27. Lo que no quiero
GEORGINA
Me desperté a la mañana siguiente en el salón de Kresten gracias a su alarma y a la mía, que empezaron a sonar, a la vez, a las siete de la mañana. Kresten, al otro lado del sofá, maldijo por lo bajo cuando, después de apagar la suya, no sabía cómo apagar la mía. Nos habíamos quedado dormidos y teníamos alarmas idénticas. Si eso no era una señal de que congeniábamos, solo podía ser una broma de la vida.
Kresten bostezó, y después de disculparse por no haberme llevado a casa, se fue a preparar el desayuno.
Para mi suerte llevaba algo de maquillaje el bolso y pude apanármelas para recogerme el cabello. Tener pelo rizado debería considerarse deporte de alto riesgo y esa coleta baja que acabé haciéndome, iba a quedarse anclada en mi nuca hasta la ducha de esa noche. En cuanto a mi ropa, el día anterior había convertido un vestido en falda, al doblar los tirantes, así que simplemente lo usé como el vestido que era. Con un poco de suerte nadie se daría cuenta de que no había pasado por mi casa esa noche. Trabajar en una sucursal tenía sus ventajas, porque podía usar ropa preciosa y elegante, pero también era una mierda cuidar mi aspecto y etiqueta a diario.
Cuando terminé de asearme en el baño, él ya había servido un par de cafés y unas tostadas con jamón para mí. Él se hizo unos huevos fritos y unas salchichas. Y sirvió también unos pequeños bombones que, según me explicó, había cocinado su vecina, una anciana que solía venir varias veces por semana al banco.
Me dijo que estaba preciosa con ese vestido y me forcé a olvidarme del cumplido, tan pronto la pronunció. ¿Acaso intentaba torturarme?
El silencio nos acompañó durante los primeros minutos, porque Kresten no podía mantener su bocaza cerrada y no desperdició ni un segundo para intentar irritarme.
Me comí las risas, porque aunque mi corazón no había sangrado, si había recibido un pequeño arañazo. Era mi culpa, porque no lo había entendido. Él no quería dejar de jugar, solo quería salir al campo cuando fuese necesario. Le hubiese gustado que Kresten hubiese dicho "vamos a salir". Me conformaba con algunas citas, con que esa no fuera la única vez. No quería amor eterno, ni proposiciones. No estaba tan loca para pedirle que fuera mi novio así sin más. Pero no pensaba perder la virginidad con alguien que se olvidaría de mí a la mañana siguiente, porque yo no iba a olvidarlo.
Pero después dijo que yo le gustaba.
Y a mí me hubiese gustado saber que podría comenzar a acostumbrarme a esos desayunos con él.
Fuimos juntos al trabajo.
Kresten hizo uso de su excelente modo de disipar mi preocupación durante todo el viaje. Soltaba una tontería tras otra, como si nada de lo que pasó la noche anterior tuviese importancia. Y yo me reí y me olvidé de que lo había besado.
La oficina estuvo plagada de tensión y estar en primera línea aumentó mi inseguridad. Separar los ojos de la entrada principal, en busca de alguien que viniese a atacarnos, se me hizo imposible de evitar. Además, a diferencia de la gran cantidad de clientes que solía haber en la sucursal, estaba casi vacía.
En realidad, estuvo como siempre y de hecho, el señor Serra se marchó a media mañana y no volvió.
Salí con las chicas esa tarde. Necesitaba algo de consuelo y sobre todo, claridad. Por primera vez en mi vida había querido acostarme con alguien. Kresten era fogoso y habría hecho vibrar cada parte de mi cuerpo en respuesta a él. No sabía que podía besar con el corazón en la garganta.
Y me estaba protegiendo a mí misma, porque había tenido demasiadas decepciones como para sumarlo a él a una más.
Claudia me aconsejó que no lo pensara demasiado, según ella, la virginidad es como el primer día de clase, un poco rara y tal vez dolorosa, pero lo bueno viene después. Según Anna, debía hacer lo que sintiese que era mejor para mí, aunque no me hubiese ido mal un revolcón. Además, estaban de acuerdo en que un poco de placer no le viene mal a nadie.
Siendo sincera, sabía darme placer a mí misma, y conocía muy bien esos terrenos. Mi problema siempre había estado en el hecho de compartir intimidad con otra persona, porque no me sentía cómoda ni a gusto para hacerlo.
«Pero acostarte con Kresten hubiese sido algo completamente nuevo».
Si algo me había quedado claro en mis decenas de citas fallidas, era que no era una persona hecha para el sexo sin compromiso.
