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Camelias rojas para Zandov


Cupido se ha ido. Sí, se ha tomado los vientos y ha decidido que el amor ya no es lo suyo. Entre las redes sociales, las apps de citas y la falta de romanticismo, el amor romántico no es un buen negocio al que dedicarse en el siglo XXI. El adorable bebé en pañales y de flechas de oro, se ha cansado.

Por ello mismo, es momento de tomarse un descanso y dejar en las capaces manos de su competencia al amor. Después de todo, ya nadie valora la tarea de escoger a las almas gemelas. Si Tinder puede hacerlo mejor que sus flechas y los emoticones de corazón representar más que un ramo de flores, pues dará un paso definitivo al costado tras volver de su merecido receso.

 Mientras, con una copa de vino en la mano y a rebosar de comodidad en las nubes de un cielo despejado, Cupido estará expectante de la película que ya no es su trabajo.

(...)

Las noticias se estaban volviendo locas, la gente de hecho estaba muy loca. Las noticias eran un hervidero de móviles que parecían salir de abajo de las piedras, con una cobertura que abarcaba la Torre Eiffel hasta una pequeña plaza perdida en una localidad del cálido Brasil, que destacaba por su fuente vestida por candados. Las floristerías no daban a basto con tantos pedidos y las chocolaterías estaban de fiesta. 

Sólo un día al año podía generar tanta revuelta en el frío mes de febrero.

San Valentín o el Día de los Enamorados. Una celebración que teñía las calles de parejas felices, amigos aferrados a la soltería y algún que otro incauto que prefería ignorar el simbolismo.

Peach se incluía en las tres categorías.

Desde la ventana de su pequeña oficina, se llenaba de la visión del amor por las calles. Sus mejillas se sonrojaban al contemplar a una pareja apasionada que no le temía al éxito cuando se besaba en plena cera, sus labios se curvaban en una sonrisa dulce ante un matrimonio anciano; suspiraba de anhelo al ser testigo de un día tan hermoso.

Tal vez, por éso amaba tanto San Valentín.

Para una mujer que vivía corriendo tras las cuentas de una organización, sentir algo más que frustración y aburrimiento era refrescante, a pesar de que no fuese parte del espectáculo.

Las cosas sencillas le gustaban, por éso mismo cuando se sorprendía con la mirada perdida en una caja de chocolates que esa mañana había sido depositada en su oficina y en el ramo de flores que desentonaba con la estética del lugar, apartaba inmediatamente la visión, con la realidad de que detrás de esos simbolismos se hallaba una pila de trabajo que la esperaba. Tal vez, su amor por la sencillez era el que suspiraba de gozo ante ser la destinataria de tales banalidades.

Se apartó de la ventana al cabo de unos minutos. Los papeles no eran mentira y los servicios no se pagaban solos. 

La puerta de su oficina se hallaba cerrada para su concentración, pero ese día no le apetecía estar sola. Vacilante, se acercó hasta ella y tiró hasta que el aroma a desinfectante que tan rancio se le hacía le inundó las fosas nasales. Los pasillos tampoco habían querido perderse de Cupido, por lo que para la ocasión lucían un cargamento festivo que a su lado más romántico se le hacía exquisito, aunque a la pragmática mujer de números que era, lo veía innecesario.

No había nadie afuera, cosa que no le extrañaba.

Al estar en el último piso con sólo dos oficinas disponibles, las visitas no eran algo de lo que gozara muy a menudo.

Volvió a sentarse en su silla, esta vez dispuesta a trabajar. Para confirmarse que en verdad se pondría manos a la obra, se puso los lentes y recogió el cabello.

Estar al mando de la contabilidad de una organización no gubernamental no era precisamente el trabajo de sus sueños, pero no se disgustaba. Era una amante de lo simple y de lo que podía falsearse, por lo que los números habían sido su pasión desde siempre.

Dos pisos más abajo la historia era otra.

En el primer piso de ese mismo edificio, mujeres estaban saliendo adelante tras haber tenido una vida dura, con sonrisas tímidas pero fuertes, que le daban vida a cualquiera que tuviera el placer de conocerlas. Sí, quizá su tarea no fuera la más inspiradora.

Su desconcentración fue en aumento cuando varias voces se oyeron al salir del elevador. Ese día, además de distraída, estaba extrañamente curiosa, como si estar sola en su oficina no fuese una opción.

Dándole un último vistazo a los regalos en su escritorio, se puso de pie y salió al pasillo.

Dos de sus compañeras, orientadas al trabajo social de la organización, venían de camino a su despacho con dos grandes sonrisas en el rostro y un ramo de flores en manos de una de ellas.

