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Día Quince: Tarde

Chiaza estaba inmerso en su laboratorio, rodeado por un orden preciso de instrumentos de medición, compases y manuscritos llenos de anotaciones. Se ajustó las gafas con un gesto automático, y el sonido rítmico del lápiz sobre el papel resonaba en el aire vibrante de cálculos complejos. A la luz de las lámparas de aceite, sus ojos recorrían las ecuaciones meticulosamente dispuestas sobre su escritorio. Tomó una hoja, la levantó a la altura de sus ojos, y la luz de la lámpara de aceite proyectó sombras danzantes sobre los manuscritos. Su aliento formaba nubes en el aire fresco mientras murmuraba teoremas y corolarios.

Las paredes estaban adornadas con gráficos tallados en grafito. Chiaza se acercó a uno de los gráficos, pasando los dedos por las líneas, sintiendo la textura del grafito en sus yemas. En el centro del cuarto, una pesada losa junto a una antigua chimenea lanzaba chispas y ceniza, y él se detuvo un momento para avivar el fuego con un atizador.

A pesar de la confianza en cada trazo de su pluma, un temblor en sus dedos delataba su pánico por el destino de su pueblo. Su mejor amigo, Yesca, lo observaba desde la entrada. El rostro del hombre reflejaba preocupación y, quizás, un toque de incredulidad. Yesca cruzó los brazos y luego los descruzó, mientras Chiaza ajustaba un termopar para medir la temperatura de la losa, con la mente absorta en su experimento.

No era la primera vez que veía a Chiaza inmerso en sus experimentos, pero esta vez parecía afligido. Los susurros y movimientos de Chiaza mostraban su desesperación.

¿Pero que más podía hacer Chiaza sino actuar desesperado? Después de todo, lo habían abandonado de nuevo.

—Chía, ¿qué estás haciendo ahora? —preguntó Yesca, su voz mezclándose con el crepitar del fuego. Su tono era curioso, no crítico.

Chiaza no respondió; en su lugar, ajustó el dial de un pirómetro y anotó la lectura en su cuaderno antes de levantar la vista.

—¿Qué nueva maravilla estás intentando crear esta vez? —insistió Yesca.

Maravilla.

Esa era la palabra que Yesca elegía para describir los esfuerzos de Chiaza. No locuras, como el resto de las personas, sino maravillas; no fracasos, sino pasos hacia el progreso. Sin embargo, tampoco utilizaba la palabra adecuada. Experimentos. ¿Acaso aquello nunca iba a cambiar? ¿Acaso no era posible que los demás vieran que él hacia experimentos y formaba teorías e hipótesis?

Chiaza sintió un nudo en el estómago. Sabía que Yesca no lo juzgaba, pero la palabra «maravilla» le recordaba cuán lejos estaba de ser comprendido. No levantó la vista, tenía ojeras rodeándole los ojos como pesadas bolsas negras. ¿Cuántos días llevaba sin dormir ya? Sus ojos siguieron pegados las diferentes anotaciones de su escritorio.

—Debo intentarlo, Yesca. Si no, no sobreviviremos al invierno —dijo Chiaza con voz firme, aunque sus manos temblaban al señalar la gráfica en la pared—. Según los registros del último ciclo, muchas personas murieron debido al frío extremo, por debajo de los -40°C. ¿Lo sabías? He estado experimentando... ¿y si pudiéramos encontrar una manera de almacenar calor para siempre?

—¿Almacenar el calor indefinidamente? —repitió Yesca, sus ojos brillando con una mezcla de curiosidad y escepticismo mientras se acercaba—. ¿Qué estás tramando, Chía?

—No puedo hacer... lo que pretendía hacer si no tengo la ayuda de una mujer —dijo Chiaza, frotándose los ojos. Qué cansado estaba—. Ningún hombre puede manejar el Quillazca, y el Sugunquy tiene sus límites, ¿sabes? Hay cosas que están más allá de mis capacidades. Pero no tengo otra opción. He intentado esperar a Neme, buscar maneras de que me ayude. Pero no ha funcionado. Así que debo seguir adelante con lo que el Sugunquy me permite. Estoy en busca de un sistema eficiente para almacenar calor.

Yesca asintió, su rostro era un cuadro de comprensión y apoyo.

—Ya veo... podría funcionar, Chiaza. Y si alguien puede hacerlo, eres tú.

—Podría, pero no sé si es suficiente. No he tenido éxito hasta ahora —admitió Chiaza con el rostro torcido en una mueca de frustración—. Mi hipótesis implica manipular las propiedades de los materiales para crear un sistema que almacene calor de manera efectiva y lo libere gradualmente, manteniendo una temperatura habitable durante el invierno catastrófico. ¿me sigues?