Estaba confundida y desilusionada. Por primera vez en mi vida aparecía alguien con quien sentía de verdad y él... solo tenía interés en echar un polvo.
¿Por qué tenía tan mala suerte en el amor?
Claudia había vuelto a salir con Sergio, y aunque se negaba a tener una relación con él, admitió que podrían denominarse "algo". Sí, esa fue su palabra.
Esa noche me costó dormir. Arnau estaba en casa, pero podría no haber estado porque no se notaba su presencia. Lo único que supe de él fue que se había ido con su amigo Víctor a boxear esa tarde y traía ambas manos vendadas. Papá estaba taciturno y pensativo, pero cenó conmigo.
—¿Por qué dejaste que se fuera? —le pregunté—. A mamá.
Él dejó el tenedor sobre la mesa.
Me pasé mucho tiempo insistiendo en que conseguiría que mamá volviera, y el día que él me dijo "No, Georgina, tu madre no volverá", dictó sentencia. Ella ya no era parte de nuestra familia. Y yo no volví a hablarle de ella, hasta esa noche.
—Porque no era feliz —me miró fijamente, con un ápice de dolor—. Cuando perdí la pierna, me pregunté qué había hecho yo para que la vida me diera eso. ¿Por qué el médico no pudo salvar mi pierna? ¿Por qué no lo intentaron más? ¿De verdad no había otro remedio? A tu madre se le estaba desgarrando el corazón cada día, y era dejarla ir, o permitir que se lo amputara. Perder una parte de uno mismo nunca es una opción.
Y aun así, amputó nuestra familia, porque con ella nos quedamos cojos, nosotros también. Volví a mi cena, porque fui incapaz de articular palabra alguna.
—Dime, Georgina —siguió hablando él con tranquilidad—. ¿Cómo está tu madre? Arnau me dijo que se iba a casar.
No encontré rabia en su tono de voz, pero sí dolor. O decepción. Tal vez una mezcla de ambas cosas. Tenía muchas cosas que decir sobre mamá y ninguna me pareció correcta, así que opté por la fácil:
—Está feliz.
Él sonrió, débil y pensativo. El brillo de amor en su mirada seguía ahí. Papá aún la amaba. ¿Cómo no iba yo a creer en el amor si mi padre me mostraba lo incondicional que era?
Mamá no se lo merecía.
Papá se acostó en cuanto terminamos de cenar y yo me retiré a mi habitación. Estaba leyendo cuando el señor Serra me llamó al móvil de empresa.
«Si te llama, no contestes».
Mi jefe hacía abusos de poder conmigo, y no quería que siguiese haciéndolo. Me merecía el mismo respeto que el resto de mis compañeros.
Me costó no responder la llamada, y fue mucho más difícil cuando llamó por segunda, por tercera y por cuarta.
Respondí cuando lo que comenzó a sonar fue mi móvil personal.
—¡Qué bien, Georgina! —exclamó él, con alivio—. ¡Creí que te pillaba durmiendo!
—Sí, bueno... —no me dejó terminar.
—¿Tienes el ordenador a mano? Necesito que le aumentes el límite a una tarjeta de crédito.
No estaba segura de si yo tenía permisos para hacer eso fuera de oficina. Ese tipo de cosas no eran mi competencia.
—Pero...
—Es la tarjeta de mi mujer —siguió hablando él—, que hemos salido a cenar, me he olvidado mi cartera y la suya no tiene límite. Va, súbela.
No quería hacer eso, no estaba segura de si subirle la tarjeta a su mujer porque él me lo pedía, era algo que pudiese hacer. Tuve la impresión de que me estaba pidiendo que me saltara protocolos.
—No tengo el ordenador aquí. Lo siento —mentí.
—¡Pero no tengo crédito!
Busqué alternativas, porque solía haberlas.
—Que pague deuda por adelantado y podrá usarla, o póngase usted su tarjeta en el móvil.
—Georgina... —advirtió.
—Lo siento, he dejado el ordenador en la taquilla de la oficina. No puedo ayudarle. Llame a atención al cliente, tal vez allí se lo podrán solucionar.
—Bien —contestó, cortante—. No pasa nada.
Pero sí que pasaba.
—Buenas noches.
Me temblaban las manos cuando colgué, pero me sentí liberada. No tenía derecho a interrumpir mi vida a las once de la noche para que arreglara sus problemas.
Me pasé toda la noche pensando en cómo iba a echarme la bronca al día siguiente.
🌻🌻🌻
El señor Serra se presentó en la oficina a primera hora, cosa que no siempre hacía. No me saludó como solía hacer, sino que se metió en su despacho durante dos horas.