Su mirada se clavó en este último.

—¿Te han regalado flores? —fue lo primero que preguntó cuando sus caminos se cruzaron. Una pícara sonrisa apareció en los labios de su compañera.

—No, son para mi novio —su sorpresa debió haberse hecho evidente, pues ambas la observaron como si se hubiese quedado en la prehistoria.

—Oh, son preciosas —nunca le había regalado flores a un chico, la idea se le hacía ajena, pero no quiso ser descortés.

—Creo que le gustarán —como no conocía al chico, no sabía qué decirle. Tal vez a éste le gustasen las rosas que planeaban regalarme o unas gerberas. Era tan inexperta con esa clase de gestos románticos que Cupido estaría muy decepcionado de ella. 

—Tiene mucha suerte, desde luego —nunca había visto que las mujeres hicieran esos gestos por sus amantes. ¿Sus novios las mirarían raro por tomar la iniciativa o las aplaudirían? Se mordió el interior de la mejilla para no preguntar.

El silencio cayó en señal de una conversación terminada. Sus compañeras parecían tener otro destino que su oficina, pues tras haberse despedido con sonrisas ligeras partieron al otro despacho del piso.

Para deshacerse de la incomodidad, se puso la excusa de que buscaría hojas para la impresora.

Se encaminó al ascensor, con las manos jugueteando entre sí. A pesar de que pareciese ridículo, no podía dejar de cavilar en torno a las flores. ¿Sería apropiado regalar flores a un hombre? ¿Éste no lo miraría como un insulto a su hombría? Lo cierto era que nunca había tenido un novio que se decantase por los detalles románticos y las flores. Y ella, por consecuencia, había olvidado que las relaciones tenían más que ver con las plantas que con los números.

Presionó el botón para que el ascensor subiera. Al cabo de unos minutos, las puertas se abrieron. Distraída entró, aún constipada por sus opiniones del mundo romántico.

—Hola —elevó el mentón para encontrarse con un rostro amable y que prometía diversión, pero que prontamente se eclipsaba por dos ojos de un precioso castaño que emulaban muy bien a un azul dudoso de su tonalidad. El aliento se le trabó en la garganta.

No tardó en sentir que un bombeo constante se daba en sus oídos y que concienzudamente podía oírlo. La boca se le resecó y el mundo pareció reducirse más de lo que ya lo estaba. Sus ojos estaban absortos en aquella conjunción de hermosos colores cuando tuvo que volver a la realidad.

—¿Peach? —para sus adentros intentaba organizar el caos que de pronto se había hecho en su mente. Estaba aparentemente ante un cortocircuito de neuronas y la cosa parecía grave.

—Lo siento. Buen día —era un buen día, tuvo que reconocer al fijarse de nuevo en su rostro. Tenía que admitir que una expresión así de cálida le mejoraba el día a cualquiera. 

—¿Distraída? —acomodó los lentes sobre el puente de su nariz, ya que creía no ver bien—¿A qué piso vas? —incapaz de hablar sin graznar, por sí misma pulsó la planta baja en los botones y esperó a que las puertas se cerraran.

—Mucho trabajo —una pequeña mentira a medias. Tenía un montón de papeleo y cuentas pendientes, pero su sed de algo inexplicable le había vencido.

—Imagino que una contable nunca para —obligándose a ser una mujer coherente, se puso en sus cabales con un par de palmaditas mentales. Estaba medio tonta cuando volvió a enfocarse en él, pero lo suficientemente centrada como para no quedarse a mirarlo como si tuviese algo en los dientes.

—Me he escapado de los pasivos y de los activos, y si tengo suerte, me salvaré de los balances. Repito, sólo con suerte —su compañero de ascensor soltó una cálida risa que la hizo querer imitarlo.

—Me gustaría contar con tu suerte —el elevador hizo una parada en el piso dos antes de reanudar su curso al no haber nadie que lo solicitara.

—Ya quisieras —el silencio se cernió sobre ambos, sin embargo no fue tenso o incómodo, sólo un agradable impasse. Al cabo de unos segundos, él tomó la iniciativa.

—¿Festejas hoy? —no tenía pareja y tampoco amigos en la soltería, al parecer, sólo faltaba ella para caer en las garras de Cupido. Dudaba que éso sucediese, por lo que sus planes de festejo era mirar películas románticas de más de dos horas, comer los chocolates que habían dejado en su escritorio esa mañana y ser testigo del amor. Era agradable en cierta forma.

—No, ¿Tú? —podía imaginarlo festejando a lo grande.