—Si, Chiaza —Tras un breve instante de pausa—: Es asombroso.

—El desafío es mantener una temperatura estable, al menos por encima de los -20°C y, si es posible, cerca de los 20°C, para que la gente pueda sobrevivir al invierno. He probado con Almacenamiento de Calor Latente y Geotérmico—dijo Chiaza mientras ajustaba una vara de medir cerca de la losa de granito, evaluando las marcas y anotando sus observaciones.

Chiaza se giró hacia Yesca, su semblante sombrío era el reflejo de la decepción por los resultados de sus experimentos.

—Los métodos que he probado han fallado —explicó con pesar, golpeando ligeramente el borde de la mesa con la punta de los dedos. El sonido sordo acentuaba su frustración.

Chiaza se acercó a la losa y midió nuevamente su temperatura con un termómetro de mercurio, esperando algún cambio.

—El Almacenamiento de Calor Latente usa materiales de cambio de fase, que absorben o liberan calor durante su transición de una fase a otra. Por ejemplo, un material de cambio de fase absorbe calor al pasar de sólido a líquido, como el hielo al derretirse, sin un cambio notable en la temperatura. Esto nos permitiría almacenar energía térmica durante la fusión o solidificación.

» Pero el material que desarrollé, aunque sintetizado con el Sugunquy, no almacena suficiente calor para sobrevivir al invierno. Las transiciones de fase son impredecibles; el material no es constante y provoca fluctuaciones de temperatura peligrosas. Imagina las molestias y riesgos para la salud que podrían surgir si el material sólido se funde o solidifica repentinamente, causando cambios bruscos de temperatura. Podría ser muy peligroso.

—Bueno... —dijo Yesca contemplando con tristeza a Chiaza—. Supongo que podría haber otra manera.

—El Almacenamiento Geotérmico tampoco fue exitoso. Intenté aprovechare el calor del interior de la tierra utilizando el Sugunquy, transfiriendo calor a acuíferos profundos. La idea era usar energía geotérmica para calentar el agua subterránea y crear un depósito de calor. Pero no pude acceder a fuentes geotérmicas adecuadas.

» Aunque logré aumentar la temperatura del agua, la tasa de almacenamiento será insuficiente para el invierno extremo. Los sistemas geotérmicos varían según la profundidad, y mi influencia en esas variables es limitada por culpa de las Zyraquens. ¿Y sabes que descubrí? El calor natural de la tierra disminuye con el tiempo. Incluso si almacenara suficiente calor geotérmico, desaparecería con el invierno. Y tampoco servirá de nada.

Yesca permaneció en silencio, su postura revelaba una incomodidad palpable. No lograba comprender del todo a Chiaza, y menos aún su manera de hablar, tan característica de una mujer o una Zyraquen. Todo lo contrario, a lo que se esperaría de un Huaryan. A pesar de ello, no cuestionó a su amigo; por el contrario, se sintió algo más tranquilo tras compartir sus pensamientos. Chiaza había encontrado en Yesca un oído atento, alguien que lo escuchaba sin juzgar, aunque no entendiera completamente.

Chiaza apoyó sus manos sobre la mesa, sintiendo el peso de su último recurso, una nueva estrategia que había ocupado sus pensamientos durante semanas. Era una posibilidad remota, pero la única que le quedaba. Aun así, el temor al fracaso, tan familiar ya, se cernía sobre él.

—La conducción de calor... podría ser la clave para transferir y almacenar energía térmica —susurró Chiaza, su voz apenas audible sobre el crujido de las llamas. Sus dedos, finos y precisos, danzaban sobre las ecuaciones que había perfeccionado durante semanas—. Quizás pueda extraer calor de una fuente y dirigirlo hacia un material de almacenamiento eficiente... o incluso al cuerpo humano.

La mirada de Chiaza se posó en las llamas danzantes de la chimenea, construida en su laboratorio con un propósito muy específico: necesitaba una fuente de calor constante. Con determinación, se acercó a la pequeña llama que iluminaba tenuemente la estancia.

Chiaza se sintonizó con la energía natural, una fuerza no confinada a un lugar sino entrelazada con el tejido mismo de la realidad. Aunque invisible e intangible, era tan real como el aire que llenaba sus pulmones. Se concentró, extendiendo su conciencia hasta que la energía difusa del Sugunquy se condensó a su alrededor, formando una espiral de poder que solo él podía percibir. Las marcas iridiscentes en su piel centelleaban al ritmo de esta danza cósmica, disipando su fatiga y llenándolo de un vigor renovado. El poder del Sugunquy fluía a través de él, un éxtasis efímero que lo conectaba con todo lo existente.