El ritmo en la oficina volvió un poco a la normalidad esa mañana. Dos días después del atraco, los trabajadores seguíamos con el miedo en el cuerpo, pero los clientes parecían haberse olvidado de lo sucedido. Y si se acordaban, les daba igual.
No sabíamos nada sobre la muchacha a la que le hicieron un pequeño corte en el cuello, pero esperaba de todo corazón que estuviese bien. Los ladrones seguían sueltos y la policía tampoco nos había dado noticias sobre la investigación.
—Vengo a ingresar un cheque —me sobresalté un poco, porque de todos los clientes a los que podría atender, ese era el que menos quería. El señor Laguardia me dedicó una mueca de soberbia—. ¿Ya te han enseñado como hacerlo?
Quería darle un puñetazo a ese imbécil.
—Deme el cheque, por favor.
Me tendió un cheque, esta vez, nacional y con un poco de suerte, lo tendría pronto en la cuenta, por lo que no tendría que soportar como cuestionaba mis capacidades de nuevo.
Agarré el cheque y me dediqué a ingresarlo mientras el hombre no hacía más que examinar cada uno de mis pasos. Asintió para sí mismo, varias veces, diciendo "muy bien", como si fuera él quien tuviese que darme la palmadita en la espalda o la aprobación. Como si yo fuera una niña pequeña. O una estúpida.
Lo ignoré.
—Georgina, cuando puedas, ven a mi despacho —el señor Serra asomó la cabeza desde la puerta de cristal.
Me di prisa por terminar con el cheque, pero no pude dejar mi puesto para ir a hablar con el director. Los clientes no se terminaban y los flashes del atraco todavía me aceleraban el corazón.
Toqué la puerta dos veces cuando cerré la caja. Normalmente, cerraba mi puesto a las doce y tenía tres largas horas de trabajos internos muy aburridos.
—¿Qué tal llevas tu puesto? —me preguntó el señor Serra cuando me uní a él.
Estaba repantingado en su silla y tenía los brazos cruzados. Dio una palmadita en la silla que había junto a él, pidiéndome que me sentara. Lo hice, temerosa.
—Uhm, bien.
—No hace falta que me preguntes cuándo volverá Clara —comenzó él—. Te lo digo ya. La van a operar y será una baja muy larga. Con un poco de suerte, para navidades ya haya vuelto.
¡¿Navidades?! ¡Estábamos en junio!
—Pero... ¿Voy a estar sola en la caja hasta entonces?
—He pedido que contraten a alguien más, pero ya sabes que la formación es larga, así que... creo que en agosto ya tendremos a otra persona.
No. Me habían prometido ascender y de pronto, sin ningún tipo de justificación ni aclaración coherente, me desterraban a la posición de la que habían dicho que me sacarían. ¡Me enviaron hasta los malditos horarios de las formaciones y la fecha de firma para la modificación del contrato! ¡Y lo habían cancelado todo!
—¿Mi formación cuándo será? —me atreví a preguntar.
Se encogió de hombros.
—Ya te dirán desde recursos humanos.
«¿Ya me dirán? Recursos humanos no decía nada. ¡Les importaba todo una mierda!». Me costó esconder mi indignación, pero después de que me negara a ayudarle la noche anterior, tenía miedo.
Sentía que me estaban castigando y ni siquiera sabía qué había hecho mal.
—¿Estoy desterrada en el mostrador hasta previo aviso?
Él juntó las manos y se encogió de hombros antes de contestar a mi pregunta:
—Sí —dijo sin más, como si no tuviese importancia. Como si mi carrera y mis esfuerzos fueran papeles que pisotear—. Por cierto, sé que no quisiste ayudarme anoche —prosiguió—. Tenías el ordenador en el bolso esta mañana. ¿Por qué?
Mierda. Me había visto sacarlo.
—Me despertó, estaba durmiendo. Las once de la noche no es mi horario laboral.
Chasqueó la lengua y a mí se me detuvo el corazón. No iba a echarme. ¿No? De hecho, no podía. No tenía a nadie que cubriese mi puesto. ¿O sí? ¿Era tan imprescindible como me pensaba?
—¿Me puedes explicar por qué somos tan benevolentes contigo? —preguntó—. Es decir, estampaste tu coche contra el de un cliente por aparcar donde sabes que no debes hacerlo y, ¿te fuiste con él el otro día? No veo muy coherente tener relaciones con clientes que piden líneas de crédito.
¡Eso era el colmo! ¿Se atrevía a acusarme de tener una relación romántica con un cliente para hacerle favores? ¿Había perdido la puta cabeza?