Una duda se instaló en su pecho. Estaba a punto de saciarla cuando se detuvo a medio camino. ¿Él se enfadaría si ella le regalaba flores?

—Un hombre ya no puede estar soltero con tantas tentaciones —se imaginaba la clase de tentaciones de las que hablaba. Desvió la mirada hacia la pared de metal, algo incómoda. 

—Lo imagino —esperó pacientemente a que el ascensor abriera las puertas para bajar. Cuando una sacudida la hizo voltear en busca de respuestas, descubrió al jefe de mantenimiento con la mirada fija en su rostro. Parecía hablar con los ojos ligeramente entrecerrados y la boca curvada en una sonrisa socarrona.

—No pasa nada. Es un nuevo sistema de aviso de próxima solicitud —más le valía, porque no le apetecía permanecer encerrada en esa caja de metal, por más que su compañía fuese de lo más embriagante.

Se hizo los mechones de cabello rojizo para atrás de las orejas, distraídamente acomodó los lentes e intentó no ser parte de una mirada que amenazaba con romper todas sus creencias del amor.

—Definitivamente es muy difícil —no llegó a escuchar del todo lo que decía, dado que el vestíbulo del primer piso apareció en su campo de visión. 

Era como entrar al mundo del amor, con figuras de Cupido por doquier, inflables de corazones por todo el espacio, cartelería que imitaba muy bien a la de las revistas de interiores y un ambiente que parecía atraer al romance.

Dio un paso hacia afuera.

Su corazón se derritió. 

—Precioso, ¿No? —asintió, porque era en vano no reconocerlo.

—Allá arriba no hay ni una quinta parte de este trabajo —a excepción de las camelias rojas que descansaban en su escritorio con vigor y arrogancia. Tenía ciertas preguntas sobre quién se las había obsequiado, pues el simbolismo que se ocultaba detrás de esos pétalos era sencillamente hermoso.

Anhelo y deseo, pasión oculta. Se le aceleraba el corazón al pensar en que alguien la veía de esa forma.

Inevitablemente quitó sus ojos del espectáculo romántico y los posó en el hombre a su lado.

Éste miraba alrededor con una cálida sonrisa en los labios. Se dio el lujo de detallarlo. Como parte del mantenimiento, vestía el mono azul, sólo que no tenía puestas las mangas y colgaba de su cintura el resto de la prenda, dejando ver la camiseta negra que llevaba debajo. Era invierno para estar desabrigado, pero a él parecía no importarle.

Se veía muy atractivo con un simple uniforme y el cabello despeinado que le caía en todas las direcciones posibles. Las hebras de un frondoso castaño con luces doradas le daban vida a su rostro. Quería acariciarlo.

—¿De verdad estás soltera? —la pregunta se le hizo extraña. Frunciendo ligeramente el ceño, lo observó.

—A menos que tenga una fuerte amnesia, no hay nadie más que yo y los números, Zandov —le parecía ridículo que estuviera cuestionando su vida amorosa.

Él se puso las manos en los bolsillos, con una sonrisa ladina y los ojos fijos en los suyos. Suspiró para sus adentros. Ese hombre no sabía el efecto que tenía en ella cuando la miraba de esa manera.

—Ellos se lo pierden —asintió. Su soltería era elegible y le gustaba. Sólo cuando por casualidad sus ojos se encontraban con unos castaños de dudosa procedencia, era que su decisión flaqueaba.

—Cierto —él tendría trabajo y ella también, pero no estaba lista para dejar de verlo. Se guardó las manos en los bolsillos del pantalón y subió la mirada un poco más.

—¿Te gustaron las... —un estruendo de aplausos llenó el salón principal. Sobresaltada volteó en dirección a la muchedumbre que se acumulaba en el área de terapia.

Zandov caminó a su lado cuando emprendió marcha hacia los gritos de alegría.

—¡Felicidades! —se escabulló para encontrar información. La encontró justo en los sillones. Una de las chicas que más tiempo llevaba en la organización, tenía entre las manos una cajita y una expresión de puro anhelo en el rostro. Delante de ella, acuclillado, estaba uno de los psicólogos del equipo, con lágrimas deslizándose por sus mejillas.

—¿Quieres casarte conmigo? —apenas podía creer que la tímida chica del inicio ahora estuviese pidiéndole matrimonio al hombre que había sido el primero en tomar su caso.

El hombre en cuestión, posó sus manos en sus mejillas antes de inclinarse hacia adelante.

—Claro que me caso contigo —el espectáculo romántico tuvo su punto álgido cuando ambos compartieron un beso que le revolvió las entrañas.

Eran preciosos.