Concentrado en la fuente de calor, Chiaza aplicó su entendimiento intuitivo de la transferencia de energía. Era como si cada fibra de su ser resonara con las leyes fundamentales de un universo no escrito, donde la termodinámica y la alquimia convergían. Su mente, aguda como la hoja de un cuchillo, cortaba a través de la complejidad del mundo físico, traduciendo instintivamente el flujo y reflujo de la energía en patrones que podía manipular y orquestar. Sin embargo, en su mirada había un ligero temblor, un indicio de su nerviosismo oculto detrás de su audacia.

Colocó una mano sobre la losa y otra sobre una tabla cercana, comparando la diferencia de temperatura. Su mirada se fijó en un reloj de arena, observando cómo los granos caían mientras calculaba la energía natural.

Enfocándose en la llama, Chiaza armonizó el fuego y el viento, canalizando el Sugunquy con una precisión que desafiaba la lógica mundana. Visualizó la energía natural no como moléculas o ecuaciones, sino como corrientes vivas de poder que fluían y se entrelazaban, obedeciendo a un orden superior que solo él podía comandar. Con un gesto, guió la danza de la energía, tejiendo la esencia del fuego con la del aire, creando una sinfonía de calor que era tanto arte como ciencia. Sentía una mezcla de orgullo y timidez al darse cuenta de la magnitud de su habilidad, aunque siempre latente estaba el temor de no estar a la altura.

«Debo asegurarme de no sobrecargar la estructura molecular del aire», reflexionó Chiaza, consciente de los límites del Sugunquy y de su peligrosa volatilidad. Era esencial respetar las leyes naturales, aunque una voz interna de duda le recordaba constantemente la fragilidad de su control.

Con un gesto sutil de su mano, guió el flujo de energía térmica desde la llama hacia una losa de granito seleccionada estratégicamente para su capacidad de retener calor.

«La elección del material es crucial», pensó Chiaza, basándose en su conocimiento de las propiedades térmicas de los materiales. La piedra debía absorber y retener el calor de manera eficiente, manteniendo una temperatura constante sin fluctuaciones bruscas. Sabía que habría mejores materiales para retener el calor, pero a largo plazo necesitaba una manera de que el palacio o la ciudad entera retuvieran el calor. ¿Y que era lo que más había en la ciudad?

Granito.

¿Habría hecho bien los cálculos? La duda lo asaltaba, pero su determinación lo empujaba a seguir adelante.

Mientras el experimento avanzaba, Chiaza vigilaba cada detalle con cuidado. Sentía la responsabilidad de controlar la energía que manipulaba, consciente de los peligros inherentes de un mal cálculo. Un calor demasiado bajo podría no tener resultados, uno demasiado alto podría ocasionar que la losa explotara.

«Debo mantener un equilibrio delicado», se recordó a sí mismo, sintiendo el agotamiento mental acumulándose a medida que sostenía la manipulación. Su mente era un torbellino de pensamientos, cada uno luchando por superar el nerviosismo que intentaba colarse en su concentración.

Tras varios minutos de intensa concentración, Chiaza liberó el Sugunquy. Sintió cómo el poder se disipaba, y se apartó lentamente de la losa. Con un termómetro de mercurio, midió la temperatura de la piedra y anotó los resultados. Tocó la superficie con la palma de la mano, evaluando la retención del calor y observando si sus cálculos sobre la conducción térmica habían sido correctos.

«La temperatura debe ser estable... ¿lo es?», pensó, calculando mentalmente la cantidad de energía térmica que debía haber almacenado. El calor de la chimenea parecía haberse desplazado, envolviendo la losa en un abrazo cálido, pero más allá, en los confines de la habitación, el cambio de temperatura era apenas perceptible, un eco distante de su labor. Los resultados en el termómetro mostraban un ligero aumento de temperatura, indicando un éxito parcial, pero la losa retenía apenas un susurro de calor.

Desanimado, tocó nuevamente la losa con cautela, evaluando el calor retenido y observando si sus cálculos sobre la conducción térmica habían sido correctos. Aunque estaba ligeramente tibia al tacto, no era suficiente para mantener una temperatura habitable. Además...

—Está perdiendo el calor —murmuró Chiaza, golpeando ligeramente la piedra con frustración. Observó la losa, perplejo. El contacto directo entre la llama y la piedra debería haber sido suficiente. Se frotó los ojos cansados, intentando encontrar respuestas. Tomó una pluma de ave y anotó sus observaciones, buscando patrones en el comportamiento del calor.

Debería haber funcionado, ¿Qué había hecho mal?

—Puede que necesite un intermediario —murmuró para sí mismo, mientras observaba su colección de minerales en una estantería cercana—. Quizás un material específico que actúe como un conductor térmico más eficiente...

