35. Corazón liquido
https://youtu.be/7vheLnYlnls
"Si es verdad que hay algo más
yo te esperaré,
necesito descansar,
tu amor me llevaré,
me voy hacia un lugar
donde el tiempo es una ilusión
La brisa es de color
La voz música, y el sol es de algodón"
Mago de Oz - Es hora de marchar
✎﹏﹏﹏ 🎸 🎶 🎸 ﹏﹏﹏✎
Las calles de La Paz eran un cementerio sin lápidas. Bajo la luz de un amanecer que parecía resistirse a llegar, los postes alumbraban vagamente las esquinas donde algunos cadáveres aguardaban a ser levantados, cubiertos con sábanas que no ocultaban la muerte. Arturo conducía su moto, el Gran Maloy, rugiendo en el vacío como si la máquina compartiera la desesperación de su dueño. Sobre él, abrazada débilmente a su espalda, estaba Sibyl. Apenas podía mantenerse erguida, parecía irse diluyendo, convirtiéndose en agua y desapareciendo en la lluvia. Arturo podía sentir cómo sus dedos se deslizaban de vez en cuando, como si se escaparan entre las grietas de su propia fuerza.
—Aguanta, mi amor —murmuró él, intentando que su voz se mantuviera firme, aunque un nudo incontrolable se formaba en su garganta.
—Arty —respondió ella débilmente. Su voz, normalmente tan viva y amorosa, era ahora un hilo delgado que luchaba por no romperse—. No puedo respirar bien.
El metalero tragó saliva y negó con la cabeza, sin dejar de mirar al frente. Sentía los latidos de Sibyl disminuyendo como un tambor que lentamente perdía ritmo. Las palabras del doctor Montero resonaban en su mente como una campana fúnebre. Primero Beatrice, ahora ella. No podía permitirlo.
—No pienses en eso. Respira despacio. Voy a sacarte de esta, Sib, lo juro —dijo con la voz entrecortada, más para convencerse a sí mismo que a ella.
Mientras avanzaba por esas calles fantasmales, su mente empezaba a jugarle una mala pasada. La moto avanzaba, pero en su interior retrocedía, como si todo estuviera acumulándose en un carrete invertido de memorias. Recordó el día en que se conocieron, las expectativas que tenía y la realidad que lo recibió. En ese momento Arturo no tenía forma de saber que iba recibir el regalo del amor más cálido del mundo, la fragilidad de mujer de quien más lo había amado. Pudo sentir el cuerpo de Sibyl en sus memorias, aquel día que se desnudó ante él por vez primera, exhibiendo su fragilidad, sus heridas. Sentía la suma de todas las caricias, todos los besos, las discusiones y reconciliaciones. Todas las luchas, la justa que le ganó a Akron con la pura voluntad de proteger su amor. La paliza que le dio al ex jefe de su novia, que le canjeó una zurra en mazmorras de la policía de la que nunca se quejó. Podía sentirlo todo, recordarlo todo, y todo le dolía, en el alma, le dolía.
Sibyl tosió, un sonido hueco y asfixiante que lo trajo de nuevo al momento actual. Arturo sintió cómo su cuerpo se tensaba de forma automática, incapaz de controlar las emociones que se agitaban dentro de él como un océano en tormenta.
—Sib, aguanta... Falta poco, encontraremos ayuda —articuló.
Su pecho se comprimía mientras la llevaba al Hospital de Clínicas. Pero cuando llegó, el guardia de seguridad le cerró el paso sin siquiera escuchar una palabra.
—No hay camas. Está lleno. Vaya a otro lugar, señor.
—¡Tiene que haber algo! ¡Aunque sea una silla! ¡Mi novia está muy enferma, por amor a Dios! —rugió Arturo, su voz rota por una furia desquiciada.
El médico que había detrás del guardia negó con la cabeza, agotado. Arturo veía en sus ojos el reflejo de la misma impotencia que él sentía, pero no podía permitir que se cruzaran de brazos.
