidad para ascender en el poder, así que aquello explicaba el apuñalamiento.

Sus ojos se cerraban y apenas alcanzó a ver una puerta frente a ellos.

—¡Entra! —gritó cerrando la puerta de aquel almacén tras ellos.

Era una habitación de paredes desnudas que no tenía absolutamente nada salvo algunos sacos polvorientos pegados en una esquina. En cuanto habían abandonado la vista de todos la había obligado a caminar, no pudiendo aguantar su peso ni minuto más.

Yorin. Aquel niño con el que había jugado en su infancia, antes de que se volviese vanidoso, traicionándola de aquella manera. Causándole dolor en el cuerpo y en el alma a partes iguales. Su cuerpo entumecido provocaba involuntarios temblores bajo su piel, el único caparazón del que disponía en esos momentos para protegerse de la amenaza inminente que estaba a punto de sufrir.

La empujó contra los sacos, que salieron disparados hacia ambos lados bajo su peso. Los ojos de Teresa se abrieron de par en par, luchando por respirar. Se asustó al no sentir su cuerpo ni tener control sobre él. Tan solo un extraño hormigueo que la recorría las piernas y las hacía pesada, cómo si le cortasen la circulación. Los tacones se habían desprendido de sus pies y la gasa de su vestido estaba estirada y rota en algunas partes.

Al estar a solas, se permitió gritar de dolor. Yorin le soltó una bofetada y cayó hacia el suelo, con la mejilla contra la fría piedra, que se llenaba de sangre por momentos. Su brazo tenía una costra fea y negra que le ardía como fuego.

—¡¿Cómo se te ha ocurrido dejarme en ridículo de ese modo?! —gritó él, causando un sobresalto en Teresa.

—¿Por qué? —se atrevió a preguntar ella con un hilo de voz ronca. ¿Por qué me haces esto?

—Padre me obligó a cortejarte y ahora todo se ha ido a la mierda por tu culpa. —Sonaba como un niño asustado—. Lo que él me hará a mí no es nada comparable con lo que te voy a hacer a ti. Vas a casarte conmigo y obedecerme. Y este será tu primer castigo, para que aprendas a respetarme —gruñó de rabia, pero Teresa notó un ligero tartamudeo.

Pero ella no podía responder; su voz se había atascado por el miedo. Yorin se acercó amenazante y se inclinó a su lado. Cuando Teresa vio lo que estaba a punto de hacer, la voz volvió a salir de su garganta, en forma de un grito de puro terror mientras pataleaba con frenesí. Él le introdujo un pañuelo en la boca y le ató las manos a la espalda con las cuerdas que unían los sacos bajo ella.

Afuera, los pasillos desiertos resonaban con los gritos de Teresa amortiguados por la puerta. Sin embargo, nadie acudió en su ayuda. Y mientras su vestido azul marino era rasgado totalmente, su alma hacía lo mismo, oscureciéndose cada vez más y más en un profundo abismo.

Las rosas más bellas son las primeras en cortarse.

Este capítulo es el más largo hasta ahora y el que menos he tenido que corregir. Desde que fue escrito hasta ahora casi no ha tenido cambios de lo perfecto que es. Ahora la canción del trovador va tomando forma; ya tenemos a dos portadores entre nosotros ;) Nos vemos pronto (espero) con un nuevo capítulo de Athina.

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