Se acercó a la estantería para tomar uno de los tomos, sopesándola en su mano mientras consideraba sus opciones. Luego lo dejo caer, notando la mano acalambrada. Los pensamientos asaltándolo.

La noción de replicar este proceso en un cuerpo humano ahora parecía aún más distante y desafiante. Había soñado con conseguirlo en un cuerpo humano, facilitando la caza y recolección de recursos. No lograrlo significaba un fracaso.

—Si ni siquiera puedo hacer funcionar este simple experimento... —reflexionó, sintiendo cómo la desesperanza se apoderaba de él momentáneamente. La ansiedad se manifestaba en el ligero temblor de sus manos.

Una gota de sudor trazó un camino lento por su frente, lo que provocó en Chiaza una risa amarga. El experimento había tenido éxito, al menos parcialmente. La temperatura de la habitación había aumentado, pero estaba tan absorto en su concentración que no lo había percibido, y al romper la conexión con la energía natural, el calor se disipó como un sueño al despertar.

No era del todo una buena señal.

—Incluso si lograra transferir calor a un cuerpo humano, ¿cómo podría mantener ese calor sin la constante manipulación de Sugunquy? —se cuestionó, reconociendo la limitación inherente. La transferencia de calor dependía de su capacidad para mantener el flujo de energía.

Chiaza lanzó una mirada al vacío de la estancia, sus hombros se inclinaban bajo el peso invisible de una derrota no admitida. ¿En qué instante se había esfumado Yesca? ¿Acaso la incomodidad de presenciar su intensa dedicación había impulsado a Yesca a abandonar la sala?

La tensión se apoderaba de los músculos de Chiaza, y una neblina de agotamiento envolvía su mente. Con un gesto decidido, sacudió la cabeza, intentando disipar la bruma de fatiga, y dirigió su mirada hacia la ventana. El ocaso se desplegaba más allá del cristal, bañando el cielo con pinceladas de sombra. ¿Cuántas horas había dedicado a su empeño? Sin duda, esa prolongada ausencia explicaba la retirada silenciosa de Yesca. Cada intento fallido parecía añadir un nuevo lastre a su ya sobrecargada conciencia. A pesar de su perseverancia y su vasto conocimiento, se veía atrapado en un impasse, un laberinto sin salidas visibles.

—Necesito a Neme...

Fue lo único que consiguió susurrar.

Era una verdad dolorosa, y reconocerla no mitigaba su amargura. Solo, no podría salvar al mundo. Ningún Huaryan poseía la habilidad para replicar sus hazañas. En el mejor de los casos, lograban manipulaciones simples del Sugunquy, pero nunca proezas al nivel de las Zyraquens. Era una cuestión de destreza mental, de pensar en cálculos y patrones, algo que parecía ajeno a la naturaleza de los hombres.

Conocía la singularidad del Quillazca, cómo las Zyraquens no requerían guiar o someter el poder natural a especificaciones rígidas; ellas simplemente persuadían al poder para actuar. Ignoraba si era una ventaja o una desventaja, pero estaba seguro de necesitar ese poder. Necesitaba a Neme.

Porque, aunque consiguiera grandes avances con sus propios experimentos, necesitaba tanto el Quillazca como el Sugunquy para poner a prueba su plan. Un plan que había estado décadas en su mente.

Sin embargo, ella rehusaba colaborar con él, y esa negativa lo frustraba profundamente. Todas las mujeres parecían compartir la misma incomodidad cuando intentaba dialogar sobre la energía natural, sobre conceptos que podrían ser clave para la salvación del mundo. Algunas incluso habían cuestionado su orientación. Su inteligencia era indiscutible, pero su timidez a menudo resultaba malinterpretada.

¿Sería posible convencer a Neme? Le había concedido una semana de reflexión, sin informar a Chyquy ni a nadie más. Quizás esperaba que ella reconsiderara por su cuenta. En lo más profundo de su ser, Chiaza sabía que no encontraría a otro que pudiera asistirlo. Ella era su última esperanza. ¿Funcionaría si le suplicaba?

Tal vez, si lograba un avance en su experimento, ella depositaría su confianza en él. Podría ser la clave.

Con renovada determinación, Chiaza se puso de pie, volviendo a sumergirse en sus cálculos. Probaría su experimento una vez más. Y si fracasaba, lo intentaría de nuevo. Después de todo, el tiempo apremiaba.

Un año.

Eso era todo lo que tenía.

Así que volvió a conectar con el Sugunquy



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Hey, ¿que tal? Si has llegado hasta acá, me gustaría agradecerte. Este capitulo es mi favorito de la primera parte, es el que marca en gran parte como ira el tono del libro y es un capitulo que me ha costado horres escribir, pero que ha sido de los más divertidos. Espero te haya gustado, y si tienes algun comentario para este, te lo agradecería. 

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