—No nos queda oxígeno ya. Lo siento, pero está así en todas partes. Quizá en el SIES le puedan atender —el médico le indicó.
Arturo golpeó el tanque de combustible de su moto con el puño, en un vano intento de liberar la rabia que brotaba como un géiser. Sintió a Sibyl aferrarse a su chaqueta con la fuerza apenas suficiente para sostenerlo en la realidad.
—Arty... estoy tan cansada. ¿Podríamos descansar? —susurró ella, casi sin aire.
—No, Sib. Necesitas un médico, lo vamos a encontrar, ¡te van a salvar! ¡No voy a rendirme! ¡No voy a dejar que me dejes! —gritó Arturo, aunque su voz se quebró al final, un lamento que dolía tanto como las fracturas invisibles que atravesaban su corazón.
Volvió a subirse al Gran Maloy con Sibyl en sus brazos. Pasaron por más calles donde la desolación era casi palpable, y los cadáveres, cubiertos con tela que no disimulaba su forma, se multiplicaban en las esquinas. Arturo no sabía si era el único vivo entre los muertos, o el único muerto en un mundo donde la vida parecía haberse apagado por completo.
Sin cejar ni rendirse, Arturo peregrinó junto a su novia a lomos del Gran Maloy por cada centro de salud, cada hospital de cada macrodistrito de la ciudad. Todo estaba colapsado, la gente moría en los hospitales, algunos familiares gritaban, se enojaban con los médicos. Los más desafortunados morían en las calles y sus cuerpos se empezaban a descomponer mientras los perros callejeros iban comiéndose sus cartílagos. Era un escenario pesadillesco, como si la Peste Negra se hubiese levantado cual bendición de Nurgle, llevando consigo la enfermedad.
Desde su posición débil y asfixiada sobre la espalda de Arturo, mientras sentía cada vibración de la moto que los llevaba al borde de lo incierto, Sibyl pensaba en todo lo que lo había amado, recordando aquella vez que la rescató de la Terminal de Buses y la llevó a pasar su primera noche juntos. Arturo, su Arty, había llegado a su vida como un destello en medio de la tormenta, como un faro en una noche oscura y sin esperanza.
Recordó la primera vez que lo vio, nervioso en una esquina de la plaza Abaroa, vistiendo neutral para no espantar; ella temía ser rechazada, lo observaba a lo lejos, sabiendo que llegaría atrasada, pero esa cita había sido la mejor decisión de su vida. Conocerlo le demostró que, en un mundo que parecía empeñado en devorarla, aún había espacio para el amor verdadero. Cada sonrisa que él le dedicaba, cada caricia, incluso su humor morboso y hosco, eran para ella pedazos de cielo robados al infierno de su vida. Ahora, aferrada a él con sus últimas fuerzas, entendía que aunque no tuviera mucho tiempo, al menos había vivido lo que tantas veces pensó imposible.
Sus pensamientos, difuminados por la fiebre y la falta de aire, se desviaron hacia Beatrice. Su pequeña hermana, su complemento, la mitad de su alma. Apenas podía articular las palabras, pero quería decirle a Arturo que la cuidara, que no la dejara sentir sola, que le recordara cuánto la amaba. Era duro pensar en Beatrice, más duro aún no poder abrazarla en ese momento. Recordó aquellas noches en que los tres estaban en el sofá de su departamento, viendo algo tonto en la televisión, Beatrice echada sobre Arturo mientras ella tomaba su mano y le susurraba que algún día serían una familia completa, con menos angustia, con menos miedo. Beatrice había sido su primera razón para no rendirse; Arturo, la razón definitiva.
Aunque sentía cómo la vida se escapaba de su cuerpo, no todo era miedo. Había una paz fugaz y dulce en saber que Arturo estaba ahí, llevándola, luchando por ella hasta el último aliento. Sibyl se preguntaba si él lo sabía, si podía sentirlo: que ella, en su tormentosa vida, había encontrado la única belleza verdadera que podía haber pedido. Había encontrado el amor de alguien que no temía su caos, su debilidad, alguien que simplemente la veía como era y la quería más por ello. La muerte podía llegar, la vida siempre había sido cruel con ella, pero ahora, en esos momentos finales, entendía algo que nunca había visto con claridad: el amor hacía que todo hubiera valido la pena.