—Pero si eso es para la cafetería y está a nombre de su socio, no de él— le repliqué—. Y yo no se la concedí, ¡la concedió usted!
No tenía ningún sentido.
—Y he estado revisando cosas —ignoró mis palabras, siguió hablando. La superioridad de su tono se elevó—, no escaneaste bien su pasaporte danés.
Fruncí el ceño y negué con la cabeza. Recordaba haber escaneado todos los archivos y haberlos revisado antes de subirlos. Siempre los revisaba y verificaba que tuviesen una buena lectura.
—Debió ser un error —me excusé. No sabía cuando había cruzado los brazos, pero allí estaban, intentando protegerme—, pero eso no...
Volvió a cortarme.
—El cheque de la semana pasada tardó mucho.
—No fue mi culpa.
—Ya lo sé, pero el cliente ha puesto una reclamación. Una a tu nombre.
Por eso me había tratado con aquella actitud paternalista, porque se pensaba que era una niña que acababa de recibir una regañina.
«¿Qué es lo que no quieres?»
Esto. No quiero trabajar en un lugar en el que se me trata como si fuera la última mierda.
—No es culpa mía que ese señor se enfade por un proceso en el que no tengo nada que ver —mi indignación salió a reflote y aunque la reprimí, mi rabia mostró los dientes—. ¿Algo más que quiera decirme? Porque tengo trabajo.
Su mirada era dura como la piedra, se levantó de la silla y se acercó a mí, amenazante.
—¿Sabes por qué te llamo a ti, Georgina? —no sabía si quería saberlo—. Eres brillante. Solucionas los problemas muy rápidamente, y aprendes más rápido que muchos de los que han pasado por aquí. Tenía esperanzas, pero si vas a dejar de centrarte, tal vez, deba plantearme hablar con recursos humanos sobre tu formación.
—Trabajar fuera de horario no...
—Habla de tu compromiso y profesionalidad —me espetó—. ¿Qué vas a hacer cuando un cliente asignado te llame porque tiene un problema? ¿Dejarás el teléfono sonar?
—Hay un teléfono de emergencias y una maldita aplicación para casos graves —le repliqué—. Hay pocos casos que no sean capricho e impaciencia a las once de la noche.
Entrecerró los ojos, disgustado.
—Qué decepción me estás dando.
No quería escuchar una sola palabra más.
—Tengo trabajo.
Me di la vuelta y salí del despacho.
—¡Georgina! ¡Vuelve aquí! —salió detrás de mí—. ¡No seas insolente!
Acaba de amenazarme, de poner todo mi trabajo en duda de forma injusta y encima tenía la desfachatez de llamarme insolente.
Me di la vuelta y dejé que todo lo que había estado conteniendo, saliese:
—¿Sabe qué? —lo encaré—. Dimito.
—Venga ya, es una amenaza vacía.
Pero no lo era, porque yo estaba fuera de mí.
—¡Me voy! —exclamé, alzando las manos—. ¡No soporto más! —lo señalé. Mi boca echaba fuego y mis ojos ardían en furia—. ¡Tú no tienes que llamarme a mí para que solucione tus problemas! ¡El director de la oficina eres tú, se supone que deberías saber esas cosas!
—Georgina, cuidado con lo que dices —me advirtió, echando un vistazo a nuestro alrededor, donde algunos clientes, que estaban reunidos con mis compañeros, nos miraron sorprendido.
—No quiero tener cuidado —respondí, acercándome a mi mostrador—. ¡Dimito!
El señor Serra, o Fernando Serra, porque ya no le debía ningún respeto, se había tensado. De hecho, su piel había palideció estrepitosamente en los últimos segundos y pude ver como tragaba saliva.
—Si te vas, no vuelves —dijo.
—No pienso volver. ¡Y voy a escribir una queja sobre ti a recursos humanos!
Agarré mi bolso y las pocas cosas que tenía en la taquilla. Él me siguió, y siguió en su línea, intentando que me quedara con muestras de orgullo y amenazas poco eficaces. Agarré mi ordenador y mi móvil de empresa y se los dejé en el mostrador.
—Métetelos por el culo —esa fue mi última frase en la sucursal.
Me marché, dejando a todos los empleados y clientes con la boca abierta.
El calor me golpeó en la calle, pero no eclipsó ni un grado del que recorría mis venas. Me sentía como una puta dragona y eso que nunca había sido fanática de la fantasía.