Una avalancha de personas se abalanzó sobre la pareja feliz, dejándola atrás.

Allí se quedó, con los brazos cruzados y muchas dudas en mente. 

Ellos dos estaban enamorados y a él pareció no importarle el hecho de que su novia le había pedido casamiento, como también tenía la sensación, de que al novio de su compañera tampoco le molestaría recibir flores como ofrenda de amor.

Sus parámetros estaban equivocados.

Una parte que por mucho tiempo había estado sumergida en su cabeza tomó vigor. Ella también quería tomar la iniciativa de su propia vida amorosa.

Adaptándose al nuevo curso de sus pensamientos, irguió los hombros y deshizo el moño que llevaba en lo alto de la cabeza y que no dejaba libre a su cabello. Una manta de rizos rojos cayó por su espalda hasta la cadera.

Acomodó los lentes y tomó una bocanada de aire.

Con la mirada buscó a Zandov. Lo halló en la entrada del ascensor, a punto las puertas de éste de cerrarse. Acortó la distancia a pasos apresurados y consiguió colarse en el interior antes de que la dejase afuera.

Una curiosa mirada castaña se posó en la suya. Esta vez no la bajó.

—¿Te enfadarías si te regalara flores? —elevó la barbilla para obligarse a no perder el valor. Tanto tiempo a las sombras; era su momento.

—¿Debería? —se dijo que podía controlarlo cuando él consumió la sana distancia de un metro que tenían. Sí, sí podía.

—Sé que fuiste tú el que me regaló esas flores hoy —o ése había sido su deseo. Rezó con todas sus fuerzas a que él no la decepcionara.

Zandov la observó en silencio durante unos largos segundos, luego, cuando al parecer se cansó de analizarla, esbozó una sonrisa que se le clavó en el corazón.

Supo sin lugar a dudas que así se sentía un flechazo.

—No veo por qué enfadarme, pero por si se te ocurre regalarme crisantemos, te digo que las camelias me encantan —decidiendo que iría un paso más allá, posó una de sus manos en su hombro, mientras que ubicó a la otra en su cuello. Nada le impidió dejarlo a su altura. 

—¿Rojas? —a la par suya, Zandov asió a su cintura mientras que comenzaba a masajearle el cuero cabelludo con la mano libre. 

—Como tu cabello —se puso en puntas de pie. Sus alientos se mezclaron.

—¿Por éso las escogiste? —estaba absolutamente colgada de esa mirada, por lo que romper el contacto que tanto le estaba haciendo sentir no era algo que tuviese en mente.

—¿Sabes cuál es el significado? —a punto de decir que sí, se detuvo y negó— ¿Te lo enseño? —lentamente fue asintiendo.

Zandov se aproximó a su oído, sin embargo sus planes no parecían coincidir con la idea, pues deslizó los labios por su mejilla. 

El aliento se le trabó en la garganta.

—Pasión —susurró contra el lóbulo de su oreja. Continuó el recorrido por la barbilla, hasta detenerse en el mentón—. Esperanza —un reguero de besos por sus mejillas antes de detenerse sobre sus labios.

—Anhelo y deseo oculto —completó por él.

—Tramposa —le dedicó una sonrisa, sólo para cortar la suya cuando lo tomó por el cuello. Se dio el placer de suspirar antes de sumergirse en el deleite de su boca.

Por unos segundos se mantuvieron quietos, pero sólo fue hasta que tomó las riendas del beso. Se apretó contra su cuerpo mientras deslizaba la lengua dentro de su cavidad. Lenta, sin prisas, recorrió cada centímetro sin desperdiciar nada.

Las puertas del elevador se abrieron.

—Para esa cosa —él se movió con ella en sus brazos y la recostó contra el panel de control cuando una ráfaga de deseo les nubló el juicio. A tientas presionó el botón rojo.

Una alarma sonó de inmediato. Una risa escapó de su garganta. Zandov la imitó al cabo de unos segundos.

—Feliz día de San Valentín, Peach —la risa se transformó en una sonrisa, que le dio lugar al paso más importante.

—Me gustas mucho —se aseguró de estar mirándolo a los ojos cuando se lo confesó.

Zandov no dijo nada, pero su boca se hizo con el poder de un nuevo beso.

Para sus adentros suspiró y sonrió al mismo tiempo.

Lo había hecho.

(...)

Cupido terminó la segunda botella de vino cuando decidió que ya había visto lo necesario.

Una sonrisa se formó en sus labios regordetes. En silencio y con una precisión que sólo otorgaba la experiencia, tomó su arco y sus flechas.

Era hora de volver al trabajo.

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