Finalmente llegaron a una pequeña clínica en un barrio menos transitado, pero la visión era la misma: puertas cerradas, personal agotado, falta de recursos. Arturo se acercó al ventanal donde una enfermera trataba de organizar papeles mientras discutía con alguien más. Golpeó el vidrio con los nudillos, y cuando ella le hizo señas para que esperara, Arturo no pudo más.
—¡Por favor! —gritó, desesperado, cargando a Sibyl frente a la puerta—. ¡Es mi novia! ¡No puede respirar! ¡Hagan algo!
La enfermera salió con los ojos llenos de culpa. Era una mujer mayor, y Arturo vio en su rostro el cansancio de quien había trabajado demasiado tiempo en el peor de los escenarios posibles.
—No tenemos camas. No tenemos respiradores. Si quiere, puedo intentar buscar oxígeno en algún tanque sobrante, pero no prometo nada...
—No me prometa nada, pero salve a mi novia, por favor. ¡Haré lo que sea! ¡Le doy mi moto, le doy todo lo que tengo! Solo... solo no la deje morir —la voz de Arturo se desplomó al final.
Sibyl le apretó débilmente la mano, intentando captar su atención. Él la miró y sintió el alma desgarrarse al ver el azul de sus labios y la poca luz que quedaba en sus ojos.
—Arty... nuestra boda, lo lamento... —murmuró ella, inclinando su cabeza sobre el hombro de Arturo—. Está bien si duermo un poco... Beatrice, cuídala, cuida de las dos...
Arturo negó con la cabeza, sus ojos desbordados por lágrimas que ardían como brasas.
—No digas eso. No tú, Sib, no tú, no te duermas. No puedes dejarme. No así, no ahora —sus palabras eran torpes, atropelladas por el peso de lo que sabía que estaba pasando, pero no podía aceptar.
—Arty... siempre... fuiste... mi luz... gracias... gracias por salvarme... —susurró ella. Una sonrisa tenue cruzó sus labios antes de que el aire escapara definitivamente de sus pulmones. Su corazón se hizo líquido y se fue junto a la lluvia.
Arturo se quedó paralizado por un segundo que pareció una eternidad. No podía entenderlo, no quería entenderlo. Ella no podía estar muerta. No podía ser verdad. La sacudió suavemente, intentando devolverle al mundo lo que la muerte se acababa de robar.
—¡Sib! ¡No me hagas esto! ¡Sibyl, no me hagas esto, por favor! —gritó, su voz quebrándose en mil pedazos.
El enfermero salió, sacudiendo la cabeza en silencio. Arturo sabía lo que iba a decir antes de que pronunciara palabra, y lo ignoró. Solo podía mirar el cuerpo de Sibyl, inerte en sus brazos, como si todavía esperara verla despertar.
La calle parecía volverse más silenciosa, más vacía. La ciudad entera se sentía ahora como un eco de lo que alguna vez fue, un lugar vacío que reflejaba con exactitud lo que Arturo llevaba dentro.
Apretó a Sibyl contra su pecho y lloró, se deshizo sobre sí mismo, rompiéndose en miles de pedazos irrecuperables. Los recuerdos se agolparon en su mente, como si el universo tratara de recordarle todo lo que habían construido juntos: sus risas, sus peleas, sus cuerpos en pasión, los momentos de ternura bajo un cielo estrellado en los cerros de La Paz. Todo lo que ahora le era arrebatado.
En ese instante, sentado en una acera rota con Sibyl muerta en sus brazos y la ciudad vacía como su corazón, Arturo entendió lo que significaba el vacío absoluto. No había palabras, ni gritos suficientes para llenar el abismo que ella dejaba detrás. Todo lo que de Arturo quedaba después de tantas pérdidas, finalmente había muerto junto a su novia.
https://youtu.be/HOsGd5yVikw
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