Me temblaba todo el cuerpo y salí caminando calle abajo. Ni siquiera sabía a donde iba, pero con un poco de suerte, lograría calmarme antes de ir al tren. Estaba eufórica y tenía la adrenalina por las nubes. Hubiese sido capaz de encender una vela con las manos e incluso creí estar teniendo una alucinación porque Kresten se estaba acercando a mí cuando llegué al cruce de Via Laietana con la plaza Nova.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté, todavía con la respiración acelerada.
—Voy de camino a la cafetería —me informó, tranquilo. Frunció el ceño enseguida. Mi humor era evidente—. Oye, ¿estás bien?
—¡No estoy bien! —admití, casi histérica—. ¡He dimitido! Le acabo de decir al director de la oficina que se meta un ordenador por el culo. No puedo volver.
Él se quedó mudo unos segundos y después estalló a carcajadas. Su maldita costumbre de reírse con todo su cuerpo y apoyarse en mi hombro me puso todavía más nerviosa.
—¿Qué se meta qué? —me preguntó.
—El ordenador por el culo —y sin pretenderlo, me contagió su risa.
Me transformé en una mezcla de diversión, ansiedad, histeria y adrenalina. Hubiese hecho un cóctel de lo más explosivo.
—¿Podemos ir a algún sitio tranquilo? —le pregunté cuando las risas cesaron— Aunque no sé si hay sitios tranquilos aquí. ¿Tu cafetería está en paz? Necesito calmarme.
Seguí caminando. Ya habíamos llegado a la plaza de la catedral cuando me choqué con una señora que se tomaba un granizado y miraba la fachada del edificio embobada. Fue un milagro que no me tirara el granizado encima. La señora soltó una exclamación, mientras preguntaba, despistada, si eso era La Sagrada Familia.
No. No lo era. Era la Catedral de Santa Eulalia y los turistas tenían la manía de confundirla. Ni siquiera se parecían.
Kresten me tomó del brazo, sujetándome cuando me tambaleé.
—Ven —susurró—. Voy a llevarte a un sitio.
Me guio por la plaza de la catedral, pasando de largo la cafetería. Nos escurrimos en la calle del Museo de Frederic Marés y, al llegar a la plaza de la entrada gótica original de la catedral, se metió en el claustro del museo.
Sí, había algo de tranquilidad. Caminé hasta la fuente del centro del claustro, en la que nadaban algunos peces blancos y naranjas y me senté el borde. El rumor del agua me ayudó a aclarar mis pensamientos.
La acababa de liar un montón.
Kresten se sentó a mi lado en silencio y acarició el agua con los dedos.
—¿Qué he hecho? —me llevé las manos al rostro—. Tengo que pagar el préstamo del coche y el de la prótesis de mi padre. ¿De dónde voy a sacar el dinero? Soy estúpida, como he dimitido no tengo derecho a paro. Y sí, tengo algunos ahorros, pero tampoco es para tirar cohetes.
Tuve ganas de llorar. Había perdido los estribos y aunque no me arrepentía de lo que había hecho, sí lo hacía de haberme quedado sin una fuente de ingresos. Me había esforzado muchísimo en el banco y todo eso ya no importaba.
—Uhm... —murmuró Kresten, pensativo—, yo necesito una nueva camarera.
Me aparté las manos del rostro y lo miré fijamente. Sus ojos azules me respondieron con generosidad.
—No necesitas una nueva camarera —declaré.
Juntó los labios en una mueca graciosa y se miró la muñeca, fingiendo revisar un reloj que no existía.
—La necesito desde hace quince minutos. Serán solo unos días, hasta que ella encuentre lo que quiere hacer.
Mi pulso que había estado inquieto se relajó.
—¿Por qué haces esto?
Su pequeña y tímida sonrisa terminó de apagar el fuego que corría por mis venas.
—Cuando me destrozaste el lateral del coche, me ofreciste ayuda y te esforzaste en solucionar el problema. Es mi turno de ayudarte a ti y la verdad es que vamos justos de personal.
Él ya me había ayudado mucho, aunque no lo creyera.
—Pero yo nunca he trabajado en eso —le expliqué, insegura—. No sé hacer cafés.
—Entonces voy a tener que enseñarte —se levantó y me tendió la mano—. ¿Me acompañas? Creo que tengo tiempo para enseñarle algunas cosas a mi nueva empleada.
Eso no me ayudaba en absoluto a no enamorarme de él.
¡Qué ganas tenía de que Georgina comenazara a sacar caracter! Kresten se hace e duro pero es adorable 🤭
¿Qué os ha parecido el capítulo?
El miércoles subiré el próximo
Mil gracias por leer
Noëlle
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